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Cuando Ruth descolgó el teléfono, reconoció inmediatamente la voz al otro extremo de la línea.
—Buenos días, director —le dijo—. Sí, ha salido hace un momento… No, nunca va en coche al colegio. Prefiere caminar. Son menos de siete kilómetros y normalmente tarda un cuarto de hora… Sí, adiós director.
George levantó su viejo paraguas cuando notó las primeras gotas de lluvia en la frente. Aunque no tenía nada nuevo que contar sobre los isabelinos, intentó concentrarse en su clase de aquella mañana con sus alumnos de quinto y se preguntó cómo habría manejado sir Francis Drake el problema que lo carcomía.
Todavía no había tenido noticia alguna del Comité Everest después de las pruebas médicas de la semana anterior. Sin embargo, era posible que hubiera una carta esperándolo cuando regresara a casa aquella noche. Incluso cabía que el Times anunciara la composición del equipo, y en ese caso, sin duda Andrew O’Sullivan se lo mencionaría durante el descanso de media mañana. En cualquier caso, tras el formidable esfuerzo de Finch en la prueba, George no iba a quejarse si el comité designaba al australiano como líder. Se había reído a gusto cuando Young le contó el intercambio dialéctico habido entre Finch y Hinks durante la reunión del comité. Sin duda le habría gustado presenciarlo.
A pesar de no estar de acuerdo con Finch acerca del uso de oxígeno a gran altitud, aceptaba que si querían contar con una buena posibilidad de lograrlo tendrían que abordar la cuestión con más profesionalidad que en el pasado y aprender de los errores cometidos en la debacle del Polo Sur.
Sus pensamientos volvieron a Ruth y al gran apoyo que le demostraba. El año anterior había sido idílico. Tenían la inmensa suerte de tener dos hijas encantadoras y llevar un estilo de vida que podía ser la envidia de cualquiera. ¿De verdad deseaba viajar al otro extremo del mundo y ver crecer a las niñas a través de cartas y fotografías? Sin embargo, Ruth había expuesto sin falsa piedad el dilema preguntándole cómo se sentiría si un día Andrew le mostrara una fotografía del Times donde apareciera Finch, de pie en el techo del mundo, mientras él seguía dando clase a sus alumnos de quinto.
Miró la hora cuando pasó ante un mojón que indicaba que todavía le quedaban cuatro kilómetros de caminata y sonrió. Para variar llevaba unos minutos de adelanto. Le disgustaba llegar tarde a la asamblea matinal, y Ruth siempre hacía cuanto estaba en su mano para asegurarse de que, por las mañanas, salía de casa con tiempo suficiente. El director entraba en el salón principal a las nueve en punto, y si George llegaba aunque fueran treinta segundos tarde tenía que entrar de puntillas mientras todos rezaban con la cabeza agachada. El problema era que el director nunca agachaba la suya y, dicho sea de paso, tampoco los de quinto.
Al enfilar por la avenida que conducía a la institución le sorprendió ver la escasa presencia de alumnos y maestros, y aún se extrañó más cuando llegó a la verja del colegio y no vio a nadie. Se preguntó si se habría equivocado de día y si sería domingo. No, Ruth se lo habría recordado y le habría hecho poner su mejor traje.
Cruzó el patio desierto hacia el edificio principal, donde reinaba un silencio inusitado. Ni director, ni música, ni siquiera un carraspeo.
¿Acaso estarían todos en pleno rezo? Hizo girar el tirador de hierro forjado sin hacer ruido, entreabrió la puerta y se asomó. La sala estaba abarrotada, todos los alumnos en su sitio. En el estrado se encontraba el director, con el personal del colegio al completo sentado tras él. George no entendía nada. Al fin y al cabo, todavía no habían dado las nueve.
Entonces, uno de los chicos gritó «¡Aquí está!», y toda la sala se puso en pie para aplaudirlo y vitorearlo.
—¡Bien hecho, señor!
—¡Menudo triunfo!
—¡Será el primero en llegar a lo más alto! —le gritó alguien mientras George avanzaba por el pasillo central en dirección al estrado. El director le estrechó calurosamente la mano.
—Estamos todos muy orgullosos de usted, Mallory —le dijo. Luego esperó a que los chicos se hubieran sentado antes de anunciar—: Llamo a David Elkington para que se dirija a esta asamblea.
El portavoz de los alumnos se levantó de su asiento de primera fila, subió, desenrolló un papiro y empezó a leer:
«Nos, Scolae Cartusianae et pueri et magistri, te Georgium Leigh Mallory te salutamus. Dilectus ad ducendum agmen britanicum super Everest, tantos honores ad omnes Cartusianus iam tribuisti. Sine dubio, o virum optime, et maiorem gloria et honorem in scolam tuam, in universitatem tuam et ad patriam.
Nosotros, los alumnos y profesores de Charterhouse, saludamos a George Leigh Mallory. Nos ha honrado a todos al ser elegido para encabezar el asalto británico al Everest. Estamos convencidos, señor, de que aportará aún más gloria y honor a su colegio, a su universidad y a su país».
El muchacho hizo una reverencia antes de entregar el papiro a George. Los integrantes del colegio se pusieron nuevamente en pie y dieron rienda suelta a sus sentimientos.
George bajó la cabeza. Prefería que los de quinto no lo vieran llorar.