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Comenzaré con una confesión. El psicoanálisis del ingenio me ha llevado a donde no tenía intención de ir. Siempre he incluido el ingenio en un brillante cortejo de actividades libres, intrascendentes y espléndidas, en el que le acompañan el baile, el juego o el vuelo acrobático. Cedo con gusto a su feliz seducción, me siento dichosamente arrastrado por ellas. Para decirlo etimologizando: hacen que me sienta eufórico. Empecé, pues, la investigación con ánimo divertido. El tema me contagiaba su ligereza. Sin embargo, conforme avanzaba, se desvanecían mis sueños aerostáticos, porque me veía obligado a descender a niveles profundos y graves de la naturaleza humana. Se acabó el viaje en globo y empezaron las mil leguas de viaje submarino. La universal admiración por los ingeniosos no es una manía, sino el espejismo de un paraíso. El ingenio no es una diversión, sino un ambivalente modo de supervivencia.

Unas palabras de Søren Kierkegaard que conocía de antiguo hubieran debido ponerme sobre aviso: «Que conste que no soy amigo de ingeniosidades. No me cansaré nunca de hacer frente a las tentaciones de la serpiente infernal, que así como al principio se dedicó a echar lazos a Adán y Eva, con el decurso de los tiempos se ha puesto a tentar a los escritores para que sean ingeniosos».

Kierkegaard fue un escritor hiperbólico, es verdad. Y también lo es que su inagotable veta de ocurrencias ingeniosas hubo de parecerle a veces peligrosa, pero aun así cuesta trabajo aceptar tan hoscas y reticentes palabras, y descubrir una mueca diabólica en el amable rostro del ingenio. Nadie está tan en gracia como él.

Sin duda alguna el lenguaje lo considera levemente transgresor, hasta abrir un diccionario para comprobarle: «ingenio» se empareja con «agudeza, malicia, picardía». El campo léxico incluido al final de este libro muestra al detalle estos parentescos desvergonzados. Pero no encontraremos en él nada perverso, porque la maldad está devaluada y el pecado se ha convertido en diablura. El calificativo que mejor cuadra al ingenioso es el de «fresco». La palabra «frescura» conserve de sus orígenes germánicos —de nuevo estamos etimologizando— la idea de juventud, agilidad y viveza. Lo fresco tiene la prestancia de lo no usado, de lo que renace continuamente sin estancarse, ni envejecer, sin dejar que lo encallezcan las rutinas. Fresco es también el pan recién hecho. Fresca es la hierba nueva y la ligereza de las telas veraniegas que no embarazan ni agobian. La frescura es espontaneidad, ausencia de resabios, existencia resuelta. Cualidades tan pulcras sufrieron un desliz y la frescura adoptó un gesto pícaro de liviandad divertida. Osciló entre ser una virtud frívola o un pecado venial, es decir, un pecado al que se da la venia.

Kierkegaard desdeñaba —o tal vez temía por apreciarla demasiado— la apariencia brillante en la que yo quedo enredado. Poseía un sexto sentido para lo secreto y, mientras los demás mortales disfrutábamos con los reflejos, él buceó hasta el otro lado del espejo, supongo. En mi inventario, el desenfado, la travesura, la originalidad, la astucia figuran en el haber del ingenio. Kierkegaard los anotaba en el debe. El ingenio ciertamente carece de buenas referencias, no hay más que leer sus referencias léxicas. En ellas no se incluyen la verdad, la honradez, el pudor, ni tampoco la seriedad, la exactitud o la bondad. No puede ocultar su querencia por la transgresión.

La crítica de Kierkegaard contra el ingenioso me recuerda por su exageración la diatriba de Pascal contra el hombre que abdicando de su trágica dignidad se entrega al divertissement. Entre ellos se da —¿tendré que decirlo?— un aire de familia: no son serios, no cesan de jugar, cambian continuamente y su inquietud se debe, como dice Pascal, a ne se savoir pas se tenir en repos dans une chambre, o dicho en versión libre, a no soportar la monotonía de lo cotidiano.

Para mí el ingenio es una fiesta. Pues bien, el imprevisto rumbo de mi investigación ha estado a punto de aguármela. Pretendía analizar una habilidad intelectual, un juego retórico —en definitiva un tema estético—, y me di de bruces con la metafísica y la moral al comprobar que el ingenio es un proyecto existencial, un sistema de vida, y que tan imponente carácter es lo que unifica sus variadísimas manifestaciones.

Ésta es su definición: Ingenio es el proyecto que elabora la inteligencia para vivir jugando. Su meta es conseguir una libertad desligada, a salvo de la veneración y la norma. Su método, la devaluación generalizada de la realidad. Al abrir el bulto que menciona Gracián he encontrado la clave genética del ingenio cifrada en cuatro palabras: libertad, desligación, devaluación y juego.

Las redes semánticas, los campos léxicos, los ecos, resonancias y connotaciones funcionan como «índices», son mensajes que se escapan del inconsciente y cumplen en el psicoanálisis lingüístico el mismo papel que os sueños en el freudiano. O tal vez habría que decirlo al revés: que los sueños tienen el mismo papel en el análisis freudiano que las relaciones semánticas profundas en el lingüístico, habida cuenta de que Freud fue poderosamente influido en sus investigaciones por a filología. Me atrevería a decir que el psicoanálisis clínico es un fragmento del psicoanálisis lingüístico (Forrester, 1980). La fuerza ce mi argumentación dependerá de cómo consiga integrar todas esas referencias dispersas en un esquema coherente.

Hasta nuevo aviso, pues, consideraré el ingenio come el sueño de una inteligencia que sueña con la liberad, que desea vivir desligada, sin unción, sin respeto, sin coacciones, sin miedo, dedicada a lugar.

Elogio y refutación del ingenio
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