CAPÍTULO II
1
Desde la ventana del duodécimo piso del enorme edificio gris, Castle podía ver la estrella roja colocada en lo alto de la Universidad. Había cierta belleza en el panorama, como la hay en todas las grandes ciudades por la noche. Lástima que la luz del día fuese triste y gris. Le habían hecho notar —especialmente Iván, que le había recibido cuando su avión aterrizó en Praga y le había acompañado a recibir instrucciones a un lugar de nombre impronunciable cercano a Irkutsk—, que tenía una suerte extraordinaria al ocupar aquel apartamento: dos habitaciones, cocina y ducha particular que habían pertenecido a un camarada que acababa de morir, y que antes de su muerte había logrado amueblarlo casi por completo. Por regla general, un apartamento vacío sólo contenía un radiador; todo lo demás, incluso el inodoro, había que adquirirlo. La tarea no era fácil y consumía mucho tiempo y muchas energías. Castle se llegó a preguntar si el camarada no habría muerto por esa razón, agotado por la prolongada búsqueda de la silla verde de mimbre, el sofá marrón, duro como una tabla y sin cojines, la mesa que parecía pintada de un color casi uniforme mediante la aplicación de salsa… El televisor —el último modelo en blanco y negro— era un regalo del gobierno. Iván se lo había explicado minuciosamente cuando visitaron por primera vez el apartamento. Era su manera de insinuar sus dudas personales en cuanto a que aquello hubiese sido auténticamente ganado por Castle. Para éste, Iván no resultaba más amable allí que en Londres. Quizá estaba resentido porque le habían devuelto a su país y responsabilizaba de ello a Castle.
El objeto más valioso del apartamento parecía ser el teléfono. Estaba cubierto de polvo y desconectado, pero de todos modos tenía un alto valor simbólico. Algún día (tal vez pronto) lo pondrían en uso. Podría hablar con Sarah… Oír su voz lo significaba todo para Castle, aunque tuvieran que representar una comedia para los oyentes, y no le cabía la menor duda de que habría oyentes. Oír su voz haría más soportable la larga espera. En cierta ocasión le planteó la cuestión a Iván. Había notado que éste prefería hablar al aire libre, incluso en los días más gélidos, y como el trabajo de Iván consistía en mostrarle la ciudad, aprovechó la oportunidad al salir de los grandes almacenes GUM (un lugar donde se sentía casi en su patria, porque le recordaba fotografías que había visto del Crystal Palace de Londres).
—¿Te parece posible que me conecten el teléfono?
Habían ido al GUM para comprarle a Castle un abrigo forrado de piel… La temperatura era de cinco grados bajo cero.
—Lo preguntaré —respondió Iván—. Pero supongo que, por el momento, quieren mantenerte oculto.
—¿Será muy largo eso?
—Lo fue en el caso de Bellamy, pero tú no eres un caso tan importante. No podemos obtener mucha publicidad de ti.
—¿Quién es Bellamy?
—Tienes que recordarle. Un personaje importantísimo de vuestro British Council. En Berlín Occidental. El British Council siempre fue una cobertura, ¿verdad? Igual que el Peace Corps…
Castle no se molestó en negarlo… No era asunto suyo.
—Sí, ahora creo recordarlo —aquello había ocurrido en su época de mayor ansiedad, mientras aguardaba noticias de Sarah en Lourenço Marques, y no recordaba los detalles de la deserción de Bellamy. ¿Por qué razón tenía que desertar uno del British Council y qué valor o perjuicio podía significar para alguien semejante deserción?
—¿Sigue vivo? —Todo aquello le parecía muy lejano.
—¿Por qué no?
—¿Qué hace?
—Vive de nuestra gratitud… Como tú —agregó Iván—. Le hemos inventado un trabajo. Es asesor de nuestro servicio de Publicaciones. Tiene una dacha en el campo. Una vida mejor de la que podría haber llevado en su país con una pensión. Supongo que harán lo mismo por ti.
—¿Darme a leer libros en una dacha, en el campo?
—Sí.
—¿Hay muchos así?… Quiero decir, muchos de nosotros que vivan de vuestra gratitud…
—Conozco por lo menos seis. Están Cruickshank y Bates… Tienes que recordales. Eran de tu Servicio. Supongo que les encontrarás en el «Aragvi», nuestro restaurante georgiano. Dicen que sirven un vino excelente… (yo no puedo permitirme ese lujo). También les verás en el Bolshoi, en cuanto te permitan mostrarte. —Como pasaban por delante de la Biblioteca Lenin, Iván añadió, con voz venenosa—: Y también aquí, leyendo los periódicos ingleses.
Iván le había procurado una robusta mujer de mediana edad para que le sirviese como asistenta y también para que le ayudara a aprender algo de ruso. Designaba en ruso todo lo que había en el piso, señalándolo con el índice estirado y era muy exigente con la pronunciación. Aunque era varios años más joven que Castle, le trataba como si fuera un niño, con una severidad admonitoria que lentamente se fue transformando en una especie de afecto maternal, a medida que él se adaptaba a la casa. Cuando Iván estaba ocupado en otra cosa, la mujer ampliaba el espectro de sus lecciones, llevándole con ella a comprar en el Mercado Central y viajando en metro (escribía números en un trozo de papel, para que entendiera los precios de los artículos y de los billetes). Después de cierto tiempo, empezó a mostrarle fotografías de su familia: su marido cuando era joven, de uniforme y fotografiado en un parque público, con un perfil del Kremlin en cartón detrás de la cabeza. Llevaba el uniforme con aire torpón (se veía que no estaba acostumbrado a él) y sonreía a la cámara con una mirada de inmensa ternura… Quizá ella estaba de pie detrás del fotógrafo. Logró hacerle entender que había muerto en Stalingrado. Castle, a su vez, le enseñó una instantánea de Sarah y Sam, que había escondido en un zapato guardándose mucho de decírselo al señor Halliday. La mujer se asombró de que Sarah y el niño fueran negros. Y después, durante cierto tiempo, su trato con él pareció algo distante… más por desorientada que por escandalizada: Castle había roto su sentido del orden. En este aspecto le recordó a su madre. Días después todo volvió a andar bien; pero, durante aquel intervalo, Castle tuvo la sensación de vivir otro exilio dentro de su exilio y creció su nostalgia de Sarah.
Llevaba dos semanas en Moscú y, con el dinero que Iván le había dado, compró algunos extras para el piso. Incluso encontró unas ediciones escolares, en inglés, de los dramas de Shakespeare y dos novelas de Dickens —Oliver Twist y Tiempos difíciles—, así como Tom Jones y Robinson Crusoe. La nieve llegaba a la altura de los tobillos en las calles estrechas y cada vez se sentía menos inclinado a pasear con Iván e incluso a hacer con Anna (era el nombre de la asistenta) sus visitas instructivas… Al anochecer, Castle calentaba un poco de sopa y se sentaba, encogido y friolento, cerca del radiador, con el polvoriento y desconectado teléfono a la altura del codo, y leía Robinson Crusoe. A veces oía que Crusoe hablaba, como desde un magnetófono, con su propia voz: «Consigné los episodios de mi aventura por escrito, no para dejárselos a quien me sucediera, porque probablemente tendré pocos herederos, sino para liberar mi mente de la congoja y el infortunio diarios».
Crusoe repartía entre el Bien y el Mal los consuelos y las miserias de su situación. Bajo el encabezamiento de Mal, escribió: «No tengo con quién hablar ni con quién desahogarme». En la columna Bien había consignado «tantas cosas necesarias» (rescatadas de los restos del naufragio) «que proveerán mis necesidades y me permitirán sustentarme mientras tenga vida». Bueno, él tenía el sillón de mimbre verde, la mesa color de salsa, el incómodo sofá y aquel radiador que ahora le proporcionaba calor. Si Sarah hubiera estado allí, todo esto les habría bastado… Ella estaba acostumbrada a condiciones mucho peores y Castle recordó algunas de las horribles habitaciones en que se habían visto obligados a encontrarse para hacer el amor, en hoteles dudosos, pero sin barreras de color, de los barrios más pobres de Johannesburgo. Recordó, de manera especial, una habitación sin muebles de ninguna clase, sobre cuyo suelo habían sido dichosos.
Al día siguiente, cuando Iván hizo una de sus indirectas alusiones a «la gratitud», estalló furiosamente:
—¡Llamas gratitud a esto!
—Aquí hay pocos que vivan solos y posean una cocina y una ducha particulares… además de dos habitaciones.
—No es de eso de lo que me quejo. Me prometieron que no estaría solo. Me prometieron que mi mujer y mi hijo vendrían después.
La intensidad de su ira inquietó a Iván, que dijo:
—Hace falta tiempo.
—Ni siquiera tengo trabajo. Soy un hombre en paro. ¿Éste es vuestro maldito socialismo?
—Tranquilo, tranquilo —dijo Iván—. Espera un poco. Cuando te saquen a la luz…
Castle estuvo a punto de golpearle y vio que él se había dado cuenta. Iván murmuró algo y bajó la escalera de cemento.
2
¿Fue un micrófono lo que transmitió aquella escena a alguna autoridad superior o fue Iván quien informó de ello? Castle no lo sabría nunca, pero su indignación surtió efecto. Había acabado con su aislamiento e incluso, según se enteró después, había acabado con Iván. Lo mismo que la otra vez, cuando le retiraron de Londres, porque decidieron, seguramente, que no tenía el temperamento adecuado para controlar a Castle, Iván hizo una sola aparición —una aparición bastante sumisa— y desapareció luego para siempre. Quizá tenían un servicio de controles, como en la oficina de Londres había un equipo de secretarias, e Iván había vuelto al anonimato. Y en ese tipo de servicios no era probable que prescindieran de nadie, por temor a las revelaciones.
El canto del cisne de Iván como intérprete tuvo su escenario en un edificio cercano a la prisión Lubianka, que con orgullo le había mostrado a Castle con el dedo en uno de sus paseos. Por la mañana, Castle le había preguntado a dónde se dirigían e Iván le había respondido evasivamente:
—Han decidido algo sobre tu trabajo.
La habitación donde aguardaban estaba tapizada de libros con feísimas encuadernaciones económicas. Castle leyó los nombres de Stalin, de Lenin y de Marx en caracteres cirílicos y comprobó complacidamente que estaba empezando a descifrarlos. Había una gran mesa con una carpeta de suntuoso cuero y una estatuilla de bronce del siglo XIX, que representaba a un hombre a caballo, demasiado grande y pesado para poder usarse como pisapapeles (sólo podía estar allí con fines decorativos). Por una puerta situada detrás de la mesa emergió un robusto anciano, de abundante cabellera gris y con un anticuado bigote amarillecido por el humo de los cigarrillos. Le seguía un joven vestido muy correctamente, que llevaba un expediente en la mano. Parecía un acólito que asiste a un sacerdote de su religión. A pesar del espeso bigote, el anciano tenía algo de eclesiástico, tanto en su benévola sonrisa como en la mano que extendió en una especie de bendición. Los tres conversaron un buen rato —preguntas y respuestas— y a continuación Iván inició su función de traductor, diciéndole a Castle:
—El camarada quiere que sepas cuánto aprecian el trabajo que realizaste. Quiere que comprendas que la importancia misma de tu tarea nos ha planteado problemas que tuvieron que resolverse al más alto nivel. Por esa razón te han mantenido aislado durante estas dos semanas. El camarada no quiere que pienses que fue por falta de confianza. Sólo se pretendía que tu presencia aquí no fuese conocida por la prensa occidental hasta el momento oportuno.
—Ya deben de saber que estoy aquí. ¿Dónde, si no? —dijo Castle.
Iván tradujo, el anciano respondió y el joven acólito sonrió al oír la respuesta, con los ojos bajos.
—El camarada dice: «Saber no es lo mismo que publicar». Los periódicos no pueden publicarlo hasta que estés oficialmente aquí. La censura se ocupa de eso. Pronto convocaremos una conferencia de prensa y te haremos saber lo que tienes que decir a los periodistas. Quizá lo ensayemos antes.
—Dile al camarada —pidió Castle— que quiero ganarme mi estancia aquí.
—El camarada dice que ya te la has ganado con creces.
—En tal caso, espero que cumplan la promesa que me hicieron en Londres.
—¿Qué promesa?
—Me dijeron que mi esposa y mi hijo vendrían después que yo. Dile, Iván, que me siento terriblemente solo. Dile que quiero usar mi teléfono. Sólo quiero hablar con mi mujer, no a la embajada británica ni a un periodista. Si me han sacado ya de la sombra, que me dejen hablar con ella.
La traducción llevó largo rato. Castle sabía que una traducción siempre era más extensa que el texto original, pero en este caso resultó desmesuradamente más larga. Incluso el acólito parecía agregar su granito de arena de cuando en cuando. El camarada importante apenas se molestaba en hablar; seguía pareciendo tan benigno como un obispo.
Por fin, Iván se volvió en dirección a Castle. Tenía una expresión agria que los otros dos no podían ver.
—Están muy impacientes por contar con tu colaboración en el servicio de Publicaciones para África —movió la cabeza en dirección al acólito, y éste se permitió una sonrisa estimulante que parecía un vaciado en yeso de la de su superior—. El camarada dice que le gustaría que ocuparas el cargo de asesor jefe para la literatura africana. Dice que existe un gran número de novelistas africanos y quisieran elegir los más significativos para su traducción. Naturalmente, los mejores de estos novelistas seleccionados por ti serán invitados a visitarnos por la Unión de Escritores. Se trata de un puesto muy importante y se sienten muy honrados en ofrecértelo.
El anciano hizo un gesto con la mano en dirección a los estantes, como si estuviera invitando a Stalin, a Lenin y a Marx —sí, y también estaba allí Engels— a dar la bienvenida a los escritores que elegiría Castle.
—No me han respondido —insistió Castle—. Quiero tener a mi esposa y a mi hijo conmigo. Me lo prometieron. Boris me lo prometió.
Iván dijo:
—No quiero traducir lo que estás diciendo. Esa cuestión corresponde a otro departamento. Sería un grave error confundir las cosas. Te están ofreciendo…
—Dile que no decidiré nada hasta que haya hablado con mi mujer.
Iván se encogió de hombros y habló. Esta vez la traducción no resultó más extensa que el texto: sólo una airada y brusca frase. Fue el comentario del camarada anciano el que ocupó todo el espacio, como las notas al pie de página de una obra excesivamente comentada. Para demostrar la contundencia de su decisión, Castle volvió la espalda y miró por la ventana, hacia una calle, que parecía una fosa, entre paredes de cemento cuyos remates no podía distinguir a causa de la nieve que caía desde arriba sobre la trinchera, como si procediera de un gigantesco e inagotable cubo volcado. Aquella no era la misma nieve que recordaba de su infancia y que relacionaba con los grotescos muñecos, los cuentos de hadas y el juego de los toboganes. Era una nieve despiadada, infinita y aniquiladora, una nieve que podría anunciar el fin del mundo.
Iván dijo, furioso:
—Ahora nos retiraremos.
—¿Qué han dicho?
—No comprendo por qué te tratan de esta forma. Yo estaba en Londres y sé la clase de basura que nos enviabas. Vámonos.
El camarada anciano extendió una mano cortés; el joven parecía algo aturdido. Fuera, el silencio de la calle cubierta de nieve era tan inmenso que Castle vaciló al romperlo. Ambos andaban rápidamente, como unos enemigos secretos que buscan el lugar conveniente para arreglar sus diferencias de una manera definitiva. Por fin, cuando ya no pudo soportar más tiempo la incertidumbre, Castle dijo:
—Bien, ¿cuál fue el resultado de toda esa conversación?
—Me han dicho que no sé tratar contigo. Exactamente lo mismo que me dijeron cuando me obligaron a regresar de Londres. «Se necesita más psicología, camarada, más psicología». Viviría mejor si fuera un traidor como tú.
La suerte les proporcionó un taxi e Iván se hundió en un silencio herido (Castle ya había notado que en los taxis no se hablaba). En la puerta del bloque de apartamentos, Iván proporcionó a regañadientes la información que Castle había solicitado.
—¡Ah! El puesto de trabajo te esperará. No tienes nada que temer. El camarada es muy comprensivo. Hablará con los otros acerca de tu teléfono y de tu mujer. Te ruega… (te ruega, ésa es la palabra que empleó), que tengas un poco más de paciencia. Dijo que muy pronto tendrás novedades. Que comprende (que comprende) tu ansiedad. Yo no comprendo nada. Evidentemente, ando muy mal en psicología.
Dejó a Castle de pie en el portal y se alejó a zancadas por la nieve. Castle no volvió a verle nunca.
3
La noche siguiente, mientras Castle leía Robinson Crusoe junto al radiador, alguien golpeó en su puerta (el timbre no funcionaba). Era tanto el recelo que había acumulado a lo largo de los años, que automáticamente preguntó antes de abrir:
—¿Quién es?
—Me llamo Bellamy —respondió una voz aflautada.
Castle descorrió el cerrojo de la puerta. Entró un hombre bajito y gris, con un abrigo de piel gris, un sombrero de astracán gris, y un aire tímido y azorado. Era como un comediante que representa el papel de ratón en un espectáculo de pantomima y busca el aplauso de manos infantiles.
—Vivo muy cerca de aquí, de modo que pensé que debía reunir el valor suficiente para visitarle —miró el libro que Castle tenía en la mano—. ¡Oh, he interrumpido su lectura!
—Sólo es Robinson Crusoe. Me sobra tiempo para leer.
—¡Ah, el gran Daniel! Era uno de los nuestros.
—¿Uno de los nuestros?
—Quizá Defoe correspondía más al tipo del MI-5 —se quitó los guantes de piel gris, buscó calor junto al radiador y echó una ojeada a su alrededor.
—Veo que todavía sigue usted en el estadio de la austeridad. Todos hemos pasado por lo mismo. No supe cómo conseguir algo más hasta que Cruickshank me lo enseñó. Más adelante, yo se lo enseñé a Bates. ¿Todavía no les conoce?
—No.
—Es raro que no le hayan visitado. Ya le han sacado a usted de la sombra y he oído decir que en cualquier momento dará una conferencia de prensa.
—¿Cómo lo sabe?
—Por un amigo ruso —dijo Bellamy, con una risilla nerviosa. Sacó una botella de whisky a medio llenar de las profundidades de su abrigo de piel—. Un pequeño cadeau para el nuevo miembro.
—Muy amable de su parte. Siéntese. El sillón es más cómodo que el sofá.
—Con su permiso, voy a quitarme el abrigo.
La operación llevó cierto tiempo: había una gran abundancia de botones. Cuando estuvo instalado en el sillón verde de mimbre, volvió a reír:
—¿Y el suyo, su amigo ruso, cómo es?
—No muy amigo.
—Líbrese de él, entonces. No lo dude. Ellos quieren realmente que seamos felices.
—¿Y qué puedo hacer para librarme de él?
—Demuéstreles que no es la clase de hombre adecuado para usted. Basta con una palabra indiscreta, captada por uno de esos pequeños artilugios que probablemente están grabando ahora lo que hablamos. Cuando llegué aquí, me pusieron en manos de… nunca lo adivinaría… ¡de una madura dama de la Unión de Escritores! Probablemente porque yo procedía del British Council. Pronto aprendí a enfrentarme con la situación. Cada vez que Cruickshank y yo nos reuníamos, solía referirme a ella, despectivamente, como «mi institutriz». Y no me duró mucho tiempo. Desapareció antes de la llegada de Bates y… (está mal que me ría) Bates se casó con ella.
—No comprendo cómo fue lo suyo… Quiero decir por qué le trajeron a usted aquí. Yo estaba fuera de Inglaterra cuando ocurrió todo. No he leído los reportajes de los periódicos.
—Querido amigo, los periódicos… son espantosos. Me asaron vivo. Tiempo después los leí en la Biblioteca Lenin. Realmente, cualquiera hubiera creído que yo era una especie de Mata Hari.
—Pero ¿qué valor tenía usted para ellos… estando en el British Council?
—Verá, yo tenía un amigo alemán que, según parece, dirigía a una serie de agentes en el Este. Nunca se le ocurrió, pobrecito, que yo le vigilaba y tomaba notas… Luego, el muy estúpido, se dejó seducir por una horrible mujer. Tenía que ser castigado. Él mismo no hubiera tenido nada que temer, y yo nunca habría hecho nada que le pusiera en peligro; ¡pero a sus agentes…! Naturalmente, adivinó quién le había denunciado. Reconozco que no le obstaculicé la tarea de adivinarlo. Pero tuve que ausentarme a toda velocidad, porque fue a buscarme a la embajada. ¡Cuánto me alegré cuando me vi al este de Check-Point Charlie!
—¿Y es feliz aquí?
—Sí, lo soy. A mí la felicidad siempre me pareció una cuestión de personas, no de lugares. Y aquí tengo un amigo encantador. Sé que eso es contrario a la ley, naturalmente, pero en el Departamento (él es funcionario de la KGB) hacen excepciones. Por supuesto, a veces el pobre muchacho tiene que ser infiel en el desempeño de su deber, pero es absolutamente distinto de mi amigo alemán: no tiene nada que ver con el amor. Hasta nos reímos un poco de ello de vez en cuando. Si se encuentra usted solo, él conoce a montones de chicas…
—No me encontraré solo mientras duren mis libros.
—Le mostraré un lugar donde puede conseguir libros ingleses en rústica por detrás del mostrador…
Era medianoche cuando quedó vacía la botella de whisky. Bellamy se dispuso a marcharse. Pasó largo rato metiéndose entre sus pieles y no dejó de hablar un solo instante:
—Tiene que conocer a Cruickshank… Le diré que le he visto. También a Bates, por supuesto, aunque eso signifique conocer a la señora Unión de Escritores Bates.
Se calentó bien las manos antes de ponerse los guantes. Tenía aspecto de sentirse muy a gusto, aunque reconoció:
—Al principio era un poco desdichado. Me sentía perdido hasta que encontré a mi amigo… como en el coro de Swinburne: los rostros extraños, la muda vigilia y (¿cómo sigue?) todo el dolor. Yo, en otro tiempo, daba conferencias sobre Swinburne… un poeta subestimado.
Al llegar a la puerta agregó:
—Tiene que salir y visitar mi dacha. Cuando llegue la primavera…
4
Al cabo de unos días, Castle descubrió que echaba de menos hasta a Iván. Echaba de menos a alguien a quien detestar… En justicia, no podía revolverse contra Anna: ella parecía comprender que ahora estaba más solo que nunca. Se quedaba hasta más tarde por la mañanas y llamaba su atención sobre más palabras rusas, con su dedo inflexible. También se hizo aún más exigente con la pronunciación; comenzó a agregar verbos a su vocabulario, empezando por la palabra equivalente de «correr». Imitaba los movimientos de la carrera, levantando los codos y las rodillas. Alguien debía de entregarle su salario a aquella mujer, puesto que él no le pagaba nada. Realmente, la pequeña provisión de rublos que Iván le había dado a su llegada había disminuido mucho.
Uno de los aspectos más dolorosos de su aislamiento consistía en no ganar nada. Incluso llegó a ansiar una mesa de trabajo ante la cual pudiera sentarse a estudiar listas de escritores africanos… Tal vez esto apartaría su mente por un rato de lo que le había ocurrido a Sarah. ¿Por qué no había venido, junto con Sam? ¿Qué esperaban los otros para cumplir su promesa?
Una noche, a las nueve y treinta y dos llegó al final de la experiencia de Robinson Crusoe… Al registrar la hora con tanta precisión se estaba comportando como el propio Crusoe: «Y así abandoné la isla, el diecinueve de diciembre, y por el diario de a bordo supe que corría el año 1686. Había estado en ella veintiocho años, dos meses y diecinueve días…». Se acercó a la ventana: en aquel momento no nevaba y distinguió claramente la estrella roja en lo alto de la universidad. A aquella hora, las mujeres todavía barrían la nieve: desde arriba parecían gigantescas tortugas. Alguien llamó a la puerta… «sigue llamando, no abriré». A lo mejor sólo era Bellamy o quizás alguien más inoportuno: el desconocido Cruickshank o el desconocido Bates. Pero no; entonces recordó que el timbre no funcionaba. Se volvió y, estupefacto, clavó la vista en el teléfono porque lo que sonaba era el teléfono.
Levantó el receptor y una voz le habló en ruso. No entendió ni una sola palabra. Y no hubo más… Sólo el agudo sonido del tono. Pero él mantuvo el receptor junto al oído, esperando estúpidamente. Tal vez la operadora le había dicho que aguardara. O tal vez le había dicho… «cuelgue, por favor, volveremos a llamarle». Acaso era una llamada de Inglaterra. De mala gana cortó y se sentó junto al teléfono, esperando a que volviera a sonar. Le habían «sacado de la sombra» y ahora parecía que lo habían «comunicado». Podría haber «entrado en contacto» si hubiese aprendido por boca de Anna las frases correctas… Ni siquiera sabía cómo llamar a la telefonista. En el piso no había guía telefónica. Lo había comprobado dos semanas atrás.
Sin embargo, la telefonista le había explicado algo. Estaba seguro de que en cualquier momento volvería a sonar el teléfono. Se quedó dormido junto al aparato y soñó —como hacía doce años que no soñaba— con su primera mujer. En su sueño, discutían con una violencia que nunca había existido en su vida.
Por la mañana, Anna le encontró dormido en el sillón verde de mimbre. Le despertó y él dijo:
—Anna, el teléfono está conectado —como ella no comprendió, señaló el aparato y dijo—: ¡Triiin-triim-triiin…!
Ambos rieron regocijados por lo absurdo de un sonido tan infantil en labios de un adulto. Castle sacó la fotografía de Sarah, señaló el teléfono y Anna movió la cabeza afirmativamente y sonrió para animarle. Castle pensó que Anna se llevaría bien con Sarah, que le enseñaría dónde debía hacer las compras, que le daría clases de ruso, que querría a Sam.
5
Aquel día, un poco más tarde, cuando sonó el teléfono, tuvo la certeza de que era Sarah… Alguien, en Londres, le habría dicho el número. Quizá Boris. Cuando descolgó, tenía la boca seca y apenas pudo murmurar:
—¿Quién habla?
—Boris.
—¿Dónde estás?
—Aquí, en Moscú.
—¿Has visto a Sarah?
—He hablado con ella.
—¿Está bien?
—Sí, sí, está muy bien.
—¿Y Sam?
—También.
—¿Cuándo llegarán?
—Por eso te he llamado. No te muevas de casa. Salgo para allá.
—Pero ¿cuándo les veré?
—De eso tenemos que hablar. Hay problemas.
—¿Qué problemas?
—Espera a que nos veamos personalmente.
No pudo quedarse quieto: tomó un libro y volvió a dejarlo; entró en la cocina, donde Anna preparaba la sopa.
—¡Triiin-triiin-triiin! —dijo ella; pero ya no resultaba divertido.
Regresó a la ventana: volvía a nevar. Cuando llamaron a la puerta tuvo la sensación de que habían transcurrido horas. Boris le entregó una bolsa de plástico para artículos libres de impuestos y dijo:
—Sarah me pidió que te trajera J & B. Una botella de parte de ella y otra de parte de Sam.
—¿Cuáles son los problemas? —quiso saber Castle.
—Dame tiempo para quitarme el abrigo.
—¿De verdad la has visto?
—Hablé con ella por teléfono. Desde un cabina. Está en el campo, con tu madre.
—Lo sé.
—Habría llamado demasiado la atención si la hubiera visitado allí.
—Entonces, ¿cómo sabes que está bien?
—Porque me lo ha dicho ella.
—¿Se notaba que estaba bien?
—Sí, sí, Maurice. Estoy seguro…
—¿Cuáles son los problemas? A mí me sacasteis…
—Eso era sencillo. Un pasaporte falso, el truco del ciego y el pequeño inconveniente que solucionamos en inmigración mientras la azafata de Air France te hacía pasar cogido del brazo. Un hombre muy parecido a ti, con destino a Praga. Su pasaporte no estaba del todo en regla…
—Todavía no me has dicho cuáles son esos problemas.
—Siempre supusimos que, en cuanto estuvieses a salvo, ellos no podrían impedir que Sarah se reuniera contigo.
—Y no pueden.
—Sam no tiene pasaporte. Tendrías que haberle incluido en el de su madre. Aparentemente, puede llevar mucho tiempo arreglar esa cuestión. Hay algo más… Tus viejos amigos han insinuado que si Sarah trata de ausentarse del país puede ser detenida por complicidad. Conocía a Carson, era agente tuya en Johannesburgo… Mi querido Maurice, me temo que las cosas no serán tan sencillas…
—Lo prometiste.
—Sé que lo prometimos. De buena fe. Todavía sería posible sacarla a ella fraudulentamente si dejase al niño. Pero Sarah dice que no piensa hacerlo. Sam no está contento en la escuela. Tampoco se siente a gusto con tu madre.
La bolsa de plástico aguardaba sobre la mesa. Siempre quedaba el whisky… El remedio contra la desesperación.
—¿Por qué me sacasteis a mí? No estaba en peligro inmediato. Aunque yo lo creyese, vosotros debíais saber…
—Tú enviaste la señal de alarma. Y nosotros respondimos a ella.
Castle rasgó el plástico y abrió la botella. La etiqueta de J & B le hirió como un recuerdo triste. Sirvió dos medidas largas:
—No tengo soda…
—No importa.
—Siéntate en el sillón. El sofá es más duro que un banco de escuela.
Castle bebió un trago. Hasta el sabor del J & B le hirió. Si Boris hubiera traído otro whisky —Haig, White Horse, Vat 69, Grant’s—. Y recitó para sus adentros las marcas de whisky que no significaban nada para él, con el propósito de mantener el vacío de su mente y la desesperación a raya hasta que el J & B empezara a obrar… Johnnie Walker, Queen Anne, Teacher’s… Boris interpretó erróneamente su silencio:
—No tienes que preocuparte por los micrófonos. Podría decirse que aquí, en Moscú, estamos a salvo, en el ojo del ciclón. Para nosotros era muy importante sacarte de allí —concluyó.
—¿Por qué? Las notas de Muller estaban bien guardadas por el viejo Halliday.
—Nunca te dieron el cuadro real, ¿verdad? Esas migajas de información económica que tú nos enviabas no tenían ningún valor en sí mismas.
—Entonces, ¿por qué…?
—Sé que no soy muy claro. No estoy acostumbrado al whisky. Déjame que te lo explique. Tus amigos imaginaban que tenían un agente aquí, en Moscú. Pero éramos nosotros quienes habíamos metido uno entre ellos. Éste les retransmitía lo que tú nos pasabas. Tus informes le legitimaban a los ojos de tu Servicio, podían verificarlo y, simultáneamente, él les pasaba otra información que nosotros deseábamos que creyeran. Ése era el verdadero valor de tus informes. Un bonito engaño. Pero entonces se presentó la cuestión de Muller y «Tío Remus». Decidimos que la mejor forma de contrarrestar lo de «Tío Remus» era la publicidad… y no podíamos hacerla dejándote en Londres. Tú debías ser nuestra fuente: además, traías contigo las notas de Muller.
—En Londres también sabrán que traje la noticia de la filtración.
—Exactamente. Ya no podíamos seguir el juego por mucho tiempo. A su agente en Moscú le engullirá un enorme silencio. Quizá, dentro de unos meses, tus antiguos amigos oirán rumores de un proceso secreto. Entonces estarán aún más convencidos de que toda la información que él les transmitía era auténtica.
—Y yo que creía que sólo estaba ayudando al pueblo de Sarah.
—Estabas haciendo mucho más que eso. Y mañana te reunirás con la prensa.
—Suponte que me niegue a hablar mientras no me traigáis a Sarah…
—Celebraríamos la conferencia de prensa sin ti. Pero en ese caso no podrías esperar que resolviéramos el problema de Sarah. Te estamos agradecidos, Maurice. Pero la gratitud, como el amor, necesita renovarse cada día para que no se desvanezca.
—Estás hablando como Iván.
—No, como Iván no. Yo soy amigo tuyo. Y quiero seguir siéndolo. Un amigo es enormemente necesario para hacer una vida nueva en un nuevo país.
La oferta de amistad tenía el sonido de una amenaza o de una advertencia. Volvió a la mente de Castle la noche en Watford, buscando en vano el modesto piso en donde se daban clases, con la estampa mural de la Berlitz sobre la pared. A Castle le pareció que toda su vida, desde su ingreso en el Servicio a los veinte años, había sido incapaz de hablar. Lo mismo que un monje trapense, había escogido la profesión del silencio. Y ahora, demasiado tarde, comprendía que había sido una vocación equivocada.
—Toma otro trago, Maurice. Las cosas no están tan mal. Debes tener paciencia, eso es todo.
Castle llenó su vaso.