CAPÍTULO II

1

Había retornado por un día el veranillo de San Martín y Castle accedió a salir de excursión. Sam se estaba poniendo impaciente, después de la larga cuarentena, y a Sarah se le había metido en la cabeza que cualquier microbio recalcitrante sería barrido por el viento del otoño con las hojas de las hayas. Había preparado un termo lleno de sopa de cebolla caliente, medio pollo frío que comerían con los dedos, unos pastelillos secos, un hueso de carnero para Buller y otro termo con café. Castle sumó su botellín de whisky. Prepararon dos mantas para sentarse y Sam aceptó llevar un abrigo por si se levantaba viento.

—Es una locura ir de excursión en octubre —observó Castle, muy contento ante la temeridad que aquello significaba.

La excursión representaba una fuga de la cautela oficinesca, de las conversaciones precavidas, de las prevenciones tácticas. Pero sonó el teléfono, con el estruendo de una sirena policial, mientras acomodaban las bolsas en las bicicletas. Sarah comentó:

—Otra vez los enmascarados. Nos estropearán la tarde. No dejaré de pensar ni un solo instante en lo que estará pasando en casa.

Castle respondió al teléfono con voz sombría y puso la mano sobre el receptor:

—No te preocupes, es Davis.

—¿Qué quiere?

—Está en Boxmoor, con el coche. El día es tan espléndido que se le ocurrió visitarnos.

—¡Al diablo con Davis! Precisamente cuando lo teníamos todo preparado. No hay más comida en casa, excepto nuestra cena. Y tampoco hay suficiente para cuatro.

—Si quieres ve tú sola con Sam. Yo almorzaré con Davis en el Swan.

—Una excursión sin ti no sería nada divertido —dijo Sarah.

—¿Es el señor Davis? —intervino Sam—. Quiero que venga el señor Davis, así podremos jugar al escondite. Sin él no somos bastantes.

—Podríamos llevarle con nosotros —sugirió Castle.

—¿Medio pollo para cuatro…?

—Tenemos pastelillos para un regimiento.

—No le gustará ir de excursión en octubre. A no ser que él también esté loco…

Davis demostró estar tan loco como ellos. Afirmó que le encantaban las excursiones, incluso en los días más calurosos del verano, cuando había avispas y moscas; pero que prefería el otoño. Como en su Jaguar no había sitio para todos se reunió con ellos en un lugar acordado del ejido. Mientras comían se ganó el hueso de los deseos del medio pollo mediante un ágil giro de la muñeca. Entonces les enseñó un nuevo juego. Los demás debían acertar cuál era su deseo haciéndole preguntas, y, si no lo adivinaban, podía esperar que se cumpliera. Sarah lo adivinó en un arranque de intuición. El deseo de Davis había sido llegar a convertirse, algún día, en «el papa de los pops».

—De cualquier modo, tenía pocas esperanzas de que se cumpliera. No sé escribir una sola nota de música.

Cuando llegaron al último pastelillo, el sol de la tarde había descendido ya hasta quedar encima de las matas de helechos. Empezó a soplar el viento. Las hojas cobrizas revoloteaban y venían a posarse sobre los hayucos del año anterior.

—Ahora, el escondite —sugirió Davis y Castle vio que Sam le contemplaba con la admiración que se siente por un héroe.

Echaron suertes para decidir a quién le correspondía ocultarse primero y le tocó a Davis. Éste desapareció por entre los árboles a grandes zancadas, con el cuello hundido en su abrigo de pelo de camello y el aspecto de un oso que se ha escapado del zoológico. Después de contar hasta sesenta, los demás comenzaron la búsqueda. Sam se dirigió hacia el lindero del ejido, Sarah en dirección a Ashridge y Castle hacia la arboleda, en la que había visto hundirse a Davis. Buller le siguió, probablemente con la esperanza de atrapar a algún gato. Un débil silbido guió a Castle hasta el lugar en donde estaba Davis, oculto en un hoyo rodeado de altos helechos.

—Hace un frío espantoso en la sombra —comentó Davis.

—Tú mismo sugeriste el juego. Todos estábamos dispuestos a volver a casa. ¡Échate, Buller! ¡Échate, maldito seas!

—Ya lo sé, pero me di cuenta de que el pequeño bastardo se moría de ganas de jugar.

—Pareces conocer a los niños más que yo. Será mejor que les llame para que sepan que te encontré. Aquí nos vamos a morir…

—No, no lo hagas todavía. Esperaba que me encontraras tú. Quiero hablar contigo a solas. Es algo importante.

—¿No puedes esperar a decírmelo mañana en la oficina?

—No. Tú me has hecho sospechar de la oficina. Castle, realmente creo que me están siguiendo.

—Ya te dije que me parecía que tenías el teléfono intervenido.

—No te creí. Pero desde una noche… El jueves llevé a Cynthia a Scott’s. Cuando bajamos había un hombre en el ascensor. Luego lo vi en Scott’s, bebiendo un Black Velvet. Y hoy, mientras me dirigía a Berkhamsted, noté que me seguía un coche en Marble Arch… Pura casualidad, porque por un instante me pareció que conocía al conductor. No era así, pero volví a verlo, detrás de mí, en Boxmoor. En un Mercedes negro.

—¿El mismo de Scott’s?

—No, por supuesto. No serían tan estúpidos. Mi Jaguar arrancó bruscamente y, como era domingo y había mucho tráfico en el camino, lo perdí antes de Berkhamsted.

—No confían en nosotros, Davis. Ni en nadie. Pero ¿por qué preocuparnos si somos inocentes?

—Sí, sí, ya sé todo eso. La vieja canción, ¿no? ¿Por qué preocuparse? «Soy inocente. ¿Por qué preocuparse? Si me pescan desprevenido, diré que fui a comprar manzanas, peras y scoubidous…». Todavía puedo llegar a ser el papa del pop.

—¿Estás seguro de que lo perdiste antes de Berkhamsted?

—Sí. Al menos, eso creo. ¿De qué se tratará, Castle? ¿Sólo un control de rutina, como dijo Daintry? Tú, que has estado en este maldito negocio más tiempo que cualquiera de nosotros, tendrías que saberlo.

—Ya te lo dije aquella noche que salimos con Percival. Pienso que tiene que haber habido algún tipo de filtración y sospechan de un agente doble. En consecuencia, montan un control de seguridad y no les importa demasiado que te des cuenta. Piensan que, si eres culpable, puedes perder la calma y traicionarte.

—¿Agente doble yo? No lo creerás tú, ¿verdad, Castle?

—No, claro que no. No tienes por qué preocuparte. Sé paciente. Deja que concluyan la investigación y tampoco ellos lo creerán. Supongo que también me están controlando a mí… y a Watson.

Oyeron que, a lo lejos, Sarah gritaba:

—¡Nos rendimos! ¡Nos rendimos!

—No, no nos rendimos. Siga escondido, señor Davis. Por favor, señor Davis… —imploró una vocecita desde más lejos.

Buller ladró y Davis estornudó.

—Los niños son despiadados —observó Davis.

Se oyó un crujido entre los helechos que rodeaban el escondrijo y apareció Sam.

—¡Descubierto! —pero cuando Sam divisó también a Castle concluyó—: Tú hiciste trampa.

—No —afirmó Castle—, no pude gritar. Me lo impidió a punta de pistola.

—¿Dónde está la pistola?

—Mira en el bolsillo de su abrigo.

—Eso sólo es una estilográfica —dijo Sam.

—Es una pistola de gas —explicó Davis— camuflada de estilográfica. Observa este botón. Arroja un chorro de algo que parece tinta, pero no lo es. El líquido es gas nervioso. A James Bond nunca le permitieron llevar una como ésta… es demasiado secreta. Arriba las manos.

Sam obedeció.

—¿Es usted un espía de verdad? —preguntó.

—Soy un agente doble y trabajo para Rusia —declaró Davis—, y si aprecias tu vida debes concederme cincuenta metros de ventaja —se lanzó a los helechos y corrió torpemente, dentro de su pesado abrigo, a través de las hayas.

Sam lo persiguió cuesta arriba y cuesta abajo. Davis llegó a una loma que daba al camino de Ashridge, donde había dejado su Jaguar de color escarlata. Apuntó con su estilográfica a Sam y gritó un mensaje tan mutilado como uno de los cables de Cynthia:

—Excursión… recuerdos… Sarah —y desapareció con una potente explosión del tubo de escape.

—Dile que vuelva —rogó Sam—, invítale a venir otro día.

—Naturalmente. ¿Por qué no? Cuando llegue la primavera.

—Falta mucho para la primavera —se quejó Sam—. Entonces estaré en la escuela.

—Siempre habrá fines de semana —replicó Castle, aunque sin convicción: recordaba muy bien con cuánta lentitud se desliza el tiempo en la infancia.

Pasó un coche junto a ellos, en dirección a Londres; un coche negro… Quizá fuera un Mercedes, pero Castle entendía muy poco de coches.

—Me gusta el señor Davis —dijo Sam.

—A mí también.

—Nadie juega al escondite como él. Ni siquiera tú.

2

—No avanzo mucho con Guerra y Paz, señor Halliday.

—¡Oh, Dios santo, Dios santo! Es un gran libro si se sabe tener paciencia. ¿Ha llegado a la retirada de Moscú?

—No.

—Es una historia terrible.

—Hoy nos parece mucho menos terrible, ¿no cree usted? Al fin y al cabo los franceses eran unos soldados… Y la nieve no es tan mala como el napalm. Dicen que uno se queda dormido… que no se quema vivo…

—Sí. ¡Cuando pienso en esos pobres niños de Vietnam…! Quise unirme a alguna de aquellas marchas de protesta que solían hacer por aquí, pero mi hijo nunca me lo permitió. Como tiene esa tienda, la policía le pone nervioso; aunque no comprendo qué daño pueden hacer uno o dos libros escabrosos. Como yo siempre digo, los hombres que los compran… bueno, no es posible que a ellos les hagan ningún daño, ¿no es cierto?

—No, no se trata de pulcros jóvenes norteamericanos, de noble corazón, que cumplen con su deber lanzando sus bombas de napalm —a veces, a Castle le resultaba imposible no mostrar una breve astilla de la vida de iceberg sumergido que llevaba.

—Y sin embargo, ninguno de nosotros podría haber hecho nada —añadió Halliday—. El gobierno habla de democracia, pero no le presta la menor atención a nuestras pancartas y consignas. Excepto en época de elecciones. Entonces te ayudan a escoger las promesas que quebrantarán después, eso es todo. Al día siguiente solíamos leer en el periódico que otra aldea inocente había sido borrada del mapa por error. Dentro de poco harán lo mismo en África del Sur. Primero fueron los niños amarillos, no más amarillos que nosotros, y luego serán los niños negros…

—Cambiemos de tema —propuso Castle—. Recomiéndeme algo para leer que no trate de guerra.

—Siempre nos queda Trollope —sugirió el señor Halliday—. A mi hijo le gusta mucho, aunque no coincide con el tipo de libros que él vende.

—Nunca he leído a Trollope. ¿No es un tanto eclesiástico? De cualquier manera, pídale a su hijo que me elija alguno de sus libros y me lo envíe a casa.

—¿A su amigo tampoco le gustó Guerra y paz?

—No. De hecho, se cansó antes que yo. Quizá también para él era demasiada guerra.

—No me cuesta nada cruzar la calle y hablar de ello con mi hijo. Sé que él prefiere las novelas políticas… o las que el llama sociológicas. Le he oído comentar muy favorablemente La vida que hoy vivimos. Un buen título, señor. Siempre contemporáneo. ¿Quiere llevárselo esta noche?

—No, hoy no.

—¿Dos ejemplares como de costumbre? Le envidio que tenga un amigo con el que puede hablar de literatura. Hoy, hay muy poca gente que se interese por la literatura.

Cuando Castle salió de la tienda del señor Halliday se encaminó a la estación de Piccadilly Circus y buscó un teléfono. Eligió la cabina de un extremo y a través del vidrio observó a su única vecina: una gordita llena de granos que reía entre dientes y mascaba un chicle mientras escuchaba algo que le complacía. Una voz respondió:

—Diga.

—Lo siento —dijo Castle—, me he vuelto a confundir de número —abandonó la cabina telefónica.

La gordita estaba pegando su chicle en la contracubierta del listín telefónico mientras se acomodaba para sostener una conversación larga y apasionante. Castle aguardó junto a una máquina expendedora de billetes y la observó un rato con el rabillo del ojo, hasta que se aseguró de que no tenía ningún interés por él.

3

—¿Qué haces? —preguntó Sarah—. ¿No oíste que te llamaba?

Sarah miró el libro que había sobre el escritorio de Castle y dijo:

Guerra y paz. Creí que te habías cansado de Guerra y paz.

Castle cogió una hoja de papel, la dobló y se la guardó en el bolsillo.

—Estoy tratando de escribir un artículo.

—Enséñamelo.

—No. Sólo si se publica.

—¿A dónde lo enviarás?

—A New Statesman… A Encounter… ¿quién sabe?

—Hacía mucho que no escribías nada. Me alegro de que empieces de nuevo.

—Sí. Parezco condenado a empezar siempre de nuevo.