19
Viernes, 13 de febrero de 1914
George no quería que Andrew descubriera sus intenciones.
No podía quitarse a Ruth de la cabeza. Nunca había visto tan serena belleza ni conocido compañía más agradable; pero, cuando se le presentó la oportunidad de quedarse a solas con ella, se limitó a contemplar aquellos ojos azules y quedar como un tonto. Y cuanto más había sonreído ella a Andrew, más se había desesperado George, completamente incapaz de pensar un comentario ingenioso o de entablar una conversación educada.
Había deseado poder cogerle la mano, pero Mildred no había dejado de distraerlo, de manera que Andrew acaparó la atención de Ruth.
¿Sentía ella algún interés hacia él? ¿Tal vez Andrew había hablado ya con Turner? Durante la cena, los había observado a ambos, enfrascados en su conversación. Tenía que averiguar de qué habían hablado. En toda su vida no se había sentido tan patético.
En el pasado había visto hombres enfermos de mal de amores y le habían parecido pobres payasos. Sin embargo, en esos momentos se había unido a sus filas, y lo que era peor, su diosa parecía dispuesta a entregar sus favores a otro.
—¡Andrew no es digno de ella! —dijo en voz alta antes de acostarse, aunque era consciente de que él tampoco lo era.
Cuando se despertó a la mañana siguiente —suponiendo que hubiera dormido realmente—, intentó apartarla de sus pensamientos y prepararse para las clases del día. Contemplaba con pavor los cuarenta minutos que le esperaban con los de quinto, el tener que escuchar sus opiniones sobre Walter Raleigh y las consecuencias de sus importaciones de tabaco de Virginia. Si Guy no hubiese estado desempeñando labores diplomáticas en el otro extremo del mundo, al menos habría tenido a alguien a quien pedir consejo.
La primera clase de la mañana se convirtió en los cuarenta minutos más largos de su vida. Wainwright estuvo a punto de hacerle perder los nervios y, por primera vez, Carter minor pudo con él. Luego, gracias a Dios, sonó la campana, pero ¿para quién?, se preguntó. Salvo quizá el pequeño Robert Graves, dudaba de que alguno de ellos hubiera oído hablar de John Donne.
Mientras cruzaba con paso cansino el patio hacia la sala de profesores, repasó el diálogo que había ensayado una y otra vez durante la noche. Debía ajustarse al guión hasta que todas y cada una de sus preguntas obtuvieran respuesta; de lo contrario, Andrew descubriría sus intenciones y se burlaría de él. Pensó que, de haber vivido un siglo antes, lo habría desafiado a batirse en duelo, pero enseguida recordó cuál de los dos había conseguido un premio en boxeo.
Entró en el edificio principal intentando aparentar seguridad en sí mismo y parecer relajado, como si no lo afligiera la menor preocupación. Cuando abrió la puerta de la sala de profesores, el corazón le latía con fuerza. ¿Y si Andrew no estaba allí? No se veía capaz de soportar otra clase con los de quinto sin haber conseguido algunas respuestas.
Andrew se hallaba sentado en su lugar de costumbre, junto a la ventana, leyendo la prensa de la mañana, y sonrió al ver entrar a George. Este se sirvió una taza de té y fue a reunirse con él. Le molestó ver que otro colega había ocupado el sillón contiguo al de Andrew, con quien discutía acaloradamente los defectos del horario de clases. Se apoyó en el radiador que los separaba e intentó acordarse de la primera pregunta. Ah, sí…
—No estuvo mal lo de anoche, ¿verdad, George? —comentó Andrew, quien dejó el periódico para mirar a su amigo.
—No, nada mal —confirmó este, aunque esa frase no figuraba en su guión.
—Me dio la impresión de que lo pasabas muy bien.
—Sí, muy bien. Turner es todo un carácter.
—Está claro que le caíste en gracia.
—¿Eso crees?
—Estoy convencido. Nunca lo había visto tan animado.
—¿Quieres decir que lo conoces desde hace tiempo?
—No, solo he estado un par de veces en Westbrook, pero en ninguna de las dos lo he visto muy hablador.
—¿Ah, no? —repuso George, cuya primera pregunta ya había obtenido respuesta.
—¿Y qué te parecieron las chicas? —quiso saber Andrew.
—¿Las chicas? —repitió George, molesto porque su amigo parecía estar haciendo todas las preguntas.
—Sí. ¿Te gustó alguna? Desde luego, Marjorie no te quitó el ojo de encima durante toda la noche.
—Pues, la verdad, no me di cuenta. ¿Y a ti, cuál te gusta?
—Bueno, para serte sincero, me llevé una sorpresa.
—¿Una sorpresa? —preguntó George, intentando disimular su angustia.
—Pues sí. La verdad es que no creía que tuviera el menor interés en mí.
—¿Quién?
—Ruth.
—¿Ruth?
—Sí. En mis dos visitas anteriores no se dignó ni a mirarme, pero anoche estuvo todo el tiempo conmigo. Tal vez tenga una oportunidad con ella.
—¿Una oportunidad? —repitió Mallory una vez más.
—¿Te encuentras bien, George?
—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?
—Bueno, porque no dejas de repetir todo lo que digo.
—¿Todo lo que dices? ¿Tú crees? —Preguntó George, sentado en el radiador—. Vaya, entonces es que esperas volver a verla, ¿verdad? —aventuró, buscando respuesta a otro de sus interrogantes.
—Bueno, pues eso es lo mejor —contestó Andrew—. Cuando acabamos de cenar, Turner me llevó aparte y me invitó a acompañarlo a él y a sus hijas a Venecia por Pascua.
—¿Y tú aceptaste? —quiso saber George, horrorizado ante semejante perspectiva.
—La verdad es que me gustaría, pero hay un pequeño problema.
—¿Un pequeño problema?
—¿Lo ves? Ya vuelves a las andadas —dijo Andrew.
—Lo siento —se disculpó George—. ¿Cuál es la complicación?
—Que me he comprometido con los del equipo de joquey para salir de gira en Pascua, y resulta que soy el único portero que tienen. No quisiera dejarlos plantados.
—Desde luego —dijo George—. Eso estaría muy mal.
—Sí. De todas maneras, creo que podré llegar a una especie de compromiso.
—¿Un compromiso?
—Sí. Si me saltara el último partido, podría tomar el ferry en Southampton el viernes y estar en Venecia el domingo por la mañana; así todavía podría pasar una semana completa con los Turner.
—¿Toda una semana?
—Se lo propuse al viejo y le pareció bien, así que me reuniré con ellos la última semana de marzo.
Aquello era todo lo que George necesitaba saber. Se levantó del radiador con el fondillo del pantalón medio abrasado.
—¿Estás seguro de que te encuentras bien, George? —le preguntó de nuevo Andrew—. Pareces un poco aturdido.
—Échale la culpa a Wainwright —contestó George, deseoso de cambiar de conversación.
—¿Wainwright?
—Sí. Esta mañana ha estado a punto de hacerme perder los nervios, cuando ha explicado que el duque de Essex derrotó a la Armada Invencible y que Drake ni siquiera estuvo allí.
—Seguro que estaba jugando a los bolos en Plymouth Hoe, ¿no?
—No, Wainwright tiene la teoría de que Drake se encontraba en Hampton Court, seduciendo a la reina Isabel. Según él, por eso envió a Essex a Devon, para mantenerlo alejado.
—Yo creía que debió ser más bien al revés —comentó Andrew.
—Esperemos que sí —concluyó George.