CAPÍTULO III

1

—Una buena caza matinal —comentó con poco entusiasmo el coronel Daintry a lady Hargreaves mientras se quitaba el barro de las botas antes de entrar en la casa—. Las aves han entrado muy bien.

Los demás invitados bajaron de los coches detrás de él, con la forzada jovialidad de un equipo de futbolistas que tratan de demostrar que el partido los ha colmado de gozo, en lugar de confesar que están hartos de barro y de frío.

—Las bebidas les esperan, sírvanse ustedes mismos —invitó lady Hargreaves—. Almorzaremos dentro de diez minutos.

Otro coche subía a la colina desde el otro lado del parque, aún muy lejos. Alguien dejó oír una carcajada en el aire frío y húmedo, y otra voz exclamó:

—Ya está ahí Buffy. Justo a tiempo para almorzar, naturalmente.

—¿Y su famoso budín de steak y riñones? —preguntó Daintry—. He oído hablar mucho de él.

—Se refiere usted a mi pastel. ¿Lo pasó realmente bien, coronel? —su voz tenía un leve acento americano… tanto más agradable a causa de esa levedad, que recordaba el aroma de un perfume caro.

—No había muchos faisanes —explicó Daintry—, pero lo pasé muy bien de todas maneras.

—Harry —llamó lady Hargreaves por encima de su hombro—, Dicky. ¿Dónde está Dodo? ¿Se perdió?

Nadie llamaba a Daintry por su nombre de pila, porque nadie lo sabía. Con una sensación de soledad, observó la airosa figura alargada de su anfitriona que, cojeando ligeramente, descendía los escalones de piedra para recibir a «Harry» con un beso en cada mejilla. Daintry entró solo en el comedor, donde, sobre una mesa, esperaban las bebidas.

Un hombre sonrosado, bajo y de complexión fuerte, con traje de mezclilla, a quien Daintry creía haber visto antes, se preparaba un martini seco. Llevaba gafas con montura de plata, que relucían bajo la luz del sol.

—Agregue uno para mí —pidió Daintry—, si los prepara verdaderamente secos.

—En proporción de diez a uno —contestó el hombre bajo—. Con una chispita de Martini, ¿verdad? Yo, personalmente, sólo le doy un poco de aroma con el atomizador. Usted es Daintry, ¿no? No se acuerda de mí. Soy Percival. En cierta ocasión le tomé la tensión sanguínea.

—Ah, sí, el doctor Percival. Pertenecemos más o menos a la misma casa, ¿no es así?

—Así es. «C» quería que nos viésemos discretamente… pero no era necesaria toda esta tontería y estas armas. Yo, ni sé manejar la mía. ¿Y usted? El problema es que no me gusta cazar. Sólo sé pescar. ¿Es la primera vez que viene usted aquí?

—Sí. ¿Cuándo llegó?

—Hace un rato. Hacia el mediodía. Soy un fanático del Jaguar. No puedo conducir a menos de ciento cincuenta.

Daintry miró la mesa. Junto a cada cubierto había una botella de cerveza. No le gustaba la cerveza, pero, curiosamente, esa bebida suele considerarse adecuada para una cacería. Quizá tenía que ver con el carácter juvenil de la ocasión, como la cerveza de jengibre en los grandes partidos de cricket de Lord’s. Pero Daintry no tenía nada de juvenil. Para él una partida de caza era un ejercicio de estricta capacidad competitiva. En otros tiempos había sido subcampeón en la King’s Cup. De pronto advirtió que habían colocado en el centro de la mesa unos pequeños cuencos de plata que contenían sus Maltesers. La noche anterior se había sentido un tanto incómodo, al ofrecerle casi un cajón lleno a lady Hargreaves, que evidentemente no tenía la menor idea de qué hacer con ellos. Daintry comprendió que Castle se había burlado deliberadamente de él. Se alegró al ver que parecían más presentables en los cuencos de plata que en las bolsitas de plástico.

—¿Le gusta la cerveza? —le preguntó a Percival.

—Me gusta cualquier cosa alcohólica —respondió Percival—, excepto el Fernet-Branca.

En ese momento entraron en tropel y bulliciosamente los otros muchachos: Buffy y Dodo, Harry y Dicky, y todos los demás. La platería y la cristalería tintinearon alegremente. Daintry se alegró de que Percival estuviera allí, porque así, al menos, serían dos los nombres de pila ignorados por todos. Desgraciadamente, lo separaron de él en la mesa. Percival concluyó en seguida su primera botella de cerveza y comenzó con la segunda. Daintry se sintió traicionado, porque Percival parecía entenderse muy bien con sus vecinos, como si también fueran miembros de la casa. Había empezado a contar una historia de pesca que había hecho reír al que se llamaba Dicky. Daintry estaba sentado entre el que, al parecer, era Buffy y un hombre enjuto, de cierta edad, con cara de abogado. Se había presentado a sí mismo y su apellido le resultaba familiar. Era el procurador, el consejero jurídico de la Corona, o algo parecido, pero Daintry no recordaba exactamente qué, y esta incertidumbre pesaba sobre la conversación. De pronto, Buffy exclamó:

—¡Dios Santo, pero si son Maltesers!

—¿Conoce los Maltesers? —inquirió Daintry.

—¡Hace tantísimos años que no los pruebo! De niño siempre los compraba en el cine. Tienen un gusto delicioso. ¿No me dirá que hay por aquí algún cine?

—No, los traje yo de Londres.

—¿Va mucho al cine? Yo hace diez años que no piso uno. ¿Todavía venden Maltesers?

—También pueden comprarse en las tiendas.

—Nunca lo hubiera imaginado. ¿Dónde los encontró?

—En un ABC.

—¿ABC?

Daintry, lleno de dudas, repitió lo que Castle le había dicho:

—Compañía del Pan Aireado.

—¡Extraordinario! ¿Qué es pan aireado?

—Lo ignoro —confesó Daintry.

—¡Las cosas que inventan hoy! No me sorprendería que las hogazas estuvieran fabricadas por ordenadores —se inclinó hacia adelante, cogió un Malteser y lo hizo crujir junto a su oído como si fuera un cigarro.

—¡Buffy! —exclamó lady Hargreaves—. Antes del pastel de steak y riñones, no.

—Lo siento, mi querida amiga. No pude resistir la tentación. No pruebo uno desde que era niño —volvió a dirigirse a Daintry—: Extraordinario asunto ese de los ordenadores. Una vez pagué cinco libras para que me encontraran esposa.

—¿No está casado? —le preguntó Daintry, con los ojos puestos sobre el anillo de oro que llevaba Buffy.

—No. Siempre llevo esto para protegerme. En broma, ya lo comprenderá usted. Pero es que me gusta mucho probar todos los nuevos artefactos. Tuve que rellenar un cuestionario largo como mi brazo. Títulos, intereses, profesión, todo lo que se pueda imaginar —cogió otro Malteser—. Me encanta lo dulce. Desde siempre.

—¿Y encontró… candidatos?

—Me enviaron una muchacha, sí… ¡Muchacha! Ni un día menos de treinta y cinco años. Tuve que invitarla a tomar el té. No lo había probado desde la muerte de mi madre. Le propuse: «¿No preferirías un whisky? Conozco al camarero. Nos lo serviría sin que nadie se diera cuenta». Me respondió que no bebía. ¡No bebía!

—¿Se había equivocado el ordenador?

—La chica se había graduado en economía en la Universidad de Londres. Usaba enormes gafas. Pecho plano. Me dijo que era buena cocinera. Respondí que yo siempre comía en White’s.

—¿Volvió a verla?

—No hablé con ella, pero una vez me saludó desde un autobús cuando yo bajaba por la escalera del club. ¡Un verdadero aprieto! Porque aquel día yo estaba con Dicky. Eso ocurre por haber permitido que los autobuses suban por St. James’s Street. Nadie está ya seguro.

Después del pastel de steak y riñones sirvieron una tarta de melaza y un formidable queso de Stilton. Sir John Hargreaves hizo circular el oporto. En la mesa se percibía una leve sensación de inquietud, como si el fin de semana se estuviera prolongando demasiado. Todos empezaron a mirar el cielo gris a través de las ventanas: dentro de pocas horas sería de noche. Bebían el oporto rápidamente, como con cierta sensación de culpa —en realidad no estaban allí por el placer del ocio—, excepto Percival, que estaba tranquilo. Contaba otra historia de pesca y había cuatro botellas de cerveza vacías junto a su cubierto.

El ayudante del procurador del reino —¿o era el propio procurador?— dijo con voz pastosa:

—Tendríamos que empezar a movernos. Ya cae el sol.

Indudablemente, él no había ido por placer, sino por la ejecución, y Daintry simpatizó con su impaciencia. Hargreaves tendría que haber dado la señal, pero estaba medio dormido. Después de años en el Servicio Colonial —en otros tiempos había sido un joven administrador territorial en lo que entonces era la Costa de Oro— había adquirido la habilidad de echar su siesta en las circunstancias más desfavorables, incluso rodeado de jefes de tribu peleones, que solían hacer más ruido que Buffy.

—John —llamó lady Hargreaves desde el otro lado de la mesa—, despierta.

Sir John Hargreaves abrió sus serenos e imperturbables ojos azules y dijo:

—Sólo era una cabezadita.

Se comentaba que de joven, en algún lugar de Ashanti, había comido inadvertidamente carne humana, sin que su digestión se alterase en nada. Según la historia seguía, le había dicho al gobernador: «No podía negarme, señor. Aquella gente me estaba haciendo un gran honor ofreciéndome lo mejor que tenía».

—Bien, Daintry —se decidió el dueño de casa—, supongo que ha llegado el momento de proseguir la matanza —se apartó de la mesa y bostezó—. Querida, tu pastel de steak y riñones es demasiado bueno.

Daintry le observó con envidia. En primer lugar, por su posición. Era uno de los poquísimos hombres ajenos al Servicio que había sido nombrado C. En la empresa nadie sabía por qué lo habían elegido. Se supusieron todo tipo de oscuras influencias, puesto que su única experiencia en información era la que adquirió en África durante la guerra. Daintry también le envidiaba su mujer: ¡tan rica, tan decorativa, tan impecablemente norteamericana! El matrimonio con una norteamericana no podía aparentemente catalogarse de matrimonio con una extranjera. Para casarse con una extranjera se necesitaba obtener una autorización especial, que con frecuencia era denegada. Pero casarse con una norteamericana tal vez constituía un modo de confirmar las privilegiadas relaciones existentes entre los dos pueblos. De cualquier manera, Daintry se preguntaba si lady Hargreaves habría sido verdaderamente investigada por el MI-5 y aprobada por el FBI.

—Esta noche —añadió Hargreaves— charlaremos un poco, Daintry. Usted, Percival y yo. En cuanto toda esta gente se haya ido a su casa.

2

Sir John Hargreaves, arrastrando la pierna, repartió cigarros, sirvió whiskies, atizó el fuego.

—A mí, personalmente, no me gusta demasiado la caza —declaró—. En África nunca disparé, salvo con una cámara; pero mi mujer adora las viejas costumbres inglesas. Si tienes tierras, dice, has de tener caza de pluma. Y me temo que hoy no había bastantes faisanes, Daintry.

—En conjunto, pasé un día estupendo —respondió el coronel.

—Me gustaría que tuvieras un río con truchas —intervino el doctor Percival.

—Claro, lo tuyo es la pesca. Pues bien, podemos decir que algo de pesca tenemos entre manos —rompió en dos un leño con el atizador—. Sé que es un gesto inútil, pero me encanta ver cómo vuelan las chispas… Parece que hubo una filtración en algún lugar de la sección 6.

—¿En el país o fuera? —quiso saber Percival.

—No estoy seguro, pero tengo la desagradable sensación de que ha sido aquí. En una de las secciones africanas… la 6A.

—Acabo de pasar por la sección 6 —dijo Daintry—. Sólo un examen protocolario. Para conocer a la gente.

—Sí, me han informado de ello. Por eso le pedí que viniera. Lo que no excluye, naturalmente, el placer de haber contado con usted para la cacería. ¿Encontró algo que le resultase sospechoso?

—La seguridad está un poco descuidada. Pero eso también es aplicable a las demás secciones. Por ejemplo, realicé una somera inspección de lo que la gente lleva en sus carteras de mano cuando sale a almorzar. Nada grave, pero me sorprendió el número de carteras… Sólo les hice una advertencia, por supuesto. Pero una advertencia puede asustar a un hombre nervioso. No podemos pedirles que se desnuden.

—Eso es lo que hacen en los campos de diamantes, pero convengo en que, en el West End, esa clase de strip-tease resultaría algo desacostumbrado.

—¿No vio nada que le llamara realmente la atención? —preguntó Percival.

—Nada serio. Davis, de la 6A, se llevaba un informe… afirmó que quería leerlo mientras almorzaba. Le hice una advertencia, naturalmente, y le obligué a dejarlo en manos del brigadier Tomlinson. También investigué todas las filiaciones. La depuración se ha llevado a cabo muy eficazmente, desde que estalló el caso Blake; pero todavía tenemos a unos cuantos hombres que estaban ya con nosotros en aquella triste época. Algunos de ellos están en la casa desde los tiempos de Burgess y Maclean. Podríamos seguir su rastro nuevamente, pero es difícil seguir unas huellas ya frías.

—Es posible, naturalmente, sólo posible —opinó C— que la filtración proviniera del exterior y que las pruebas se hayan establecido aquí. Para sembrar la discordia entre nosotros, minar nuestra moral y desacreditarnos ante los norteamericanos. Si se supiera públicamente que hubo una filtración, sería más perjudicial que la filtración misma.

—Eso es exactamente lo que yo estaba pensando —dijo Percival—. Interpelaciones en el Parlamento. Otra vez los viejos nombres sobre el tapete: Vassall, el asunto Portland, Philby. Pero si lo que ellos buscan es publicidad, es muy poco lo que nosotros podemos hacer.

—Supongo que nombrarían una Comisión de Investigación para cerrar la puerta del establo —conjeturó Hargreaves—. Pero supongamos por un momento que lo que en realidad buscan es información y no escándalo. En ese caso, la sección 6 es de las menos probables. En África no hay secretos atómicos. Hay guerrillas, luchas tribales, mercenarios, pequeños dictadores, escasez, hambrunas, escándalos inmobiliarios, lechos de oro macizo, pero nada demasiado secreto. Por eso me pregunto si lo que buscan no será, sencillamente, el escándalo, para demostrar que han logrado infiltrarse una vez más en el servicio secreto británico.

—¿Es una filtración importante, C? —inquirió Percival.

—Digamos que un pequeñísimo goteo, principalmente económico. Pero lo interesante es que, aparte de la economía, concierne a los chinos. Dado que los rusos son tan neófitos en África, ¿no podría ser que quisieran utilizar nuestro servicio para obtener información sobre los chinos?

—Es muy poco lo que pueden saber por nosotros —acotó Percival.

—Pero ya sabes lo que ocurre en todas las centrales. Si hay algo que nadie puede soportar es una ficha totalmente virgen.

—¿Por qué no les enviamos copias, con nuestros saludos, de todo lo que les mandamos a los norteamericanos? Se supone que hay una detente, ¿verdad? Todos nos ahorraríamos montones de problemas —Percival sacó un tubito de su bolsillo y roció las gafas; luego, las secó con un inmaculado pañuelo blanco.

—Sírvanse ustedes mismos el whisky —sugirió C—. Estoy demasiado entumecido para moverme después de esta maldita cacería. Daintry, ¿se le ocurre algo?

—La mayoría de las personas de la sección 6 son posteriores al asunto Blake. Si sus antecedentes son dudosos, entonces nadie está a salvo de sospecha.

—De todos modos, la procedencia parece ser la sección 6… Y probablemente la 6A. Aquí o en el exterior.

—Watson, el jefe de la sección 6 es, relativamente, un recién llegado —explicó Daintry—. Fue pasado por la criba concienzudamente. Después está Castle. Hace mucho tiempo que está con nosotros. Lo trajimos de Pretoria hace siete años porque lo necesitaban en la 6A. Además había motivos personales… historias sobre la chica con quien quería casarse. Pertenece a los tiempos de las averiguaciones hechas a la ligera, pero yo diría que está limpio. Es un personaje opaco, aunque de primera clase con los archivos… Generalmente los peligrosos son los más brillantes y ambiciosos. Castle está casado por segunda vez; su primera mujer murió. Tiene un solo hijo, una casa comprada en las afueras con un crédito. Un seguro de vida con los pagos al día. Tren de vida modesto. Ni siquiera tiene coche. Creo que va diariamente en bicicleta a la estación. Se graduó en historia en la universidad, aprobando simplemente. Preciso, escrupuloso. El Roger Castle del Tesoro es primo suyo.

—¿Entonces, cree que está limpio?

—Tiene sus excentricidades, pero yo diría que no son peligrosas. Por ejemplo, me sugirió que le trajera estos Maltesers a lady Hargreaves.

—¿Maltesers?

—Es una historia larga y prefiero no aburrirles con ella ahora. Después está Davis. No sé si me complace tanto Davis, a pesar del resultado positivo de la investigación.

—Sírveme otro whisky, por favor, Percival, sé bueno. Cada año digo que será mi última cacería.

—Pero los pasteles de steak y riñones de tu mujer son maravillosos. No me los perdería por nada del mundo —le recordó Percival.

—Podríamos encontrar otra excusa para degustarlos.

—¿Por qué no intentas poner truchas en ese riachuelo…?

Daintry volvió a experimentar un pellizco de envidia: una vez más se sintió excluido. No tenía nada en común con sus compañeros, una vez franqueadas las fronteras de sus dominios: la Seguridad. Incluso como cazador se sentía un profesional. Se decía que Percival coleccionaba pinturas. ¿Y C? Su rica esposa norteamericana le había abierto las puertas de toda la vida social. El pastel de steak y riñones era todo lo que a Daintry se le había permitido compartir con ellos fuera de las horas de oficina… por primera, y quizá por última vez.

—Siga hablando de Davis —pidió C.

—Universidad de Reading. Matemáticas y física. Cumplió parte de su servicio militar en el centro nuclear de Aldermaston. Nunca apoyó, al menos abiertamente, las manifestaciones de protesta. Partido Laborista, por supuesto.

—Como el cuarenta y cinco por ciento de la población —apuntó C.

—Sí, sí, naturalmente; y sin embargo… Es soltero. Vive solo. Gasta con bastante liberalidad. Es muy aficionado al oporto añejo. Apuesta en las carreras. Claro que ésa es una de las formas clásicas de justificar por qué puede permitirse…

—¿Qué es lo que se permite, además del oporto?

—Bueno, tiene un Jaguar.

—También yo —dijo Percival—. Supongo que será inútil preguntarte cómo se descubrió la filtración —Percival se dirigía a C.

—No los habría reunido aquí si no pudiera decirlo. Lo sabe Watson, pero nadie más que él en la sección 6. La fuente de información es poco habitual: un confidente soviético que permanece en su puesto.

—¿No podría provenir la filtración de alguna sección 6 del exterior? —inquirió Daintry.

—Es posible, pero lo dudo. Aunque es cierto que uno de los informes que cayeron en manos de los otros parecía directamente salido de Lourenço Marques. Palabra por palabra, tal como 69300 lo escribió. Casi como una fotocopia del verdadero informe. De modo que podríamos pensar que la filtración se produjo allí, si no fuera por algunas correcciones y supresiones. Inexactitudes que sólo podían descubrirse aquí, comparando el informe con los archivos.

—¿Una secretaria? —sugirió Percival.

—Daintry empezó por ellas, ¿no es así? A las secretarias se las investiga más profundamente que a nadie. Lo cual nos deja a Watson, a Castle y a Davis.

—Algo que me preocupa —observó Daintry— es que Davis fuera el que sacaba un informe de la oficina. Precisamente un informe de Pretoria. Aparentemente sin importancia, pero que, en cierto sentido, concernía a China. Davis dijo que quería volver a leerlo mientras almorzaba, que él y Castle tenían que discutirlo más tarde con Watson. Comprobé la verdad de sus palabras con este último.

—¿Qué nos sugiere que hagamos? —preguntó C.

—Podríamos establecer un control de máxima seguridad con ayuda de M-5 y de la sección especial. Para todo el personal de la sección 6. Cartas, llamadas telefónicas, aparatos de escucha en sus casas, vigilancia de todos sus movimientos.

—Si las cosas fueran tan sencillas, Daintry, no le habría molestado haciéndole venir hasta aquí. Ésta fue sólo una cacería de segunda categoría y yo sabía que los faisanes le decepcionarían. —Hargreaves levantó su pierna enferma con ambas manos y la acomodó en dirección al fuego—. Supongamos que demostramos que Davis es el culpable… O Castle, o Watson… ¿Qué haríamos entonces?

—Eso quedaría en manos de los tribunales —sostuvo Daintry.

—Titulares en los periódicos. Otro juicio a puerta cerrada. Aparte de nosotros, nadie se daría cuenta de lo insignificante y carente de importancia que era la filtración. A quienquiera que fuese, no le echarían cuarenta años como a Blake. Tal vez cumplirla diez, siempre que la cárcel fuese seguro.

—Eso no es de nuestra incumbencia.

—No, Daintry, claro que no. Pero no me gusta nada la idea de un juicio. Después, ¿qué cooperación podríamos esperar de los norteamericanos? Además, debemos tener en cuenta a nuestra fuente. Ya les he dicho que todavía ocupa su puesto. No debemos quemarlo mientras pueda sernos útil.

—En cierto sentido —intervino Percival—, sería mejor cerrar los ojos como un marido complaciente. Trasladar a la persona que sea a algún departamento inofensivo. Olvidar todo el asunto.

—¿Y encubrir un delito? —protestó Daintry.

—Oh, delito —Percival le sonrió a C como si fueran conspiradores—. Todos cometemos delitos alguna vez. Es nuestro oficio.

—El problema —prosiguió C— consiste en que la situación, efectivamente, es algo así como un matrimonio que se tambalea. En un matrimonio, si el amante comienza a hartarse del consentimiento del marido, siempre puede provocar un escándalo. Es él quien tiene los triunfos en la mano. Puede elegir el momento. Pero yo no quiero que se provoque ningún escándalo.

Daintry odiaba la frivolidad. La frivolidad era una especie de código secreto del que no poseía la clave. Tenía derecho a leer los cables y los informes «ultra-confidenciales»; pero este tipo de frivolidad era tan secreta que le resultaba imposible comprenderla.

—Personalmente —dijo—, prefiero dimitir que encubrir una cosa así —apoyó el vaso de whisky con tanta fuerza que astilló el cristal. Otra vez lady Hargreaves, pensó: seguramente fue ella quien insistió en los vasos de cristal.

—Lo siento —murmuró.

—Tiene usted razón, Daintry, claro que sí —concedió Hargreaves—. No se preocupe por el vaso. Le ruego que no piense que le traje hasta aquí para persuadirle de que entierre el asunto, si tenemos pruebas suficientes… Pero un juicio no es, necesariamente, la solución conveniente. Por lo general, los rusos no llevan a los suyos a juicio. El de Penkovsky nos reforzó la moral; incluso exageraron su importancia, como hizo la CIA. Todavía me pregunto por qué celebraron un juicio. Me gustaría ser ajedrecista. ¿Juega usted al ajedrez, Daintry?

—No, lo mío es el bridge.

—Los rusos no juegan al bridge; o al menos que yo sepa.

—¿Tiene eso alguna importancia?

—Estamos jugando, Daintry, todos jugamos. Es importante no tomarse el juego demasiado en serio o podemos perder. Debemos ser flexibles; pero es importante, naturalmente, que juguemos todos el mismo juego.

—Lo siento, señor —se lamentó Daintry—, pero no comprendo de qué está usted hablando.

Daintry tenía conciencia de que había bebido demasiado whisky; y también de que C y Percival evitaban deliberadamente mirarse para no humillarle. Son enigmáticos, pensó, muy enigmáticos.

—Bebamos otro whisky —invitó C—. O quizás no ha sido un día muy largo y muy mojado. ¿Percival…?

—A mí me vendría bien otro —reconoció Daintry. Percival llenó los vasos—. Lamento insistir tanto, pero me gustaría tener las cosas más claras antes de acostarme. De lo contrario, no dormiría en toda la noche.

—En realidad, es muy sencillo —resumió C—. Supongamos que pone usted en marcha un control de máxima seguridad. Es posible que levante la pieza sin más dificultades. Él se dará cuenta en seguida de lo que ocurre… si es culpable, quiero decir. Piense usted en algún tipo de trampa: la vieja técnica del billete marcado rara vez falla. Cuando estemos absolutamente seguros de que es nuestro hombre, sólo tendremos que eliminarlo. Sin juicio, sin publicidad. Si antes podemos obtener información sobre sus contactos, tanto mejor; pero no debemos correr el riesgo de una evasión estrepitosa, seguida de una conferencia de prensa en Moscú. Tampoco podemos considerar la idea de un arresto. Si damos por sentado que está en la sección 6, todos los informes que pueda pasar no harán tanto daño como el escándalo de un proceso ante los tribunales.

—¿Eliminarlo? ¿Quiere decir…?

—Sé que la eliminación es algo bastante nuevo para nosotros. Está más en la línea del KGB o de la CIA. Por eso quería que conociera a Percival. Podemos necesitar la ayuda de la ciencia. Nada espectacular. Un certificado médico. Ninguna investigación judicial, si puede evitarse. Un suicidio es muy fácil, pero siempre representa la apertura de un sumario, lo que puede conducir a una interpelación en la Cámara. Actualmente, todo el mundo sabe lo que significa «departamento del Foreign Office»: «¿Pertenecía realmente a los servicios de Seguridad?». Ya sabe usted el tipo de preguntas que es capaz de hacer un diputado. Y nadie cree, nunca, la respuesta oficial. Menos aún los norteamericanos.

—Sí —intervino Percival—, comprendo. ¡Tiene que morir tranquila y pacíficamente, sin ningún sufrimiento, el pobre diablo! A veces el dolor queda reflejado en el rostro y tenemos que tener en cuenta a los parientes… Una muerte natural…

—Sé que es un poco difícil, con tantos antibióticos nuevos —opinó C—. Supongamos por un momento que es Davis. Tiene poco más de cuarenta años. Está en la flor de la vida.

—Coincido con usted. Tal vez pudiéramos arreglar un ataque cardíaco. A menos que… ¿Sabe alguien si bebe mucho?

—Usted mencionó el oporto, ¿verdad, Daintry?

—No digo que sea culpable —objetó Daintry.

—Nadie lo está diciendo —respondió C—. Sólo estamos tomando a Davis como un ejemplo posible… para ayudarnos a analizar el problema.

—Me gustaría ver su historia clínica —propuso Percival—. Y también me gustaría conocerlo personalmente, con alguna excusa. En cierto modo será mi paciente, ¿no? Es decir, si…

—Usted y Daintry pueden arreglar eso. No corre tanta prisa. Antes tenemos que estar absolutamente seguros de que es nuestro hombre. Y ahora… el día ha sido largo… Demasiadas liebres y muy escasos faisanes. Espero que duerman bien. Les llevaremos el desayuno a la cama. ¿Huevos con tocino? ¿Salchichas? ¿Té o café?

—Los periódicos, café, tocino, huevos y salchichas, si es posible —aceptó Percival.

—¿A las nueve?

—A las nueve.

—¿Y usted, Daintry?

—Sólo café y una tostada. A las ocho en punto, si no les molesta. No suelo dormir hasta muy tarde y mañana me aguarda mucho trabajo.

—Tendría que descansar más —le aconsejó C.

3

El coronel Daintry era un maníaco del afeitado. Ya lo había hecho antes de la cena, pero se dio una nueva pasada en la barbilla con su Remington. Dejó caer un poco de polvo de barba sobre el lavabo y, al palparse el mentón con la punta de los dedos, se sintió justificado en su escrúpulo. Luego enchufó su cepillo de dientes eléctrico. El leve zumbido fue suficiente para ahogar el ligero golpe que sonó en la puerta, de modo que se sorprendió cuando vio por el espejo que ésta se abría y el doctor Percival entraba con aire dubitativo.

—No quisiera molestarle, Daintry.

—Pase. ¿Necesita algo? ¿Alguna cosa que yo pueda prestarle?

—No, no. Sólo quería conversar un rato antes de acostarme. Es divertido ese artilugio suyo. Muy moderno, además. ¿Es realmente mejor que un cepillo de dientes corriente?

—El agua pasa entre los dientes —explicó Daintry—. Me lo recomendó mi dentista.

—Para eso siempre llevo conmigo un palillo —Percival sacó de su bolsillo un pequeño estuche rojo con la firma de Cartier—. Bonito, ¿verdad? Dieciocho quilates. Mi padre lo usó antes que yo.

—Creo que este aparato es más higiénico —dijo Daintry.

—Yo no estaría tan seguro. Esto se lava fácilmente. Practiqué la medicina general, ¿sabe usted?, en Harley Street y lugares así, antes de entrar en este negocio nuestro. No sé para qué me quieren… Quizá sea para firmar certificados de defunción —recorrió la habitación, interesándose por todo—. Supongo que no habrá caído usted en la moda estúpida del flúor —se detuvo ante una fotografía colocada en un marco plegable, sobre la cómoda—. ¿Su mujer?

—No. Mi hija.

—Bonita.

—Mi mujer y yo estamos separados.

—Yo nunca me casé —declaró Percival—. Si he de decirle la verdad, nunca me interesaron mucho las mujeres. No me interprete mal… Tampoco me interesan los hombres. En cambio un buen río truchero… ¿Conoce el Aube?

—No.

—Una corriente muy pequeña con peces muy grandes.

—La verdad es que nunca me ha interesado la pesca —Daintry empezó a poner en orden su artefacto eléctrico.

—Divago, ¿verdad? —prosiguió Percival—. Nunca puedo ir directamente al grano. Esto también es como la pesca: a veces es necesario hacer cien lanzamientos malos antes de situar bien la mosca.

—Yo no soy un pez y es más de medianoche —le interrumpió Daintry.

—Querido amigo, lo siento sinceramente. No lo entretendré más de un minuto. Pero no quería que se acostara preocupado.

—¿Es que estaba preocupado?

—Me pareció que le escandalizaba un poco la actitud de C… Me refiero a todo en general.

—Sí, tal vez sea así.

—No lleva usted mucho tiempo con nosotros, de lo contrario sabría hasta qué punto vivimos todos encerrados en nuestro compartimiento. Cada uno en su cajón estanco.

—No siempre comprendo.

—Sí, eso ya lo dijo antes, ¿no? La comprensión, en nuestro negocio no es muy necesaria. Veo que le han dado la habitación de Ben Nicholson.

—Yo no…

—Yo estoy en la de Miró. Buenas litografías, ¿verdad? En realidad fue una idea mía… Me refiero a esta decoración. Lady Hargreaves quería grabados deportivos para que hicieran juego con los faisanes.

—No comprendo la pintura moderna —manifestó Daintry.

—Eche un vistazo a ese Nicholson. ¡Qué inteligente equilibrio! Cuadrados de distintos colores, y que sin embargo, coexisten juntos y dichosos. No tropiezan. Ese hombre tiene un instinto prodigioso. Si se cambia uno solo de estos colores… o incluso el tamaño de uno solo de los cuadrados… todo se derrumbará… —Percival señaló un cuadrado amarillo—. Ésta es su sección, la 6. A partir de ahora, éste es su cuadrado. No tiene por qué preocuparse del azul o del rojo. Todo cuanto tiene que hacer es echar mano a nuestro hombre y decírmelo luego. Usted no tiene ninguna responsabilidad de lo que ocurra en el cuadrado rojo o en el azul. De hecho, ni siquiera de lo que ocurra en el amarillo. Se limitará a informar. Sin cargo de conciencia. Ni remordimientos.

—Un acto no tiene nada que ver con sus consecuencias… ¿Es eso lo que quiere decir?

—Las consecuencias se deciden en otro lado, Daintry. No tiene que tomarse demasiado en serio la conversación de esta noche. A C le gusta lanzar ideas al aire y ver cómo caen. Le gusta escandalizar. Ya conoce usted su anécdota con los caníbales. Por lo que sé, el culpable, si es que hay un culpable, será entregado a la policía a la manera conservadora. Nada que pueda quitarle el sueño. Pero trate de entender esa fotografía. Especialmente el cuadrado amarillo. Si usted pudiera verlo con mis ojos, esta noche dormiría muy bien.