CAPÍTULO II

En la segunda semana de octubre, Sam seguía oficialmente en cuarentena. No se habían presentado complicaciones, de modo que ahora había un peligro menos que amenazase su futuro… un futuro que a Castle siempre le parecía lleno de imprevisibles emboscadas. Mientras bajaba High Street una mañana de domingo, sintió el repentino deseo de ofrecer una especie de acción de gracias —aunque sólo fuese un mito— porque Sam estaba ya a salvo; y, cediendo a este impulso, entró un momento en la iglesia parroquial. El servicio tocaba casi a su fin y los fieles, hombres y mujeres bien vestidos, de edad madura o avanzada, estaban de pie, en posición de firmes, y cantaban con una especie de desafío, como si interiormente dudaran de la realidad de sus palabras: «Allá lejos hay una colina verde, más allá de las murallas de la ciudad». Las palabras simples y precisas, con una única mancha de color, recordaron a Castle esa clase de paisajes locales que constituyen tan a menudo el fondo en los cuadros de los primitivos… La muralla era como las ruinas del torreón que se alzaban detrás de la estación de Berkhamsted, y la cima de la colina verde era como el ejido sobre el campo de tiro abandonado, donde antaño se erguía un alto poste que sugería imágenes de ahorcados. Por un instante estuvo cerca de compartir la insensata fe de aquellas gentes: ¿qué mal podía haber en murmurar una oración de gratitud al Dios de su infancia, al Dios del ejido y del castillo, una oración de gratitud porque ningún peligro amenazaba ahora al hijo de Sarah? De pronto, un bang supersónico dispersó las palabras del himno, hizo vibrar las viejas vidrieras de la ventana que miraba al este y sacudió el yelmo del cruzado que colgaba de una columna. Castle regresó al mundo de los adultos. Salió rápidamente y compró los periódicos del domingo. El titular de la primera plana del Sunday Express anunciaba: «El cadáver de un niño encontrado en un bosque».

A la tarde llevó a Sam y a Buller a dar un paseo por el ejido, mientras Sarah dormía. Hubiera preferido dejar a Buller en casa, pero sus protestas habrían despertado a Sarah. De modo que se consoló pensando que no era probable que Buller encontrara un gato extraviado en el ejido. Persistía en él aquel temor desde un verano —tres años antes— en que el azar les jugó una mala pasada con la repentina aparición entre las hayas de unos excursionistas, que llevaban consigo un lujoso gato, con un collar azul alrededor del cuello y un cordón de seda escarlata. El gato, un siamés, ni siquiera tuvo tiempo de dar un grito de furor o de dolor antes de que Buller le partiera el lomo y arrojara el cadáver por encima de su espalda, como un hombre que carga un saco en un camión. Luego había trotado atentamente entre los árboles volviendo la cabeza a uno y otro lado —donde había un gato tenía que haber otro— y Castle tuvo que enfrentarse a solas con los coléricos excursionistas atormentados por el dolor.

Sin embargo, en octubre era improbable que hubiera excursionistas por allí. Lo cual no impidió que Castle aguardase casi hasta que el sol se puso y mantuviese a Buller sujeto de la correa mientras bajaban por King’s Road hasta más allá de la comisaria de la esquina de High Street. Cuando dejó atrás el canal, el puente del ferrocarril y las casas nuevas (hacía un cuarto de siglo que las habían levantado, pero, a Castle, todo lo que no existía cuando él era niño le parecía nuevo), soltó a Buller y éste, de inmediato, como un perro bien adiestrado, arqueó el lomo y, sin apresurarse, dejó caer su cagarruta en el borde del sendero. Sus ojos estaban fijos en el horizonte, pero la mirada era introspectiva. Sólo en circunstancias higiénicas como aquélla parecía Buller un perro inteligente. A Castle no le gustaba Buller… Lo había comprado con el propósito de que acompañase a Sarah, pero como había demostrado ser tan inepto como perro guardián, ahora sólo significaba una responsabilidad más, aunque con su canina carencia de criterio quería más a Castle que a cualquier otro ser humano.

Los grandes helechos tomaban ya ese dorado oscuro de los buenos otoños y sólo quedaban unas pocas flores entre las retamas. Castle y Sam buscaron en vano los barracones del campo de tiro —un acantilado de arcilla roja— que en otros tiempos estaban allí arriba, sobre el ejido. Ahora habían sido ahogados por la fatigada vegetación.

—¿Mataban espías allí? —preguntó Sam.

—No, no. ¿Cómo se te ocurre semejante idea? Esto sólo servía para hacer prácticas de fusil durante la primera guerra.

—Pero los espías existen, ¿no? Quiero decir los espías de verdad.

—Supongo que sí, sí. ¿Por qué me lo preguntas?

—Quería estar seguro, eso es todo.

Castle recordó que él, a la misma edad de Sam, le había preguntado a su padre si existían las hadas de verdad y la respuesta de aquél había sido menos sincera que la suya. Su padre era un sentimental y a toda costa quería convencer a su hijo de que la vida merecía ser vivida. Habría sido injusto acusarle de engaño: un hada, podría haber argumentado él, es un símbolo que representaba algo que, al menos aproximadamente, es cierto. Pensó que todavía hay muchos padres que les dicen a sus hijos que Dios existe.

—¿Espías como 007?

—Bueno, no exactamente —Castle intentó cambiar de tema—. Cuando yo era niño creía que había un dragón que vivía aquí, en un viejo refugio subterráneo, entre aquellas trincheras.

—¿Dónde están las trincheras?

—Ahora no puedes verlas por los helechos.

—¿Qué es un dragón?

—Ya sabes… una de esas criaturas acorazadas como un caballero que escupen fuego.

—¿Como un tanque?

—Bueno, sí, algo así como un tanque —la falta de contacto entre ambas imaginaciones desalentó a Castle—. Pero más parecido a un lagarto gigantesco —aclaró.

Después comprendió que el chico había visto muchos tanques, pero que ellos salieron de la tierra de los lagartos antes de que el niño naciera.

—¿Viste alguna vez un dragón?

—Una vez vi salir humo de una trinchera y pensé que era el dragón.

—¿Tuviste miedo?

—No, en aquellos tiempos le temía a cosas muy distintas. Odiaba la escuela y tenía pocos amigos.

—¿Por qué odiabas la escuela? ¿También la odiaré yo? Me refiero a la escuela de verdad.

—No todos tenemos los mismos enemigos. Quizá tú no necesites la ayuda de un dragón, pero yo la necesitaba. Todo el mundo detestaba a mi dragón y querían matarlo. Temían al humo y a las llamas que salían de su boca cuando estaba enfadado. Por las noches yo solía escabullirme de mi dormitorio y llevarle latas de sardinas de mi caja de provisiones. Él las cocinaba dentro de la lata, con su aliento. Le gustaban calientes.

—¿Pero eso ocurrió realmente?

—No, claro que no; pero ahora casi me parece cierto. Una vez estaba tendido en la cama del dormitorio, llorando bajo las sábanas porque era la primera semana del trimestre y todavía faltaban doce infinitas semanas para las vacaciones. Y yo tenía miedo de… de todo. Era invierno y de pronto vi que la ventana de mi cuarto se empañaba con un vapor caliente. Limpié el vapor con la mano y miré hacia abajo. Allí estaba el dragón, echado en la calle húmeda y negra, parecía un cocodrilo en un arroyo. Antes nunca había abandonado el ejido porque todos estaban en contra de él… Como también creía que estaban contra mí. Hasta la policía guardaba rifles en un armario para matarlo si se acercaba a la ciudad. Pero allí estaba, tendido e inmóvil, respirándome cálidas nubes de aliento. Se había enterado de que las clases habían vuelto a empezar y sabía que yo era desdichado y estaba solo. Era más inteligente que cualquier perro, mucho más que Buller.

—Me estás tomando el pelo —dijo Sam.

—No, sólo estoy recordando.

—¿Qué pasó después?

—Le hice una señal secreta que significaba «Peligro. Aléjate», porque yo no estaba seguro de que supiera que la policía tenía rifles.

—¿Se fue?

—Sí. Muy lentamente. Miraba hacia atrás por encima de su cola, como si no quisiera dejarme. Pero nunca volví a tener miedo ni a sentirme solo. Por lo menos, no tan a menudo. Sabía que sólo tenía que hacer una señal para que abandonara su refugio subterráneo del ejido y bajara a ayudarme. Teníamos montones de señales secretas, claves, cifras…

—Como los espías —comentó Sam.

—Sí —reconoció Castle decepcionado—, supongo que sí. Como los espías.

Castle recordó que una vez había trazado un mapa del ejido, con todas las trincheras y las sendas secretas ocultas por helechos. También como los espías. Dijo:

—Es hora de volver a casa. Tu madre estará inquieta…

—No. Estará tranquila, porque estoy contigo. Quiero ver la cueva del dragón.

—No existió ningún dragón.

—Pero no estás del todo seguro, ¿verdad?

Castle encontró con dificultad la vieja trinchera. El refugio subterráneo donde vivía el dragón estaba cubierto por un espeso zarzal. Mientras se abría paso en él, sus pies chocaron con una oxidada lata de conservas que salió rodando con ruido de chatarra.

—¿Ves? Le traías comida —dijo Sam, y se arrastró por la trinchera como un gusano, pero no vio ningún dragón ni ningún esqueleto—. A lo mejor la policía acabó llevándoselo —levantó la lata—. Era de tabaco, no de sardinas.

Aquella noche, cuando estaban en la cama, Castle le dijo a Sarah:

—¿De veras no crees que ya es demasiado tarde?

—¿Para qué?

—Para dejar mi trabajo.

—Claro que no. Todavía no eres viejo.

—Tal vez tendríamos que mudarnos de aquí.

—¿Por qué? Esta casa es tan buena como cualquiera otra.

—¿No te gustaría que nos fuéramos? Esta casa… no es una gran cosa, ¿no te parece? Quizá si consiguiera trabajo en el extranjero…

—Me gustaría que Sam estuviera en un hogar estable para que cuando se aleje de él pueda regresar. Volver a algo que conoció en su infancia. Como tú volviste. A algo viejo. A algo seguro.

—¿A una colección de viejas ruinas al borde de las vías?

—Sí.

Castle recordó las voces burguesas, tan reposadas como las endomingadas personas a las que pertenecían, y que se elevaban bajo la bóveda de piedra y expresaban su momento de fe semanal: «Allá lejos hay una colina verde, más allá de las murallas de la ciudad…».

—Las ruinas son bonitas —afirmó Sarah.

—Pero tú nunca podrás volver a tu infancia.

—Es diferente, yo no sabía lo que es sentirse segura. Hasta que te conocí. Y no había ruinas… Sólo chozas.

—Vendrá Muller, Sarah.

—¿Cornelius Muller?

—Sí. Ahora es un hombre importante. Tengo que ser amable con él… Me lo ordenaron.

—No te preocupes. Ya no puede hacernos daño.

—No, pero no quisiera molestarte.

—¿Por qué me ibas a molestar?

—C quiere que lo invite a casa.

—Invítalo, entonces. Y deja que vea cómo tú y yo… y Sam…

—¿Estás de acuerdo?

—Claro que sí. Una anfitriona negra para el señor Cornelius Muller. Y con un hijo negro.

Ambos rieron, pero por detrás de su risa asomaba una sombra de temor.