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Cuando el SS Caledonia amarró en el puerto de Bombay, la primera persona que desembarcó fue el general Bruce. Llevaba la camisa caqui de manga corta recién planchada y el pantalón corto del mismo color —e igualmente impecable— que se habían convertido en el atuendo habitual de los miembros del ejército británico destacados en zonas de climas cálidos. Bruce no dejaba de repetir a los miembros del equipo que sir Baden-Powell lo había copiado al diseñar el uniforme de los Boy Scouts, y no a la inversa.

George siguió al general y no tardó en descubrir con sorpresa varias cosas: lo primero fue el olor que lo envolvió tan solo bajar por la tambaleante pasarela y que Kipling había descrito como penetrante, especiado y oriental; un olor como ningún otro. Lo segundo, que lo golpeó con una fuerza casi literal, fue la combinación de intenso calor y humedad. Para un pálido e infeliz pardillo de Cheshire resultaba como el infierno de Dante. Lo tercero fue comprobar que el general Bruce tenía una influencia considerable en aquellas tierras lejanas.

Dos grupos esperaban al pie de la pasarela para dar la bienvenida al jefe de la expedición, y no solo se mantenían muy apartados el uno del otro, sino que no podrían haber ofrecido mayor contraste. Los tres individuos que componían el primero no habrían podido encarnar mejor la figura del inglés en el extranjero: ataviados como si se dispusieran a asistir a un picnic en Turnbridge Wells y sin ceder un ápice al inhóspito clima para no dar a entender que se hallaban al mismo nivel que los nativos, no hacían el menor esfuerzo por mezclarse con la población local.

Cuando el general Bruce bajó al muelle fue saludado por uno de ellos, un joven alto, vestido con traje azul y camisa blanca de cuello rígido, que lucía una corbata de Harrow.

—Me llamo Russell —anunció, dando un paso al frente.

—Buenos días, Russell —repuso el general. Le estrechó la mano como si se conocieran desde hacía años cuando, en realidad, su único vínculo era la corbata de la universidad.

—Bienvenido de nuevo a la India —dijo Russell—. Soy el secretario particular del gobernador general. Le presento al capitán Berkeley, el edecán del gobernador general.

Un hombre aún más joven, vestido de uniforme y que se había mantenido en posición de firmes desde que el general había desembarcado, lo saludó militarmente. Bruce le devolvió el saludo. Nadie presentó al tercer miembro del grupo, un hombre con uniforme de chófer, que se mantuvo en todo momento junto a un reluciente Rolls Royce.

—El gobernador general confía en que usted y los miembros de su expedición tendrán a bien acompañarlo esta noche para la cena —dijo Russell.

—Estaremos encantados de aceptar tan amable invitación —contestó Bruce—. ¿A qué hora hemos de presentarnos para la revista?

—El gobernador general da una recepción esta noche a las siete, y la cena será una hora más tarde, a las ocho.

—¿Y la etiqueta?

—Formal, señor, con medallas incluidas. Bruce asintió en gesto de aprobación.

—Tal como solicitó —prosiguió Russell—, he reservado catorce habitaciones en el hotel Palace y también he puesto unos cuantos vehículos a disposición de su grupo durante el tiempo que dure su estancia en Bombay.

—Le agradezco su hospitalidad, Russell —dijo el general—. Entretanto, ¿podría ocuparse de que mis hombres sean trasladados al hotel para que se instalen y puedan comer algo?

—Desde luego, general. Ah, el gobernador general me ha pedido que le entregue esto —contestó Russell, dándole un abultado sobre marrón que Bruce pasó a Mallory como si este fuera su ayudante particular.

George sonrió, se lo guardó bajo el brazo y observó que el resto del grupo, incluyendo a Finch, estaba atendiendo la conversación en respetuoso silencio.

—Mallory —dijo Bruce—, quiero que venga conmigo mientras acompañan a los demás al hotel. —Se volvió hacia el secretario—. Gracias, Russell, confío en verlo esta noche en la recepción del gobernador general.

Russell hizo una leve reverencia y dio un paso atrás, como si el general fuera un miembro menor de la realeza. Bruce se apartó y volvió su atención al segundo grupo, que solo tenía en común con el primero el hecho de estar formado únicamente por tres personas.

Eran tres indios, vestidos con frescas túnicas blancas y chinelas del mismo color, que habían esperado pacientemente a que Russell diera la bienvenida formal en nombre del gobernador general. El cabecilla se adelantó.

Namaste, general sahib —dijo, inclinándose profundamente.

Bruce no saludó ni estrechó la mano del sirdar, el jefe de porteadores.

—¿Recibiste mi cable, Kumar? —se limitó a preguntarle sin más preliminares.

—Sí, general sahib, y he seguido todas sus instrucciones al pie de la letra. Creo poder asegurar que quedará satisfecho.

—Eso habré de decidirlo yo, Kumar, y solo después de haber inspeccionado la mercancía.

—Desde luego, general sahib —repuso el indio con otra reverencia—. Si es tan amable de seguirme…

Kumar y sus dos compatriotas llevaron a Bruce al otro lado de la calle, que rebosaba de gente, rickshaws y cientos de viejas bicicletas Raleigh y Hercules, y donde alguna que otra vaca rumiaba tranquilamente en medio del bullicio. El general se adentró entre la ajetreada y ruidosa multitud, que se apartó a su paso como si se tratara de Moisés cruzando el Mar Rojo. George siguió al jefe de la expedición, curioso por descubrir qué pasaría a continuación y al mismo tiempo intentando asimilar los insólitos voceos de los vendedores ambulantes que mostraban sus exóticas mercancías: las latas de judías Heinz, los cigarrillos Players, las cerillas Swan Vesta, las botellas de Tizer y las pilas Eveready que le agitaban sin cesar ante las narices. Declinó educadamente todas las ofertas y se sintió abrumado por la energía y exuberancia de la población local, pero también horrorizado al ver la pobreza que lo rodeaba, ya que el número de mendigos superaba ampliamente al de mercaderes. Comprendió entonces por qué aquella gente consideraba a Ghandi una especie de profeta, mientras que los ingleses seguían tratando al mahatma como si fuera un criminal. Desde luego, tendría muchas cosas que contar a los de quinto cuando regresara.

El general siguió caminando, haciendo caso omiso de las manos que se tendían hacia él y de los constantes gritos de «¡Una rupia, una rupia, sahib!». El sirdar lo condujo hasta una plaza tan abarrotada que parecía el Speakers Corner, con la diferencia de que allí todo el mundo hablaba y nadie escuchaba. La plaza estaba rodeada de edificios en construcción. Los curiosos y los ociosos estaban asomados a las ventanas, observando lo que ocurría más abajo. Entonces, George vio por primera vez lo que el general había definido como «mercancía».

En un polvoriento rincón, al sol, un centenar de mulas esperaban a ser inspeccionadas. Tras ellas aguardaba un nutrido grupo de porteadores.

George se hizo a un lado y observó mientras el general llevaba a cabo su examen bajo la atenta mirada de la multitud. Empezó examinando las patas y las dentaduras de las mulas e incluso subió a lomos de alguna para comprobar su resistencia. Dos animales se desplomaron bajo su peso. Tardó casi una hora en seleccionar los setenta animales que, en su opinión, parecían los mejores.

A continuación, llevó a cabo el mismo procedimiento con las filas de silenciosos porteadores. Primero les examinó las piernas, después la dentadura y, en algunos casos y para asombro de George, incluso se les subió encima. Al igual que había sucedido con los animales, un par de ellos se desplomaron bajo el peso. A pesar de todo, en menos de dos horas había sumado sesenta y dos porteadores a las setenta mulas que ya tenía.

Aunque George se había limitado a permanecer como simple observador, sudaba copiosamente, mientras que el general parecía indiferente a todo, incluso al calor.

Cuando la inspección hubo finalizado, Kumar se adelantó y presentó a su exigente cliente dos cocineros y cuatro lavanderas. Para alivio de George, Bruce no se les subió a la espalda, pero sí les examinó los dientes y las piernas.

Cuando hubo terminado, el general se volvió hacia Kumar.

—Asegúrate de que todas las mulas y los porteadores estén a las seis de la mañana en el muelle. Si logras que estén en estado de revista a esa hora, te pagaré cincuenta rupias.

Kumar hizo una reverencia y sonrió. El general se volvió hacia George y alargó el brazo. Mallory dedujo que quería el sobre y se lo dio. Bruce lo abrió, sacó un billete de cincuenta rupias y se lo entregó al sirdar para confirmar que el trato quedaba cerrado.

—Y diles —añadió, señalando a los porteadores— que les pagaremos diez rupias semanales. Los que sigan con nosotros cuando volvamos a embarcar dentro de tres meses, recibirán una bonificación de veinte rupias más.

—Sí, general sahib —repuso el sirdar, con una sonrisa aún mayor.

Uno de los hombres que estaba detrás de Kumar dio entonces un paso al frente, se quitó las chinelas y se puso en posición de firmes ante el general. George renunció a adivinar lo que ocurriría a continuación. Bruce sacó una cinta métrica del bolsillo de su pantalón y midió al joven.

—Como habrá comprobado, el muchacho mide exactamente un metro ochenta —dijo el sirdar con satisfacción.

—Sí —repuso Bruce—, pero ¿sabe lo que esperamos de él?

—Desde luego, general sahib. Lo cierto es que lleva un mes preparándose para ello.

—Me alegro de saberlo. Si resulta satisfactorio, le pagaremos veinte rupias semanales y, cuando lleguemos al campamento base, recibirá una propina de otras cincuenta.

Una vez más, el sirdar hizo una reverencia.

George estaba a punto de preguntar por qué necesitaban a un hombre que midiera exactamente un metro ochenta cuando el general señaló a un joven bajo y fornido, de facciones orientales, que se había mantenido en segundo término sin decir palabra.

—¿Quién es ese? —quiso saber Bruce.

El joven se adelantó antes de que Kumar tuviera ocasión de contestar y presentarlo.

—Soy el sherpa Nyima, general. Seré su traductor personal y el jefe de los demás sherpas cuando lleguemos al Himalaya.

—Veinte rupias semanales —dijo el general, dando por concluidas sus negociaciones y marchándose de la plaza sin decir más.

A George siempre le había llamado la atención que cuando un general se ponía en marcha, parecía dar por hecho que todo el mundo lo seguiría. En su opinión, esa era una de las razones por las que los británicos habían ganado más batallas de las que habían perdido. Tardó unos minutos en alcanzar al general debido a la multitud que lo seguía, deseosa de beneficiarse de su aparente generosidad. Finalmente lo logró.

—Hágame caso, Mallory. Nunca trabe amistad con los nativos, porque a la larga lo lamentará —se limitó a decirle Bruce.

El general no añadió una palabra más hasta que veinte minutos más tarde enfilaron el camino de acceso del hotel Palace, dejando atrás el gentío. Mientras cruzaba con Bruce los impecables jardines, George vio que ante la entrada los esperaba una tercera comitiva para darles la bienvenida y se preguntó cuánto tiempo llevarían aguardando.

El general se detuvo bruscamente ante una hermosa joven india, vestida con un espléndido sari púrpura y dorado, que sostenía en una mano un pequeño cuenco lleno de polvos aromáticos. La muchacha introdujo el índice derecho en los polvos y apretó la yema en la frente del general, dejándole una brillante marca roja en señal de respeto. A continuación retrocedió un paso y una segunda joven, igualmente vestida al modo tradicional, puso una guirnalda de flores alrededor del cuello de Bruce, quien le dio las gracias con una inclinación de cabeza.

Concluida la ceremonia, un hombre elegantemente vestido con chaqué se adelantó para saludarlo.

—Bienvenido de nuevo al hotel Palace, general Bruce. He instalado a los miembros de su expedición en el ala sur, que tiene vistas al mar, y usted tiene preparada su suite de siempre —anunció, tras lo cual se hizo a un lado para dejarlo entrar en el hotel.

—Gracias, señor Khan —dijo el general cruzando la recepción y dirigiéndose al ascensor, dando por sentado que sus puertas abiertas lo esperaban precisamente a él.

George lo siguió y, cuando llegaron al último piso, lo primero que vio fue a Norton y a Somervell, de pie al final del pasillo, ataviados con sus mejores galas. Sonrió y les hizo un gesto con la mano para indicarles que se reuniría con ellos en unos minutos.

—Supongo, general, que esta será nuestra última oportunidad en varios meses de darnos un baño caliente.

—Hable por usted, Mallory —replicó Bruce, mientras el señor Khan le abría de par en par las puertas de la suite Reina Victoria.

George no había hecho más que empezar a descubrir por qué la Royal Geographical Society consideraba que aquel soldado jubilado, orondo y bajito, se hallaba por encima del común de los mortales.