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Como corroboración, una más de las muchas posibles, voy a hablar de la «cultura de la risa» y de la «cultura de la carnavalización», conceptos inventados por Bajtin y que han hecho fortuna. Agrupan todos los elementos liberadores y devaluadores del ingenio. «La risa, instrumento de la sátira y la parodia, desmitifica, deconstruye, opera una inversión de la imagen oficial del mundo. La parodia desmonta los ritos y las imágenes monoestilísticas de cuanto se convierte en estático y se erige en autoridad. El carnaval, por su parte, da corporeidad al deseo de libertad: es una especie de momento único, “utópico”, que muestra el anhelo de libertad del ser humano» (Bajtin, 1974; Zavala, 1991).
En la obra de Bajtin se oye de nuevo la consigna de este siglo: la inversión regeneradora. La sombra de Nietzsche es ubicua. La risa, el carnaval, son la rebelión contra lo serio, lo normativo, los espacios cerrados, el monologismo. Defienden lúdicamente el espíritu festivo, la antinorma, la poliglosia. La nueva concepción de la cultura repudia el concepto de totalidad en nombre de la diferencia, la heterogeneidad y la fluidez (Jameson, 1981). Otra vez me sorprende el paradójico fenómeno de la unanimidad en pedir la heterogeneidad. Es la monotonía de la diferencia, la tumba que el ingenio cava para sí mismo. Hemos conseguido la armonía en la disonancia, que es gran maravilla.
Los modelos del discurso de la literatura carnavalizada, según los describe Bajtin, coinciden, como era de esperar, con la retórica ingeniosa. «El lenguaje abusivo, imprecaciones, palabras o expresiones insultantes, combinaciones de textos eróticos-sagrados dentro de un vivido poliglotismo, vuelven a despertar la parodia, el realismo grotesco y la risa. En lo carnavalesco la risa es una fuerza fundamental, en un reino utópico de la comunidad, la libertad, la igualdad y la abundancia».
La parodia, que tanto ha interesado a los modernos, es una técnica liberadora. Nos faculta para adquirir una doble voz, con lo que las cosas adquieren una duplicidad que Bajtin considera enriquecedora, pero que no lo es. La parodia devalúa siempre. Por eso es una técnica ingeniosa. Para comprobarlo, pueden leerse obras paródicas, como El ano solar, de Bataille. El mismo Bajtin lo admite, al decir: «Todo gesto tiene un gesto paralelo, el gesto paródico de la risa».
Esa risa hace que todo sea ridículo, y el sujeto se resiente de ello. Un hilo de depresión y desencanto recorre toda la trama del ingenio. No es casual que en la época barroca la exacerbación del ingenio coexista con una epidemia de melancolía. No hay que ser un lince psicológico para percibir el nexo que une burla y desengaño en la obra de Quevedo. Los llamados «poemas metafísicos» exponen una metafísica de la melancolía, cuyas categorías cardinales son la realidad como decepción («¡Fue sueño ayer; mañana será tierra!»), la fugacidad del tiempo («El tiempo, que ni vuelve ni tropieza / en horas fugitivas la devana»), el mutismo de la realidad («¡Ah de la vida!… ¿Nadie me responde?») y la subjetividad efímera («Soy un fue y un será y un es cansado»).
No hay dos Quevedos. El hombre que escribió los versos más conmovedores y terribles de la poesía española es el mismo hombre de las sátiras y las groserías. Eran dos modos de expresar la misma decepción.
(No me puedo resistir a un comentario filológico. Ya he dicho que hay una relación entre ingenio y melancolía, que hace que sus momentos de esplendor coincidan en la historia. Hay una indudable correlación entre la sobrevaloración del ingenio/la melancolía/el barroquismo/el formalismo. El comentario filológico me lo sugiere la palabra «humorismo». Es una pervivencia léxica de la teoría de los «humores», otro de cuyos vestigios es la palabra «melancolía» —bilis negra, uno de los cuatro humores—. Es para mí un misterio, pero un misterio sugerente y que me gustaría aclarar, el deslizamiento semántico del término «humor», que lo condujo hasta el «humorismo». Como presagio de lo que puede resultar de esa investigación, aporto un texto del magnífico libro de Klibansky, Panovsky y Saxl: Saturno y la melancolía [1989]. La «melancolía poética», sostienen estos autores, tiene una inequívoca partida de nacimiento. Fecha: el período barroco. Lugar: España e Inglaterra. «Durante mucho tiempo el “español melancólico” fue tan proverbial como el “inglés esplenético”. La gran poesía donde halló expresión nació en el mismo período que vio surgir el tipo específicamente moderno del humor conscientemente cultivado, una actitud en evidente correlación con la melancolía. Las dos, el melancólico y el humorista, se nutren de la contradicción metafísica entre lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad. Así se puede entender que en el hombre moderno el “humor”, con su sentido de la limitación del yo, se desarrollara al lado de esa melancolía que había venido a ser el sentimiento de un yo acrecentado. Es más, se podía hacer burla de la propia melancolía, y con ello destacar todavía con mayor fuerza los elementos trágicos. Pero también es comprensible que, tan pronto como se hubo fijado esta nueva forma de melancolía, el hombre mundano y superficial la utilizara como medio barato de ocultar su propia vaciedad, y con ello se expusiera al ridículo, en el fondo igualmente barato, del mero satírico». Ruego al lector que tome tan larga cita como un aperitivo generoso).
Francisco Umbral ha sabido combinar estos tres elementos —ingenio, humor y melancolía— en un cóctel irresistible. De su ingenio y humor ya he citado muestras. Lo hago ahora de su melancolía: «Mi cuerda última era la tristeza, mi metal más secreto, mi bordón, y el mundo, para mí, empezaba a consistir en tristeza. Tristeza de todo, tristeza de nada, la pura pena de no saber por qué, como dijo el otro (…). Las esquinas solas, la prosa de la vida, el 'mascarón gastado de la ciudad seguía navegando las aguas de un tiempo igual a sí mismo y todos habían vivido ya mi vida antes que yo, y yo estaba viviendo otras vidas ya usadas y con frecuencia perdía la imagen de mí mismo. La tristeza lleva a la pérdida de la imagen y la pérdida de la imagen lleva al suicidio. El suicidio. ¿Por qué no intentarlo? Eran días de jugar peligrosamente con el barbitúrico, con el vaso de agua de la cocina, con la muerte (…). Lo mejor era meterme de nuevo en la cama, pedir a la chica de la pensión otro café, coger un libro ya leído y dejar que la corriente llevase la barca del lecho a cualquier orilla» (Umbral, 1973).
Me veo entrampado en mis hipótesis. Al relacionar ingenio y melancolía, tengo que admitir que nuestro tiempo es un tiempo melancólico, puesto que es una época ingeniosa. ¿Es eso cierto? ¿Es posible diagnosticar «melancolía» a una época tan vital, animada y divertida?