CAPÍTULO I

1

Para Castle, las noches que siguieron a la muerte de Davis estuvieron pobladas de sueños. Sueños compuestos de los fragmentos incoherentes de un pasado que le rondaba hasta las horas del amanecer. Davis no representaba ningún papel en ellos, quizá porque pensar en sí mismo, dentro de su ahora reducida y entristecida subsección, llenaba ya muchas horas cada día. El fantasma de Davis rondaba alrededor de la valija de Zaire y de los telegramas que Cynthia cifraba ahora con más mutilaciones que nunca.

Así que, por la noche, Castle soñaba con un África del Sur reconstruida con odio, aunque a veces los fragmentos se mezclaban con un África que él ya no recordaba haber amado tanto. En uno de aquellos sueños encontró repentinamente a Sarah. Estaba en un parque de Johannesburgo repleto de basura, sentada en un banco reservado a los negros; y él se volvía y buscaba otro banco. Carson se separaba de él ante las puertas de un lavabo y elegía la que estaba reservada a los negros, dejándole fuera, avergonzado de su falta de valor. Pero, la tercera noche, otro tipo de sueño le asaltó.

—Es curioso —le dijo a Sarah al despertar—. Soñé con Rougemont. Hace años que no me acordaba de él.

—¿Rougemont?

—Había olvidado que tú no le conociste.

—¿Quién era?

—Un colono del Estado Libre de Orange. En cierto sentido, me gustaba tanto como Carson.

—¿Era comunista? Aunque si era colono no debía de serlo.

—No. Era uno de esos que tendrán que morir cuando los tuyos tomen el poder.

—¿Los míos?

—Quise decir «los nuestros», naturalmente —agregó Castle con afligida premura, como si hubiera estado a punto de romper una promesa.

Rougemont vivía en el lindero de un semidesierto, no lejos de un antiguo campo de batalla de la guerra de los bóers. Sus antepasados, que eran hugonotes, habían huido de Francia en la época de la persecución. Pero él no hablaba francés: sólo afrikaans e inglés. Antes de nacer ya había sido impregnado por la forma de vida holandesa, aunque no por el apartheid. Se mantenía al margen: no votaba a los nacionalistas, despreciaba al United Party y un indefinido sentido de lealtad hacia sus mayores le impedía votar por el pequeño grupo de progresistas. No era una actitud heroica, pero quizá a sus ojos, como a los de su abuelo, el heroísmo comenzaba donde terminaba la política. Trataba a sus braceros con bondad y comprensión, sin sombra de condescendencia. Un día Castle lo oyó discutir con su capataz negro sobre el estado de las cosechas: era una discusión entre iguales. La familia de Rougemont y la tribu del capataz habían llegado a Sudáfrica aproximadamente en la misma época. El abuelo de Rougemont no había sido un millonario del avestruz de El Cabo, como lo fue el de Cornelius Muller: a los sesenta años de edad, el abuelo Rougemont había cabalgado con el comando de De Wet contra los invasores ingleses y había sido herido sobre el kopje de su patria chica, que caía con sus nubes invernales sobre la granja, y donde, cientos de años antes, los bosquimanos habían grabado las rocas con formas animales.

—Echo en falta la época en que trepaba por ahí, bajo el fuego enemigo, con la mochila a la espalda —había comentado Rougemont a Castle. Admiraba a las tropas británicas por su valentía y su resistencia, tan lejos de la patria, que se parecían a los intrusos legendarios de los libros de historia, a los vikingos que otrora habían desembarcado en la costa sajona. No guardaba rencor a estos otros «vikingos» que se instalaron en aquella tierra, aunque sí cierta compasión por aquellos desarraigados que se transplantaron a este viejo, cansado y hermoso suelo donde su familia se había afincado trescientos años antes. Otro día, frente a un vaso de whisky, le había dicho a Castle—: Usted dice que está escribiendo un estudio sobre el apartheid, pero nunca llegará a conocer nuestras complejidades. Yo detesto al apartheid tanto como usted; pero usted es para mí mucho más ajeno que cualquiera de mis obreros. Nosotros pertenecemos a este lugar… Usted es tan extranjero como los turistas que vienen y se van. —Castle estaba seguro de que, cuando llegara el momento decisivo, Rougemont descolgaría la escopeta de la pared de la sala en defensa de aquella difícil zona de cultivo, en la linde del desierto. No moriría luchando por el apartheid ni por la raza blanca, sino por tantos morgen que estimaba propios y que estaban sujetos a las sequías, a las inundaciones, a los seísmos, a las enfermedades del ganado y a las serpientes (que él consideraba una plaga menor, más o menos como la de los mosquitos).

—¿Era Rougemont uno de tus agentes? —preguntó Sarah.

—No, pero, paradójicamente, conocí a Carson por su intermedio.

Podría haber agregado: «Y por intermedio de Carson me uní a los enemigos de Rougemont». Éste había contratado a Carson para defender a uno de sus braceros, acusado por la policía local de un crimen violento del que era inocente. Sarah dijo:

—Hay momentos en que desearía seguir siendo agente tuya. Ahora me cuentas muchas menos cosas que antes.

—Nunca te dije demasiado… Quizá tú creías que así era, pero, por tu propia seguridad, te contaba lo menos posible. Y, a menudo, mentiras. Como el libro que me proponía escribir sobre el apartheid.

—Y yo que pensaba que las cosas serían diferentes en Inglaterra. Creía que no iba a haber más secretos —Sarah suspiró y de inmediato se quedó dormida. Pero Castle permaneció despierto largo rato.

En momentos como aquél sentía la desbordante tentación de confiar en ella, de contárselo todo, igual que un hombre que ha vivido una aventura pasajera con una mujer —una aventura ya terminada— desea repentinamente confiarle a su esposa la triste historia… contarle de una vez por todas los silencios inexplicados, los pequeños engaños, las inquietudes que no pudieron compartir. Y Castle llegaba a la misma conclusión que aquel otro hombre: «¿Para qué preocuparla, ahora que todo ha concluido?». Porque él creía realmente, aunque sólo fuese por un instante, que todo había concluido.

2

A Castle le resultó muy extraño estar sentado en el mismo despacho que durante tantos años había ocupado a solas con Davis y ver, frente a él, al otro lado de la mesa, al hombre llamado Cornelius Muller… un Muller curiosamente transformado, un Muller que le había dicho:

—A mi vuelta de Bonn me enteré de la noticia y créame que lo lamento… No conocía a su colega, naturalmente… Pero para usted debió ser un golpe terrible…

Un Muller que comenzaba a parecerse a un ser humano más, que ya no era un funcionario del BOSS, sino un hombre al que podría haber conocido por casualidad en el tren de Euston. Le sorprendió la nota de simpatía que había en la voz de Muller: sonaba extrañamente sincera. En Inglaterra, pensó, nos estamos volviendo cada vez más cínicos con respecto a las muertes que no nos afectan directamente; e incluso en esos casos es de buena educación adoptar una máscara de indiferencia en presencia de un extraño. La muerte y los negocios no se complementan. Pero en la Iglesia Holandesa Reformada —a la que Muller pertenecía— una muerte, recordó Castle, todavía era el acontecimiento más importante de la vida familiar. En el Transvaal, Castle había asistido en cierta ocasión a un entierro y lo que de él recordaba ahora, no era el dolor, sino la dignidad, incluso el ceremonial de circunstancias. La muerte seguía siendo socialmente importante para Muller, por muy funcionario del BOSS que fuese.

—Sí, fue algo totalmente inesperado —reconoció Castle; y agregó—: Le he pedido a mi secretaria que me traiga los archivos de Zaire y Mozambique. En el caso de Malawi dependemos del MI-5 y no puedo mostrarle el material, sin autorización de ellos.

—Iré a verles cuando termine con usted —dijo Muller y añadió—: Me sentí muy a gusto la noche que le visité en su casa. Tuve el placer de conocer a su esposa… —vaciló un segundo antes de continuar—: y a su hijo.

Castle abrigó la esperanza de que estas observaciones de apertura sólo fueran una amable preparación para que Muller reanudara su interrogatorio acerca de la ruta que había tomado Sarah para llegar a Ngwane. El enemigo tenía que seguir siendo una caricatura si quería mantenerle a distancia; mi enemigo nunca debe cobrar vida. Los generales tenían razón: no se deben intercambiar saludos de Navidad entre trincheras enemigas.

—También Sarah y yo estuvimos encantados de recibirle —tocó el timbre—. Disculpe. Están tardando mucho con esos expedientes. La muerte de Davis alteró en parte nuestra rutina —una chica a la que no conocía respondió al timbre—. Hace cinco minutos que pedí los expedientes. ¿Y Cynthia?

—No está.

—¿Por qué no está aquí?

La muchacha le miró con ojos fríos:

—Se ha tomado el día libre.

—¿Está enferma?

—No exactamente.

—¿Quién es usted?

—Penélope.

—Bien, Penélope, ¿quiere decirme qué significa exactamente «no exactamente»?

—Está alterada. Es natural, ¿no? Hoy es el entierro. El entierro de Arthur.

—¿Hoy? Lo siento. Lo había olvidado —en seguida agregó—: De cualquier modo, Penélope, quiero que nos traiga esos expedientes —cuando Penélope se retiró, Castle le dijo a Muller—: Lamento toda esta confusión. Debe darle una impresión extraña de la forma en que hacemos las cosas. Realmente lo había olvidado… Hoy entierran a Davis… A las once se celebrará el entierro. Se ha retrasado a causa de la autopsia. Esa chica me lo recordó. Lo había olvidado.

—Lo siento. Si lo hubiera sabido habría cambiado nuestra cita —se lamentó Muller.

—No es culpa suya. Ocurre que… tengo una agenda oficial y otra personal. Aquí está señalada la cita con usted: a las diez del jueves. Tengo la agenda personal en casa y allí debí de anotar el día y la hora del entierro. Siempre olvido confrontar las dos.

—De todas maneras… olvidar el funeral… ¿no le parece raro?

—Sí, Freud diría que quería olvidarlo.

—Fije otra fecha para mí y luego me iré. ¿Le parece bien mañana o pasado mañana?

—De todas formas, ¿qué es más importante? ¿«Tío Remus» o escuchar oraciones por el pobre Davis? A propósito, ¿dónde enterraron a Carson?

—En su pueblo natal. Una pequeña población, cerca de Kimberley. Supongo que se sorprenderá si le digo que asistí.

—No. Imagino que usted tenía que vigilar y observar quiénes eran los deudos.

—Alguien… Tiene razón, alguien tenía que ocuparse. Pero yo elegí hacerlo.

—¿No el capitán Van Donck?

—No. A él le habrían reconocido fácilmente.

—No sé qué estarán haciendo con esos expedientes.

—Ese hombre, Davis… ¿Quizá no significaba mucho para usted? —inquirió Muller.

—Bueno, no tanto como Carson. A quien su gente mató. Pero mi hijo le quería mucho.

—Carson murió de neumonía.

—Sí. Claro que sí. Ya me lo dijo usted. También lo había olvidado.

Cuando por fin llegaron los expedientes, Castle los examinó, tratando de responder a las preguntas de Muller, aunque sólo con la mitad de su mente.

—Aún no tenemos información fidedigna sobre esto —se encontró diciendo por tercera vez.

Por supuesto, era una mentira deliberada —estaba ocultándole una fuente a Muller—, porque ambos se estaban acercando a un terreno peligroso y trabajaban unidos en un grado de no-cooperación que todavía seguía sin determinar por ninguno de los dos.

—¿«Tío Remus» es realmente viable? —Le preguntó a Muller—. Yo no puedo creer que los norteamericanos vuelvan a comprometerse, a enviar tropas, quiero decir, a un continente para ellos extraño. Son tan ignorantes respecto a África como lo eran en lo referente a Asia… salvo, naturalmente, lo que conocían a través de las novelas de Hemingway. ¡Ah, Hemingway! Participaba en un safari de un mes organizado por una agencia de viajes y escribía un libro sobre cazadores blancos y la caza de leones, unas pobres bestias casi muertas de hambre y reservadas para los turistas.

—El ideal que se propone «Tío Remus» es hacer casi innecesario el empleo de tropas —aclaró Muller—. Al menos en gran número. Unos pocos técnicos, por supuesto que sí; pero éstos ya están entre nosotros. Estados Unidos mantiene una estación de rastreo de misiles teledirigidos y una estación de rastreo espacial en la República; además, tienen derechos de sobrevuelo para el mantenimiento de esas estaciones… sin duda usted ya lo sabe. Nadie ha protestado, nadie ha organizado una manifestación. No se produjeron motines estudiantiles en Berkeley ni hubo interpelaciones en el Congreso. Hasta el momento, nuestra seguridad interna ha demostrado ser excelente. Como ve, nuestras leyes raciales han estado justificadas en cierto sentido: resultan una excelente cobertura. Nosotros no tenemos que acusar a nadie de espionaje… eso sólo serviría para llamar la atención. Su amigo Carson era peligroso, pero lo habría sido aún más si hubiéramos tenido que acusarlo de espionaje. Ahora están pasando muchas cosas en las estaciones de rastreo: esa es la razón de que queramos una estrecha cooperación de los servicios de ustedes. Ustedes no tienen más que señalar cualquier peligro y nosotros nos ocuparemos de ello discretamente. Hasta cierto punto, ustedes están mucho mejor situados que nosotros para infiltrarse en los medios liberales, e incluso en los nacionalistas negros. Le daré un ejemplo. Le estoy agradecido por lo que me ha proporcionado a propósito de Mark Ngambo… aunque ya lo sabíamos, naturalmente. Pero ahora podemos tener la satisfacción de saber que no hemos dejado pasar nada importante. En este aspecto específico no hay ningún peligro, al menos de momento. Comprenderá que los próximos cinco años son de vital importancia… me refiero a nuestra supervivencia.

—Pero yo me pregunto, Muller… ¿podrán ustedes sobrevivir? Tienen una frontera demasiado abierta… Demasiado larga para evitar que se minen los campos.

—Así es, respecto a los del tipo anticuado —opinó Muller—. También sabemos perfectamente que la bomba de hidrógeno convirtió a la bomba atómica en un arma puramente táctica. Táctica es una palabra tranquilizadora. Nadie iniciará una guerra nuclear porque en un país casi desierto y muy distante se haya utilizado un arma táctica.

—¿Y qué hay de la radiación?

—Con nuestros desiertos y con nuestros vientos predominantes, somos un país privilegiado. Además, la bomba táctica es razonablemente limpia. Más limpia que la de Hiroshima y sabemos lo limitado que fue el efecto de ésta. En las zonas que, durante algunos años, pueden ser radiactivas, hay muy pocos africanos blancos. Pensamos canalizar cualquier invasión que hubiere.

—Empiezo a ver el cuadro.

Castle recordó a Sam. Como lo había recordado al ver aquella fotografía del periódico que se refería a la sequía: el cadáver con los miembros extendidos y el buitre. Claro que, en este caso, el buitre también moriría por la radiación…

—Eso es lo que he venido a plantearle, el cuadro general… No es necesario que nos perdamos en detalles. Ustedes podían evaluar convenientemente cualquier información que obtengan. En este momento, las estaciones del rastreo son el punto sensible.

—¿Porque pueden servir de tapadera, igual que las leyes raciales, a una multitud de pecados?

—Exactamente. Usted y yo no necesitamos seguir jugando. Sé que le han dado instrucciones de ocultarme ciertas cosas y lo comprendo perfectamente. Yo he recibido exactamente las mismas órdenes que usted. Lo único importante es que… ambos tendremos que contemplar un cuadro idéntico: lucharemos del mismo lado, de modo que tenemos que ver el mismo cuadro.

—¿O sea que, de hecho, estamos en el mismo compartimiento? —Castle hizo una broma para sí mismo a costa de todos ellos, a costa del BOSS, a costa de su propio servicio, incluso a costa de Boris.

—¿Compartimiento? Sí, supongo que podría llamarse así —miró la hora—. ¿No me dijo que el entierro era a las once? Faltan diez minutos. Será mejor que vaya.

—El entierro puede realizarse sin mí. Si existe un más allá, Davis lo comprenderá. Si no existe…

—Personalmente, estoy seguro de que existe un más allá —aseveró Cornelius Muller.

—¿De verdad? ¿Y la idea no le asusta un poco?

—¿Por qué habría de asustarme? Siempre he tratado de cumplir con mi deber.

—Pero esas pequeñas armas atómicas tácticas… Piense en todos los negros que morirán antes que usted y que le estarán aguardando.

—No espero volver a encontrarme con terroristas —aventuró Muller.

—No me refería a los guerrilleros. Me refiero a todas las familias de la zona afectada. Los niños, las muchachas, las abuelitas…

—Espero que tengan su propio cielo —replicó Muller.

—¿Apartheid hasta en el paraíso?

—¡Oh, sé que se está riendo de mí! Pero no creo que les gustara nuestro paraíso. Con todo, dejo eso para los teólogos. Las bombas de ustedes no les ahorraron nada a los niños en Hamburgo, ¿no es cierto?

—Gracias a Dios no participé en ello como participo ahora.

—Creo que, si no piensa asistir al entierro, Castle, deberíamos dedicarnos a lo nuestro.

—Lo siento. De acuerdo.

Castle lo sentía realmente; hasta estaba asustado, como lo había estado aquella lejana mañana en las oficinas del BOSS, en Pretoria. Durante siete años había atravesado con incansable prudencia los campos minados; y ahora, con Cornelius Muller, acababa de dar su primer paso en falso. ¿Sería posible que hubiera caído en una trampa dispuesta por alguien que conocía su temperamento?

—Sé que ustedes los ingleses son dados a discutir por el simple placer de la discusión —observó Muller—. Incluso su C me tomó el pelo respecto al apartheid. Pero en lo referente a «Tío Remus»…, bueno, en eso, usted y yo tenemos que ser serios.

—Sí, será mejor que volvamos a «Tío Remus».

—Tengo autorización para informarle, en líneas generales, por supuesto, sobre mi visita a Bonn.

—¿Tropezó con dificultades?

—Nada graves. Los alemanes, a diferencia de otras antiguas potencias coloniales, sienten, en secreto, una gran simpatía por nosotros. Podríamos decir que esto se remonta al telegrama que el káiser dirigió al presidente Kruger. Están preocupados por el Sudoeste Africano. Preferirían verlo controlado por nosotros a que se produjera un vacío de poder. Al fin y al cabo, ellos gobernaron el Sudoeste con más brutalidad de la que nosotros hayamos podido emplear nunca, y Occidente necesita nuestro uranio.

—¿Llegó a un acuerdo?

—No deberíamos llamarlo acuerdo. Ya no estamos en los tiempos de los tratados secretos. Sólo tuve una entrevista con mi colega, no con el ministro de asuntos exteriores ni con el canciller. Del mismo modo que C mantuvo conversaciones con la CIA en Washington. Confío en que los tres hayamos alcanzado un más claro entendimiento.

—¿Un entendimiento secreto en lugar de un tratado secreto?

—Exactamente.

—¿Y los franceses?

—Ningún problema. Si nosotros somos calvinistas, ellos son cartesianos. A Descartes no le preocupó la persecución religiosa de su época. Los franceses ejercen gran influencia en Senegal, en la Costa de Marfil, incluso se entienden bien con Mobutu en Kinshasa. Cuba no volverá a inmiscuirse seriamente en África (Estados Unidos se ocupará de ella) y Angola no supondrá ningún peligro durante muchos años. Hoy, nadie es apocalíptico. Hasta a los rusos les gusta morir en la cama, no en un refugio. En el peor de los casos, con el empleo de unas pocas bombas atómicas 8pequeñas y tácticas, naturalmente), ganaremos cinco años de paz, si nos atacan.

—¿Y después?

—Ésa es la verdadera clave de nuestro entendimiento con Alemania. Nosotros necesitamos una revolución técnica y la última palabra en maquinaria para explotaciones mineras, aunque en este terreno hemos llegado más lejos de lo que se imagina por nuestra propia cuenta. En cinco años podremos reducir a la mitad, por lo menos, la mano de obra en nuestras minas, duplicar o más los salarios de los obreros especializados y comenzar a crear de este modo lo que ya tienen en Estados Unidos: una clase media negra.

—¿Y los parados?

—Pueden volver a su tierra. Para eso está el suelo natal. Yo soy un optimista, Castle.

—¿Y se mantendrá el apartheid?

—Siempre habrá cierto apartheid. Como lo hay aquí… entre los ricos y los pobres.

Cornelius Muller se quitó las gafas y frotó la montura hasta que el oro brilló.

—Espero que a su esposa le haya gustado el chal —prosiguió después de la pausa—. Ya sabe que siempre será bien acogido si decide volver a África del Sur, ahora que conocemos su auténtica posición. Y también su familia, por supuesto: puede tener la certeza de que los dos serán tratados como blancos honorarios.

Castle sintió deseos de responder: «Mientras que yo soy un negro honorario». No obstante, decidió mostrar cierta prudencia:

—Gracias.

Muller abrió su cartera de mano y sacó de ella una hoja de papel.

—Tomé algunas notas para usted en las reuniones que mantuve en Bonn —sacó un bolígrafo… también de oro—. Así tal vez pueda darnos algún dato útil sobre estas cuestiones la próxima vez que nos veamos. ¿Le parece bien el lunes? ¿A la misma hora? —y agregó—: Por favor, destrúyalo después de leerlo. Al BOSS no le gustaría que se conservara, ni siquiera en su archivos más secretos.

—Naturalmente. Como usted prefiera.

Cuando Muller se fue, Castle se guardó el papel en el bolsillo.