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Ninguna actividad de la inteligencia queda excluida de la transfiguración lúdica. El razonamiento se convierte en juego y la lógica, esqueleto del mundo real, andamiaje del sentido común, se convierte en juguete. Los llamados juegos lógicos y matemáticos son actividades resolutorias a las que ha de aplicarse lo que dije sobre ellas al comienzo del capítulo. No se integran en un proyecto exterior a la propia operación, han juguetizado sus relaciones con la verdad, que se conservan como predicados esenciales, pero marginales. Para acentuar su autonomía y dejar claro que son juegos y no sirven para nada, se proponen problemas llamativos por la extravagancia de sus temas. Quien quiera divertirse con ellos puede acudir a los libros de Martin Gardner, o a la sección habitual del Scientific American.

Ahora no me interesa la actividad, sino el juguete. El ingenioso juguetiza las estructuras lógicas —en las que incluyo también las matemáticas— porque las integra en su proyecto personal de sorprender, divertir y mostrar su superioridad ridiculizando a la propia lógica… con procedimientos lógicos. Se trata de conducir lógicamente al oyente hasta una situación inesperada. Lewis Carroll se preguntaba: ¿Qué es mejor, un reloj que atrasa un minuto cada día o un reloj que no funciona en absoluto? Todo el mundo ha soportado un reloj que se atrasa sin tirarlo a la basura, luego la respuesta es clara. Lewis Carroll también lo ve con claridad, pero su respuesta es otra. Puesto que la función del reloj es señalar la hora exacta, es mejor un reloj que no funciona, porque señala la hora exacta dos veces al día, mientras que el otro, el atrasado, sólo lo hace una vez cada dos años.

Comprobar que la lógica se vuelve a veces turulata ha divertido siempre a los hombres, que se sienten al fin liberados de su coacción. El que nos hayan definido como animales racionales es, además de una inexactitud, una condena. Estamos condenados por esencia, al parecer, a ser racionales. Cada vez que la inteligencia consigue burlarse de la razón, el sujeto siente un escalofrío de gusto. Freud se interesó por esta pugna declarada entre la inteligencia y la razón, y coleccionó muchos chistes fundados en un simulacro de razonamiento, llamándolos, con muy buen acuerdo, chistes sofísticos o sofismas. Citaré uno de ellos, a pesar de su candidez un poco añeja, para que conozcamos, de paso, los chascarrillos que divertían a Freud. Aunque no quiero entretenerme ahora dándole razones, el lector puede creerme si le digo que nada nos revela la psicología de una persona como saber de qué se ríe, y se lo digo. «Un señor entra en una pastelería y pide en el mostrador una tarta, pero la devuelve enseguida, pidiendo en cambio una copa de licor. Después de bebería se aleja sin pagar. El dueño de la tienda le llama la atención.

»—¿Qué desea usted? —pregunta el parroquiano.

»—Se olvida usted de pagar la copa, de licor que se ha tomado.

»—Ha sido a cambio del pastel.

»—Sí, pero es que el pastel tampoco lo había usted pagado.

»—¡Claro, como que no me lo he comido!».

El nombre de chistes sofísticos es adecuado, porque nos recuerda el período triunfal del ingenio raciocinador. Los sofistas fueron prototipos de la razón ingeniosa. En el Eutidemo de Platón, Socrates, al hablar de los sorprendentes talentos de los dos sofistas hermanos, Eutidemo y Dionisodoro, dice que «tan grande es su destreza que pueden refutar cualquier proposición, ya sea verdadera o falsa». Tras unos divertidos episodios, en que los dos hermanos se burlan del joven Clinias, forzándole a desdecirse continuamente, Sócrates interviene para criticar su comportamiento: «Semejantes enseñanzas no son más que un juego —y justamente por eso digo que se divierten contigo, Clinias—; y lo llamo “juego”, porque si uno aprendiese muchas sutilezas de esa índole, o tal vez todas, no por ello sabría más acerca de cómo son realmente las cosas, sino que sólo sería capaz de divertirse con la gente» (Eut. 278 a-b). De eso se trata. Los jóvenes atenienses debieron de sentirse fascinados por los juegos sofísticos y Aristóteles tuvo que desenmascarar sus trucos en su obra Refutaciones sofísticas.

Hizo bien en hacerlo, porque nos encontramos otra vez en territorio mágicamente peligroso —no en balde hay una rama lúdica de la matemática llamada «meta— magia»—: como ocurría con los juegos de palabras, también en este caso podemos dejarnos seducir, de por vida, por su encanto. Juguetizar la lógica inflige un colosal descalabro a la realidad, y donde más se nota es en las paradojas. Ningún ingenioso resiste su fascinación.

Se entiende por «paradoja» una afirmación que encierra su propia negación. También pueden llamarse así los razonamientos aparentemente impecables, pero que conducen a contradicciones lógicas, o las afirmaciones cuya veracidad o falsedad no puede decidirse. Durante siglos han sido el tormento chino de los lógicos, aunque procedan de Grecia. Se hace remontar a Epiménides, un poeta griego del siglo VI a. C., la invención de la más irritante paradoja, la del mentiroso. Según la tradición, Epiménides, que era cretense, habría afirmado: «Todos los cretenses son mentirosos». Una versión más compendiada dice: «Esta frase es falsa», una sentencia que no puede ser ni verdadera ni falsa. Si fuera verdadera, sería de verdad falsa, pues eso es lo que dice. Si fuera falsa, sería verdadera, ya que esto es lo contrario de lo que dice. El perfecto ingenioso ha de disfrutar viendo al lógico saltar de una afirmación a su contraria. Un filósofo estoico, Crisipo, escribió seis tratados acerca de esta paradoja, y Filetas de Cos, otro poeta griego, murió de angustia al no poder salir de su círculo infernal. No eran los griegos los únicos en tomarse estas cosas muy a pecho. En su libro My Philosophical Development, Bertrand Russell escribe: «Una vez terminados los Principia Mathematica, llegué serenamente a la determinación de resolver las paradojas. Era para mí un reto personal al que estaba dispuesto a dedicar el resto de mi vida con tal de responderlas. Mas hubo dos razones que me lo hicieron insoportablemente desagradable. En primer lugar, todo el problema me daba la impresión de ser trivial. En segundo lugar, que, probara por donde probara, no conseguía avanzar» (Russell, 1975; Gardner, 1975; Hofstadter, 1979; Smuyllan, 1978).

En los libros que he citado pueden encontrarse espléndidas colecciones de paradojas. Una de mis preferidas es la de Protágoras:

Protágoras convino con Euatlo que le enseñaría Retórica para ser abogado y que no le cobraría sus lecciones hasta que Euatlo ganara su primer pleito. Después de aprender el oficio, Euatlo decidió no ejercerlo nunca, con lo que evitaba tener que pagar a su maestro. Protágoras le demandó ante los tribunales y argumentó de esta manera: «Tienes que pagar en cualquier caso: si yo gano el pleito, porque te obligará a ello el mandato judicial; si yo pierdo el pleito, porque lo habrás ganado tú y ésos eran los términos del acuerdo». Euatlo respondió: «No estoy de acuerdo. Si gano el pleito no tendré que pagar porque de ello me eximirán los jueces; si lo pierdo, no tendré que pagar porque no habré ganado mi primer pleito, tal como exige nuestro acuerdo».

Razonar ha dejado de ser razonable. Las paradojas lógicas muestran el ramalazo suicida de la razón. El ingenio disfruta viendo cómo construye los cepos en los que ella misma va a caer. Una vez que la lógica haya sido juguetizada, ningún obstáculo nos impedirá juguetizar la realidad entera. Todo es posible e imposible al tiempo. Una paradoja clásica me advierte que el ingenio es imposible, lo que a estas alturas del libro es el colmo de la impertinencia. Su argumento niega la posibilidad de la sorpresa y, como el ingenio la necesita como ingrediente esencial, si no hay sorpresa, no hay ingenio. La paradoja completa está enunciada en un lenguaje de cuento oriental. Hay un rey, una princesa, un enamorado y, por supuesto, un problema: el rey se resiste a autorizar el matrimonio. Eran tiempos en que el ingenio servía para matar dragones, alzarse con reinos y conquistar princesas, y el rey decidió someter a prueba al enamorado. «Ha de ser capaz de matar al tigre que hay encerrado tras una de estas cinco puertas. Tendrá que abrirlas una tras otra, comenzando por la primera, sin que sepa en qué cuarto se encuentra el tigre hasta que abra la puerta correspondiente. Será un tigre sorpresa. Díselo a tu pretendiente y dile también que yo nunca miento». A la mañana siguiente, el enamorado se presentó con una serenidad insultante, y exigió al rey la mano de la princesa «porque en esas habitaciones —dijo— no puede haber ningún tigre». La corte se escandalizó ante tal descortesía, que ponía en tela de juicio el juicio del rey. Pero el rey, manteniendo Iría la cabeza bajo su corona, preguntó la razón de tal impertinencia. El pretendiente, calmosamente, le respondió con una salva de razonamientos lógicos: «Si es verdad que su majestad no miente nunca, he de tomar todas sus palabras al pie de la letra. El tigre tiene que sorprenderme, y eso no es posible. Si llegase a abrir las cuatro primeras habitaciones, y las encontrase vacías, yo sabría que el tigre me esperaba tras la quinta puerta, luego no me sorprendería encontrarlo allí. Por lo tanto, no puede estar en la quinta habitación. Ha de estar en alguna de las otras cuatro. Pero ¿qué sucedería si no estuviera en las tres primeras? Pues que, al llegar a la cuarta, yo sabría que en ella me esperaba el tigre. Luego no puede estar en la cuarta habitación. Por la misma razón, no puede estar tampoco en la tercera, ni en la segunda. La única posibilidad es que esté en la primera y ni siquiera en ésa puede estar porque ya no hay sorpresa». El rey quedó profundamente impresionado por el alarde lógico y le instó con admiración a que cumpliera el pequeño requisito de comprobar la verdad de sus razonamientos. Ufano, alegre, altivo, enamorado, abrió el pretendiente la primera puerta y la segunda y la tercera. Abrió también las fauces la fiera que estaba en ella. Mientras iba siendo devorado, el enamorado se preguntaba, más incrédulo aún que aterrado, en qué estaba confundido su razonamiento. Los lógicos continúan preguntándose lo mismo. Por lo que a mí respecta, me contento con saber que el lógico fue sorprendido, que el ingenio es posible, y que al lector puede saltarle encima un tigre al volver una página.

Elogio y refutación del ingenio
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