27

El constante flujo de cartas se interrumpió bruscamente. Por lo general, esa era la señal que precedía a la llegada de un telegrama.

Ruth había adoptado la costumbre de sentarse todas las mañanas en la repisa de la ventana del salón, con las manos entrelazadas sobre el vientre, cada día más abultado, media hora antes de que el viejo señor Rodgers llegara pedaleando por el camino de acceso. Cuando lo veía, Ruth intentaba interpretar la expresión de su rostro. ¿Se trataba de una cara de telegrama o de una cara de carta? Al final llegó a convencerse de que sabría la verdad antes de que el cartero llamara al timbre.

Ese día, nada más ver al señor Rodgers cruzando la verja, Clare empezó a llorar. ¿Tendría todavía un padre? ¿Habría muerto George antes de que naciera su segundo hijo?

Ruth se hallaba de pie junto a la puerta cuando el señor Rodgers dejó de pedalear, frenó y se detuvo ante los peldaños de entrada. Siempre seguía el mismo ritual: desmontaba de la bicicleta, hurgaba en su cartera, sacaba las cartas correspondientes y finalmente subía los pocos escalones para entregárselas a la señora Mallory. Ese día no fue diferente, ¿o sí? Cuando el señor Rodgers se acercó a la puerta, la miró y sonrió. No llevaba ningún telegrama.

—Hoy tiene dos cartas, señora Mallory, y si no estoy equivocado, una de ellas es de su marido —dijo, entregándole un sobre con la caligrafía de George.

—Gracias —contestó Ruth, incapaz de ocultar su alivio. Entonces se acordó de que no era la única persona que tenía que sufrir aquella agonía y preguntó—: ¿Tiene alguna noticia de su hijo, señor Rodgers?

—Me temo que no, señora Mallory —contestó el cartero—. De todas maneras, nuestro Donald no es muy aficionado a escribir, de manera que no perdemos la esperanza.

Volvió a subir a su bicicleta y se alejó pedaleando.

Ruth abrió la carta de George antes incluso de llegar al salón. Volvió a su asiento, junto a la ventana, se puso cómoda y empezó a leer, primero muy rápidamente y después despacio.

Queridísima Ruth:

12 de enero de 1917

Estoy vivo, aunque me encuentro en el hospital. No te preocupes. Al final, solo me he roto un tobillo. Podría haber sido mucho peor. El médico me ha dicho que en un abrir y cerrar de ojos volveré a estar como nuevo y que incluso podré volver a escalar. Entretanto, me envían a casa para que me recupere.

Ruth miró por la ventana y contempló las colinas de Surrey en la distancia, sin saber si llorar o reír. Pasó un momento hasta que pudo seguir leyendo.

Lamentablemente, el sargento Davies y el cabo Perkins cayeron en la misma acción que yo. Dos hombres estupendos, como muchos de sus camaradas. Confío en que me perdones, mi amor, pero creía que era mi deber escribir a sus viudas antes que a ti.

Todo empezó cuando el sargento Davies me dijo que teníamos un pequeño problema…

—Voy a recomendar que le den el alta dentro de unos días, Mallory, y que lo envíen de vuelta a Blighty hasta que esté plenamente recuperado.

—Gracias, doctor —contestó George, contento.

—No me las dé, amigo. La verdad es que necesito la cama que ocupa. Con un poco de suerte, cuando esté listo para volver esta guerra ya se habrá acabado.

—Esperemos que así sea —respondió George, mirando el interior de la tienda del hospital de campaña, llena de hombres valientes que nunca volverían a ser los mismos.

—Ah, me olvidaba —añadió el médico—. El soldado Rodgers ha venido esta mañana. Dice que esto es de usted.

—En efecto. —George sonrió mientras tomaba la foto de Ruth, que creía perdida para siempre.

—Es muy guapa —comentó el médico.

—¿Verdad que sí? —repuso George con una sonrisa maliciosa.

—Ah, y han venido a verlo. ¿Se siente con ánimo?

—Desde luego, me encantará ver a Rodgers.

—No es Rodgers. Es el capitán Geoffrey Young.

—En ese caso, no estoy tan seguro de que no me falten fuerzas —contestó George con una gran sonrisa.

Una enfermera le puso una almohada en la espalda y lo ayudó a incorporarse para recibir a su jefe de escalada. Nunca podría pensar en Young como en algo distinto a eso. Sin embargo, su sonrisa se convirtió en una expresión ceñuda cuando lo vio entrar en la tienda cojeando.

—¡Mi querido George! —Lo saludó Young—. He venido tan pronto como me he enterado. Una de las ventajas de estar en el servicio de auxiliar de ambulancias es que sabes dónde se encuentra todo el mundo y lo que les pasa. —Young acercó una silla de madera que seguramente había pertenecido a una escuela y tomó asiento junto a la cama de su amigo—. Bueno, tengo tantas noticias que no sé por dónde empezar.

—¿Por qué no empieza con Ruth? ¿Tuvo ocasión de ir a verla en su último permiso?

—Desde luego. Pasé por The Holt cuando iba de camino hacia Dover.

—¿Y cómo está? —preguntó George, intentando no parecer impaciente.

—Tan guapa como siempre, y parecía del todo recuperada.

—¿Recuperada? ¿Recuperada de qué? —exclamó George, súbitamente preocupado.

—Del nacimiento de su segundo hijo —explicó Young.

—¿Mi segundo hijo?

—¿Me está diciendo que nadie le ha anunciado que es usted el orgulloso padre de…? —Vaciló—. Creo que fue una niña, si no me equivoco. George elevó una silenciosa oración a un Dios en el que no creía.

—¿Y cómo está la niña?

—Yo diría que muy bien —contestó Young—, pero, para serle sincero, todos los recién nacidos me parecen iguales.

—¿De qué color tiene los ojos?

—Ni idea, querido amigo.

—¿Es rubia o morena?

—Entre lo uno y lo otro, diría yo. Aunque también es posible que me equivoque.

—No tiene usted remedio. ¿Sabe si Ruth ha decidido ya cómo llamarla?

—Tenía el desagradable presentimiento de que me lo preguntaría.

—¿Podría ser «Elizabeth»?

—Creo que no. Me parece recordar que era un nombre poco frecuente. Me acordaré en cualquier momento. George soltó una carcajada.

—Habla usted como un soltero empedernido.

—Bueno, en todo caso no tardará en averiguarlo por sí mismo. El médico me ha dicho que van a repatriarlo. Asegúrese únicamente de no regresar. Ya ha hecho más de lo debido para satisfacer su conciencia y no hay necesidad alguna de que aumente las posibilidades en su contra.

George pensó en un joven cabo muerto que habría estado plenamente de acuerdo con tal afirmación.

—¿Qué otras noticias tiene? —preguntó.

—Unas buenas y otras malas. En realidad son casi todas malas. —George esperó en silencio a que Young empezara—. Rupert Brooke murió en Lemnos, mientras se dirigía a Gallípoli, antes incluso de pisar el campo de batalla.

George torció el gesto. Llevaba un libro de poemas de Rupert en la mochila y había dado por hecho que, cuando acabara la guerra, su amigo seguiría escribiendo versos memorables. Decidió no interrumpir a Young y esperó a que este añadiera otros nombres a la inevitable lista de muertos. Había uno que temía oír por encima de los demás.

—Siegfried Herford cayó en Yprès. El pobre diablo tardó tres días en morir. —Young suspiró—. Si un hombre como él ha de fallecer antes de su hora, no debería ser en una tierra de nadie cubierta de barro, sino en la cumbre de una montaña, después de haberla conquistado.

—¿Y Somervell? —Se atrevió George al fin a preguntar.

—Ha tenido que ver las peores atrocidades de las que es capaz el hombre. Ser cirujano en primera línea no es plato del gusto de nadie, pero él nunca se queja.

—¿Y Odell?

—Lo han herido tres veces. El Gabinete de Guerra por fin captó el mensaje y lo devolvieron a Cambridge, pero solo después de que su viejo colega le ofreciera una cátedra. Alguien de allí parece haber comprendido por fin que, cuando esta barbaridad termine, vamos a necesitar a nuestras mentes más claras.

—¿Y Finch? Apuesto a que se habrá buscado alguna cómoda tarea para estar siempre rodeado de enfermeras.

—Más bien lo contrario —respondió Young—. Se presentó voluntario para dirigir un pelotón de desactivación de explosivos, así que sus posibilidades de supervivencia son incluso menores que las de un soldado de primera línea. Tuvo varias oportunidades de ocupar un puesto en Whitehall, pero las rechazó todas. Casi parece como si deseara morir.

—No —repuso George—. No es eso. Lo que ocurre es que Finch es uno de esos pocos individuos convencidos de que no hay nada que pueda acabar con ellos. ¿Lo recuerda, cantando «Waltzing Matilda» en el Mont Blanc?

Young rio por lo bajo.

—Pues para colmo, se habla de que van a concederle la Orden del Imperio Británico.

—¡Santo Dios! —exclamó George, riendo—. Ahora nada lo detendrá.

—A menos que lo haga usted —dijo Young casi en voz baja—, en cuanto ese tobillo suyo esté bien. Yo sigo apostando porque será usted el primero en poner pie en el techo del mundo.

—Mientras usted nos precede a todos, como siempre.

—Me temo que esta vez no podrá ser, querido amigo.

—¿Por qué no? Aún es joven.

—En efecto —convino Young—. Pero no será tan fácil con uno de estos trastos. Se levantó la pernera del pantalón y dejó al descubierto una pierna artificial.

—No sabe cuánto lo siento —declaró George, sorprendido y compungido a la vez—. No tenía la menor idea.

—No se preocupe, amigo mío —repuso Young—. Estoy agradecido de seguir con vida. Sin embargo, cuando esta guerra acabe, no resultará nada difícil adivinar a quién propondré ante el Comité Everest para que sea el futuro jefe de escalada.

Ruth se hallaba en el salón, sentada junto a la ventana, cuando un coche de color caqui cruzó la verja y se acercó por el camino de acceso. Desde donde estaba no distinguió quién conducía, solo vio que la persona en cuestión llevaba uniforme.

Ya había salido al porche cuando la joven conductora se apeó para abrir la puerta trasera del coche. Lo primero que salió del vehículo fue un par de muletas, seguidas de un par de piernas. Finalmente reconoció a su marido. Ruth bajó corriendo los escalones y le echó los brazos al cuello, besándolo como si fuera la primera vez, lo cual le despertó recuerdos del compartimiento de un tren que regresaba de Venecia. La conductora, un tanto azorada, se mantuvo en posición de firmes.

—Gracias, cabo —le dijo George con una sonrisa. Ella saludó, subió al coche y se alejó.

Al final, Ruth soltó a su marido, pero solo porque él se negó a que lo ayudara a subir a los escalones y entrar en casa.

—¿Dónde está mi pequeña? —preguntó George.

—En la habitación de los niños, con Clare y la niñera. Iré a buscarlas.

—¿Cómo se llama? —preguntó George mientras ella se alejaba, pero Ruth ya había desaparecido escalera arriba.

George se dirigió trabajosamente hacia el salón y se dejó caer en el sillón de la ventana. No recordaba que ese mueble estuviera allí antes y se preguntó por qué miraba hacia el exterior. Contempló la campiña que tanto quería y recordó una vez más lo afortunado que era por seguir con vida. Brooke, Herford, Wainwright, Carter minor, Davies, Perkins…

Sus pensamientos fueron interrumpidos por unos gritos que oyó mucho antes de poner los ojos en su segunda hija.

Cuando Ruth y la niñera entraron con las dos niñas, él se levantó con ayuda de las muletas y dio un largo abrazo a Clare antes de tomar en brazos a la recién nacida.

—Pelo rubio y ojos azules —dijo.

—Pensaba que ya lo sabías. ¿Acaso no recibiste mis cartas?

—Por desgracia, no, únicamente a un mensajero, Geoffrey Young, que solo supo decirme que se trataba de una niña, aunque ni siquiera recordaba su nombre.

—Tiene gracia, porque le pregunté si le gustaría ser el padrino y aceptó encantado.

—¿Así que no sabes cómo le pusimos, papá? —preguntó Clare, brincando junto a él.

—No, cariño, no lo sé. ¿Se llama Elizabeth?

—No, papá, no seas tonto. Se llama Beridge —replicó Clare, riendo.

«Un nombre poco frecuente», se dijo George, recordando las palabras de Young.

Cuando llevaba un rato en brazos de su padre, Beridge empezó a berrear y la niñera se ocupó de ella. Estaba claro que a la recién nacida no le gustaba estar en brazos de un desconocido.

—Tengamos una docena más —dijo George, abrazando a Ruth cuando la niñera se hubo llevado a Clare y a Beridge a su cuarto.

—Compórtate, George Mallory —respondió ella en broma—. Intenta recordar que ya no estás en el frente, con tus hombres.

—Con algunos de los mejores hombres que he conocido —repuso George con tristeza. Ruth sonrió.

—¿Los echas de menos?

—Ni la mitad de lo que te he echado de menos a ti.

—Bueno, ahora que has vuelto, cariño, ¿qué es lo primero que te gustaría hacer?

George pensó en la contestación que le había dado el soldado Matthews cuando él le había formulado la misma pregunta y sonrió para sí al comprender que no había demasiada diferencia entre un oficial y un simple soldado raso.

Se agachó y empezó a desabrocharse los cordones de los zapatos.