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Jueves, 13 de abril de 1905
Aunque Guy despertó a su amigo con tiempo, George se las arregló para llegar tarde al desayuno, según dijo, porque había tenido que afeitarse, técnica que todavía no dominaba.
—¿No se supone que hoy debe asistir usted a su entrevista en Cambridge? —le preguntó su tutor cuando vio que George se servía una segunda ración de porridge.
—Sí, señor —contestó el joven.
—Pues si mal no recuerdo —añadió el señor Irving, mirando su reloj—, el tren a Londres sale dentro de menos de media hora. No me extrañaría nada que los otros candidatos estuvieran ya esperando en el andén.
—Todos ellos hambrientos y necesitados de sus perlas de sabiduría —repuso George con una sonrisa traviesa.
—No lo creo —contestó el señor Irving—. Les dije lo mismo cuando bajaron a desayunar a primera hora porque me parecía esencial que no llegaran tarde a sus entrevistas. Si cree usted, señor Mallory, que soy excesivamente puntilloso en cuanto a la puntualidad, espere a conocer al señor Benson.
George acercó su plato de porridge a Guy, se levantó despacio y salió del comedor caminando lentamente, como si no tuviera la menor preocupación en el mundo. Una vez fuera, no obstante, echó a correr, cruzó el patio a toda velocidad y entró en el edificio de los dormitorios como si pretendiera batir un récord olímpico. Subió los peldaños de la escalera de tres en tres hasta el último piso y entonces recordó que no había hecho el equipaje para pasar la noche fuera. Sin embargo, cuando entró en tromba en su estudio, descubrió aliviado que su pequeña maleta de cuero estaba preparada y junto a la puerta. Sin duda su amigo había previsto que, una vez más, lo dejaría todo para el último minuto.
—¡Gracias, Guy! —exclamó en voz alta, confiando en que este disfrutara de un bien merecido segundo plato de porridge.
Cogió la maleta, saltó de dos en dos los escalones al bajar y volvió a cruzar el patio corriendo hasta detenerse ante la garita del portero.
—¿Dónde está el cabriolé de la escuela, Simkins? —preguntó desesperadamente.
—Se fue hará unos quince minutos, señor.
—¡Maldita sea! —masculló George antes de echar a correr hacia la estación, confiando en poder alcanzar el tren.
Mientras recorría las calles a toda prisa, lo asaltó la desagradable sensación de haber olvidado algo. De todas maneras, fuera lo que fuese, ya no tenía tiempo de volver a buscarlo. Cuando dobló la esquina de Station Hill, vio que una columna de humo negro se elevaba en el aire. ¿Era el tren que llegaba o el que salía? Apresuró la marcha, pasó corriendo ante el sorprendido revisor y salió al andén justo cuando el guardavías agitaba la bandera verde, subía a la plataforma del último vagón y cerraba la puerta tras él.
George echó a correr en pos del tren que empezaba a alejarse, pero los dos llegaron al final del andén en el mismo momento. El guardavías le sonrió compasivamente mientras el convoy ganaba velocidad y desaparecía tras una cortina de humo.
—¡Maldita sea! —repitió George. El chico se volvió y descubrió que el revisor corría hacia él.
—¿Puedo ver su billete, señor? —le preguntó el hombre, respirando entrecortadamente.
En ese momento George recordó lo que había olvidado. Dejó caer la maleta en el andén, la abrió y montó un espectáculo revolviendo entre la ropa como si estuviera buscando el billete que, como sabía de sobra, se había quedado en su mesilla de noche.
—¿Cuándo pasa el siguiente tren para Londres? —preguntó, como si tal cosa.
—Sale cada hora en punto —fue la inmediata respuesta—. Pero sigue faltándole el billete.
—¡Maldita sea! —Masculló George por tercera vez, consciente de que no podía perder el siguiente tren—. Debo de habérmelo dejado en el colegio —añadió con aire de desamparo.
—En ese caso, tendrá que comprar otro —contestó el revisor.
George sintió que la desesperación se apoderaba de él. ¿Llevaba dinero encima? Rebuscó en los bolsillos de su traje y descubrió con gran alivio la media corona que su madre le había regalado por Navidad y que ya había dado por perdida. Siguió humildemente al revisor hasta la taquilla, donde compró un billete de ida y vuelta de tercera clase de Winchester a Cambridge por el precio de un chelín y seis peniques. Luego regresó al andén y adquirió un ejemplar del Times en el quiosco, con lo cual se desprendió de otro penique. Se sentó en un incómodo banco de madera y abrió el periódico para enterarse de lo que ocurría en el mundo.
El primer ministro, Arthur Balfour, alababa la nueva Entente Cordiale que Inglaterra y Francia acababan de firmar, y prometía al pueblo británico que, en el futuro, las relaciones con el país galo mejorarían. George pasó las páginas y leyó un artículo sobre Theodore Roosvelt, que recientemente había sido elegido para un segundo mandato como presidente de Estados Unidos. Cuando el tren a Londres entró a las nueve en punto, entre nubes de vapor, George estaba leyendo los anuncios clasificados de la última página, que ofrecían de todo, desde lociones crecepelo hasta sombreros de copa.
Comprobó con alivio que el tren era puntual y aún con más alivio que llegaba a la estación de Waterloo con cinco minutos de adelanto. Saltó del vagón, corrió por el andén y salió a la calle donde, por primera vez en su vida, alquiló una calesa en lugar de esperar el siguiente tranvía a King’s Cross, un dispendio que sin duda su padre habría desaprobado. Sin embargo, el enfado de su padre sería mucho mayor si no llegaba puntual a su entrevista con el señor Benson y perdía por ello la oportunidad de ser aceptado en Cambridge.
—A King’s Cross —indicó al cochero mientras subía.
El hombre hizo restallar el látigo y el viejo jamelgo empezó a recorrer cansinamente las calles de Londres. George miraba el reloj cada cinco minutos, aunque confiaba en llegar a tiempo para su entrevista de las tres en punto con el tutor principal del Magdalene College.
Cuando llegaron a King’s Cross, George descubrió que el siguiente tren a Cambridge salía en quince minutos, y se relajó por primera vez ese día. Sin embargo, no había previsto que el tren iba a detenerse en todas las estaciones, desde Finsbury Park hasta Stevenage, de modo que cuando por fin lo hizo en Cambridge, el reloj de la estación marcaba las dos y treinta y siete de la tarde.
George fue el primero en apearse y, tan pronto como le marcaron el billete, se puso a buscar otra calesa, pero fue en vano. Empezó a correr calle arriba, siguiendo las señales hacia el centro de la ciudad, aunque no tenía la menor idea de qué dirección debía tomar. Detuvo a varios transeúntes para preguntarles si podían indicarle el camino hacia el Magdalene College, pero no tuvo éxito hasta que abordó a un joven ataviado con toga y birrete, quien le brindó instrucciones claras. Tras liarle las gracias, George se puso nuevamente en marcha y buscó el puente que cruzaba el río Cam. Lo estaba atravesando a todo correr cuando a lo lejos un reloj marcó las tres en punto. Sonrió con alivio: al fin y al cabo, solo llegaría un par de minutos tarde.
Al otro extremo del puente se detuvo ante un enorme portalón de roble. Tras girar el picaporte y empujar, descubrió que los batientes no se movían. Golpeó un par de veces con la aldaba y esperó un poco, pero nadie respondió a su llamada. Miró el reloj: las tres y cuatro minutos de la tarde. Aporreó de nuevo la puerta, sin éxito. No irían a denegarle la entrada solo por haber llegado unos pocos minutos tarde, ¿o sí?
Siguió insistiendo hasta que oyó una llave girar en la cerradura. La puerta se entreabrió y apareció un hombre bajo y encorvado, tocado con un sombrero hongo.
—El colegio está cerrado, señor —fueron sus únicas palabras.
—Pero tengo una entrevista con el señor Benson, a las tres.
—El jefe de tutores me dio órdenes tajantes de cerrar a las tres en punto, especificando que después de esa hora no dejara entrar a nadie.
—Pero, yo… —empezó a decir George, pero sus palabras cayeron en oídos sordos. Vio que le cerraban la puerta en las narices mientras oía el ruido de la llave girando nuevamente en la cerradura.
Empezó a aporrear el batiente con los puños, aunque sabía que nadie acudiría en su auxilio, y maldijo su propia estupidez. ¿Qué explicaría cuando la gente le preguntara qué tal había ido la entrevista? ¿Qué diría al señor Irving cuando volviera esa misma noche? ¿Cómo se enfrentaría a Guy, que sin duda se presentaría puntualmente a la entrevista que tenía la semana siguiente? Lo que sí sabía era cuál iba a ser la reacción de su padre: ¡el primer Mallory en cuatro generaciones que no estudiaría en Cambridge! En cuanto a su madre… Se preguntó si podría volver a casa algún día.
Contempló, ceñudo, el pesado portalón de roble que le impedía la entrada y pensó en llamar por última vez, aunque era consciente de que no serviría de nada. Se preguntó si no habría otra forma de entrar, pero puesto que el río Cam rodeaba todo el lado norte del Magdalene College como un foso, no había otro acceso posible. A menos que… George alzó la vista y contempló el alto muro que rodeaba el colegio. Entonces se puso a pasear, como si examinara la pared de piedra de una montaña. No tardó en localizar varios huecos y grietas creados por cuatrocientos cincuenta años de lluvia, viento, hielo, nieve y sol; y, a partir de ahí, una posible ruta.
Encima del portalón había un gran arco de piedra, cuyo borde se hallaba a escasa distancia de un alféizar que serviría perfectamente de punto de apoyo. Más arriba descubrió otra pequeña ventana y otro alféizar, desde donde podría alcanzar el alero de tejas que, imaginó, tendría su equivalente al otro lado del edificio.
Dejó su maleta en la acera —nunca había que cargar con lastre innecesario en ninguna escalada—, introdujo la punta del pie en un hueco situado a unos treinta centímetros del suelo y se impulsó hacia arriba con la pierna izquierda, agarrándose a un pequeño saliente que le permitió trepar hacia el arco de piedra. Varios transeúntes se detuvieron para observar sus progresos y, cuando por fin consiguió encaramarse al alero, lo recompensaron con unos aplausos discretos.
George estudió el otro lado del muro. Como de costumbre, el descenso iba a resultar más complicado que el ascenso. Pasó la pierna izquierda y se dejó caer lentamente hasta quedar colgando del vierteaguas con ambas manos, mientras tanteaba con los pies en busca de un punto de apoyo. Cuando encontró el alféizar, decidió soltar una mano. En ese momento le resbaló el zapato y los dedos que todavía se agarraban al canalón perdieron presa. Acababa de romper la regla de oro que ordenaba mantener siempre tres puntos de contacto. Fue consciente de que iba a caer, para lo cual se había preparado asiduamente en la barra fija del gimnasio del colegio, aunque desde luego, no desde tanta altura. Se soltó y tuvo su primer golpe de suerte del día al aterrizar sobre un parterre de flores, húmedo y mullido, en el que rodó.
Se levantó y se topó con un caballero de avanzada edad que lo miraba fijamente. George se preguntó si el pobre hombre creería hallarse ante un vulgar ladrón.
—¿Puedo ayudarlo, joven? —preguntó el desconocido.
—Gracias, señor —contestó George—. Tengo una cita con el señor Benson.
—A esta hora se hallará en su oficina.
—Lo siento, señor, pero no sé dónde se encuentra su despacho.
—Cruce el arco de la Junta de Gobierno —le indicó, señalando un punto al otro lado del césped— y vaya por el segundo pasillo a la derecha. Verá su nombre grabado en la puerta.
—Muchas gracias, señor —contestó George, agachándose para atarse los cordones de los zapatos.
—De nada, de nada —repuso el anciano caballero antes de encaminarse a las dependencias de los profesores.
George cruzó corriendo el césped, pasó bajo el arco y entró en un magnífico patio isabelino. Al llegar al segundo pasillo, se detuvo para comprobar los nombres del tablón. «A. C. Benson. Jefe de tutores. 3.erpiso». Subió corriendo la escalera y cuando llegó a la planta indicada se detuvo ante el despacho del señor Benson para recuperar el aliento. Luego, llamó suavemente a la puerta.
—Entre —contestó una voz. George abrió y se adentró en los dominios del jefe de tutores. Un hombre corpulento, de rostro rubicundo y gran mostacho lo miró. Bajo la toga llevaba un traje a cuadros y una pajarita de lunares amarillos, y estaba sentado tras un enorme escritorio cubierto de libros encuadernados en piel y trabajos de sus alumnos—. ¿En qué puedo ayudarlo, joven? —preguntó, tirándose de las solapas de su toga.
—Me llamo George Mallory, señor. Tengo cita con usted para una entrevista.
—Sería más exacto decir que «tenía» cita para una entrevista, Mallory. Lo esperaba a usted a las tres en punto, y di órdenes estrictas de que no permitieran la entrada de ningún candidato pasada esa hora. Así pues, me veo obligado a preguntarle cómo ha conseguido entrar.
—He escalado el muro de la facultad, señor.
—¿Qué? —Preguntó el señor Benson, levantándose de su escritorio con una expresión de incredulidad en el rostro—. Sígame, Mallory —ordenó.
George no dijo una palabra mientras el hombre lo guiaba escalera abajo y a través del patio, hasta la garita de entrada. El portero se puso en pie de un salto al ver llegar al jefe de tutores.
—Harry —dijo el señor Benson—, ¿ha permitido usted que este candidato entrara pasadas las tres en punto de la tarde?
—No, señor. Desde luego que no —repuso el empleado, mirando al joven con incredulidad. El señor Benson se volvió y se encaró con George.
—Veamos, muéstreme exactamente por dónde ha entrado.
George condujo a los dos hombres al jardín de los miembros de la Junta de Gobierno y les mostró las huellas que había dejado en el parterre. El jefe de tutores no parecía convencido del todo. El portero, por su parte, no expresó opinión alguna.
—Mallory, si tal como asegura ha entrado escalando, seguramente podrá salir del mismo modo —señaló el señor Benson, quien cruzó los brazos y retrocedió un paso.
George paseó despacio por el camino, contemplando detenidamente la pared hasta que determinó la ruta que iba a seguir. El jefe de tutores y el portero observaron con asombro al |oven mientras este trepaba hábilmente por la pared sin detenerse, hasta que pasó una pierna al otro lado y se sentó a horcajadas encima del muro.
—¿Puedo bajar ya, señor? —preguntó George entonces, en tono quejumbroso.
—Desde luego, muchacho —contestó el señor Benson sin vacilar—. Es evidente que nada va a impedirle entrar en esta universidad.