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La anterior definición es un salto de siete leguas. Hay que desandar el camino para volver a recorrerlo con sosiego. He dicho que la inteligencia quiere jugar y ahora añado que quiere jugar su propio juego, lo que quiere decir: eludir la transitividad complacerse en su propio dinamismo interminable y clausurado.
El juego es tradicional tema de meditación filosófica. Los pensadores han elaborado en su honor éticas, estéticas, metafísicas y hasta teologías. En los años sesenta hizo furor Eros y civilización, una obra de Marcuse, pensador exageradamente ensalzado y exageradamente olvidado, que se preguntaba con suma gravedad si estábamos en los umbrales de una sociedad lúdica, que iba a transmutar el trabajo en juego. Cito esta obra porque es reveladora del ambiente cultural de la segunda mitad del siglo, y porque influyó en los movimientos estudiantiles de mayo del 68, que concluyeron en un espléndido ejemplo de revolución ingeniosa, lo que le aproxima a nuestro tema. Después, su retórica fue utilizada con mucha monotonía y escaso talento lúdico por políticos, sociólogos y animadores culturales, y aún no se ha repuesto de semejante paliza.
El juego se describe como una actividad felicitaria, gratuita, libre, creativa, herencia y nostalgia de la infancia. De él se puede decir que no tiene finalidad o que es su propio fin, tanto da una cosa como otra, porque por fas o por nefas, queda excluido del circuito de las actividades prácticas, que es de lo que se trata. Su ser consiste en ser libre. El jugador, escribía Marcuse, experimenta un sentimiento de libertad respecto del mundo objetivo. No suprime la realidad, pero la libra de su aspecto serio. En el juego, el hombre no hace sino «jugar» con la verdad y la realidad (Marcuse, 1953).
El ingenio es la rebelión de la inteligencia, que quiere dejar de ser seria, para huir de sus multiplicadas servidumbres. Es esclava de la lógica, el sentido común, el principio de realidad. Ha estado sometida al ser, a la verdad, a la belleza y a la bondad, es decir, a los cuatro trascendentales metafísicos. Por eso, al sublevarse busca con denuedo la intrascendencia. «Monólogo significa: el mono que habla», dice Gómez de la Serna. Por supuesto que es mentira, ésa es la gracia. «Cuando sentimos un pie frío y otro caliente sospechamos que uno de los dos no es nuestro». El ingenio parece disparatar sensatamente y descubrir un sesgo original del mundo, del que no se puede decir que sea verdadero ni falso, porque pertenece a un nivel ontológico diferente, como veremos al estudiar a metafísica del juguete. Tenía razón Marcuse jugar con la verdad no es lo mismo que mentir o equivocarse. Es aprovechar el «juego», la holgura que la inteligencia ingeniosa produce en la realidad, como en estos ejemplos: «El que en la ventanilla del telégrafo cuenta las palabras del telegrama parece el representante de la Academia que cuida del estilo y nos pone una multa según las faltas observadas». «No comprenderán nunca las mujeres que, cuando con la cara mojada pedimos una toalla, la pedimos en urgente naufragio». Quedamos con la duda de si hemos leído descripciones ingeniosas de la realidad real, o descripciones realistas de una realidad ingeniosa. En este contraluz pretende afincarse para siempre la inteligencia.
(Divertimento filológico. La inteligencia, al hacerse ingeniosa, se vuelve lista. Sufre un empequeñecimiento cordial que, como veremos, es la transmutación que causa siempre el ingenio. La misma palabra «ingenio» ha experimentado esta devaluación amable. En momentos más altos de su historia significó el poder creador de la inteligencia. El Diccionario de Covarrubias, de 1611, lo define: «Una fuerça natural del entendimiento, investigadora de lo que por razón y discurso se puede alcanzar en todo género de ciencias, disciplinas, artes liberales y mecánicas, sutilezas, invenciones y engaños». Se trataba, pues, de un talento universal. En la actualidad reservamos la palabra para las invenciones menores, y no llamamos ingeniosos ni a Einstein, ni al inventor del acelerador de partículas, sino a quien sabe urdir una broma divertida o resolver un problema con habilidad y escasez de recursos. Los ingenieros han dejado de ser ingeniosos, porque utilizan técnicas demasiado complejas. Consideramos más ingenioso el invento del Tetra-Brik, un procedimiento para empaquetar líquidos, que el invento de los superconductores, porque este último es una aplicación de la ciencia más avanzada, mientras que al inventor del Tetra-Brik le bastó la luminosa idea de plegar el cartón de la forma adecuada. Una gran industria está basada en la papiroflexia. Parece un juego).
Dicen que Simmel coleccionaba ingeniosidades, cosa que no me extraña porque yo hago lo mismo. En mi archivo tengo una sección dedicada al ingenio financiero, que da mucho de sí. Allí está la cotidiana letra de cambio y sus peloteos, junto a la sofisticación del leveradge buy out y sus prodigios, el «juego de la Bolsa», las operaciones de tiburoneo, los bonos basura, las artimañas fiscales, las islas Caimanes y otros paraísos. Está también el mercado de futuros, que es lo más poético que ha inventado la economía, desde que introdujo en los balances los bienes intangibles.
Es fácil descubrir la causa de esta proliferación ingeniosa. El dinero y el lenguaje son los dos grandes sistemas simbólicos que el hombre ha creado para intercambiar ideas o cosas. La economía es, sin duda, real, y la realidad lo es con más motivo, pero el dinero y las palabras no son más que significantes, que tienen tan sólo un valor de cambio, una cotización. Hay palabras que se usan al alza o a la baja, como las monedas. El juego de los significantes permite toda suerte de malabarismos retóricos. Las operaciones financieras tienen un sorprendente elemento de irrealidad, que es campo abonado para el ingenio. Imagine el lector que debe un millón de pesetas a Pedro, quien debe la misma cantidad a Juan, que a su vez, debe la misma cantidad al lector. Es un circuito de entrampados, inmovilizado porque nadie puede pagar a nadie. Pero supongamos que el lector pide a un banco que le preste ese dinero durante un minuto, y, en la misma oficina, paga a Pedro, que paga a Juan, que paga al lector, que por último, antes de que venza el fugaz plazo, devuelve el dinero en la ventanilla. Por arte de magia han desaparecido todas las deudas. Aumente el ejemplo a escala mayor, incluso a escala planetaria, y asistirá a curiosos fenómenos.
Las polémicas sobre la esencia de dinero y sobre la esencia del significado son muy vivas. Leo en la última edición de la Enciclopedia Británica que la definición del dinero continúa siendo una cuestión disputada. Nadie sabe con certeza qué depósitos bancarios tienen que considerarse dinero. Hay expertos que dicen que unos sí y otros no. Me sorprende el resumen que la Enciclopedia hace de la situación: «Aunque ningún banco individual crea dinero, el sistema como totalidad lo nace. Este proceso de expansión múltiple yace en el corazón del moderno sistema monetario».
He dicho que este texto me sorprende, pero era sólo una afirmación retórica. La expansión múltiple es el sino de todo sistema de intercambio simbólico. Los significantes se reproducen con mayor rapidez que los significados, provocando la inflación el barroquismo y la sofisticación formal. Las ingeniosidades financieras son a la economía lo que las otras ingeniosidades son al arte: alardes de la inteligencia hábil.
En la devaluación del ingenio como facultad intelectiva influyó la aparición de otra palabra —«genio»—, que le hizo una competencia desleal, no sólo en castellano, sino en otras lenguas. En el siglo XIX, Chateaubriand, refiriéndose a De Bonald, escribía: «avait l’esprit delié; on prenait son ingéniosité peur du genie». Dejemos este tema, por ahora.
Cuando la inteligencia se hace ingeniosa no se toma en serio y rebaja sus humos. Su reino se vuelve minúsculo y riquísimo, como el de un jeque. El lenguaje castizo, fuente inagotable de ingeniosidades, ha reducido las imponentes facultades mentales a escala casera y manual. La listeza no impresiona tanto como el talento, palabra solemne hasta en su fonética, pero lo aventaja en velocidad y agudeza. Es más avispada. También el ingenio es rápido y de rejón certero. Otras palabras tejen la trama semántica de la inteligencia menor que se divierte consigo misma, sin atender a otros requerimientos. Al bajar a los barrios, «ser una lumbrera» se tradujo por «tener quinqué», una luz pequeñita, pero oportuna. La lucidez perspicaz o clarividencia se convirtió en «tener pupila». «Serafina, ten pupila, que te has puesto esta mañana las dos medias del revés», cantaba el coro en una famosa zarzuela. La poderosa luz de la razón quedó reducida a «chispa». La pupila, el quinqué y la chispa constituirían el utillaje conceptual de una teoría de la inteligencia lista y castiza, que sería un platonismo chulapón.
Este divertimento filológico no es una presunta ingeniosidad del autor. Apunta a unas curiosas relaciones entre el ingenio y el casticismo, que el psicoanálisis que llevo a cabo tendrá que aclarar. Nada es casual. El interés que los ingeniosos han mostrado siempre por el tipismo barriobajero y sus argots ha de tener su motivación profunda. Basta por ahora dejar constancia del hecho. Quevedo conocía y utilizaba con garbo la germanía. Valle Inclán, Ramón Gómez de la Serna, Arniches, González Ruano, Francisco Umbral son admirables ejemplos de poética y retórica castiza.