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He estudiado la irrealidad televisiva por su colaboración en la puesta en fuga de la realidad. Vuelvo a la filosofía. La influencia de Nietzsche, que afirmó engoladamente que «la voluntad de sistema es una falta de honestidad», ha abierto la época del ensayo en la que vivimos. El violento rechazo del sistema era una justa repulsa contra las orgías racionalistas, pero ha ido más allá y ha terminado negando la coherencia de la realidad. No puede haber sistema de filosofía porque las cosas no forman un sistema. Cada ser existe desvinculado de los demás, diferente y único, y lo que afirmamos de él, su verdad, no tiene por qué ser válido para otros seres ni compatible con otras verdades.
La fragmentación del mundo, reflejada en el arte, es más que una teoría filosófica, es un sentimiento universalmente compartido, que resume elementos de variada procedencia. Sartre describió la desvinculación en La náusea, que es una teoría estética novelada. «Cada árbol huía de las relaciones en que intentaba cerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario de estas relaciones, que me obstinaba en mantener para retardar el derrumbamiento del mundo humano, de las medidas, de las cantidades, de las direcciones». «El movimiento era una idea demasiado clara. Todas esas agitaciones menudas se aislaban. Rebosaban de todas partes, de las ramas y ramitas. Todo, hasta el sobresalto más imperceptible, estaba hecho de existencia. De golpe existían y, después, de golpe no existían: la existencia no tiene memoria».
Los testimonios que traigo a colación deben formar, por agregación, un acorde completo en la conciencia del lector. Se podría trazar con precisión las redes conceptuales que unifican gran parte de la filosofía actual, pero yo sólo pretendo mostrar que mi tesis es fundada: un concepto ingenioso de la libertad unifica el campo. El pensamiento actual está «mejor dotado para la anécdota que para la categoría y es sólo apto para aquellos géneros intermitentes que precisan un talento a ramalazos, como el artículo, la proclama, el acertijo o la blasfemia» dice Femando Savater con su estupenda prosa. La desvinculación de los seres convierte toda teoría en ocurrencia ingeniosa. Cada idea fragmentaria, al no tener que casar con ninguna otra, flota en un espacio no comprometido, donde son posibles, o más aún, recomendables; «las múltiples razones». Se descoyunta la relación entre las cosas. El lenguaje deja de hacer referencia a la realidad. Ni siquiera podemos decir que la realidad exista, después que se ha vuelto una noción sospechosa. El signo no se subordina a ninguna realidad. Todo es discurso, pero un discurso borroso que evita la coagulación conceptual mediante el juego diseminado del texto, como dice Derrida. Quedamos encerrados entre significantes y significantes de significantes, ahogados en esa enloquecida selva de volutas barrocas. No hay significado que escape de ese juego de inacabables remisiones que constituye el lenguaje. La gramatología que quiere fundar Derrida no pretende aclarar el sentido de una tradición, o la legitimidad de una interpretación, sino desligar, disolver o transformar en discontinuos, con la introducción de virajes o márgenes de juego, los modelos de interpretación instituidos. La realidad queda puesta entre paréntesis, devaluada, porque se elige la tradición escrita como único referente del texto. Es una operación similar a la ejecutada por el arte —que también reclama su autonomía respecto de la realidad—, pero de mayor transcendencia, porque el discurso filosófico tradicionalmente aspira a la verdad, lo que le hace estar intrínsecamente referido a lo real (Vattimo, 1983, 1990; Derrida, 1967).
En las esculturas modernas la cabeza del hombre suele aparecer disminuida. Es una técnica devaluadora que se corresponde con la reducción del sujeto propugnada por un gran sector de la filosofía. No se esfuma, sino que «se torna tan pequeño que puede reconocerse en su propia experiencia» (Vattimo). Conviene no aspirar a la grandeza, porque no podemos fiarnos de nada, ni siquiera de la realidad. El conjunto de los seres está sujeto a sospecha. He de desconfiar hasta de mi propia voz porque, como dice Lacan, el hombre cree hablar, pero «es hablado». El sujeto está constituido por el lenguaje y no al contrario. Lacan es un brillantísimo pensador ingenioso, que se llamaba a sí mismo el Góngora de la psiquiatría. Su obra es un muestrario de todas las artes, trucos, habilidades y trampas de la retórica. La ironía de Roger Clamant, en su obra Les matinées structuralistes, acierta en la diana: «A sus anchas en el preciosismo y la galantería, Lacan se caracteriza por un pesimismo secreto en cuanto a la trascendencia de su mensaje: si se solaza en el hermetismo, es en la medida en que está persuadido de que sus descubrimientos pertenecen a lo frágil» (Clamant, 1970). El mismo Lacan ha escrito: «Gustosamente agregaríamos, a las enseñanzas de la lingüística, la retórica, la dialéctica; en el sentido retórico que ese término adquiere en las “categorías” aristotélicas, la gramática y, como pináculo supremo de la estética, la poética que incluiría la técnica, relegada a la sombra, del dicho ingenioso» (Lacan, 1966). El humor que hace tan atractiva su obra, devalúa su contenido, porque, como dice uno de sus comentadores, «en su pluma los juegos retóricos nos alejan de la naturaleza y dan cuenta, por su proliferación, de lo arbitrario del significante» (Fages, 1973).