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George no lloró cuando sus padres lo enviaron al internado. Y no porque no tuviera ganas, sino porque otro chico, vestido con la misma chaqueta roja e idéntico pantalón gris, berreaba a moco tendido al otro lado del vagón.

Guy Bullock provenía de un mundo completamente distinto al suyo. No fue capaz de aclararle exactamente cómo se ganaba la vida su padre, pero fuera cual fuese su oficio, la palabra «fábrica» apareció más de una vez en la explicación, algo que sin duda su madre no habría aprobado. Otro aspecto quedó en evidencia cuando Guy le relató las vacaciones que había pasado con su familia en los Pirineos: ese muchacho nunca había tenido que escuchar la frase «tendremos que apretarnos el cinturón». A pesar de todo, cuando llegaron por la tarde a la estación de Eastbourne, ya se habían hecho inseparables.

Los dos muchachos dormían en camas contiguas en el dormitorio de los pequeños, se sentaban juntos en clase y, cuando iniciaron el último curso en Glengorse, nadie se sorprendió de que acabaran compartiendo el cuarto de estudio. Pese a que George superaba a Guy en casi todo, este nunca daba muestras de molestarse por ello. Lo cierto era que parecía disfrutar con los éxitos de su amigo, incluso cuando George fue elegido capitán del equipo de fútbol y acabó obteniendo una beca para ir a Winchester. Guy confesó a su padre que él no habría conseguido una plaza en esa institución de no ser porque George siempre lo animaba a que se aplicara más en sus estudios.

Mientras Guy comprobaba los resultados de los exámenes de ingreso colgados en el tablón de anuncios, su amigo parecía mucho más interesado en el aviso que había justo debajo. El señor Deacon, el profesor de química, invitaba a los alumnos que terminaban ese año los estudios a acompañarlo durante unas vacaciones en Escocia, practicando la escalada. Guy no sentía un interés especial por el montañismo, pero al ver que George ya se había inscrito en la lista, inmediatamente añadió su nombre.

George nunca había sido uno de los alumnos predilectos del señor Deacon, acaso porque la química no era una materia en la que destacara; no obstante, dado que su pasión por la montaña superaba con creces su indiferencia por los mecheros Bunsen o el papel tornasol, decidió que no le quedaba más remedio que soportar lo mejor posible al señor Deacon. Al fin y al cabo, confesó a Guy, si aquel tipo desagradable se tomaba la molestia de organizar una salida a la montaña todos los años, no podía ser tan mala persona.

Desde el mismo instante en que llegaron a las desoladas Highlands, George se sintió transportado a otro mundo. Durante el día recorría los parajes cubiertos de brezo y helechos, y por la noche, a la luz de una vela, se sentaba en su tienda para leer El extraño caso del doctor Jekill y mister Hyde antes de caer dormido, muy a su pesar.

Cada vez que el señor Deacon se disponía a ganar una nueva cima, George se quedaba con los últimos miembros del grupo, considerando la ruta de ascenso que su maestro había elegido. En un par de ocasiones fue lo bastante audaz para sugerirle un camino alternativo, pero el profesor hizo caso omiso de sus propuestas y se limitó a recordarle que llevaba dieciocho años organizando escaladas en Escocia, además de conminarle a que no olvidara el valor de la experiencia. George volvió con los demás y siguió caminando tras su maestro por los senderos trillados.

Todas las noches, durante la cena, en la que George tuvo ocasión de probar por primera vez el salmón y la cerveza de jengibre, el señor Deacon dedicaba un tiempo considerable a exponer sus planes para el día siguiente.

—Mañana nos enfrentaremos a nuestra prueba más difícil, pero tras diez días en las Highlands creo que estarán ustedes más que preparados para superar el reto —declaró el profesor. Una docena de rostros expectantes lo miraron fijamente, esperando que continuara—. Intentaremos escalar la cumbre más alta de Escocia.

—El Ben Nevis —intervino George—, de mil trescientos cuarenta y cuatro metros —añadió, a pesar de que nunca había visto aquella montaña.

—En efecto —asintió el señor Deacon, claramente molesto por la interrupción—. Una vez hayamos llegado a la cima, almorzaremos mientras disfrutamos de unas de las mejores vistas de las islas Británicas. Dado que debemos estar de regreso en el campamento antes del anochecer, y puesto que el descenso siempre es el capítulo más difícil de cualquier escalada, se presentarán a desayunar a las siete, de modo que podamos partir a las ocho en punto.

Guy prometió despertar a su amigo a la mañana siguiente, a las seis, ya que George con frecuencia se quedaba dormido y se perdía el desayuno, cosa que en ningún caso disuadiría al señor Deacon de ajustarse a ese horario más propio de unas maniobras militares. Sin embargo, George estaba tan entusiasmado ante la idea de escalar el pico más alto de Escocia que al día siguiente fue él quien despertó a su amigo. También fue de los primeros en unirse al señor Deacon para el desayuno, y después se sentó ante su tienda, impaciente, mucho antes de que el resto del grupo estuviera listo para partir.

El señor Deacon miró su reloj y exactamente a las ocho y un minuto se puso en marcha a paso vivo por el camino que conducía al pie de la montaña.

—¡Ensayo de silbato! —gritó cuando llevaban caminando algo más de un kilómetro.

Todos los chicos, salvo uno, sacaron sus silbatos y soplaron con fuerza la señal que, llegado el caso, indicaría que estaban en peligro y necesitaban ayuda. El señor Deacon no pudo evitar que una ligera sonrisa aflorara a sus finos labios cuando advirtió cuál de sus pupilos no había obedecido la orden.

—¿Debo suponer, Mallory, que ha olvidado su silbato?

—Sí, señor —confesó George, muy disgustado porque Deacon lo hubiera pillado en falta.

—Entonces tendrá usted que regresar inmediatamente al campamento, recogerlo e intentar reincorporarse al grupo antes de que iniciemos la escalada.

George no perdió el tiempo protestando. Desanduvo el camino a toda prisa y, al llegar al campamento, entró a gatas en su tienda, donde encontró el silbato encima del saco de dormir. Soltó una imprecación, lo cogió y salió corriendo con la esperanza de encontrar a sus compañeros antes de que empezaran el ascenso. Sin embargo, cuando llegó al pie de la montaña, la pequeña serpiente de escaladores ya había empezado a subir. Guy Bullock, que cerraba la marcha, miraba constantemente hacia atrás con la esperanza de ver a su amigo. Se sintió aliviado al comprobar que George corría frenéticamente tras ellos y le hizo señales con la mano. Mallory le devolvió el gesto mientras el grupo continuaba su lento avance por la montaña.

—No se salga del camino —habían sido las últimas palabras que había oído de labios de Deacon antes de que desaparecieran tras el primer recodo.

Cuando perdió de vista al grupo, George se detuvo y contempló la montaña, bañada por el cálido y brumoso resplandor matinal. Las rocas vivamente iluminadas y las gargantas en sombra sugerían cientos de caminos distintos para llegar a la cumbre, todos ellos descartados por el señor Deacon y su fiel tropa de montañistas en favor del itinerario recomendado en la guía excursionista.

Los ojos de George se fijaron en una línea serpenteante, seguramente el lecho seco de algún arroyo que fluía durante nueve meses al año, pero no en esa época. Salió del sendero, haciendo caso omiso de las flechas indicadoras, y se encaminó hacia la falda de la montaña. Sin pensarlo dos veces, se encaramó al primer peñasco, como un gimnasta que subiera a la barra fija, y con gran agilidad empezó a pasar de roca en roca y de apoyo en apoyo sin vacilar ni un instante ni mirar abajo en ninguna ocasión. Solo se detuvo un momento, cuando se topó con un afloramiento dentado situado a unos trescientos metros del pie de la montaña. Estudió el terreno unos momentos para localizar una nueva ruta y se puso en marcha de nuevo. En ocasiones sus pies se apoyaban en huecos gastados, mientras que otras seguían caminos vírgenes. No volvió a detenerse hasta que estuvo a medio camino de la cima. Miró la hora: las nueve y siete minutos. Se preguntó a qué cota habrían llegado el señor Deacon y sus compañeros.

Ante él distinguió un sendero que parecía haber sido utilizado por animales o escaladores expertos. Fue siguiéndolo hasta llegar ante una imponente losa de granito, una puerta cerrada a cal y canto que impedía el paso hacia la cima. Estuvo un rato sopesando las alternativas: podía volver sobre sus pasos o bien tomar el camino más largo que rodeaba la roca y que, sin duda, lo devolvería a la seguridad del camino señalado. Ambas opciones añadían un tiempo considerable al ascenso. Se hallaba sumido en estas reflexiones cuando una oveja, que evidentemente no estaba acostumbrada a que la molestaran los humanos, soltó un balido quejumbroso en lo alto de un saliente situado por encima de él y escapó ladera arriba, revelando sin querer al intruso el camino que debía tomar. El muchacho sonrió.

George buscó un asidero al que agarrarse antes de apoyarse en él y, lentamente, empezó a escalar. No miró hacia abajo ni una sola vez mientras trepaba por la pared vertical de granito, buscando los salientes a los que aferrarse con los dedos y cualquier punto de apoyo, por pequeño que fuera. Cada vez que hallaba uno, se encaramaba y lo utilizaba para afianzar los pies. Aunque la losa no debía de tener más de quince metros, transcurrieron más de veinte minutos antes de que George lograra superarla y contemplar por primera vez la cima del Ben Nevis. Su recompensa por haber tomado la ruta más difícil fue inmediata porque a partir de ese momento, solo le quedaba una ligera pendiente hasta la cumbre.

Empezó a caminar a paso vivo por el poco frecuentado sendero y, cuando alcanzó lo alto de la montaña tuvo la sensación de hallarse en el techo del mundo. No le sorprendió comprobar que el señor Deacon y los demás no habían llegado todavía. Se sentó solo en la cumbre y contempló el paisaje que se extendía a sus pies. Pasaron sesenta minutos antes de que el profesor apareciera encabezando a sus fieles montañeses, que empezaron a vitorear y a dar palmadas a la solitaria figura que se hallaba sentada en la cima.

Visiblemente irritado, el señor Deacon caminó con decisión hasta el joven.

—¡Mallory! ¿Se puede saber cómo se las ha arreglado para adelantarnos? —quiso saber.

—No los he adelantado, señor —contestó George—. He encontrado un camino alternativo. La expresión del rostro de Deacon puso de manifiesto su incredulidad.

—Como le he explicado muchas veces, Mallory, el descenso siempre es mucho más complicado que la subida, aunque solo sea porque ha empleado buena parte de sus energías para alcanzar la cima. Eso es algo que a los novatos les cuesta comprender —dijo el señor Deacon que, tras una pausa para causar mayor efecto añadió—: Y cuando lo hacen, es a menudo a un alto precio —concluyó. George no hizo comentario alguno—. Asegúrese de permanecer con el grupo durante la bajada.

Cuando los chicos hubieron dado buena cuenta de sus almuerzos, el señor Deacon ordenó que formaran una fila antes de ocupar su lugar en cabeza. De todas maneras, no se puso en marcha hasta que hubo visto a George Mallory en un grupo, charlando con su amigo Bullock, y sin duda le habría ordenado que se situara con él, delante, si hubiera llegado a oír sus palabras: «Nos veremos en el campamento, Guy».

Hubo un aspecto en el que George no tuvo más remedio que dar la razón al señor Deacon: el descenso de la montaña no solo resultó más difícil que el ascenso, sino también más peligroso, y, tal como había predicho, le llevó mucho más tiempo.

Anochecía ya cuando el señor Deacon llegó al campamento seguido por su tropa de agotados montañeros. Ninguno de ellos dio crédito a lo que vio: George Mallory estaba cómodamente tumbado, bebiendo cerveza de jengibre y leyendo un libro.

Guy Bullock estalló en carcajadas, pero al maestro no le hizo la menor gracia y obligó a George a ponerse en posición de firmes mientras le soltaba una larga y severa reprimenda sobre la necesidad de observar las normas de seguridad en la montaña. Una vez finalizada su diatriba, le ordenó que se bajara el pantalón y se inclinara hacia delante. El señor Deacon no tenía a mano la vara que solía utilizar, de manera que se quitó el cinturón con el que sujetaba su pantalón corto color caqui y administró seis azotes en las nalgas desnudas del muchacho. Sin embargo, y a diferencia de la oveja, George no soltó ni un quejido.

Al amanecer de la mañana siguiente, el profesor acompañó a George a la estación de tren más cercana, donde le compró un billete y le entregó una carta con órdenes precisas para que se la entregara a su padre nada más llegar a Mobberley.

—¿Por qué vuelves tan pronto? —preguntó el padre de George.

El muchacho le dio el sobre y permaneció en silencio. Mientras el reverendo Mallory lo abría y leía las palabras del señor Deacon, frunció los labios en un intento de disimular su sonrisa. Luego, miró a su hijo y lo amonestó con un gesto del dedo.

—Hijo mío, en el futuro debes recordar que has de tener más tacto y procurar no dejar en ridículo a los que son mayores y mejores que tú.