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Mi queridísima Ruth:
28 de junio de 1922
Hemos estado a punto de alcanzar la cima, pero a las pocas horas de haber regresado al collado norte, el mal tiempo se desató con más fuerza aún. No sabría decir si los dioses están furiosos porque no conseguimos llegar a la cima o si, habiendo estado tan cerca, han decidido cerrarnos la puerta en las narices.
Al día siguiente, las condiciones meteorológicas eran tan malas que volvimos al Campamento Dos, donde nos quedamos durante una semana, esperando que se produjera un cambio en el tiempo. Sigo decidido a hacer un último intento de alcanzar el techo del mundo.
Norton ha tenido que regresar al campamento base, y sospecho que el general Bruce lo enviará de vuelta a Inglaterra. Dios sabe que ha cumplido sobradamente con su cometido.
Finch ha caído enfermo de disentería y también se ha retirado al campamento base. Sin embargo, se encuentra con fuerzas suficientes para explicar a todo el que quiera escucharlo que es quien más alto ha escalado del mundo —ocho mil seiscientos treinta metros—, incluyéndome a mí.
Morshead lo ha acompañado, puesto que sus heridas por congelación son graves. Odell se ha recuperado del todo de nuestro primer intento de coronar, cuando lo pasó realmente mal, y me dice que quiere tener otra oportunidad; sin embargo, si lo intentamos otra vez, no voy a correr el riesgo de subir de nuevo con él. Así pues, si no puedo contar con Finch, Morshead ni Norton para que me acompañen en el ascenso final, solo me queda Somervell entre los escaladores cualificados, y considero que tiene todo el derecho del mundo a disponer de una segunda oportunidad.
Si el tiempo despeja, aunque sea solamente un par de días, estoy decidido a realizar un nuevo intento antes de que se nos eche encima la temporada de los monzones. No me seduce la idea de volver a Inglaterra en segundo lugar, máxime estando convencido como lo estoy de que si Odell no me hubiera retenido, podría haber llegado a una cota superior a los ocho mil quinientos cuarenta metros o incluso hasta la cima, especialmente con Finch pisándome los talones. Ahora que tiene que guardar reposo, es posible que yo experimente con sus dichosas botellas de oxígeno, pero eso no pienso decírselo hasta que regrese con el triunfo en la mano.
De todas maneras, la verdadera razón de que haya resuelto zanjar esta obsesión de toda una vida radica en que no tengo el menor interés en regresar a estas tierras desoladas, mientras que ardo en deseos de pasar el resto de mi vida contigo y las niñas. Incluso echo de menos a los de quinto.
Confío en que mucho antes de que abras esta carta habrás leído en el Times que tu marido ha alcanzado el techo del mundo y se encuentra de regreso a casa.
No veo el momento de estrecharte entre mis brazos. Tu esposo que te quiere,
George
Se disponía a sellar el sobre cuando Nyima apareció a su lado con dos tazas de Bovril.
—Le gustará saber, señor Mallory, que vamos a disfrutar de tres días seguidos de buen tiempo, pero no más. Así pues, será nuestra última oportunidad, porque la temporada de los monzones llegará poco después.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le preguntó George, calentándose las manos con la taza antes de tomar un sorbo.
—Soy como las vacas de su país —contestó el sherpa—, que saben guarecerse bajo un árbol antes de que empiece a llover.
—Sabes mucho de mi país —rio George.
—Se han escrito más libros sobre Inglaterra que sobre cualquier otro país del mundo. —Nyima vaciló un momento antes de añadir—: Quizá si hubiera nacido inglés, señor Mallory, usted habría considerado la posibilidad de incorporarme a su cordada.
—Por favor, despiértame a las seis —contestó George—. Si estás en lo cierto con respecto al tiempo de mañana, me gustaría llegar al campamento del collado norte a la puesta de sol, a fin de que al día siguiente podamos hacer un último intento de coronar.
—¿Quiere que lleve su carta al campamento base para que la echen al correo enseguida?
—No, gracias —repuso George—. Que se encargue otro de eso. Te tengo reservada una misión más importante que la de simple cartero.
Cuando Nyima lo despertó a la mañana siguiente, George se sentía de un humor excelente. El día de la ascensión. Una jornada para la historia. Tomó un desayuno contundente, consciente de que durante los dos días siguientes tendría que conformarse con mordisquear Kendal Mint Cake.
Al salir de la tienda vio con satisfacción que Somervell y Odell lo esperaban junto con nueve sherpas, incluyendo a Nyima, todos ellos igualmente prestos a ponerse en camino.
—Buenos días, caballeros —los saludó—. Ha llegado el momento de que dejemos nuestra tarjeta de visita en la cima del mundo. Y sin decir más, echó a caminar montaña arriba.
Era un día perfecto para la escalada, despejado y sin un soplo de viento, y desde la víspera solo había caído una capa de nieve que le recordó los Alpes suizos. Si Nyima estaba en lo cierto, el único problema de George sería seleccionar a los miembros del equipo para el asalto final. En cualquier caso, a esas alturas ya había decidido seguir el consejo de Finch e invitar al escalador más aclimatado para que lo acompañara al día siguiente.
Durante la primera hora avanzaron más rápidamente de lo que George había creído posible; de hecho, cuando se dio la vuelta para saber cómo marchaba el grupo, comprobó con satisfacción que nadie se rezagaba, así que decidió no parar mientras estuvieran progresando tan bien. Esa decisión había de salvarle la vida.
Nadie flaqueó durante la segunda hora, pero al final de ese período, George decidió detenerse a descansar. Le gustó ver que, a pesar de llevar a la espalda casi cuarenta kilos de provisiones, los sherpas seguían sonriendo.
Cuando reemprendieron la marcha, fueron frenando el paso a medida que la pendiente se hacía más pronunciada. La nieve era profunda; a menudo les llegaba por encima de la rodilla. No obstante, George conservaba su buen ánimo. Le complació descubrir que Odell y Somervell mantenían el ritmo, sin duda porque daban por sentado que al día siguiente lo acompañarían en la escalada final. Sin embargo, él ya había decidido que, en esa ocasión, solo uno de ellos lo haría. Bastante por detrás de los europeos, los sherpas seguían trepando esforzadamente, con Nyima cerrando la marcha. Una sonrisa de satisfacción se dibujó en el rostro de George, que ya no dudaba de que lograría derrotar tanto a Finch como a Hinks.
Se hallaban a doscientos metros del collado norte cuando George captó, en algún lugar por encima de él, un sonido que le pareció el petardeo de un motor de coche y, al instante, recordó cuándo y dónde había oído en el pasado aquel inconfundible y cruel ruido.
—¡Por Dios, otra vez no! —gritó mientras una avalancha de rocas, nieve y detritos se les echaba encima desde unos noventa metros de altura. Somervell y Odell quedaron completamente enterrados en cuestión de segundos. George se abrió paso frenéticamente hasta la superficie justo a tiempo de ver que el alud seguía su curso implacable, montaña abajo, cobrando impulso a medida que iba arrastrándolo todo a su paso. Desesperado e impotente, vio que primero sus amigos y después los sherpas desaparecían bajo la superficie uno a uno. El último en quedar enterrado fue Nyima, una imagen que George no había de olvidar en toda su vida.
Se hizo un silencio sobrenatural antes de que George gritara. Rezó con todas sus fuerzas para no ser el único miembro del grupo con vida. Odell respondió a su llamada y, momentos después, Somervell salió a la superficie. Los tres se arrastraron fuera de la nieve y corrieron montaña abajo, confiando contra toda esperanza en poder salvar a los sherpas que tan fielmente los habían servido.
George localizó un guante en la superficie e intentó correr hacia él, pero a cada paso iba hundiéndose más y más en la espesa nieve. Cuando por fin llegó donde estaba el guante empezó a cavar frenéticamente a su alrededor con las manos desnudas. Ya empezaba a desesperar cuando asomó una mano, azulada y sin guante, seguida de un brazo, un cuello y finalmente una cabeza que boqueaba en busca de aire. Tras él oyó un grito de alegría cuando Odell consiguió rescatar a otro sherpa que había creído que no volvería a ver la luz del día. George siguió recorriendo la loma, con nieve hasta la cintura, buscando una mochila, una bota, un piolet, cualquier cosa que lo condujera hasta Nyima. Durante lo que le parecieron horas se dedicó a excavar furiosamente ante el menor rastro de vida. Sin embargo, no encontró nada. Al final se desplomó, agotado, y se vio obligado a aceptar que no podía hacer más.
Cuando el sol se puso una hora más tarde, solo habían logrado rescatar a dos de los nueve sherpas. Los otros siete, incluyendo a Nyima, habían quedado enterrados para siempre en esa tumba. George cayó de rodillas en la nieve y lloró. Chomolungma se reía ante la osadía de aquellos simples mortales.
Pasaron varios días antes de que la pérdida de los siete sherpas dejara de mortificar a George, incluso en sueños. Poco importó que sus colegas intentaran consolarlo, asegurándole que su ambición no había sido la culpable de la muerte de los sherpas. El general Bruce ordenó que levantaran un túmulo en una morrena próxima a un monasterio tibetano. Los hombres permanecieron alrededor, en silencio y cabizbajos.
—No me parecería tan injusto si uno de nosotros estuviera enterrado con ellos —comentó Somervell.
Bruce condujo de regreso a Bombay a un grupo de hombres completamente descorazonados. Tuvieron que pasar varios días a bordo del barco que los llevaba a Inglaterra antes de que alguien sonriera, y semanas antes de que se oyera alguna risa. George se preguntó qué recibimiento los esperaría cuando arribaran a Liverpool.
Todos los miembros de la expedición habían jurado, citando las palabras de su jefe de escalada, que no volverían al Everest ni por todo el oro del mundo.