CAPÍTULO III

1

Castle despertó y miró el reloj, aunque estaba seguro de poder calcular el tiempo mentalmente… Sabía que faltaban pocos minutos para las ocho, lo que le daba tiempo suficiente para llegar a su estudio y escuchar el noticiario sin despertar a Sarah. Se sorprendió al comprobar que su reloj marcaba las ocho y cinco… Su reloj interno nunca le había fallado antes y dudó de la máquina. Pero, cuando llegó al estudio, ya habían dado las noticias más importantes; sólo quedaban los fragmentos de poca monta, los que se usan para llenar el espacio. Un accidente en la M4, una breve entrevista con la señora Whitehouse, que aplaudía una nueva campaña contra los libros pornográficos, y, acaso como ilustración al discurso de la dama, un hecho trivial: un oscuro librero llamado Holliday —«no, perdón, Halliday»— había comparecido ante un juez en Newington Butts por venderle una película pornográfica a un chico de catorce años. Le habían acusado y remitido al Tribunal Central de Londres, fijándole una fianza de doscientas libras.

O sea, que está en libertad —pensó Castle—, y se pasea con la copia de las notas de Muller en el bolsillo, probablemente vigilado por la policía. Acaso tendrá miedo de depositarlas en el buzón que ellos le habrán asignado; tal vez temerá, también, destruirlas. Su elección más probable será la de guardarlas como elemento de negociación con la policía.

«Soy un hombre más importante de lo que creen: si este asunto puede arreglarse, puedo mostrarles algunas cosas… Déjenme hablar con alguien de la Sección Especial». Castle podía imaginar el tipo de conversación que acaso estaba ya teniendo lugar en aquel momento: la policía local escéptica, Halliday mostrando la primera página de las notas de Muller como incentivo.

Castle abrió la puerta del dormitorio; Sarah seguía dormida. Se dijo a sí mismo que había llegado el momento que siempre había esperado, un momento en que debía pensar con claridad y actuar con decisión. No había lugar para la esperanza, ni tampoco para la desesperación. Éstas son unas emociones que pueden sumir la mente en la confusión. Debía aceptar que, una vez desaparecido Boris, la línea quedaba cortada y debía actuar por su cuenta.

Bajó a la sala, donde Sarah no le oiría marcar por segunda vez el número que le habían dado sólo para usarlo en caso de una emergencia definitiva. No tenía ni la menor idea del lugar en que estaba sonando el teléfono; a juzgar por el sector, en algún lugar de Kensington. Marcó tres veces, con intervalos de diez segundos entre cada llamada, y tuvo la impresión de que su SOS se perdía en una habitación vacía, aunque no estaba en condiciones de afirmarlo. No tenía otra forma de pedir ayuda. Ya no le quedaba nada por hacer: sólo despejar el terreno. Se sentó junto al teléfono e hizo sus planes o, mejor dicho, los repasó y confirmó, ya que los había trazado mucho tiempo antes. No quedaba por destruir nada importante, de eso estaba seguro: ningún libro que hubiera utilizado para cifrar claves. También tenía el convencimiento de que no había ningún papel que debiese ser quemado. Podía abandonar la casa tranquilo, cerrar con llave sin dejar nada atrás. ¡El perro! Claro que no es posible quemar un perro… ¿Qué haría con Buller? En este momento era absurdo preocuparse por un perro, un perro que nunca le había gustado; pero su madre no le permitiría nunca a Sarah que introdujese a Buller, como huésped permanente, en la casa de Sussex. Pensó que podía dejarlo en alguna perrera, pero no tenía la menor idea de dónde habría alguna… Éste era un problema que nunca había logrado resolver. Mientras subía a despertar a Sarah, pensó que no era una cosa demasiado importante.

¿Por qué Sarah dormía tan profundamente aquella mañana? Cuando la miró recordó, con esa ternura que es posible sentir incluso ante un enemigo que duerme, que, después de hacer el amor, él se había sumido en la más profunda nada que recordaba desde hacía meses. Era, sencillamente, porque habían hablado con franqueza, porque habían dejado de tener secretos. La besó y ella abrió los ojos. Castle adivinó que Sarah comprendía de inmediato que no había tiempo que perder; que no podía, como era costumbre en ella, despertar lentamente, desperezarse y decir: «Estaba soñando con…».

—Ahora tienes que llamar a mi madre —le dijo Castle—. Si hay que hacerle creer que hemos reñido, parecerá más natural que lo hagas tú. Pregúntale si puedes quedarte con Sam unos días en su casa. Puedes mentir un poco. Tanto mejor si piensa que estás mintiendo. Así será más fácil, cuando estés allí, dejar que la historia fluya lentamente. Puedes decirle que he hecho algo imperdonable… Ya hablamos de eso anoche.

—Pero tú dijiste que teníamos tiempo…

—Me equivoqué.

—¿Ocurrió algo?

—Sí. Tienes que marcharte con Sam ahora mismo.

—¿Tú te quedarás aquí?

—Ellos me ayudarán a salir o la policía vendrá a buscarme. No tienes que estar aquí cuando eso ocurra.

—Entonces ¿éste es el fin, para nosotros?

—¡Nada de eso! Mientras sigamos vivos, podremos volver a reunirnos. De algún modo. En algún sitio.

Apenas hablaron mientras se vestían rápidamente, como unos extraños que, durante un viaje, se han visto obligados a compartir el camarote. Sólo cuando ella estaba ya en la puerta de la alcoba para ir a despertar a Sam, le preguntó:

—¿Y en la escuela? Supongo que nadie se preocupará…

—No pienses en eso ahora. Telefonea el lunes y di que Sam está enfermo. Quiero que ambos salgáis de la casa lo antes posible. Puede venir la policía.

Sarah volvió cinco minutos después y dijo:

—Hablé con tu madre. No se mostró precisamente muy acogedora. Espera a alguien a almorzar. ¿Qué haremos con Buller?

—Ya pensaré algo.

A las nueve menos diez, Sarah estaba lista para irse con Sam. Había un taxi en la puerta. Castle sintió una terrible sensación de irrealidad.

—Si nada ocurre, puedes volver. Nos reconciliaremos.

Al menos, Sam estaba contento. Castle le vio reír con el chófer.

—¿Y si…?

—Fuiste al Polana, ¿no?

—Sí, pero una vez dijiste que las cosas no ocurren dos veces de la misma manera.

Junto al taxi, hasta se olvidaron de besarse. Pero luego lo recordaron torpemente: un beso que carecía de significado, vacío de todo, aparte de la sensación de que esta despedida no podía ser cierta, de que era algo que estaban soñando. Siempre habían intercambiado sueños, esos códigos privados más insondables que el Gran Enigma.

—¿Puedo telefonearte?

—Será mejor que no lo hagas. Si todo anda bien, te telefonearé yo, dentro de unos días, desde una cabina telefónica.

Cuando el taxi arrancó, Castle ni siquiera pudo verla por última vez porque se lo impidió el vidrio ahumado de la ventanilla trasera. Entró y empezó a preparar una bolsa de viaje, lo mínimo necesario para una cárcel o para una fuga. Pijamas, objetos de aseo, una toalla pequeña… Después de alguna vacilación agregó su pasaporte. Luego se sentó y comenzó a esperar. Oyó que un vecino se alejaba en su coche. Y a continuación descendió sobre él el silencio del sábado. Se sintió como si fuera la única persona que quedaba viva en King’s Road, salvo los policías de la esquina. La puerta se abrió de par en par y entró Buller moviendo la grupa de un lado a otro. Se sentó sobre sus ancas y fijó en Castle sus ojos hipnóticos y protuberantes.

Buller —susurró Castle—, Buller, ¡qué maldito estorbo has sido siempre, Buller!

Buller continuó mirándole fijamente. Era la forma de conseguir que lo sacara a pasear.

Un cuarto de hora más tarde, seguían ambos en la misma actitud cuando sonó el teléfono. Castle lo dejó sonar. Sonó largo rato, como un niño que llora. Ésta no podía ser la señal que esperaba; ninguna llamada de control habría ocupado la línea tanto tiempo. Probablemente una amiga de Sarah, pensó Castle. En todo caso, no era para él: él no tenía amigos.

2

El doctor Percival aguardaba en el vestíbulo del Reform, cerca de la amplia escalinata, que parecía construida para soportar el peso de los antiguos estadistas liberales, aquellos hombres con patillas y gran bigote y de integridad perpetua. Cuando entró Hargreaves sólo había a la vista otro socio, un hombre menudo, insignificante y miope (tenía dificultades para descifrar la cinta del télex). Hargreaves dijo:

—Sé que hoy me tocaba a mí, Emmanuel, pero el Travellers está cerrado. Espero que no te importe que le haya pedido a Daintry que se reúna con nosotros aquí.

—Bueno, no es quizás la más alegre de las compañías —comentó el doctor Percival—. ¿Problemas de seguridad?

—Sí.

—Y yo que tenía la esperanza de que tuvieras un poco de paz después de Washington.

—En este oficio, no se puede tener paz durante mucho tiempo. Por otra parte, tampoco creo que me gustara. De lo contrario, ¿por qué no iba a jubilarme?

—No hables de jubilarte, John. Sabe Dios qué botarate del Foreign Office nos impondrían. ¿Qué es lo que te preocupa?

—Déjame tomar una copa primero.

Subieron la escalinata y tomaron asiento ante una mesa del rellano, fuera del restaurante. Hargreaves bebió su Cutty Sark seco. Dijo:

—Supón que hubieras matado al hombre que no correspondía, Emmanuel.

Los ojos del doctor Percival no evidenciaron sorpresa. Examinó atentamente el color de su martini seco, lo olió, quitó con una uña el corte de cáscara de limón, como si estuviera preparando su propia prescripción.

—Estoy seguro de que sí —afirmó.

—Muller no comparte tu certidumbre.

—¡Oh, Muller! ¿Qué sabe Muller de eso?

—Nada. Pero tiene una intuición.

—Si es eso todo…

—Nunca has estado en África, Emmanuel. Allí llegas a fiarte de la intuición.

—Daintry sólo se fiará de algo que supere con mucho a la intuición. Ni siquiera estaba satisfecho con los hechos referentes a Davis.

—¿Qué hechos?

—Esa cuestión del zoológico y del dentista… para poner un solo ejemplo. Y Porton. Porton fue decisivo. ¿Qué le dirías a Daintry?

—Mi secretaria intentó dar con Castle por teléfono a primera hora de esta mañana. Nadie respondió.

—Probablemente salió con su familia a pasar fuera el fin de semana.

—Sí. Pero hemos hecho abrir su caja fuerte… y las notas de Muller no están allí. Sé lo que me dirás. Cualquiera puede tener una negligencia. Pero se me ocurrió que si Daintry se acercase a Berkhamsted… bueno, y si no encontrase allí a nadie, sería una oportunidad para echar un vistazo a su casa, discretamente; y si Castle está en casa… se sorprenderá al ver a Daintry; y si es culpable… se pondrá un poco nervioso…

—¿Has prevenido al MI-5?

—Sí, he hablado con Philips. Volverá a intervenir el teléfono de Castle. Confío en que no trasluzca nada de todo esto. Significaría que Davis era inocente.

—No tendrías que preocuparte tanto por Davis. No es ninguna pérdida para la empresa, John. No tendrían que haberle reclutado. Era ineficaz, descuidado y bebía demasiado. Tarde o temprano habría sido un problema. Pero si Muller estuviera en lo cierto, Castle será un verdadero quebradero de cabeza. Con él no podría usarse la aflatoxina. Todo el mundo sabe que prácticamente no bebe. Tendría que ocuparse de ello un tribunal, John, a menos que podamos encontrar otra cosa. Un abogado defensor. Testimonios a puerta cerrada. Los periodistas estarían encantados. Titulares sensacionalistas. Supongo que Daintry sería el único que estuviese satisfecho. Es un verdadero rigorista en cuanto a hacer las cosas a la manera legal.

—Aquí llega —dijo sir John Hargreaves.

Daintry subía la gran escalinata en dirección a ellos, lentamente. Quizá deseaba comprobar la solidez de cada uno de los escalones, como si fuesen otras tantas pruebas circunstanciales.

—Ojalá supiera cómo empezar.

—¿Por qué no como lo hiciste conmigo…? Un tanto brutalmente…

—¡Ah, pero él no tiene tu piel de elefante, Emmanuel!

3

Las horas parecían estirarse. Castle intentó leer, pero ningún libro lograba aliviar la tensión de sus nervios. Entre un párrafo y otro le perseguía la idea de que, en algún lugar de la casa, había dejado algo que podía acusarle. Había mirado todos los libros de todos los estantes; ni uno solo de ellos sirvió nunca para codificar un mensaje. Guerra y paz había sido convenientemente destruido. Había retirado de su estudio todas las hojas usadas de papel carbón, por inocentes que fueran, y las había quemado. La lista telefónica de su escritorio no contenía nada que fuese más secreto que los números del carnicero y del dentista. Sin embargo, estaba seguro de que en alguna parte tenía que haber algún indicio que había olvidado. Recordó a los dos hombres de la sección especial que registraron el piso de Davis; recordó las líneas que Davis había marcado con una «c» en el Browning de su padre. En esta casa no encontrarían huellas de amor. Él y Sarah nunca habían intercambiado cartas de amor… En Sudáfrica habrían sido la prueba de un delito.

Nunca había pasado un día tan largo y tan solitario. No tenía hambre, aunque sólo Sam había desayunado, pero se dijo a sí mismo que no podía saber lo que iba a ocurrir antes de la noche, ni dónde comería la próxima vez. Se sentó en la cocina ante un plato de jamón frío, pero sólo había comido una tajada cuando se dio cuenta de que era hora de sintonizar el noticiario de la una. Lo escuchó hasta el final, hasta la última nota sobre fútbol, porque nunca se puede estar seguro de que no agregarán alguna noticia de última hora.

Naturalmente, no dijeron nada que ni remotamente se relacionase con él. Ni siquiera una referencia al joven Halliday. No era probable que dijeran nada. A partir de ahora su vida sería totalmente a puerta cerrada. Para ser un hombre que durante muchos años se había ocupado de lo que se llama información secreta, se sentía extrañamente aislado. Tuvo la tentación de repetir su SOS urgente, pero ya había sido una imprudencia haberlo hecho por segunda vez desde su casa. No tenía idea de dónde sonaba la señal, pero los que controlaban su teléfono muy bien podrían rastrear la llamada. El presentimiento que tuvo la noche anterior de que toda comunicación estaba cortada, de que había sido abandonado, crecía por momentos.

Le dio a Buller lo que quedaba de jamón, y el perro le recompensó dejando un hilo de saliva sobre sus pantalones. Hacía tiempo que tendría que haberlo sacado, pero se resistía a dejar las cuatro paredes de la casa, ni siquiera para ir al jardín. Si llegaba la policía quería ser detenido en su hogar, no a la intemperie y con las vecinas espiando a través de las ventanas. Arriba, en un cajón de al lado de la cama, tenía el revólver cuya existencia nunca había reconocido ante Davis, un revólver relativamente legal que databa de su época de Sudáfrica. Por allí, casi todos los blancos poseían un arma. Al comprarlo sólo había cargado la recámara, para evitar un disparo de primer impulso y el cartucho no se había movido de allí desde hacía siete años. Pensó: «si la policía irrumpe, puedo usarlo contra mí mismo». Pero sabía muy bien que, en su caso, el suicidio estaba descartado. Le había prometido a Sarah que algún día volverían a reunirse.

Leyó, encendió el televisor, reanudó la lectura. Le asaltó una idea delirante: coger un tren para Londres, ir a ver al padre de Halliday y pedirle noticias de su hijo. Pero tal vez ya estaban vigilando su casa y la estación. A las cuatro y media, mientras avanzaba el gris atardecer, sonó el teléfono por segunda vez y, con una absoluta falta de lógica, lo descolgó. Casi esperaba oír la voz de Boris, aunque sabía muy bien que éste nunca correría el riesgo de llamarle a su casa.

La severa voz de su madre le llegó como si estuviera en la misma habitación:

—¿Maurice?

—Sí.

—Me alegro de que estés ahí. Sarah parecía creer que tal vez te habrías ido de viaje.

—No, todavía estoy aquí.

—¿Qué es toda esta insensatez, qué ocurre entre vosotros?

—No es ninguna insensatez, mamá.

—Le dije que tenía que dejar a Sam conmigo y volver inmediatamente.

—Pero no lo hará, ¿verdad? —inquirió con pánico: una segunda separación le parecía imposible de soportar.

—Se niega a ir. Dice que tú no le permitirías entrar. Esto es absurdo, por supuesto.

—No es nada absurdo. Si ella viniera yo me iría.

—¿Qué demonios ha ocurrido entre vosotros?

—Algún día lo sabrás.

—¿Estás pensando en el divorcio? Eso sería un desastre para Sam.

—Por el momento sólo es una separación. Deja que las cosas reposen un tiempo, mamá.

—No comprendo nada. Y detesto todo lo que no comprendo. Sam quiere saber si le has dado de comer a Buller.

—Dile que sí.

La señora Castle colgó. Él se preguntó si, en algún lugar, se habría grabado aquella conversación. Necesitaba un whisky, pero la botella estaba vacía. Bajó a lo que en otros tiempos había sido una carbonera, y donde ahora guardaba el vino y los licores. La rampa de caída del carbón había sido convertida en una especie de ventana inclinada. Levantó la vista y sobre el pavimento vio el reflejo de la luz de un farol y las piernas de alguien que parecía estar apoyado en él.

Aquellas piernas no vestían de uniforme, aunque naturalmente podían pertenecer a un agente de paisano de la sección especial. Quienquiera que fuese, se había situado con bastante evidencia frente a la puerta, aunque, por supuesto, el objetivo del vigilante podía consistir en asustar a Castle para obligarle a realizar algún acto imprudente. Buller le había seguido escaleras abajo. También él advirtió las piernas y comenzó a ladrar. Parecía peligroso, sentado sobre sus ancas y con el hocico levantado, pero si las piernas hubieran estado lo bastante cerca, no las habría mordido: las habría llenado de baba. Mientras los dos estaban allí, las piernas desaparecieron de la vista y Buller gruñó decepcionado: había perdido la oportunidad de hacer un nuevo amigo. Castle encontró una botella de J & B (le pasó por la mente la idea de que el color del whisky ya no tenía ninguna importancia) y subió la escalera con ella, pensando: si no me hubiera desprendido de Guerra y paz ahora tendría tiempo de leer algunos capítulos sólo por el placer de hacerlo.

Le asaltó de nuevo la inquietud, que le condujo hasta el dormitorio para registrar las cosas de Sarah en busca de cartas viejas, aunque no podía imaginar que alguna vez había escrito cartas que ahora pudieran resultar acusatorias. Pero, en manos de la sección especial, tal vez la referencia más inocua podía quedar desvirtuada para demostrar que Sarah era culpable de complicidad. A Castle se le ocurrió que quizá deseaban precisamente eso… En casos semejantes siempre aflora un horrible deseo de venganza. No encontró nada… Cuando dos se aman y están juntos, las viejas cartas tienden a perder su valor. Alguien tocó el timbre de la puerta. Se puso de pie, escuchó. Y volvió a oírlo sonar una segunda vez, y luego una tercera. Se dijo que su visitante no se dejaría engañar por el silencio y que era una tontería no abrir la puerta. Si, después de todo, no habían cortado la línea, podía ser que fuese un mensaje, o unas instrucciones. Sin saber por qué, sacó del cajón el revólver, cargado con su única bala, y lo guardó en el bolsillo de su chaqueta.

En el vestíbulo volvió a vacilar. Las vidrieras de colores de la parte alta de la puerta proyectaban rombos amarillos, verdes y azules sobre el suelo. Pensó que si llevaba el revólver en la mano al abrir la puerta, el policía tendría derecho a dispararle en defensa propia: sería una solución fácil; nunca se exhibirían públicamente pruebas contra un muerto. Después se reprendió a sí mismo, diciéndose que ninguno de sus actos debía estar dictado por la desesperación ni por la esperanza. Dejó el revólver en el bolsillo y abrió la puerta.

—¡Daintry! —exclamó; no esperaba ver un rostro conocido.

—¿Puedo pasar? —preguntó Daintry, con voz tímida.

—Por supuesto.

Repentinamente, Buller surgió de su escondrijo.

—No es peligroso —aclaró Castle cuando vio que Daintry retrocedía. Retuvo a Buller por el collar y éste dejó caer su baba entre ambos, como un novio torpe podría dejar caer al suelo la alianza—. ¿Qué hace usted aquí, Daintry?

—Pasaba cerca y se me ocurrió hacerle una visita.

La excusa era tan manifiestamente falsa que Castle tuvo pena por Daintry. El coronel no se parecía en nada a aquellos inquisidores suaves, llenos de una amabilidad asesina, que instruía el MI-5. Era un mero funcionario de la Seguridad en quien se podía confiar para que velase por el estricto cumplimiento de las reglas y para que registrase carteras de mano.

—¿Quiere una copa?

—Me gustaría —la voz de Daintry era ronca, por lo que agregó, como si tuviera que presentar una excusa por todo—. Está una noche muy fría y muy húmeda.

—No he salido en todo el día.

—¿No?

Castle pensó: he metido la pata si la llamada telefónica de esta mañana venía de la oficina… Se apresuró a decir:

—Excepto para sacar al perro al jardín.

Daintry cogió el vaso de whisky y lo observó largo rato. A continuación paseó la mirada por la sala, como un fotógrafo de prensa que toma rápidas instantáneas. Casi era posible oír el chasquido de sus párpados.

—Espero no molestarle. Su esposa…

—No está aquí. Estoy completamente solo. Excepto Buller, por supuesto.

—¿Buller?

—El perro.

El profundo silencio de la casa se había multiplicado con las dos voces que lo rompían alternativamente para musitar frases intrascendentes.

—Supongo que no habré aguado demasiado su whisky —dijo Castle, aunque Daintry todavía no había bebido—. Pensaba en otra cosa.

—No, no. Me gusta así.

El silencio cayó de nuevo, como cae el pesado telón metálico de un teatro. Castle abrió el fuego con una confidencia:

—El caso es que me enfrento con un problema —le pareció un momento útil para establecer la inocencia de Sarah.

—¿Un problema?

—Mi mujer me ha dejado. Con mi hijo. Se ha ido a casa de mi madre.

—¿Quiere decir que han reñido?

—Sí.

—Lo siento mucho —dijo Daintry—. Es terrible cuando ocurren estas cosas —parecía estar describiendo una situación tan inevitable como la muerte—. ¿Recuerda la última vez que nos vimos… en la boda de mi hija? Fue muy amable de su parte acompañarme después a casa de mi mujer. Me alegré de tenerle a mi lado. ¡Pero rompí una de sus lechuzas!

—Sí. Lo recuerdo.

—Creo que ni siquiera le di las gracias por haberme acompañado. Era un sábado. Como hoy. Ella estaba furiosa. Mi mujer, quiero decir. Por lo de la lechuza.

—Tuvimos que irnos bruscamente por lo de Davis.

—Sí, pobre hombre.

Volvió a caer el telón metálico como a continuación de una anticuada frase efectista. Pronto empezaría el último acto. Era el momento de ir al bar. Ambos bebieron al mismo tiempo.

—¿Qué piensa de su muerte? —inquirió Castle.

—No sé qué pensar. Para decirle la verdad, trato de no pensar en ello.

—Creen que era culpable de una filtración en mi sección, ¿no?

—Ellos no hacen demasiadas confidencias a un funcionario de la Seguridad. ¿Qué le hace creer eso?

—No corresponde a la manera de proceder normal el que los de la sección especial practiquen un registro cuando uno de nosotros muere.

—No, evidentemente no.

—¿También a usted le pareció extraña su muerte?

—¿Por qué me lo pregunta?

¿Habremos invertido nuestros papeles?, pensó Castle. ¿Seré yo quien le interrogue a él?

—Acaba de decirme que trataba de no pensar en su muerte.

—¿De veras? No sé lo que quería decir. Tal vez sea un efecto de su whisky. No lo aguó, precisamente.

—Davis nunca divulgó nada a nadie —aseguró Castle.

Castle tuvo la impresión de que Daintry observaba el lugar en que su bolsillo, con el peso del revólver, descansaba sobre el cojín del sillón.

—¿Lo sabe usted?

—Lo sé.

No podía haber dicho nada que le acusase más plenamente. Después de todo, tal vez Daintry no era tan mal investigador, y la timidez y la torpeza que había demostrado formaban parte de un nuevo método que situaría su preparación técnica en un nivel más elevado que la de los del MI-5.

—¿Lo sabe?

—Sí.

Se preguntó qué haría Daintry. Carecía de autoridad para detenerle. Tendría que encontrar un teléfono y consultar a la oficina. El teléfono más cercano estaba en la comisaría del final de King’s Road… Porque sin duda no tendría la desfachatez de pedirle que le permitiera usar el suyo. ¿Había identificado el bulto que llevaba en el bolsillo? ¿Tenía miedo? Cuando se marche, tendré tiempo de huir, pensó Castle. Si tuviera un lugar a dónde huir. Pero huir sin destino, sólo para retrasar el momento de la captura, era un acto de pánico. Prefería aguardar donde estaba… Esto, al menos, tendría una cierta dignidad.

—Siempre he dudado en decirle la verdad —apuntó Daintry.

—Entonces ¿confiaron en usted?

—Únicamente para los controles de seguridad. Era yo quien tenía que ocuparme de ellos.

—Para usted fue un mal día, ¿no es cierto? Primero rompe aquella lechuza; y luego el espectáculo de Davis muerto en su cama.

—No me gustó lo que dijo el doctor Percival.

—¿Qué fue?

—Dijo: «Yo no esperaba que ocurriera esto».

—Sí. Ahora lo recuerdo.

—Aquello me abrió los ojos —explicó Daintry—. Comprendí lo que habían hecho.

—Habían sacado conclusiones con excesiva precipitación. No investigaron a fondo las demás posibilidades.

—¿Se refiere a usted mismo?

No se lo voy a poner tan fácil, reflexionó Castle; no lo confesaré palabra por palabra, por muy eficaz que sea su nueva técnica.

—O a Watson —insinuó.

—Ah, sí, había olvidado a Watson.

—Todo lo de nuestra sección pasa por sus manos. Naturalmente, también está 69300, en Lourenço Marques. No pueden verificar fácilmente sus cuentas. ¿Quién sabe si no tiene una cuenta bancaria en Rhodesia o en África del Sur?

—Es verdad —reconoció Daintry.

—Y nuestras secretarias. No sólo pueden estar implicadas nuestras secretarias personales. Todas pertenecen a un equipo. No me dirá que no sucede nunca que una chica vaya al lavabo sin guardar bajo llave el telegrama que estaba descifrando o el informe que mecanografiaba.

—Le comprendo. Ya pensé en ello. Yo mismo investigué el equipo de secretarias. Siempre ha habido muchas negligencias.

—La negligencia también puede venir de más arriba. La muerte de Davis puede ser un ejemplo de negligencia criminal.

—Si él no era culpable, fue un asesinato —concluyó Daintry—. No tuvo la oportunidad de defenderse, de recurrir a un consejo jurídico. Ellos tenían miedo del efecto que un juicio podía causar en los norteamericanos. El doctor Percival me habló de unos compartimientos…

—¡Ah, sí! —intervino Castle—. Conozco esa canción. La he oído muchas veces. Bueno, Davis sí que está ahora en un compartimiento…

Castle tenía conciencia de que los ojos de Daintry seguían fijos en su bolsillo. ¿Fingía estar de acuerdo con él para poder llegar sin peligro hasta su coche?

—Usted y yo estamos cometiendo el mismo error… Sacamos unas conclusiones precipitadas —prosiguió Daintry—. Tal vez Davis era culpable. ¿Por qué está tan seguro de que no lo era?

—Basta con buscar los móviles —dijo Castle.

Vaciló, retrocedió luego, pero se había sentido fuertemente tentado a responder: «Porque la filtración procede de mí». Para entonces ya estaba seguro de que la línea estaba cortada y de que no podía esperar ninguna ayuda, de modo que no tenía sentido retrasar la cuestión. Le gustaba Daintry, sentía simpatía por él desde el día de la boda de su hija. A sus ojos se había vuelto repentinamente humano ante la lechuza hecha añicos, en la soledad de su matrimonio, hecho añicos también. Si alguien había de recoger los laureles de su confesión, le gustaría que fuera Daintry. Entonces, ¿por qué no ceder y entregarse sin andar por las ramas, como suele decir la policía? Se preguntó si no estarían prolongando el juego sólo por tener compañía, para evitar la soledad de una casa y la soledad de una celda.

—Supongo que el motivo de Davis habría podido ser el dinero —aventuró Daintry.

—A Davis no le importaba nada el dinero. Tenía lo que necesitaba para apostar un poco en las carreras y darse el placer de un buen oporto. No, hay que analizar las cosas un poco más a fondo.

—¿Qué quiere usted decir?

—Si nuestra sección es la sospechosa, las filtraciones sólo pueden referirse a África.

—¿Por qué?

—Hay muchas más informaciones que pasan por el Servicio antes de ser transmitidas por nosotros y que deben tener más interés para los rusos. Pero, si la filtración se hubiera producido allí, ¿no comprende que las demás secciones también serían sospechosas? De modo que la filtración sólo puede referirse a nuestro sector de África.

—Sí —convino Daintry—; comprendo.

—Eso parece indicar… bueno, si no exactamente una ideología (no hay por qué buscar necesariamente a un comunista), por lo menos una fuerte adhesión a África… o a los africanos. Y dudo que Davis haya conocido a un africano en toda su vida —hizo una pausa y luego añadió, con deliberación y no sin cierto sentimiento de complacencia en el peligroso juego—: Excepto a mi mujer y a mi hijo, naturalmente —estaba poniendo los puntos sobre las íes, pero no pensaba también ponerles las barras a las tes—. 69300 ha estado demasiado tiempo en Lourenço Marques. Nadie sabe qué amistades ha consolidado… Tiene sus agentes africanos, muchos de ellos comunistas —después de tantos años de simulación empezaba a disfrutar del juego—. Igual que yo los tenía en Pretoria —sonrió—. Como usted sabe, hasta C siente cierto amor por África.

—¡Ah, está bromeando!

—Claro que estoy bromeando. Pero quiero demostrarle lo poco que tenían contra Davis comparado con otros, como yo mismo, o 69300… o todas esas secretarias de las que no sabemos nada.

—Han sido investigadas exhaustivamente.

—Por supuesto, lo han sido. Tenemos los nombres de sus amantes en sus fichas, al menos de los amantes de aquel momento preciso. Pero hay chicas que cambian de amante como de ropa.

—Ha mencionado usted a una serie de sospechosos, pero está absolutamente seguro en lo que se refiere a Davis —con tono quejumbroso, agregó—: Usted tiene la suerte de no ser funcionario de la Seguridad. Yo estuve al borde de la renuncia después del funeral de Davis. Ojalá lo hubiera hecho.

—¿Por qué no lo hizo?

—¿A qué podría haberme dedicado para matar el tiempo?

—Podría haber coleccionado números de placas de automóviles. Yo lo hice en una ocasión.

—¿Por qué riñó con su mujer? —preguntó Daintry—. Perdone. No es asunto de mi incumbencia.

—Desaprobaba lo que hago.

—¿Se refiere a la Casa?

—No exactamente.

Castle sabía que el juego estaba tocando a su fin. Daintry había mirado subrepticiamente su reloj de pulsera. Dudó si sería un reloj de verdad o un micrófono camuflado. Quizá Daintry creía que había llegado al final de la cinta. ¿Le pediría permiso para ir al cuarto de baño y poder cambiarla?

—Tome otro whisky.

—No, será mejor que no lo haga. Tengo que conducir hasta mi casa.

Castle le acompañó hasta el vestíbulo; y Buller también. El perro lamentó ver que se iba un nuevo amigo.

—Gracias por la copa —dijo Daintry.

—Gracias por la ocasión de hablar de tantas cosas.

—No salga. Es una noche muy destemplada.

Pero Castle le acompañó bajo la fría llovizna. Vio las luces de un coche cincuenta metros calle abajo, frente a la comisaría.

—¿Es ése su coche?

—No. El mío está algo más arriba. Tuve que venir a pie porque desde el coche, con la lluvia, no veía los números.

—Buenas noches, entonces.

—Buenas noches. Espero que todo se arregle… Quiero decir con su esposa.

Castle permaneció bajo la lluvia lenta y fría el tiempo suficiente para saludar a Daintry con la mano cuando pasó ante él. Observó que el coche no se detenía frente a la comisaría, sino que giraba a la derecha y emprendía el camino de Londres. Claro que podía detenerse en el King’s Arms o en el Swan para utilizar el teléfono, pero aun en ese caso Castle dudaba que pudiera hacer un informe muy claro. Probablemente querrían escuchar la cinta antes de tomar una decisión… Ahora Castle estaba convencido de que el reloj ocultaba un micrófono. Por supuesto, la estación del ferrocarril podía estar ya vigilada, y advertidos los funcionarios de inmigración de los aeropuertos. Algún hecho se había producido, a juzgar por la visita de Daintry. El joven Halliday debía de haber empezado a confesar; de lo contrario, nunca habrían enviado a Daintry a visitarle.

Desde la puerta, miró calle arriba y calle abajo. No se advertía ninguna clase de vigilancia, pero las luces del coche aparcado frente a la comisaría seguían brillando a través de la cortina de agua. No parecía un coche policial. La policía —suponía que incluso los de la Sección especial— tenía que conformarse con los de fabricación inglesa, y aquél… no estaba seguro, pero parecía un Toyota. Recordó el Toyota de la carretera de Ashridge. Trató de distinguir el color, pero la lluvia lo oscurecía. No era posible diferenciar el rojo del negro a través de la llovizna que estaba empezando a transformarse en granizo menudo. Entró en casa, y por primera vez se atrevió a albergar esperanzas.

Llevó los vasos a la cocina y los lavó cuidadosamente. Parecía como si estuviese quitando las huellas digitales de su desesperación. Luego preparó otros dos vasos en la sala y dejó, al fin, que su esperanza creciese. Era un brote tierno y necesitaba mucho aliento; pero se repitió a sí mismo que el coche era, sin duda alguna, un Toyota. No se permitió pensar en cuántos Toyotas había en la región, sino que se dispuso a esperar, pacientemente, a que sonara el timbre. Se preguntó quién sería el que iba a llegar y a ocupar el lugar de Daintry en el umbral. No sería Boris, de eso estaba seguro; y tampoco el joven Halliday, que había salido bajo fianza y probablemente ya estaba profundamente ocupado con los hombres de la Sección especial.

Volvió a la cocina y le sirvió un plato de galletas a Buller… Tal vez transcurriría mucho tiempo hasta que el perro volviese a comer. El reloj de la cocina tenía un tictac muy estrepitoso que parecía hacer más lento el tiempo. Si realmente había un amigo en el Toyota, se estaba tomando mucho tiempo para aparecer.

4

El coronel Daintry entró al patio del King’s Arms y se detuvo. Sólo había otro coche estacionado allí. Permaneció un rato sentado ante el volante, preguntándose si debía telefonear ahora y, en tal caso, qué tendría que decir. Una secreta cólera le había invadido durante su almuerzo con C y el doctor Percival en el Reform. Hubo momentos en que estuvo a punto de apartar su plato de trucha ahumada y de decir: «Renuncio. Ya no quiero tener nada que ver con su maldita Casa». Estaba harto de misterios continuos, de errores que tenían que ser encubiertos y no admitidos. Un hombre cruzó el patio desde el lavabo exterior, silbando una discordante melodía y abotonándose la bragueta en la protección de la oscuridad. Entró en el bar. Daintry pensó: Ellos mataron mi matrimonio con sus misterios. Durante la guerra se había luchado por una causa sencilla… mucho más sencilla que aquella por la que su padre tuvo que luchar. El káiser no había sido un Hitler. Pero en la guerra fría que ahora libraban era posible, como en la del káiser, discutir quiénes eran los buenos y quiénes los malos. No había nada lo bastante claro en la causa para justificar el asesinato por equivocación. Volvió a encontrar en la inhospitalaria sala de su casa, cruzando el zaguán, entrando en la habitación donde su padre y su madre estaban cogidos de la mano.

—Dios sabe lo que hace —dijo su padre recordando Jutlandia y al almirante Jellicoe.

Su madre dijo:

—Querido hijo, a tu edad es difícil encontrar otro trabajo.

Daintry apagó las luces del coche y avanzó, en medio de la densa lluvia, hacia el bar. Pensó: Mi mujer tiene dinero suficiente, mi hija está casada; y yo podría arreglármelas para vivir con mi pensión.

En aquella fría y húmeda noche sólo había un hombre en la barra. Tomaba una pinta de cerveza amarga.

—Buenas noches, señor —dijo como si fueran antiguos conocidos.

—Buenas noches. Un whisky doble —pidió Daintry.

—Si es que así puede llamársele —dijo el parroquiano mientras el barman se volvía y sostenía un vaso debajo de una botella de Johnnie Walker.

—¿Llamar a qué?

—Me refiero a la noche, señor. Aunque supongo que éste es el tiempo que cabe esperar en noviembre.

—¿Puedo utilizar su teléfono? —preguntó Daintry al barman.

El barman empujó el whisky por encima de la barra, con aire de fastidio. Con la cabeza señaló una cabina. Evidentemente era un hombre de pocas palabras. Estaba allí para escuchar lo que los clientes quisieran decir, y no para ser más comunicativo que lo estrictamente necesario, hasta que llegaba el momento, sin duda gozoso para él, de pronunciar la frase: «Es hora de cerrar, caballeros».

Daintry marcó el número del doctor Percival y mientras escuchaba la señal de línea ocupada trató de ensayar las palabras que quería emplear. «He visto a Castle… Está solo en casa… Ha tenido una disputa con su mujer… No hay nada que informar…». Colgaría de un golpe el auricular, como lo colgó ahora… Luego volvió a la barra, a su whisky y al hombre que insistía en entablar conversación con el barman.

—Hmmm —decía el barman—, hmmm —y agregaba—: Bien.

El parroquiano se volvió a Daintry y le incluyó en la charla.

—Ahora ni siquiera enseñan a los niños la aritmética básica. Le pregunté a mi sobrino de nueve años cuántos son cuatro por siete, ¿y cree que supo contestarme?

Daintry bebió su whisky con la mirada fija en la cabina telefónica, todavía tratando de elegir las palabras que iba a emplear.

—Veo que está de acuerdo conmigo —le dijo el parroquiano a Daintry—. ¿Y usted? —Preguntó al barman—. Su negocio se echaría a perder, si usted no supiera cuántos son cuatro por siete.

El barman limpió la cerveza que se había derramado en la barra y respondió:

—Hmmm.

—Sabrá, señor, que puedo adivinar muy fácilmente su profesión. No me pregunte cómo lo sé. Es una corazonada. Me viene de tanto estudiar las caras, supongo. Y la naturaleza humana. Por eso me encontró hablando de aritmética cuando volvió del teléfono. Ése es un tema (le dije al señor Barker aquí presente) del que el caballero debe tener una buena opinión. ¿No fueron ésas mis mismísimas palabras?

—Hmmm —respondió el señor Barker.

—Beberé otra cerveza, si no le molesta —el señor Barker le llenó el vaso—. A veces mis amigos me piden una demostración. Incluso hacen apuestas de vez en cuando. Es profesor (digo, refiriéndome a alguien que va en el metro), o químico y luego pregunto amablemente… Nunca se molestan cuando se lo explico… Y nueve veces de cada diez acierto. El señor Barker es testigo de lo que digo, ¿no es así, señor Barker?

—Hmmm.

—Ahora bien, señor, si me permite que juegue con ello, sólo para entretener al señor Barker en esta fría y húmeda noche… le diré que está al servicio del gobierno. ¿Tengo razón, señor?

—Si —concedió Daintry.

Daintry terminó su whisky y dejó el vaso en el mostrador. Volvería a intentar su llamada telefónica.

—Tibio, tibio, ¿no? —El parroquiano lo escrutó con ojos como cuentas—. Una especie de puesto confidencial. Usted sabe mucho más que el resto de nosotros acerca de muchas cosas.

—Tengo que telefonear —dijo Daintry.

—Espere un momento, señor. Sólo quiero mostrarle al señor Barker… —se secó un poco de cerveza de los labios con un pañuelo y acercó su rostro al de Daintry—. Usted se ocupa de cifras. Está en la Delegación de Contribuciones —Daintry se dirigió a la cabina telefónica—. Ya ve —le dijo el parroquiano al barman—, un tipo susceptible. No les gusta que les reconozcan. Probablemente es un inspector.

Esta vez Daintry obtuvo el tono de llamada y pronto oyó la voz del doctor Percival, blanda y tranquilizadora como si conservara el modo de hablar apropiado para dirigirse a un enfermo, aunque hacía mucho tiempo que ya no lo hacía.

—¿Diga? Soy el doctor Percival. ¿Quién habla?

—Daintry.

—Buenas noches, querido amigo. ¿Alguna novedad? ¿Dónde está?

—En Berkhamsted. He visto a Castle.

—Sí. ¿Cuál es su impresión?

La ira ocupó el lugar de las palabras que quería decir y las rompió en fragmentos como una carta que uno decide no enviar:

—Mi impresión es que ha asesinado usted al hombre que no correspondía.

—No hubo ningún asesinato —moduló el doctor Percival amablemente—, sino un error en la prescripción. Ese material no se había probado antes en un ser humano. Pero ¿qué le hace pensar que Castle…?

—Está seguro de que Davis era inocente.

—¿Le dijo eso? ¿Con esas palabras?

—Sí.

—¿Qué hace ahora?

—Espera.

—¿Espera qué?

—Que ocurra algo. Su mujer le ha abandonado, con el niño. Dice que han reñido.

—Ya hemos hecho circular un aviso —le informó el doctor Percival— a los aeropuertos… Y también a los puertos marítimos, naturalmente. Si intenta huir, tendremos pruebas prima facie… en espera de elementos más sólidos.

—Con Davis no esperaron a tener nada concreto.

—Esta vez C insiste en ello. ¿Qué hará usted ahora?

—Iré a mi casa.

—¿Le preguntó por las notas de Muller?

—No.

—¿Por qué?

—No fue necesario.

—Ha hecho un trabajo excelente, Daintry. Pero, dígame, ¿por qué cree que se le confió a usted de ese modo?

Daintry colgó el receptor sin responder y abandonó la cabina. El parroquiano dijo:

—Acerté, ¿no? Usted es un inspector de Contribuciones.

—Sí.

—Ya ve, señor Barker. He vuelto a apuntarme un tanto.

El coronel Daintry se acercó lentamente a su coche. Permaneció un rato en su interior, con el motor en marcha, observando cómo las gotas de lluvia se perseguían unas a otras por el parabrisas. A continuación salió del patio y tomó la dirección de Boxmoor, de Londres y del apartamento de St. James’s Street, donde le esperaba el Camembert del día anterior. Condujo lentamente. La cellisca de noviembre se había convertido en un auténtico diluvio con anuncios de granizo. Pensó: Bien, he cumplido con lo que llaman mi deber. Aunque iba camino de su casa y de la mesa ante la que se sentaría, para escribir su carta, junto al plato del Camembert, no tenía ninguna prisa por llegar. A su juicio, el acto de dimitir ya era un hecho cumplido. Se dijo a sí mismo que ahora era un hombre libre, que ya no tenía deberes ni obligaciones. Pero nunca había tenido una sensación de soledad tan absoluta como en aquel momento.

5

Sonó el timbre. Castle lo había aguardado largo tiempo y, sin embargo, vaciló en acercarse a la puerta; ahora le parecía que había sido absurdamente optimista. Seguramente que, a estas horas, el joven Halliday ya había hablado; el Toyota no era más que uno entre miles de Toyotas. Con toda seguridad la Sección especial había aguardado a que estuviera solo y sabía lo estúpidamente indiscreto que se había mostrado con Daintry. Volvió a sonar el timbre. Y luego lo hizo por tercera vez; no le quedaba más remedio que abrir. Se aproximó a la puerta con la mano sobre el revólver que llevaba en el bolsillo, aunque sabía que no le sería mucho más útil que una pata de conejo. Es imposible salir de una isla abriéndose paso a tiros. Buller le proporcionó cierta ridícula ayuda gruñendo fieramente. Pero Castle sabía que, en cuanto se abriera la puerta, el perro le demostraría su amistad a quienquiera que fuese el visitante. No logró ver nada a través de la vidriera de colores, chorreante de lluvia. Ni siquiera al abrir la puerta distinguió mucho más: sólo una figura encorvada.

—¡Es una noche glacial! —se lamentó en la oscuridad una voz conocida.

—Señor Halliday… No le esperaba.

Castle pensó: Ha venido a pedirme ayuda para su hijo. ¿Pero qué puedo hacer yo?

—Buen muchacho, buen muchacho —dijo el casi invisible señor Halliday, nervioso, a Buller.

—Pase, es inofensivo —le aseguró Castle.

—Ya veo que es un perro muy bueno.

El señor Halliday entró cautamente, pegado a la pared, y Muller meneó lo que le quedaba de cola y babeó.

—Como ve, señor Halliday, es amigo de todo el mundo. Quítese el abrigo. Siéntese y tome un whisky.

—No soy un gran bebedor, pero no diré que no.

—He oído por la radio lo de su hijo y lo siento mucho. Seguramente usted estará muy inquieto.

El señor Halliday siguió a Castle a la sala y dijo:

—Él se lo buscó, señor. Y quizá le sirva de lección. La policía le ha requisado una gran cantidad de materiales de su tienda. El inspector me mostró una o dos de las cosas que se llevaron y eran francamente repugnantes. Pero, como le dije al inspector, no creo que mi hijo leyera esas cosas.

—Espero que la policía no le haya molestado a usted.

—¡Oh, no! Como ya le he dicho, señor, creo que me tienen lástima. Saben que me ocupo de un tipo de negocio muy distinto.

—¿Tuvo la oportunidad de darle mi carta?

—¡No, no, señor! Me pareció más sensato no hacerlo, dadas las circunstancias. Pero no se preocupe. He transmitido el mensaje a donde corresponde.

Halliday tomó un libro que Castle había estado tratando de leer y miró el título.

—¿Qué demonios quiere decir?

—Bueno, señor, creo que usted siempre estuvo un tanto engañado. Mi hijo nunca se ocupó de los mismos asuntos que usted. Pero ellos juzgaron que era preferible (en caso de que se presentaran problemas) que usted lo creyera… —se inclinó y se calentó las manos en la estufa de gas y levantó una mirada de divertida astucia—. Bien, señor, tal como están las cosas, hemos de sacarle de aquí sin tardar mucho.

Castle se sintió realmente sorprendido al comprender lo poco que habían confiado en él incluso aquellos que tenían más razones para confiar.

—Permítame preguntarle, señor, dónde están exactamente su esposa y su hijo. Tengo órdenes…

—Esta mañana, cuando escuché las noticias sobre su hijo, los envié fuera. A casa de mi madre. Ésta cree que hemos reñido.

—¡Ah, bien! Una dificultad menos.

El viejo señor Halliday, después de haberse calentado suficientemente las manos, empezó a pasearse por la habitación, inspeccionando con la mirada los estantes de la librería:

—Le pagaré por todo un precio tan alto como cualquier otro librero. Veinticinco libras… es lo que le permitirán sacar del país. Llevo encima las facturas. Sus libros están en la línea de mi librería. Los Clásicos Universales y los Everyman. No los han vuelto a reimprimir como tendrían que haber hecho. Y en los pocos casos de reimpresión, ¡qué precios!

—Creí que teníamos prisa.

—Algo que he aprendido en los últimos cincuenta años es a tomarme las cosas con calma —puntualizó el señor Halliday—. Cuando uno empieza a precipitarse, en seguida comete errores. Cuando le quede media hora para hacer algo, dígase siempre que le quedan tres. ¿Habló de un whisky, señor?

—Si tenemos tiempo… —Castle llenó dos vasos.

—Tenemos tiempo. Supongo que habrá preparado todo lo necesario.

—Sí.

—¿Qué hará con el perro?

—Dejarlo aquí, supongo. No había pensado en ello… Tal vez usted pudiera llevarlo a un veterinario.

—No sería prudente, señor. Una conexión entre usted y yo… no es aconsejable. Supongamos que siguieran el rastro del perro. De cualquier manera, tenemos que lograr que no moleste durante algunas horas. ¿Es ladrador cuando se queda solo?

—Lo ignoro. No solemos dejarlo solo.

—Estoy pensando en las quejas de los vecinos. Cualquiera podría telefonear a la policía. Y no tenemos necesidad de que vengan y encuentren la casa vacía.

—Pronto la encontrarán, de todos modos.

—No tendrá ninguna importancia cuando usted ya esté en el exterior. Es una pena que su esposa no se haya llevado el perro.

—No podía. Mi madre tiene un gato. Buller mata a los gatos en cuanto les echa el ojo.

—Sí, estos bóxers no son muy amables; con los gatos, se entiende. Yo también tengo un gato —el señor Halliday jugueteó con las orejas de Buller y éste lo babeó—. Es lo que le decía. Si uno se apresura, se olvida de los detalles. Como el del Perro, por ejemplo. ¿Tiene sótano?

—No es a prueba de ruidos, si está pensando en dejarlo encerrado allí.

—Creo notar, señor, que en el bolsillo derecho lleva un arma… ¿Me equivoco?

—Pensé que si venía la policía… Sólo tiene una bala.

—¿El golpe de la desesperación?

—Aún no estaba decidido a usarlo.

—Le aconsejo que me lo entregue, señor. En caso de que nos detengan, al menos yo tengo licencia. A causa de la ola de atracos en las tiendas que hay en estos tiempos. ¿Cómo se llama, señor? Me refiero al perro.

Buller.

—Ven aquí, Buller, ven aquí. Así, eres un buen perro —Buller apoyó el hocico en las rodillas del señor Halliday—. Buen perro, Buller, buen perro. Tú no quieres originarle ningún problema a un amo tan bueno como el que tienes, ¿verdad? —Buller agitó el muñón de su cola—. Dicen que los animales saben si uno los quiere —rascó a Buller detrás de las orejas y el perro manifestó su contento—. Ahora, señor, si no le molesta darme el revólver… ¿Así que tú matas gatos, eh? Ah, eres un pícaro.

—Oirán el disparo —dijo Castle.

—Bajaremos al sótano. Nadie presta atención a un solo disparo. Creerán que es un tubo de escape.

—No irá con usted.

—Veamos. Ven, Buller, muchacho. Vamos a dar un paseo. Un paseíto, Buller.

—Ya ve, no quiere ir con usted.

—Ya es hora de irnos, señor. Será mejor que baje conmigo. Quería ahorrárselo.

—No quiero ahorrarme esto.

Castle abría camino por la escalera del sótano. Detrás iba Buller y, pisándole los talones, el señor Halliday.

—Yo no encendería la luz, señor, porque un disparo y una luz que se apaga podrían despertar la curiosidad.

Castle cerró lo que en otros tiempos había sido rampa para el carbón.

—Ahora, señor, si me da el revólver…

—No, lo haré yo.

Castle sacó el revólver y apuntó a Buller. Éste, siempre dispuesto a jugar y probablemente confundiendo la boca del arma con un hueso de goma, apretó sus mandíbulas alrededor y tironeó. Castle tuvo que apretar dos veces el gatillo recordando que la primera recámara estaba vacía. Sintió unas náuseas.

—Tomaré otro whisky antes de irme —dijo.

—Se lo merece, señor. Es extraño cuánto se puede llegar a querer a un estúpido animal. Mi gato…

—Yo no quería mucho a Buller. Pero… bueno, yo, nunca había matado nada…

6

—Es difícil conducir con esta lluvia —observó el señor Halliday, rompiendo un largo silencio: la muerte de Buller había anudado sus lenguas.

—¿A dónde nos dirigimos? ¿A Heathrow? Los funcionarios de inmigración ya deben de estar al acecho.

—Lo llevaré a un hotel. Si abre la guantera, señor, encontrará una llave. Habitación 423. Todo lo que tiene que hacer es subir en el ascensor directamente. No pase por recepción. Espere en su habitación hasta que alguien vaya a buscarlo.

—Suponga que una camarera…

—Cuelgue de la puerta el cartel de «por favor, no molesten».

—Después…

—Ya no sé más, señor. Éstas son todas las instrucciones que recibí.

Castle se preguntó cómo afectaría a Sam la noticia de la muerte de Buller. Sabía que nunca se lo perdonaría.

—¿Cómo se mezcló en esto? —le preguntó al señor Halliday.

—No me mezclé, señor. He sido miembro del Partido (en la sombra, podríamos decir) desde que era un muchacho. Ingresé en el ejército a los diecisiete años… como voluntario. Falsifiqué mi edad. Creí que me enviarían a Francia, pero me mandaron a Arkhangelsk. Estuve cuatro años prisionero. Vi mucho y aprendí mucho en aquellos cuatro años.

—¿Cómo le trataron?

—Fue duro, pero un muchacho soporta muchas cosas. Y siempre había alguno que se mostraba amable. Aprendí un poco de ruso, lo suficiente para servir de intérprete, y me daban libros cuando no podían darme comida.

—¿Libros comunistas?

—Por supuesto, señor. Un misionero me habría dado la Biblia, ¿no?

—De modo que usted es uno de los que tienen fe…

—He llevado una vida muy solitaria, tengo que reconocerlo. Como comprenderá, nunca puedo asistir a mítines ni sumarme a las manifestaciones. Ni siquiera mi hijo lo sabe. Cuando pueden me utilizan en pequeñas misiones… como en su caso, señor. Más de una vez he ido a recoger cosas de su buzón. Fue un día feliz el que le vi entrar en mi tienda por primera vez. Me sentí menos solo.

—¿Nunca flaqueó, Halliday? Quiero decir… Stalin, Hungría, Checoslovaquia.

—De joven vi lo suficiente en Rusia… y también en Inglaterra durante la Depresión, cuando volví… para estar inmunizado contra los pequeños accidentes de esa clase…

—¿Pequeños?

—Si me permite que se lo diga, señor, su conciencia es selectiva. Yo podría decirle Hamburgo, Dresde, Hiroshima. ¿Es que esos accidentes no hicieron temblar su fe en lo que ustedes llaman democracia? Aunque quizá sí; de lo contrario no estaría ahora conmigo.

—Aquello era la guerra.

—Los míos están en guerra desde 1917.

Castle escudriñó en la noche húmeda entre uno y otro movimiento de los limpiaparabrisas.

—¡Me está llevando a Heathrow!

—No exactamente —el señor Halliday apoyó en la rodilla de Castle una mano tan liviana como una hoja de otoño en el bosque de Ashridge—. No se inquiete, señor. Ellos le protegen. Le envidio. No me extrañaría que pronto le viera Moscú.

—¿Nunca ha estado en Moscú?

—Nunca. Lo más cerca que estuve fue en el campo de concentración de Arkhangelsk. ¿Ha visto usted Las tres hermanas? Yo sólo la he visto una vez, pero siempre recordaré lo que dice una de ellas en el drama y lo que yo me digo a mí mismo por las noches cuando no puedo dormir. «Vender la casa, terminar con todo lo que es de aquí, y partir para Moscú…».

—Encontraría usted un Moscú muy diferente del de Chéjov.

—Hay otra cosa que dice una de esas hermanas: «Las gentes felices no notan si es invierno o es verano. Si yo viviera en Moscú, no me importaría nada el tiempo que hace». Cuando me siento deprimido, me digo a mí mismo que Marx tampoco conoció Moscú. Miro al otro lado de Old Compton Street y pienso que Londres sigue siendo el Londres de Marx. El Soho, el Soho de Marx. En este lugar se imprimió por primera vez el Manifiesto Comunista —inesperadamente apareció un camión en medio de la lluvia, patinó, estuvo a punto de estrellarse contra ellos y prosiguió indiferentemente su camino—. ¡Malditos camioneros! —gritó el señor Halliday—. Saben que no les puede pasar nada, con esos mastodontes. Tendrían que imponer graves castigos a quienes conducen peligrosamente. Eso es lo que no iba bien en Hungría y en Checoslovaquia… era una conducción peligrosa. Dubcek era un camionero… Así de sencillo.

—Para mí no es tan sencillo. Nunca he tenido deseos de terminar en Moscú.

—Imagino que le resultará un tanto extraño, no siendo usted uno de los nuestros. Pero no debe preocuparse. No sé lo que ha hecho por nosotros, pero tiene que ser importante. Le protegerán, puede estar seguro de ello. No me sorprendería que le dieran la Orden de Lenin o que emitieran un sello de correos con su efigie, como Sorge.

—Sorge era comunista.

—A mí me enorgullece pensar que se encuentra camino de Moscú en mi viejo armatoste.

—Aunque rodásemos juntos un siglo, Halliday, no lograría convertirme.

—No estoy tan seguro. Al fin y al cabo, ha hecho usted mucho por ayudarnos.

—Sólo en África, eso es todo.

—Exactamente, señor. Está en camino. Hegel diría que África es la tesis. Usted forma parte de la antítesis (pero una parte activa) y es uno de los que participarán un día en la síntesis.

—Para mí todo lo que dice es una pura jerga. No soy ningún filósofo.

—Un militante no tiene necesidad de ser un filósofo. Y usted es un militante.

—No del comunismo. Por el momento, sólo soy una víctima.

—Le curarán en Moscú.

—¿En un hospital psiquiátrico?

Esta réplica redujo al silencio al señor Halliday. ¿Había descubierto alguna grieta en la dialéctica de Hegel o era el silencio del dolor y la duda? Castle no lo sabría nunca, porque ante ellos apareció el hotel, con sus luces desdibujadas por la lluvia.

—Bájese aquí —pidió el señor Halliday—. Será mejor que a mí no me vean.

Cuando se detuvieron, les adelantaron otros coches que formaban una larga cadena luminosa; los faros delanteros de cada uno de ellos hacían más brillantes las luces traseras del que le precedía. Un Boeing 707 descendía ruidosamente sobre el aeropuerto de Londres. El señor Halliday buscó algo en el asiento trasero del coche.

—Había olvidado algo —sacó una bolsa de plástico que tal vez había contenido un día artículos libres de impuestos—. Saque las cosas de su maletín y métalas aquí. Si se dirige al ascensor con un maletín en la mano, podría llamar la atención en recepción.

—En esa bolsa no hay sitio para todo.

—En ese caso, abandone lo que no quepa.

Castle obedeció. Incluso después de tantos años de secreto, se daba cuenta de que, ante una situación crítica, el verdadero experto era el joven recluta de Arkhangelsk. Dejó de mala gana su pijama (pensando que en una prisión se lo facilitarían) y su jersey. «Si llego hasta allí, tendrán que proporcionarme algo de más abrigo».

—Tengo un pequeño regalo para usted —dijo el señor Halliday—. Un ejemplar de aquel Trollope que me encargó. Ya no necesitará dos ejemplares. Es una obra muy extensa, pero la espera será larga. Siempre lo es durante la guerra. Se llama La vida que hoy vivimos.

—¿El libro que me recomendó su hijo?

—Oh, le mentí un poco. Soy yo quien lee a Trollope, no mi hijo. El autor favorito de él es un tal Robbins. Debe perdonarme el engaño… quería que tuviera mejor opinión de él, a pesar de su tienda. No es un mal muchacho.

Castle estrechó la mano del señor Halliday:

—No me cabe la menor duda. Espero que se le solucionen sus problemas.

—Recuérdelo: vaya directamente a la habitación 423 y espere.

Castle echó a andar en la dirección de las luces del hotel con su bolsa de plástico en la mano. Se sentía como si ya hubiera perdido contacto con todo lo que conocía en Inglaterra: Sarah y Sam estaban lejos, en casa de su madre, que nunca había sido su hogar. Pensó: «Pretoria estuvo más cerca de ser mi hogar. Allí tenía trabajo. Ahora no me queda nada que hacer». Una voz le gritó, a través de la densa lluvia:

—¡Buena suerte, señor! ¡Le deseo la mayor suerte del mundo!

Castle oyó cómo el coche arrancaba y se alejaba.

7

Estaba perplejo: en cuanto atravesó la puerta del hotel se encontró plenamente en el Caribe. Allí no llovía. Había una piscina bordeada de palmeras bajo un cielo tachonado de innumerables y diminutas estrellas. Encontró de nuevo el olor de aire cálido, húmedo y sofocante que recordaba de unas distantes vacaciones que se había tomado poco después de la guerra: estaba rodeado —algo inevitable en el Caribe— de voces norteamericanas. No existía el menor riesgo de llamar la atención en la recepción, porque allí estaban demasiado ocupados por la afluencia de pasajeros norteamericanos, recién transportados desde algún aeropuerto. ¿Kingston? ¿Bridgetown? Pasó un camarero negro con dos ponches de ron para una joven pareja sentada junto a la piscina. Allí estaba el ascensor, junto a él, aguardando con las puertas abiertas. Y, sin embargo, se resistía a entrar… La joven pareja empezó a tomar su ponche, con unas pajitas, bajo las estrellas. Castle extendió la mano para convencerse de que no llovía y alguien que estaba cerca exclamó:

—¡Vaya, si es Maurice! ¿Qué haces en este lugar?

Castle interrumpió el movimiento de la mano a mitad de camino del bolsillo y miró a su alrededor. Se alegró de no llevar el revólver. El interlocutor era un hombre llamado Blit, que años atrás había sido su contacto en la embajada de Estados Unidos hasta que lo trasladaron a México… tal vez porque no sabía hablar el castellano.

—¡Blit! —le saludó con falso entusiasmo. Siempre se habían tratado así. El otro le llamaba Maurice desde su primer encuentro, pero él nunca había ido más lejos de «Blit».

—¿A dónde te vas? —inquirió Blit, pero no aguardó su respuesta; siempre había preferido tener la palabra—. Yo voy a Nueva York. Mi avión no ha llegado. Pasaré la noche aquí. La construcción de este sitio fue una idea inteligente. Exactamente como las Islas Vírgenes. Me pondría las bermudas si las hubiera traído.

—Creí que estabas en México.

—Eso ya es una historia antigua. Ahora estoy otra vez en mi oficina europea. ¿Tú sigues ocupándote de la oscura África?

—Sí.

—¿También estás de paso aquí?

—Tengo que esperar —respondió Castle con la esperanza de que Blit no advirtiera la ambigüedad de la respuesta.

—¿Qué te parece si nos tomamos un Planter’s Punch? Me han dicho que aquí los preparan fabulosamente.

—Bien, dentro de media hora me reuniré contigo.

—¡O.K., O.K.! Junto a la piscina, entonces.

—Junto a la piscina.

Castle entró al ascensor y Blit le siguió:

—¿Subes? Yo también. ¿A qué piso vas?

—Cuarto.

—Yo también. Te llevaré gratis.

¿Sería posible que también los norteamericanos le vigilaran? Dadas las circunstancias, le parecía arriesgado atribuir nada a la casualidad.

—¿Cenarás aquí? —quiso saber Blit.

—No estoy seguro. Depende…

—Tú siempre con el secreto en la cabeza… ¡El viejo Maurice!

Caminaron juntos por el mismo pasillo. Apareció primero la habitación 423 y Castle fingió buscar la llave el tiempo suficiente para ver que Blit llegaba a la 427… no, a la 429. Castle se sintió más seguro cuando la puerta de su habitación estuvo cerrada, con el cartel de «por favor, no molesten» colgado en el exterior.

El termostato que regulaba la calefacción central marcaba 24°. Un calor adecuado para el Caribe. Se acercó a la ventana y miró a través del cristal. Abajo vio el bar circular y, arriba, el cielo artificial. Una fornida mujer de pelo azulado serpenteaba por el borde de la piscina: sin duda había ingerido demasiados ponches de ron. Examinó minuciosamente la habitación en busca de alguna indicación sobre el futuro… como antes había examinado su propia casa en busca de algún indicio del pasado. Dos camas individuales, un sillón, un armario, una cómoda, un escritorio —vacío, excepto una carpeta de papel secante—, un televisor, una puerta que conducía al baño. El inodoro tenía una faja de papel pegada, garantizando su asepsia; los vasos de dientes estaban envueltos en plástico. Volvió al dormitorio, abrió la carpeta de papel secante y por el papel de cartas impreso se enteró de que estaba en el Starflight Hotel. Una tarjeta ofrecía la lista de bares y restaurantes del hotel. En uno de los restaurantes había música y baile: el Pizarro. Por contraste, la parrilla se llamaba Dickens, y el tercero, un autoservicio, llevaba el nombre de Oliver Twist («No dude en servirse más»). Otra tarjeta le informó que cada media hora había autobuses hasta el aeropuerto de Heathrow.

Debajo del televisor descubrió una nevera que contenía pequeñas botellas de whisky, ginebra y brandy, agua tónica y soda, dos tipos de cerveza y botellines de champán. Por costumbre eligió J & B y se sentó a aguardar. «La espera será larga», había dicho el señor Halliday al entregarle el libro de Trollope. A falta de algo mejor que hacer, Castle empezó a leer: «Presentamos al lector a lady Carbury, de cuyo carácter y quehacer dependerá en gran parte el interés que puedan despertar estas páginas, sentada ante el escritorio de su habitación personal, en su casa personal de Welbeck Street». Se dio cuenta de que no era un libro capaz de distraerle de la vida que hoy vivía.

Se acercó a la ventana. Vio pasar al camarero negro y luego observó que Blit salía y miraba a su alrededor. Era imposible que hubiera transcurrido media hora. Se tranquilizó mirando el reloj: diez minutos. Blit todavía no le echaría de menos. Apagó las luces de la habitación para que, aquél, si levantaba la vista, no le viera: Blit se sentó junto a la barra circular y pidió algo. Sí, un Planter’s Punch: el barman estaba introduciendo la rodaja de naranja y la cereza. Blit se había quitado la chaqueta y lucía una camisa de mangas cortas, que reforzaba el falso efecto producido por las palmeras, la piscina y la noche estrellada. Castle le vio descolgar el teléfono del bar y marcar un número. ¿Era sólo su imaginación o Blit había levantado la vista en dirección a la ventana de la habitación 423 mientras hablaba? ¿Para informar de qué? ¿A quién?

Oyó que la puerta se abría a sus espaldas y la habitación quedó llena de luz. Se volvió vivamente y vio una imagen fugaz en el espejo del armario, la imagen de alguien que no quería ser visto, de un hombre menudo con bigote negro, traje oscuro y una cartera negra en la mano.

—Me vi retrasado por la circulación —dijo el hombre en lenguaje preciso, pero algo incorrecto.

—¿Viene a buscarme?

—Hay poco tiempo para nosotros. Hay necesidad de que usted coja el próximo autobús para dirigirse el aeropuerto.

El recién llegado empezó a vaciar el contenido de la cartera sobre el escritorio: un pasaje de avión, un pasaporte, una botella que parecía contener goma, una abultada bolsa de plástico, un peine, un cepillo para el pelo, una navaja barbera.

—Tengo conmigo todo lo que puedo necesitar —aclaró Castle, imitando la precisión del lenguaje del otro.

El hombre ignoró sus palabras y prosiguió:

—Verá que su billete sólo es hasta París. Eso es una cosa que le voy a explicar.

—Sin duda estarán vigilando todos los aviones, vayan a donde vayan.

—Vigilarán en especial el que va a Praga, que ha de salir al mismo tiempo que el que va a Moscú, que ha de salir con retraso a causa de unas dificultades en los motores. Algo que no ocurre a menudo. Quizás Aeroflot espera a algún pasajero importante. La policía prestará mucha atención a Praga y a Moscú.

—La vigilancia se instalará mucho antes, en las ventanillas de inmigración. No esperarán en las puertas.

—Ese problema será solucionado. Usted debe presentarse en la ventanilla (déjeme ver su reloj) dentro de unos cincuenta minutos. El autobús se irá dentro de treinta minutos. Tenga su pasaporte.

—¿Qué debo hacer en París, si es que llego?

—Saldrán a su encuentro a la salida del aeropuerto y le darán otro billete. Tendrá el tiempo justo para coger otro avión.

—¿Hacia dónde?

—No sé nada de eso. Usted se enterará en París.

—Para entonces, la Interpol ya habrá advertido a la policía francesa.

—No. La Interpol no interviene en los casos políticos. Va contra las reglas.

Castle abrió el pasaporte:

—Partridge. Han escogido un apellido oportuno. La temporada de caza aún no se ha cerrado —observó la fotografía—. Pero esta foto no servirá. No se parece a mí.

—Es verdad. Pero ahora haremos que usted se parezca a la fotografía.

El hombre llevó sus instrumentos de trabajo al cuarto de baño. Apoyó entre los vasos de dientes una ampliación de la fotografía del pasaporte.

—Siéntese en esta silla, por favor.

Recortó las cejas de Castle y luego se dedicó al pelo (el hombre de la foto lo llevaba cortado al rape). Castle observó el movimiento de las tijeras en el espejo… Le sorprendió ver cómo un corte de pelo cambiaba la totalidad del rostro ampliando la frente; incluso parecía modificar la expresión de los ojos.

—Me ha quitado diez años —comentó.

—Quédese quieto, por favor.

El hombre empezó a adherir los pelos de un delgado bigote: el bigote de un hombre tímido, carente de confianza en sí mismo.

—Una barba o un bigote espeso es siempre objeto de sospechas —era un desconocido el que miraba a Castle desde el espejo—. Ya está. Concluido. Creo que queda bastante bien —se acercó a la cartera y sacó de ella una caña blanca que estiró hasta convertirla en un bastón—. Usted es ciego. Un objeto de simpatía, señor Partridge. Se ha pedido a una azafata de Air France que salga al encuentro del autobús del hotel y le conduzca a usted hasta la oficina de inmigración y hasta su avión. En París, cuando salga del aeropuerto de Roissy, le llevarán a Orly… Y allí habrá otro avión con problemas en los motores. Tal vez ya no sea usted el señor Partridge… Otro maquillaje en el coche, otro pasaporte. El semblante humano es ilimitadamente adaptable. Éste es un buen argumento contra la importancia de las leyes hereditarias. Todos nacemos con un rostro muy parecido: basta pensar en los bebés. Es el entorno el que lo cambia todo.

—Parece fácil —opinó Castle—. ¿Pero funcionará?

—Creemos que funcionará —replicó el hombre bajito mientras volvía a llenar su cartera—. Ahora salga y recuerde que debe usar el bastón. Le ruego que no mueva los ojos, mueva toda la cabeza si alguien le habla. Trate de mantener los ojos fijos e inexpresivos.

Sin darse cuenta, Castle tomó La vida que hoy vivimos.

—No, nada de eso, señor Partridge. No es coherente que un ciego tenga un libro. También tiene que dejar esa bolsa.

—Sólo contiene una camisa de repuesto, una máquina de afeitar…

—Una camisa de repuesto que tiene la marca de una lavandería.

—¿No resultará extraño que no lleve equipaje?

—Ese detalle no lo sabrá el funcionario de inmigración, a menos que le pida su billete.

—Probablemente lo hará.

—No importa, usted vuelve a su casa. Vive en París. El domicilio figura en su pasaporte.

—¿Cuál es mi profesión?

—Retirado.

—Al menos hay algo que es verdad —suspiró Castle.

Salió del ascensor y tanteando con el bastón se dirigió hacia la entrada, en donde aguardaba el autobús. Cuando franqueó la puerta que conducía al bar y a la piscina, vio a Blit. Este miraba la hora con aire impaciente. Una mujer de edad cogió a Castle de un brazo y le preguntó:

—¿Quiere tomar el autobús?

—Sí.

—Yo también. Permítame que le ayude.

Castle oyó una voz que le llamaba:

—¡Maurice! —tuvo que caminar lentamente porque la mujer que le ayudaba así lo hacía—. ¡Eh! ¡Maurice!

—Me parece que alguien le llama —le advirtió la mujer.

—Es un error.

Oyó pasos a sus espaldas. Soltó su brazo del de la mujer y volvió la cabeza como le habían indicado. Fijó una mirada inexpresiva en un costado de Blit, que le contempló sorprendido y dijo:

—Disculpe. Creí…

—El conductor nos está haciendo señas. Tenemos que darnos prisa —dijo la mujer.

Cuando estuvieron sentados en el autobús, uno al lado del otro, la mujer se asomó a la ventanilla:

—Debe de ser usted muy parecido al amigo de ese señor. Sigue allí, con la boca abierta, mirándole.

—Dicen que todos tenemos un doble en este mundo —respondió Castle.