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Alteza real, damas y caballeros, como presidente de la Royal Geographical Society y del Comité Everest tengo el privilegio de presentarles a nuestro conferenciante invitado de esta noche, el señor George Mallory —anunció sir Francis Younghusband—. El señor Mallory fue el jefe de escalada de la última expedición al Everest, en la que llegó a una altitud de ocho mil quinientos cuarenta metros, a solo trescientos diez metros de la cima. Esta noche, el señor Mallory nos relatará sus experiencias de tan histórica aventura en una conferencia titulada «En terreno desconocido». Damas y caballeros, ¡el señor George Mallory!

George fue incapaz de hablar durante varios minutos porque el público se puso en pie como un solo hombre y aplaudió hasta que él se vio obligado a pedir silencio, aplacándolo con las manos. Miró la primera fila y sonrió al hombre que tendría que haber ocupado su lugar esa noche de no haber sido por la herida recibida durante la guerra. Young le devolvió la sonrisa, claramente orgulloso del pupilo que lo representaba en el estrado. Norton, Somervell y Odell se hallaban sentados junto a él.

George esperó a que la audiencia se sentara de nuevo antes de pronunciar sus primeras palabras.

—Cuando estuve hace poco en Nueva York —empezó diciendo—, fui presentado como el hombre que había conquistado el Everest él solo. —Esperó a que las risas se apagaran antes de continuar—. Lo cierto es que se trataba de un doble error. Aunque es posible que un hombre alcance la cima de esa gran montaña en solitario, no tiene la menor esperanza de conseguirlo sin el apoyo de un equipo del más alto nivel. Y con ello me refiero absolutamente a todo, desde las mejores mulas indias hasta una persona como el general Bruce si uno quiere tener alguna esperanza de llegar al campamento base.

Aquella fue la señal para que las luces se apagaran y se proyectara la primera diapositiva en la pantalla que tenía a su espalda.

Cuarenta minutos más tarde, George volvía a encontrarse figuradamente en el campamento base y en medio de una entusiasta salva de aplausos. Tenía la impresión de que la conferencia había salido bien, pero todavía le faltaba responder a unas cuantas preguntas, y temía que una respuesta equivocada pudiera enviarlo —de nuevo y literalmente— al campamento base.

Cuando abrió el turno de preguntas le sorprendió que Hinks no se levantara de su asiento, ya que la tradición estipulaba que el secretario de la RGS fuera quien formulase la primera. Sin embargo, Hinks permaneció sentado y con los brazos cruzados. George dio la palabra a un hombre de avanzada edad de la segunda fila.

—Cuando se encontró usted bloqueado a ocho mil quinientos cuarenta metros y vio que Finch seguía adelante, ¿no deseó haber llevado a la espalda un par de botellas de oxígeno como él?

—No cuando partimos la primera vez —contestó George—. Pero más tarde, cuando no podía dar un paso sin tener que pararme a descansar, llegué a la conclusión de que resultaría prácticamente imposible llegar a la cima sin esa ayuda.

Señaló otra mano levantada.

—Pero ¿no le parece que utilizar oxígeno es como hacer trampa?

—La verdad es que antes sí lo creía —reconoció George—. Sin embargo, un compañero de tienda me señaló que de la misma forma cabría considerar que el hecho de utilizar mitones de lana o botas de escalada, o incluso echar un par de terrones en el té, es hacer trampa, porque sin duda incrementa artificialmente las posibilidades de éxito. Así pues, seamos sinceros: ¿qué sentido tiene viajar ocho mil kilómetros si uno no tiene posibilidades de recorrer los últimos trescientos metros?

Seleccionó a otro miembro del público.

—¿Cree usted que hubiera llegado a lo más alto de no haberse quedado a atender al señor Odell?

—Desde luego, podía ver lo más alto con claridad, porque el señor Finch iba por delante de mí. —El comentario fue recibido con risas—. Debo reconocer que, en esos momentos, la cumbre me parecía tentadoramente cercana, pero se trataba de una percepción engañosa. No olvide que, en una montaña, doscientos cincuenta metros no son solo doscientos cincuenta pasos, sino que pueden llegar a parecer kilómetros. Sin embargo, esa experiencia me sirvió para convencerme de que, contando con tiempo suficiente y las condiciones atmosféricas adecuadas, es humanamente posible alcanzar la cima.

Respondió a varias preguntas más durante veinte minutos sin dar la menor pista de que había dimitido como jefe de escalada.

—La última pregunta, por favor —dijo con una sonrisa de alivio y señaló a un joven que estaba en medio de la platea y que agitaba la mano esperando que el orador se fijara en él.

Con una voz a la que todavía le faltaba madurar, el muchacho preguntó:

—Cuando haya conquistado el Everest, señor, ¿qué quedará para los jóvenes como yo?

El público prorrumpió en una carcajada y Mallory se acordó de lo nervioso que se había sentido cuando había planteado casi la misma pregunta al capitán Scott. Alzó la vista hacia el anfiteatro y se alegró de ver a la viuda del capitán Scott en las primeras filas. Gracias a Dios, su decisión de aquella mañana significaba que Ruth no tendría que preocuparse por seguir su misma suerte. Volvió a contemplar al muchacho y sonrió.

—Debería usted leer a H. G. Wells, joven. En opinión de ese autor, con el tiempo la humanidad podrá dar la vuelta al globo en cuarenta minutos, que en el futuro se superará la barrera del sonido con consecuencias que en estos momentos no alcanzamos a comprender, y que algún día usted, aunque yo seguramente no, verá al hombre caminar por la Luna. Incluso es posible que sea usted el primer inglés en ser lanzado al espacio.

El público prorrumpió en risas y aplaudió una vez más mientras George hacía una reverencia y retrocedía un paso. Se alegraba de haber podido escapar sin que nadie sospechara lo que esa mañana había ocurrido en el comité. Sonrió a Ruth, que se encontraba en primera fila flanqueada por sus hermanas Avie y Marie: otro pequeño triunfo.

Al alzarse vio a su más viejo amigo, de pie y aplaudiendo a rabiar. En cuestión de segundos, el resto del público lo imitó y permaneció levantado, por mucho que George les rogara mediante gestos que se sentara.

Se disponía a abandonar el estrado cuando vio que Hinks se levantaba para subir con una carpeta en la mano. El secretario le sonrió amistosamente, se acercó al micrófono, lo bajó varios centímetros y esperó a que los aplausos cesaran y los espectadores volvieran a ocupar sus asientos antes de hablar.

—Alteza, damas y caballeros, aquellos de ustedes que estén familiarizados con las tradiciones de esta histórica institución sabrán que es privilegio del secretario, en estas ocasiones, plantear la primera pregunta al orador. Esta noche, rompiendo con la tradición, no lo he hecho; pero solo ha sido porque mi presidente, sir Francis Younghusband, me ha recompensado con un premio aún mayor: dar las gracias a nuestro orador invitado y amigo personal, George Mallory.

Era la primera vez que este oía al secretario llamarlo por su nombre de pila.

—Pero antes permítanme hablarles de una resolución que ha sido aprobada por el Comité Everest esta tarde, en ausencia del señor Mallory, y que en nuestra opinión debemos compartir con todos los miembros de esta entidad. —Hinks abrió la carpeta, sacó una hoja de papel, se ajustó las gafas y empezó a leer—: «Ha sido acordada por unanimidad la decisión de invitar al señor George Leigh Mallory a ser el jefe de escalada de la expedición al Everest de 1924».

El público aplaudió con fuerza, pero Hinks alzó la mano para pedir silencio, ya que todavía le quedaba algo más que decir. George se mantuvo tras él, inmóvil pero furioso.

—Sin embargo, el comité es plenamente consciente de que puede haber razones por las cuales el señor Mallory tal vez se muestre reacio a asumir por segunda vez tan onerosa tarea.

Los gritos de «¡No!», «¡No!» que surgieron entre el público obligaron a Hinks a pedir silencio de nuevo.

—Se trata de razones que ustedes seguramente desconocen, pero cuando les diga cuáles son no me cabe duda de que comprenderán su dilema. El señor Mallory tiene esposa y tres hijos pequeños a los que no querrá abandonar durante seis largos meses. Y no solo eso: hoy mismo he sabido que se dispone a ocupar un importante cargo en la Asociación Educativa de Trabajadores que le permitirá poner en práctica las convicciones políticas que tan ardientemente ha defendido los últimos años.

»Y por si todo lo anterior fuera poco, existe una tercera razón. Debo ser muy cuidadoso a la hora de expresarlo con palabras, pues me consta que entre nosotros se cuentan varios caballeros representantes de la prensa. Nuestra institución ha sabido hoy mismo que el señor Finch, colega del señor Mallory en la primera expedición al Everest, se ha visto obligado a retirar su nombre del equipo de escaladores por razones personales que, me temo, los periódicos explicarán ampliamente en su edición de mañana. —En la sala reinaba el silencio más absoluto—. Pensando en ello, este comité ha decidido que si, muy comprensiblemente, el señor Mallory no se siente capaz de asumir su papel de líder de la expedición de 1924, no quedará más remedio que posponer, y digo posponer, no abandonar, la expedición hasta que hallemos al sustituto adecuado que ocupe su posición como jefe de escalada.

De repente, George comprendió que la intervención del príncipe de Gales solo había pretendido distraerlo.

—Permítanme acabar diciendo —continuó Hinks, volviéndose hacia Mallory— que, sea cual sea la decisión que tome usted, esta entidad le estará eternamente agradecida por su inquebrantable entrega a su causa y, lo que es más importante, por los servicios que ha prestado a su país. Por supuesto, deseamos que acepte nuestra oferta como jefe de escalada y que, en esta ocasión, conducirá a su equipo a mayores glorias si cabe. Damas y caballeros, les pido que se unan a mí para dar las gracias al orador de esta noche, ¡a Mallory del Everest!

El público se levantó en bloque. Personas que normalmente se contentaban con ofrecer unos pocos y educados aplausos a los conferenciantes de turno saltaron de sus asientos, unos vitoreando, otros suplicando, pero todos deseosos de que Mallory aceptara el cargo. George miró a Ruth, que también se había puesto en pie y aplaudía. Cuando Hinks dio un paso atrás y se situó junto a él, George masculló por segunda vez aquel día:

—¡Maldito cabrón!

—No lo niego —repuso el secretario—. Sin embargo, cuando esta noche ponga al día el acta supongo que podré dejar constancia de que ha aceptado usted el cargo de escalador jefe.

—¡Maldito cabrón! —repitió George.