CAPITULO VI

1

El tren de Castle llegó con cuarenta minutos de retraso a Berkhamsted. En algún lugar, más allá de Tring, estaban haciendo reparaciones en la vía y, cuando él llegó a la oficina, su despacho le pareció vacío… con un vacío insólito. Davis no estaba allí, pero eso apenas explicaba la sensación de soledad. Castle estaba solo en el despacho con bastante frecuencia: Davis almorzando, Davis en el lavabo, Davis en el zoológico para encontrarse con Cynthia. Transcurrió media hora hasta que encontró la nota de Cynthia en su bandeja: «Arthur no se siente bien. El coronel Daintry quiere hablar con usted». Por un instante, Castle se preguntó quién demonios era Arthur; sólo pensaba en Davis como Davis. Se preguntó si por fin Cynthia se estaría rindiendo al prolongado sitio. ¿Sería ése el motivo de que utilizase ahora su nombre de pila? La llamó y le preguntó:

—¿Qué le ocurre a Davis?

—No sé. Telefoneó uno de los del Medio Ambiente. Dijo algo parecido a espasmos estomacales.

—¿Resaca?

—Si hubiera sido sólo eso habría telefoneado personalmente. Usted no estaba y yo no sabía qué hacer, de modo que telefoneé al doctor Percival.

—¿Qué dijo?

—Lo mismo que usted…: resaca. Parece que anoche salieron juntos y bebieron demasiado oporto y whisky. Irá a visitarle a mediodía. Hasta entonces estará ocupado.

—¿Crees que es grave?

—No creo que sea grave, pero tampoco creo que sea resaca. Si fuera grave, el doctor Percival habría ido en seguida, ¿no?

—Con C en Washington, dudo que le quede mucho tiempo para la medicina —dijo Castle—. Iré a ver a Daintry. ¿Qué número tiene su despacho?

Abrió la puerta señalada con el número 72. Encontró a Daintry y al doctor Percival. Tuvo la sensación de haber interrumpido una disputa.

—Ah, Castle —saludó Daintry—. Quería verle.

—Yo me retiro —informó el doctor Percival.

—Más tarde hablaremos, Percival. No coincido con usted. Lo lamento, pero así es. No puedo estar de acuerdo.

—Recuerde lo que le dije acerca de los compartimientos estancos y… de Ben Nicholson.

—No soy pintor —declaró Daintry— y no comprendo el arte abstracto. De todos modos, hablaremos después.

Daintry permaneció en silencio hasta bastante después de cerrarse la puerta. Luego dijo:

—No me gusta que la gente saque conclusiones apresuradas. Me han enseñado a creer en las pruebas… en las pruebas concretas.

—¿Algo le preocupa?

—Si fuera una cuestión de enfermedad, haría análisis de sangre, rayos X… No conjeturaría un diagnóstico.

—¿El doctor Percival?

—No sé cómo empezar… se supone que no debo hablar de esto con usted.

—¿De qué?

Sobre la mesa de Daintry se veía la fotografía de una hermosa muchacha. Su mirada se volvía constantemente a ésta.

—¿No se siente algunas veces condenadamente solo en esta empresa? —estalló Daintry.

—Bueno… —Castle vaciló—. Me llevo bien con Davis. Esto cambia mucho las cosas.

—¿Davis? Ah, sí. Precisamente quería hablar con usted sobre Davis.

Daintry se levantó y se acercó a la ventana. Daba la impresión de un prisionero encerrado en una celda. Contempló con mirada taciturna el lúgubre cielo y no se tranquilizó. Dijo:

—Es un día gris. Ha llegado realmente el otoño.

—«Yo no veo en torno mío más que cambio y decadencia» —citó Castle.

—¿Qué es eso?

—Un himno que solía cantar en la escuela.

Daintry volvió a su escritorio y contempló nuevamente la fotografía.

—Mi hija —dijo, como si sintiera la necesidad de presentarla.

—Le felicito. Es una encantadora muchacha.

—Se casará este fin de semana. Pero creo que no podré asistir a la boda.

—¿No le gusta el novio?

—Me atrevería a decir que es una buena persona. No le conozco. Pero ¿de qué puedo hablar con él? ¿Del talco Jameson’s para recién nacidos?

—¿Talco para recién nacidos?

—Jameson’s está tratando de desplazar a Johnson’s… o al menos eso me dijo ella —se sentó y se hundió en una tristeza silenciosa.

—Parece ser que Davis está enfermo —apuntó Castle—. Hoy llegué tarde a la oficina. Davis ha elegido un mal día. Tengo que ocuparme de la valija de Zaire.

—Lo siento. Entonces no lo retendré. No sabía que Davis estuviese enfermo. ¿Es algo grave?

—Creo que no. El doctor Percival irá a verle a mediodía.

—¿Percival? —se extrañó Daintry—. ¿Es que no tiene un médico particular?

—Si lo ve el doctor Percival, la visita la paga nuestra «Casa», ¿no?

—Sí. Pero… trabajando con nosotros… tiene que haber perdido algo de práctica… De práctica médica quiero decir.

—Probablemente se trata de un diagnóstico muy sencillo —al decir esto, oyó interiormente el eco de otra conversación.

—Castle, la única razón por la que lo llamé es… bien, ¿está usted absolutamente satisfecho de Davis?

—¿Qué quiere decir con «satisfecho»? Trabajamos muy bien juntos.

—En algunas ocasiones tengo que hacer preguntas un poco tontas… excesivamente simples… pero mi trabajo es la seguridad. No significan necesariamente algo. Davis juega, ¿verdad?

—Un poco. Le gusta hablar de caballos. Dudo que gane o pierda demasiado.

—¿Y bebe?

—No creo que beba más que yo.

—¿Entonces usted tiene plena confianza en él?

—Plena. Naturalmente, todos estamos expuestos a errores. ¿Ha habido alguna queja? No quisiera que trasladaran a Davis, a menos que fuera a Lourenço Marques.

—Olvide lo que le pregunté —le pidió Daintry—. Hago el mismo tipo de preguntas respecto a todas las personas. Incluso acerca de usted mismo. ¿Conoce a un pintor llamado Nicholson?

—No. ¿Es uno de los nuestros?

—No, no. A veces me siento desbordado —manifestó Daintry—. Me pregunto si… aunque supongo que por la noche usted siempre vuelve a su casa, con su familia.

—Pues sí, claro… eso es lo que hago.

—Si por cualquier razón tuviera que quedarse en la ciudad alguna noche… podríamos cenar juntos.

—Eso no ocurre a menudo —respondió Castle.

—No, ya lo supongo.

—Mi mujer se pone nerviosa cuando está sola.

—Naturalmente. Comprendo. Sólo fue una idea mía —volvió a mirar la fotografía—. Mi hija y yo solíamos comer juntos de vez en cuando. Espero que sea feliz. Uno nunca puede hacer nada, ¿verdad?

El silencio se interpuso entre ambos como una nube de humo. Ninguno de los dos veía la calzada: tenían que tantear el camino con las manos extendidas.

—Mi hijo no está en edad de casarse —observó Castle—. Y me alegro de no tener todavía esa preocupación.

—El sábado vendrá a la oficina, ¿no? Quizá pudiera quedarse en Londres una hora o dos más… En la boda no conozco a un alma, excepto a mi hija… Y a su madre, por supuesto. Me dijo… (mi hija, quiero decir) que si quería podía acompañarme alguien de la oficina. Para hacerme compañía.

—Naturalmente, estaré encantado… Si realmente cree… —rara vez podía resistirse a una llamada de desesperación, por disimulada que estuviera.

2

Por una vez, Castle prescindió de su almuerzo. No sintió hambre, pero sí la interrupción de la rutina. Estaba inquieto. Necesitaba ver a Davis.

Cuando salió del inmenso edificio anónimo, a la una en punto, después de guardar sus papeles —incluso una nota de Watson carente de sentido del humor— bajo llave en la caja fuerte, vio a Cynthia en el portal.

—Iré a ver cómo se encuentra Davis —le dijo—. ¿Quieres acompañarme?

—No, ¿por qué iba a hacerlo? Tengo que ir de compras. ¿Por qué va usted? No es nada grave, ¿verdad?

—No, pero se me ocurrió hacerle una visita. Está solo en aquel piso, salvo esos tipos del Medio Ambiente, que no regresan hasta la noche.

—El doctor Percival prometió visitarle.

—Sí, lo sé, pero probablemente ya se marchó. Pensé que quizá quisieras venir conmigo… para ver…

—Bueno, si no nos quedamos demasiado tiempo. Supongo que no necesitamos llevarle flores. Sería distinto si estuviera en un hospital —Cynthia era una chica dura.

Davis les abrió la puerta cubierto con una bata. Castle percibió que su rostro se animó al ver a Cynthia. Sólo un instante; luego se dio cuenta de que no iba sola. Comentó sin entusiasmo:

—Ah, habéis venido.

—¿Qué te ocurre, Davis?

—Lo ignoro. Pero nada importante. Mi viejo hígado que me está dando guerra.

—Tu amigo me había dicho por teléfono que tenías espasmos estomacales —le recordó Cynthia.

—Bueno, el hígado está cerca del estómago, ¿no? ¿O son los riñones? Soy terriblemente ignorante en cuanto a mi propia geografía.

—Mientras habláis te haré la cama, Arthur —propuso Cynthia.

—No, no, por favor, no lo hagas. Sólo está un poco arrugada. Siéntate y ponte cómoda. Toma un trago.

—Vosotros dos podéis beber, pero yo te haré la cama.

—Es muy testaruda —comentó Davis—. ¿Qué quieres beber, Castle? ¿Un whisky?

—Medio, gracias.

Davis sirvió dos vasos.

—Si estás mal del hígado sería mejor que no bebieras. ¿Qué dijo exactamente el doctor Percival?

—Trató de asustarme. Los médicos siempre hacen lo mismo.

—No me molesta beber solo.

—Me dijo que si no frenaba un poco, corría peligro de cirrosis. Mañana debo hacerme una radiografía. Le aclaré que no bebo más que la mayoría de la gente, pero él insistió en que algunos hígados son más débiles que otros. Los médicos siempre tienen la última palabra.

—En tu lugar, yo no bebería ese whisky.

—Él me dijo «reduzca» y yo he reducido este whisky a la mitad. Y le he prometido que dejaría el oporto. De modo que lo abandonaré por una o dos semanas. Cualquier cosa con tal de complacerle. Me alegro de que hayas venido, Castle. Si he de decirte la verdad, el doctor Percival me asustó realmente un poco. Tuve la impresión de que no me decía todo lo que sabía. ¿No te parece que sería horrible que hubieran decidido enviarme a L. M. y él no me lo permitiera? Y existe otro temor… ¿han hablado de mí contigo?

—No. Daintry me preguntó esta mañana si estaba satisfecho contigo y le respondí que sí… absolutamente.

—Eres un buen amigo, Castle.

—Es ese estúpido control de seguridad. ¿Recuerdas el día que te encontraste con Cynthia en el zoo? Les dije que habías ido a ver al dentista, pero de todos modos…

—Sí. Yo soy el tipo de hombre al que siempre descubren. Sin embargo, casi siempre obedezco las reglas. Supongo que es por mi forma de lealtad. Contigo no ocurre lo mismo. Si alguna vez saco un informe de la oficina para leerlo mientras almuerzo, me pescan. Pero a ti te he visto hacer lo mismo montones de veces. Tú corres riesgos… como dicen que deben hacer los sacerdotes. Si yo realmente fuese culpable de una filtración, sin intención, naturalmente, me confesaría contigo.

—¿Esperando la absolución?

—No, esperando un poco de justicia.

—En ese caso te equivocarías, Davis. Yo no tengo la menor idea de lo que significa la palabra «justicia».

—¿Es decir, que me condenarías a que me fusilaran al amanecer?

—Oh, no. Yo siempre absolvería a la gente que me gusta.

—Entonces el verdadero riesgo para la seguridad eres tú —afirmó Davis—. ¿Cuánto tiempo crees que durará este maldito control?

—Supongo que hasta que encuentren la filtración o decidan que no la hubo. Tal vez algún hombre del MI-5 interpretó mal las pruebas.

—O alguna mujer, Castle. ¿Por qué no una mujer? Si no somos ni yo, ni tú, ni Watson, podría ser una de nuestras secretarias. Sólo pensarlo me produce escalofríos. Cynthia quedó en cenar conmigo la otra noche. Yo la estaba esperando en el Stone’s y en la mesa de enfrente había una chica muy bonita que también aguardaba a alguien. Nos sonreímos porque los dos estábamos de plantón: compañeros de desdicha. Le habría hablado… Después de todo, Cynthia me había fallado. Pero entonces se me ocurrió… que quizá la habían apostado allí para pescarme, que quizá me habían oído reservar la mesa por el teléfono de la oficina. Tal vez Cynthia había recibido órdenes de no acercarse. Y entonces, ¿a que no te imaginas quién se reunió con la chica? Adivínalo… Daintry.

—Probablemente era su hija.

—¿Y nuestra empresa no utiliza a las hijas? ¡Qué maldita y estúpida profesión la nuestra! No puedes confiar en nadie. Ahora incluso desconfío de Cynthia. Me está haciendo la cama y sabe Dios lo que esperará encontrar allí. Pero todo lo que descubrirá son las miguitas del pan de ayer. Quizá las hagan analizar. Una miga puede contener un micropunto.

—No puedo quedarme mucho más. Me espera la valija de Zaire.

Davis apoyó el vaso en la mesa:

—Maldita sea, el whisky no sabe igual desde que Percival me llenó la cabeza de ideas raras. ¿Tú crees que tengo cirrosis?

—No, pero cuídate durante un tiempo.

—Es más fácil decirlo que hacerlo. Cuando estoy aburrido bebo. Tú tienes la suerte de estar con Sarah. ¿Cómo está Sam?

—Siempre pregunta por ti. Dice que nadie sabe jugar tan bien como tú al escondite.

—Es un pequeño bastardo muy simpático. Ojalá yo también pudiera tener un pequeño bastardo… pero sólo con Cynthia. ¡Vaya una esperanza!

—El clima de Lourenço Marques no es muy bueno…

—Dicen que está muy bien para los niños hasta los seis años.

—Bueno, quizá Cynthia se esté ablandando. Al fin y al cabo, te está haciendo la cama.

—Sí, me atrevería a decir que me hace de madre. Y es una de esas chicas que siempre están buscando alguien a quien admirar. Le gustaría un tipo como… como tú. El problema consiste en que cuando hablo en serio no puedo comportarme seriamente. Proceder con seriedad me desconcierta. ¿Puedes imaginar que alguien me admire?

—Sí, Sam te admira.

—Dudo que a Cynthia le guste jugar al escondite.

Cynthia volvió a la sala y dijo:

—Tu cama era un revoltijo atroz. ¿Cuándo fue la última vez que te la hicieron?

—Nuestra asistenta viene los lunes y los viernes. Hoy es jueves.

—¿Por qué no la haces tú mismo?

—La estiro un poco cuando me acuesto.

—Y esos tipos del Medio Ambiente, ¿qué hacen?

—Ellos están adiestrados para no advertir la contaminación hasta que se les notifica oficialmente.

Davis los acompañó hasta la puerta.

—Hasta mañana —dijo Cynthia y bajó la escalera. Por encima del hombro agregó que tenía que hacer muchas compras.

—«No debió haberme mirado si pretendía que no la amara» —citó Davis.

Castle se sorprendió. Jamás habría imaginado que Davis hubiera leído a Browning… excepto en la escuela, por supuesto.

—Bien —concluyó—, vuelvo a la valija de Zaire.

—Lo lamento, Castle. Sé que esa valija te irrita. Pero no me estoy fingiendo enfermo, de verdad. Tampoco es una resaca. Son las piernas, los brazos… los siento como si fueran de gelatina.

—Métete en la cama.

—Creo que voy a hacer eso. Sam consideraría que no estoy en forma para el escondite —añadió Davis mientras se apoyaba sobre la barandilla y seguía a Castle con la mirada. Cuando éste llegó al pie de la escalera, gritó—: ¡Castle!

—¿Qué? —Castle levantó la vista.

—Tú no crees que esto pueda cerrarme el camino, ¿no es cierto?

—¿Cerrarte el camino?

—Sería un hombre diferente si pudiera llegar a Lourenço Marques.

—Yo he hecho todo lo posible. Hablé con C.

—Eres un gran chico, Castle. Ocurra lo que ocurra, gracias.

—Vuelve a la cama y descansa.

—Creo que eso es lo que voy a hacer.

Pero continuó de pie, con la vista clavada en Castle, hasta que éste dio la vuelta y descendió.