18
Jueves, 12 de febrero de 1914
George aplicó un poco de yeso a la punta del taco. Thackeray Turner le había caído bien desde el primer momento: directo, franco y sin complicaciones, aunque un tanto chapado a la antigua y aficionado a poner a prueba constantemente a los demás.
Durante el trayecto a casa de Turner, Andrew le había explicado que su anfitrión era arquitecto. Cuando George cruzó la espléndida verja de hierro forjado y enfiló por una larga avenida flanqueada de tilos desde donde contempló por primera vez Westbrook, al abrigo de las colinas de Surrey y rodeada de parterres de flores y césped, no hizo falta que nadie le explicara por qué su propietario había triunfado en su profesión.
Antes de que llegaran al último peldaño que conducía a la puerta principal, un mayordomo la abrió y los condujo silenciosamente por un largo pasillo hasta la sala de billar, donde Turner los esperaba. Al ver que su anfitrión había dejado la chaqueta del esmoquin colgada en la puerta, George dio por sentado que estaba listo para la batalla.
—Tenemos tiempo para una partida antes de que las mujeres bajen a cenar —fueron las primeras palabras de Turner a sus invitados. George admiró un retrato de cuerpo entero de su anfitrión, obra de Lavery, que colgaba encima de la chimenea, y varias acuarelas del siglo XIX que adornaban las paredes, entre las que había una de su homónimo. Luego se quitó la chaqueta y se subió las mangas de la camisa.
Tan pronto como las tres bolas quedaron situadas en posición sobre el tapete verde, George tuvo oportunidad de descubrir otra faceta del carácter de su anfitrión: al señor Turner le gustaba ganar. Es más, esperaba que así fuera. Lo que no sospechaba era que a George no le gustaba perder. George no estaba seguro de si Andrew solo deseaba complacer al anciano o si realmente era un jugador mediocre. En cualquier caso, no estaba dispuesto a adaptarse a las expectativas de su anfitrión.
—Su turno, amigo mío —le dijo Turner después de haber anotado once puntos.
George se tornó su tiempo para estudiar la jugada y, para cuando pasó el taco a Andrew, había anotado catorce tantos. Enseguida se hizo evidente que Turner había encontrado la horma de su zapato, de modo que decidió intentar una táctica diferente.
—O’Sullivan me ha dicho que es usted una especie de radical, Mallory.
George sonrió. No iba a permitir que Turner lo venciera, ni en el tapete ni fuera de él.
—Si se refiere usted a mi apoyo al sufragio universal, está en lo cierto, señor. Andrew torció el gesto.
—Solo tres puntos —declaró antes de añadirlos a su mísero tanteo.
Turner volvió a la mesa y no abrió la boca hasta haberse anotado otros doce. Justo cuando George se inclinaba sobre el tapete para realizar su jugada, Turner le preguntó:
—O sea, ¿que usted concedería a las mujeres el derecho a votar? George se incorporó y frotó con tiza la punta del taco.
—Desde luego, señor —contestó antes de alinear nuevamente las bolas.
—Pero ellas no han recibido la educación necesaria para asumir semejante responsabilidad —dijo Turner—. Además, ¿quién puede esperar que una mujer tome una decisión razonable?
George se inclinó sobre la mesa y se anotó otros veintiún puntos antes de pasarle el taco a Andrew, que no consiguió ninguno.
—Existe un modo muy sencillo de remediar eso —aseguró George.
—¿A qué se refiere? —quiso saber Turner, mientras daba vueltas alrededor de la mesa, considerando las posibles jugadas.
—Para empezar, permitiendo que las mujeres reciban una educación como es debido que les franquee el acceso a la universidad, donde conseguirían las mismas titulaciones que los hombres.
—Es de suponer que eso no se aplicaría a Cambridge ni a Oxford, ¿no?
—Al contrario —insistió George—. Oxford y Cambridge deberían ser las primeras en secundar la iniciativa. De ese modo, las demás sin duda seguirían su ejemplo.
—¡Mujeres tituladas! —Bufó Turner—. ¡Impensable! —Hizo su siguiente jugada, pero falló, y la bola blanca rodó hasta caer en la cestilla más cercana. George tuvo que controlarse para no soltar una carcajada—. A ver si entiendo exactamente lo que está diciendo, señor Mallory —dijo Turner, entregándole el taco—. ¿Usted opina que las mujeres inteligentes, las que consiguieran titularse en Oxford o Cambridge, deberían tener derecho al voto?
—No, señor. Lo que propongo no es eso —repuso George—. Creo que habría que aplicar las mismas reglas a las mujeres que a los hombres, de forma que las menos dotadas también tuvieran derecho al voto.
Una sonrisa apareció en los labios de Turner por primera vez desde el comienzo de la partida.
—No creo que el Parlamento aceptara algo así. Al fin y al cabo, los pavos no votan en Navidad.
—Hasta que uno de ellos se dé cuenta de que eso puede concederles la victoria en las próximas elecciones —comentó George mientras metía la bola roja en la tronera con un golpe seco. Se incorporó y dijo—: Me parece que la partida es mía, señor.
Turner asintió a su pesar. Se estaba poniendo la chaqueta del esmoquin cuando llamaron a la puerta. Era el mayordomo.
—La cena está servida —anunció.
—Gracias, Atkins —repuso el anfitrión. Cuando el mayordomo hubo salido, Turner se volvió hacia George y le susurró—: Le apuesto el sueldo de todo un año a que Atkins no concedería el voto a las mujeres.
—Y yo me juego el sueldo de un año a que usted ni siquiera se lo ha planteado —contestó George, que enseguida lamentó sus palabras. Andrew pareció incómodo, pero guardó silencio—. Le ruego que me disculpe, señor, mi comentario ha sido imperdonable.
—En absoluto, querido muchacho —dijo Turner—. Me temo que desde que mi mujer falleció me he convertido en una especie de… ¿Cómo lo llaman ahora…? Un «viejo carcamal». Quizá deberíamos unirnos a las señoras para la cena. —Mientras cruzaban el vestíbulo, añadió—: Bien jugado, Mallory. Espero que me conceda la revancha mientras nos ilumina con sus puntos de vista acerca de los derechos de los trabajadores.
El mayordomo abrió la puerta para que Turner y sus invitados entraran en el comedor. Una gran mesa de roble, que parecía más isabelina que victoriana, dominaba el centro de la estancia revestida de la misma madera. En ella había dispuestos seis platos de la porcelana más fina, acompañados por cubiertos de plata y mantelería de hilo.
Cuando George entró no pudo evitar contener el aliento por la impresión, cosa que no le sucedía a menudo, ni siquiera cuando coronaba la cima de alguna montaña. A pesar de que las tres hijas de Turner esperaban a que su padre las presentase, los ojos de George no se apartaron de Ruth, que se ruborizó y desvió la mirada.
—No se quede ahí, Mallory —dijo Turner, viendo que George vacilaba en el umbral—. No le van a morder. De hecho, es muy probable que descubra que comparten sus puntos de vista mucho más que yo.
George se adelantó, estrechó la mano de las tres jóvenes e intentó disimular su decepción cuando el padre lo sentó entre Marjorie y Mildred. Dos doncellas sirvieron el entrante, un plato de salmón frío con eneldo, mientras Atkins servía a Turner un poco de Sancerre para que lo catara. George no prestó la menor atención al manjar más apetitoso que le habían puesto delante en semanas mientras intentaba cruzar alguna mirada ocasional con Ruth, que se hallaba sentada en el otro extremo de la mesa. La muchacha parecía completamente ajena a su propia belleza. Botticelliana, se dijo Mallory mientras contemplaba su piel tan blanca, los ojos azules y la abundante cabellera caoba. Botticelliana, se repitió, cogiendo por fin el cuchillo y el tenedor.
—¿Es cierto, señor Mallory, que conoce usted al señor Bernard Shaw? —preguntó la hermana mayor, arrancándolo de sus pensamientos.
—Sí, señorita Turner. Tuve el honor de cenar con tan distinguido personaje después de su discurso en la Sociedad Fabiana, en Cambridge.
—¿«Distinguido personaje»? ¡Y un cuerno! —exclamó Turner—. No es más que otro socialista que se entretiene diciéndonos cómo deberíamos vivir. ¡Si ni siquiera es inglés!
Marjorie sonrió a su padre con benevolencia.
—El crítico de teatro del Times —prosiguió, hablando siempre con George— opina que Pigmalión es tan inteligente como provocadora.
—Lo más probable es que también sea socialista —masculló Turner entre bocado y bocado.
—¿Ha visto usted la obra, señorita Turner? —preguntó George, volviéndose hacia Ruth.
—No, señor Mallory, no la he visto —contestó ella—. La última pieza que hemos visto ha sido La tía de Carlos, en el teatro del pueblo, y fue porque el vicario prohibió una representación de La importancia de llamarse Ernesto.
—Escrita por otro irlandés —intervino Turner—, cuyo nombre tampoco debería mencionarse entre la gente respetable. ¿No está de acuerdo conmigo, Mallory? —le preguntó mientras retiraban el primer plato. El salmón de George, intacto, parecía capaz de ponerse a nadar en cualquier momento.
—Si la gente respetable es incapaz de hablar de los dramaturgos más notables de su generación, entonces, señor, sí estoy de acuerdo. Mildred, que no había hablado hasta ese momento, se inclinó levemente hacia George.
—Opino lo mismo, señor Mallory —le susurró al oído.
—¿Y qué me dice usted, O’Sullivan? —Quiso saber Turner—. ¿Comparte la opinión de su colega aquí presente?
—Rara vez estoy de acuerdo con los argumentos de George —repuso Andrew—, por eso nos llevamos tan bien.
Todos rieron mientras el mayordomo depositaba una bandeja con un costillar de buey en la mesa auxiliar y empezaba a trincharlo después de habérselo mostrado a Turner para obtener su aprobación.
George se aprovechó de la distracción para lanzar otra mirada hacia el extremo de la mesa. Descubrió que Ruth sonreía a Andrew.
—Debo confesar —dijo este— que nunca he visto ninguna obra de esos autores.
—Y yo le puedo asegurar —declaró Turner tras catar un poco de vino tinto— que ninguno de los dos es un caballero. George se disponía a intervenir, pero Mildred se le adelantó.
—No le haga caso, señor Mallory. Es lo único que mi padre no puede soportar.
George sonrió e inició una amable conversación con Marjorie acerca del arte de la cestería hasta que se llevaron los platos. Aunque de vez en cuando no pudo evitar lanzar una mirada a Ruth, esta no pareció reparar en ello.
—Bien, caballeros —dijo Turner, doblando la servilleta—, confiemos en que al menos hayan aprendido una lección esta velada.
—¿Cuál? —preguntó Andrew.
—Asegurarse de que no acaban con tres hijas, entre otras razones porque el señor Mallory no parece dispuesto a descansar hasta que hayan ido todas a la universidad y se hayan titulado.
—Una sugerencia notable, señor Mallory —aseguró Mildred—. De haber tenido la oportunidad de seguir la carrera de mi padre, lo habría hecho gustosa.
Por primera vez esa noche, el señor Turner se quedó sin palabras y pasó un momento antes de que recobrase el control de la situación.
—¿Qué les parece si pasamos al salón para tomar café? —sugirió.
Las chicas no pudieron ocultar su sonrisa ante la ruptura de las normas por parte de su padre, ya que este solía disfrutar de los licores y el tabaco en compañía de sus invitados masculinos exclusivamente, jamás en presencia de las damas.
—Ha sido una victoria memorable, señor Mallory —le susurró Marjorie, mientras él le retiraba la silla.
George esperó a que las tres hermanas hubieran salido del comedor antes de hacer su movimiento, aprovechando que Andrew se hallaba entregado a una profunda conversación con el viejo.
Cuando vio que Ruth ocupaba un sitio en el sofá del salón, se acercó como si tal cosa y se sentó a su lado. Ella no dijo nada y pareció seguir mirando a Andrew, que se había unido a Marjorie en la chaise-longue. Sin embargo, tras haber logrado su propósito inicial, George se quedó de repente sin palabras, y pasó un momento antes de que Ruth interviniera en su ayuda.
—¿Es verdad que ha ganado a mi padre al billar? —le preguntó ella.
—Así es, señorita Turner —dijo George mientras Atkins dejaba una taza de café junto a él.
—Tal vez eso explique por qué se ha mostrado tan animoso durante la cena. —Tomó un sorbo de café antes de añadir—: Si se da el caso de que mi padre vuelva a invitarlo, señor Mallory, quizá sería más diplomático que usted lo dejara ganar.
—Me temo que nunca estaré dispuesto a hacer tal cosa, señorita Turner.
—¿Y por qué no, señor Mallory?
—Porque eso revelaría una flaqueza de carácter que ella podría descubrir.
—¿Ella? —preguntó Ruth realmente sorprendida.
—Sí, Chomolungma, la diosa de la Madre Tierra.
—Pero según mi padre, usted se propone conquistar el Everest.
—«Everest» es el nombre que los ingleses le hemos dado, no el suyo auténtico.
—El café se le enfría, señor Mallory —comentó Ruth, lanzando una mirada al otro lado del salón.
—Gracias, señorita Turner —repuso Mallory, tomando un sorbo.
—¿Y confía usted en llegar a conocer mejor a esa diosa? —inquirió ella.
—Quizá con el tiempo, pero no antes de que un par de otras damas sucumban a mis encantos. Ella lo miró con perplejidad.
—¿Alguna en particular?
—Madame Matterhorn —contestó George—. Tengo intención de dejarle una tarjeta de visita durante las vacaciones de Pascua. —Tomó otro sorbo de café antes de preguntar—: ¿Y dónde pasará usted sus vacaciones de Pascua, señorita Turner?
—Nuestro padre va a llevarnos a Venecia, una ciudad que sospecho no contará con su beneplácito, ya que apenas se alza unos centímetros sobre el nivel del mar.
—No es la elevación lo que importa, señorita Turner. «Bajo los azules ojos del cielo, acunada por el océano, yace Venecia, un laberinto de poblados muros donde Anfitrite halla su morada».
—De manera que le gusta Shelley —observó Ruth mientras dejaba su taza de café vacía en la mesa auxiliar.
George se disponía a contestar cuando el reloj de mesa dio una campanada para indicar la media. Andrew se levantó.
—Ha sido una velada deliciosa, señor —dijo, dirigiéndose a su anfitrión—, pero creo que ha llegado la hora de que nos retiremos.
George echó un vistazo a la hora: las diez y media. Lo último que deseaba era marcharse, pero Turner ya se había puesto en pie, y Marjorie iba hacia él.
—Espero que vuelva a vernos pronto, señor Mallory —le dijo con una cálida sonrisa.
—Yo también lo espero —contestó él, sin apartar la vista de Ruth.
El señor Turner sonrió. Tal vez no hubiera conseguido derrotar a Mallory, pero sin duda una de sus hijas le había tomado la medida.