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En nombre de la liberación comenzó el despojo de las veneraciones. En primer lugar, tuvo que rechazar la fuerza coactiva del pasado. El mundo nace con cada subjetividad creadora. No hay antepasados. El arte moderno, según lo define el Centre Georges Pompidou, especie de Santo Oficio estético, que lo sabe todo de muy buena tinta, «no tiene relación con el pasado, no tiene historia. Gracias a esta liberación de toda función, los modelos de los siglos precedentes no podrán ya servir a las necesidades del artista». Así se lee en el catálogo de la exposición Qu’est-ce que la sculpture moderne? (1986). De nuevo nos encontramos con que el entusiasmo suple las evidencias. La tradición artística no se evapora, ni los artistas viven en un mundo adánico, sin antepasados, sin influencias, sin antecedentes, porque el pasado nos sostiene con una presencia que podemos devaluar, pero no eliminar. El panfleto del Pompidou hubiera debido decir que el arte moderno necesita desembarazarse de imágenes paternas para alcanzar la libertad.

De acuerdo con su tiempo, Sartre, en su primera teoría de la libertad, pretendió despojar al pasado de toda su fuerza, para evitar que su influjo anulara la libertad, que debía ser espontaneidad absoluta e inmotivada. Elegimos la parte de nuestro pasado que queremos que nos domine, eso es todo, puesto que nada puede influirme si mi conciencia no acepta someterse. En el vacío que soy, me hago a mí mismo, sin padres, sin antepasados, sin hábitos, sin experiencias. Un gran ingenioso fundó la teoría de la libertad que funda a su vez al ingenio.

Las técnicas artísticas eran una pesada herencia del pasado y el arte moderno sólo vio en ellas una coacción tediosa. Son una injerencia de la historia ya muerta, un conjunto de normas que deben ser aprendidas y que esquilman mi espontaneidad. La técnica es una segunda naturaleza, que ahorma la libertad humana, y aceptarla es elegir un destino. Cada técnica artística implica una metafísica, y la metafísica antigua del realismo no era compatible con el arte. En 1960, Fautrier se inquieta ante el desprecio que el arte informal muestra hacia el dibujo, y presagia su retomo. Eso sí, «liberado, no basado en una visión del ojo, sino en una especie de liberación del temperamento interior, que deberá ser inventado por cada artista para su propio uso». Viviendo en la cultura del «hágaselo usted mismo», el artista no podía depender de una educación recibida. Las técnicas tienen que ser de usar y tirar. Este desprecio de la técnica caracteriza al ingenio, que resuelve los problemas sin acudir a saberes esotéricos. Le bastan los materiales al alcance de todos. Su vocación es el bricolage. ¿Quién no sabría utilizar una femme pinceau? ¿Quién no sabría escribir un poema dadaísta? Las técnicas no han sido abolidas: han sido sustituidas por técnicas privadas, unipersonales, por idiolectos, que cada artista inventa y agota. Todo puede ser técnica, luego nada es verdaderamente técnica.

Los artistas plásticos han incorporado a su arte todas las acciones que se pueden infligir a un objeto: chorrearlo de pintura, empaquetarlo, amontonarlo, pegarlo, despegarlo, rascarlo, prensarlo, ahumarlo, sembrarlo de bacterias, apuñalarlo, acribillarlo, quemarlo, sellarlo, plastificarlo. No son ingeniosidades mías, y bien que lo siento. Son páginas de la historia artística de nuestro siglo y en cualquier enciclopedia de arte moderno encontrará el lector los nombres técnicos: dripping, empaquetage, assemblage, collage, decollage, gratage, fumage, etcétera, etcétera, etcétera.

En su defensa del «arte bruto», Dubuffet arremeterá contra las técnicas clásicas y, para dejar constancia de que la herencia cultural sólo pretendía crear falsos prestigios a los que someternos mediante la veneración, llevó las obras de los niños y los locos a las salas de exposiciones. «Ya no hay grandes hombres», escribió, «ni genios. Nos hemos desembarazado de esos maniqueos que nos echaban mal de ojo. Era una invención de los griegos, como los centauros y los hipogrifos. No hay ni genios ni licornios. ¡Hemos tenido tanto miedo de ellos durante tres mil años!».

Es una confesión desgarradora, que se une al coro de lamentos: la naturaleza es enorme, lo real defrauda, el mundo es aburrido, los genios nos dan miedo. Vivimos acuciados sin clemencia por una realidad decepcionante o terrible. ¿Dónde encontraremos la salvación? Oigo la voz fugitiva y anclada de Mallarmé: «¡Huir! ¡Huir lejos! ¡Siento a los pájaros ebrios/de estar entre la desconocida espuma y los cielos!».

Elogio y refutación del ingenio
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