30
—Señor Finch, por favor —insistió el bedel con más firmeza.
—He de dejarte, amigo —dijo Finch, antes de añadir con una pícara sonrisa—: Vaya, esto es lo mismo que te diré cuando nos encontremos a unos cientos de metros de la cima.
Finch entró en la sala de reuniones con aire despreocupado y se sentó en la silla de la cabecera antes de que sir Francis tuviera tiempo siquiera de darle la bienvenida. Young no pudo menos que sonreír al ver el atuendo que había elegido su pupilo para la ocasión. Era como si lo hubiera hecho a propósito para provocar al comité: llevaba una chaqueta informal de pana, un viejo pantalón de franela de color beis, una camisa azul con el cuello desabrochado y, naturalmente, iba sin corbata.
Cuando había preparado la reunión con Mallory y Finch no se le había ocurrido mencionar la cuestión de la indumentaria. Sin embargo, para un comité como aquel, el aspecto resultaba tan importante como su historial como escaladores. Lo cierto es que todos dirigieron a Finch una mirada de reprobación y que Ashcroft incluso se quedó con la boca abierta. Young se recostó en su asiento y esperó a que empezara la función.
—Bien, señor Finch —dijo sir Francis cuando se hubo recobrado de la sorpresa—, permita que le dé la bienvenida en nombre de este comité y le pregunte si está dispuesto a responder a unas cuantas preguntas.
—Desde luego que sí —repuso Finch—. Para eso he venido.
—Estupendo. Entonces empezaré preguntándole si tiene alguna duda sobre si esta gran iniciativa puede llevarse a término con éxito. Para ser más precisos, si se considera usted capaz de conducir a un grupo de escaladores a la cima del Everest.
—Sí, me veo plenamente capaz de hacerlo —aseguró Finch—, aunque es imposible saber cómo reaccionará el cuerpo humano a semejante altitud. Algunos científicos han llegado a sugerir que puede explotar y, aunque me parece una suposición absurda, sirve para subrayar que no tenemos la menor idea de con qué nos enfrentaremos.
—No estoy seguro de entender a qué se refiere, joven —dijo Raeburn.
—Entonces, permítame que se lo explique, señor Raeburn —contestó el entrevistado. El anciano caballero pareció sorprenderse de que Finch supiera cómo se llamaba—. Lo que sabemos es que, cuanto más ascendemos, más se enrarece el aire que respiramos. Eso significa que cualquier movimiento que hace un alpinista a medida que asciende, le resulta un poco más arduo que el precedente. Tan peligroso fenómeno incluso puede provocar que un montañero se despeñe.
—¿Incluido usted? —preguntó el secretario, sin mirarlo.
—Desde luego, señor Hinks —repuso Finch, mirándolo fijamente.
—Sin embargo y a pesar de ello, sigue usted dispuesto a intentarlo.
—Por supuesto que sí —contestó Finch rotundamente—. No obstante, me gustaría prevenir a este comité de que el éxito o el fracaso de la expedición puede depender de que usemos oxígeno durante los últimos seiscientos o setecientos metros.
—No estoy seguro de entender adónde quiere ir a parar, señor Finch —dijo sir Francis.
—Creo poder asegurar que por encima de siete mil quinientos metros nos resultará casi imposible respirar. He realizado algunos experimentos a cuatro mil seiscientos y he comprobado que, con la ayuda de bombonas de oxígeno, resulta posible seguir escalando al mismo ritmo que a altitudes menores.
—Pero ¿eso no sería hacer trampa, joven? —preguntó Ashcroft—. Nuestro propósito siempre ha sido demostrar las habilidades del hombre frente a la naturaleza sin tener que recurrir a elementos artificiales.
—Ustedes me disculparán, caballeros, pero la última vez que escuché una opinión parecida expresada en público fue durante la conferencia que el difunto capitán Scott dio en esta misma institución antes de partir hacia el Polo Sur. Sin duda no será preciso que les recuerde cómo acabó aquella lamentable aventura.
Los presentes contemplaron a Finch como si fuera un personaje de las viñetas de Bateman, pero él continuó, imperturbable:
—Scott no solo no consiguió ser el primer hombre en llegar al Polo Sur, sino que, como todos ustedes saben, él y su grupo perecieron en el intento. Debido a ello, Amundsen alcanzó el Polo Sur antes que Scott y luego ha seguido conduciendo expediciones a los rincones más remotos del globo. Sí, me gustaría ser el primero en alcanzar el techo del mundo, pero también me gustaría poder regresar a Londres para pronunciar una conferencia sobre la hazaña ante la Royal Geographical Society.
Pasaron algunos segundos antes de que alguien se decidiera a plantear la siguiente cuestión.
—Permítame preguntarle, señor Finch —dijo Hinks, escogiendo sus palabras con cuidado—, si el señor Mallory está de acuerdo con usted en la necesidad de utilizar oxígeno.
—Pues no —reconoció—. Mallory cree que es posible escalar el Everest sin la ayuda de bombonas de oxígeno. Pero, con el debido respeto, el señor Mallory es historiador, no científico.
—¿Alguien tiene alguna pregunta más para el candidato? —dijo sir Francis. Daba la impresión de que ya había tomado una decisión sobre a quién debía designar el comité como jefe de la expedición.
—Sí, señor presidente —intervino Hinks—. Me gustaría que el candidato aclarase un par de puntos, simplemente para dejar constancia en el acta —explicó. Sir Francis asintió y el secretario prosiguió—. Señor Finch, ¿podría decir a este comité dónde nació usted y dónde cursó estudios?
—No entiendo qué relevancia puede tener eso —replicó Finch—. No tengo la menor idea de dónde estudiaron los señores Alcock y Brown, pero sí sé que fueron los primeros en cruzar el Atlántico en avión y que solo pudieron culminar su hazaña con la ayuda de un elemento artificial llamado «aeroplano».
Aunque no le cabía la menor duda de a quién acabaría eligiendo el comité, Young tuvo que esforzarse por contener una sonrisa.
—Sea como fuere —dijo Hinks—, nosotros, en la Royal Geographical Society…
—Disculpe que lo interrumpa, señor Hinks, pero creía que me estaba entrevistando el Comité Everest. Siendo usted el secretario de la Royal Geographical Society, seguro que recordará haber firmado un acuerdo a tal efecto.
—Sea como fuere —repitió Hinks, intentando mantener el tipo—, le agradecería que tuviera la amabilidad de contestar a mi pregunta.
Young estuvo a punto de intervenir, pero finalmente decidió que era mejor no hacerlo, confiando en que Finch fuera tan capaz de arreglárselas ante aquel comité como ante cualquier cumbre.
—Nací en Australia, pero me eduqué en Zurich y estudié en la Universidad de Ginebra —explicó. Ashcroft se inclinó hacia Raeburn.
—No tenía la menor idea de que en Ginebra hubiera una universidad —le susurró al oído—. Pensaba que solo había bancos.
—Y relojes de cuco —repuso Raeburn.
—¿Cuál es su profesión, señor Finch? —quiso saber Hinks.
—Soy químico —contestó—, de ahí que conozca la importancia del oxígeno en altitudes elevadas.
—Siempre pensé que la química era un pasatiempo, no una profesión —comentó Ashcroft en voz lo bastante alta para que lo oyera todo el comité.
—Solo lo es para los niños, comandante —repuso Finch mirando a su interlocutor a los ojos.
—¿Está usted casado, Finch? —preguntó Raeburn, sacudiendo la ceniza de su cigarro en un cenicero.
—Soy viudo —contestó Finch, lo cual pilló a Young por sorpresa.
Hinks escribió un signo de interrogación junto al apartado «estado civil».
—¿Tiene hijos? —quiso saber Ashcroft.
—Sí, un hijo. Peter.
—Dígame, Finch —intervino Raeburn, cortando la punta de un puro—, si fuera usted elegido para tan importante misión, ¿estaría dispuesto a pagar de su bolsillo el equipo necesario?
—Solo si no hubiera más remedio. Me consta que el Comité Everest ha puesto en marcha una campaña con el propósito de recaudar fondos para financiar la expedición, y doy por supuesto que parte de ese dinero irá destinado a la compra del equipo necesario de los escaladores.
—¿Y los gastos del viaje? —insistió Ashcroft.
—Eso queda fuera de toda discusión —contestó Finch—. Si tomo parte en la expedición tendré que abandonar mi trabajo como mínimo durante seis meses y, aunque no espero compensación económica alguna por mi pérdida de ingresos, no veo razón por la que deba pagarme el pasaje.
—O sea, que usted no se definiría como amateur, ¿no? —concluyó Ashcroft.
—No, señor, no me considero tal. Procuro ser profesional en todo lo que hago.
—¿Y lo es realmente?
—Señores —intervino sir Francis, mirando a los reunidos—, no creo que debamos retener más tiempo al señor Finch.
—Yo todavía tengo algunas preguntas —intervino Young, incapaz de permanecer callado por más tiempo.
—Pero sin duda usted ya sabe todo lo que hay que saber acerca del candidato —replicó el secretario—. Lo conoce desde hace años.
—En efecto, pero el resto del comité no, y no me cabe duda de que sus miembros encontrarán sus respuestas sumamente esclarecedoras. —Young se volvió hacia el candidato—. Dígame, señor Finch, ¿ha escalado alguna vez el Mont Blanc, el pico más alto de Europa?
—En siete ocasiones.
—¿Y el Matterhorn?
—Tres.
—¿Y los demás picos importantes de los Alpes?
—Todos ellos. Suelo ir todos los años a escalar a los Alpes.
—¿Y qué me dice de las principales montañas de Gran Bretaña?
—Esas las dejé atrás cuando todavía iba con pantalón corto.
—Señor presidente, todo esto figura en el expediente del candidato —objetó Hinks.
—Sin duda, para los que se han tomado la molestia de leerlo —replicó Young sin inmutarse—. ¿Puede confirmar, señor Finch, que tras concluir sus estudios en Ginebra se matriculó en el Imperial College de Londres?
—Así es —corroboró Finch.
—¿Y qué estudió?
—Química —repuso Finch, decidido a proseguir con aquel pequeño ardid.
—¿Y con qué notas se licenció?
—Con honores de primera clase —contestó Finch, permitiéndose por primera vez una sonrisa.
—Y, después de su graduación, ¿se quedó en la Universidad de Londres?
—En efecto. Me incorporé a su cuerpo docente como profesor de química.
—¿Y permaneció en su puesto cuando estalló la guerra, señor Finch, o se alistó en las fuerzas armadas?
—Me alisté en el ejército en agosto de mil novecientos catorce, a los pocos días de haber estallado el conflicto.
—¿Y en qué rama del ejército prestó servicio?
—Teniendo en cuenta mis conocimientos de química —contestó Finch, mirando directamente a Ashcroft—, me pareció que donde más útil podía ser era presentándome voluntario al Servicio de Artificieros del Ejército.
—¿El Servicio de Artificieros del Ejército? —repitió Young—. ¿Podría aclararnos la naturaleza de dicho servicio, señor Finch?
—Desde luego. El ejército buscaba hombres capaces de desactivar los explosivos que no hubieran estallado. Una tarea bastante divertida, en realidad.
—O sea, que no estuvo en primera línea, ¿no? —comentó el secretario.
—Pues no, señor Hinks, no estuve en primera línea porque enseguida advertí que las bombas alemanas mostraban una incorregible tendencia a caer detrás de nuestras líneas, no tras las suyas.
—¿Y fue usted condecorado? —preguntó Hinks, rebuscando entre sus notas. Young sonrió. Aquel era el primer error que cometía el secretario.
—Me concedieron la medalla que me convierte en Miembro de la Orden del Imperio Británico.
—¡Caramba! —exclamó Bruce—, no es una condecoración que se conceda todos los días.
—No veo mención alguna de dicha condecoración en su expediente —comentó Hinks, perplejo.
—Quizá sea porque no creo que el lugar de nacimiento, los antecedentes académicos y el estado civil guarden relación alguna con intentar escalar la montaña más alta del mundo.
Hinks quedó reducido al silencio por primera vez.
—Bien, si no hay más preguntas —dijo sir Francis—, permítanme que dé las gracias al señor Finch por haberse presentado a esta reunión. —Vaciló un momento y añadió—: Un miembro de este comité se pondrá en contacto con usted próximamente.
Finch se levantó, saludó a Young con un gesto de cabeza y se dispuso a marcharse cuando Hinks lo interrumpió.
—Una última pregunta, señor Finch. ¿Puede confirmar que, al igual que el señor Mallory, no tendrá usted inconveniente en someterse a un examen médico en caso de ser seleccionado?
—Desde luego. No tengo inconveniente alguno —contestó Finch antes de salir sin añadir una palabra más.
—Un tipo un tanto rudo, ¿no les parece? —comentó Raeburn, cuando el bedel hubo cerrado la puerta.
—Pero su competencia como escalador es más que evidente —aseguró Young.
Hinks sonrió.
—Sin duda tiene usted razón, pero en la RGS debemos precavernos contra los trepadores sociales.
—¿No le parece que, teniendo en cuenta el historial militar de ese hombre, es un comentario excesivo, Hinks? —lo reprendió sir Francis, que se volvió hacia Bruce—. General, usted que ha comandado a tantos hombres durante la batalla, ¿qué opinión le ha merecido nuestro candidato?
—La verdad es que preferiría tenerlo en mi bando que en el contrario —contestó Bruce—. Con un poco de suerte creo que podré llevarlo por el buen camino, señor presidente.
—Bueno, ¿qué viene a continuación, Hinks? —preguntó Younghusband, mirando al secretario.
—Los miembros del comité deberían someter a votación la designación del jefe de escalada, señor presidente. Para mayor comodidad, he preparado unas papeletas donde cada uno de ustedes podrá anotar el nombre del candidato de su elección. —Hinks entregó un trozo de papel a cada uno de los presentes—. Por favor, cuando hayan terminado, tengan la bondad de entregarme las papeletas.
La votación fue cuestión de un minuto. Mientras contaba los votos, una ligera sonrisa afloró en el rostro de Hinks y se fue ensanchando por momentos. Al final, el secretario anotó el resultado y lo pasó al presidente para que este pudiera anunciarlo oficialmente.
—Hay cinco votos a favor de Mallory, pero también una abstención —anunció sir Francis, incapaz de ocultar su sorpresa.
—En efecto, vuelve a ser mía —explicó Young.
—Pero usted conoce a ambos candidatos mejor que nadie —protestó el presidente—. Al fin y al cabo, fue usted quien los propuso a este comité.
—Es posible que los conozca demasiado bien —repuso Young—. Cada uno a su manera, son dos jóvenes estupendos; pero, tras todos estos años, admito mi incapacidad para decidir cuál de los dos está más capacitado para llevar a cabo la hazaña de ser el primero en alcanzar el techo del mundo.
—Pues yo no albergo la menor duda de a quién preferiría para que representase a este país aseguró Hinks. Se escucharon murmullos de aprobación, pero no fueron mayoría.
—¿Algún asunto más? —preguntó Younghusband.
—Simplemente, y para que conste en acta, deberíamos confirmar que después de haber elegido un jefe de escalada, aceptamos sin más reservas las sugerencias del señor Young en lo tocante al resto de la expedición.
—Sí, por supuesto —dijo sir Francis—. Después de todo, eso es precisamente lo que acordé con el Alpine Club antes de que este comité se formara.
—Confío en que los demás no estarán cortados por el patrón de ese Finch —dijo Ashcroft.
—No creo que debamos preocuparnos por eso —contestó Hinks, hojeando los expedientes que tenía delante—. Aparte de Finch, los demás son todos jóvenes de Oxford y Cambridge.
—Bien, con esto creo que podemos dar por concluida la sesión —zanjó sir Francis. La sonrisa volvió a los labios del secretario.
—Señor presidente, está todavía el asunto del examen médico al que deben y han aceptado someterse todos los miembros del equipo de escalada. Seguramente le gustaría tener el asunto resuelto para cuando el comité vuelva a reunirse, el mes que viene.
—Tiene usted toda la razón, Hinks —repuso sir Francis—. ¿Puede encargarse usted de supervisar los detalles de la cuestión?
—Desde luego, señor presidente.