CAPÍTULO III

1

—¿Cómo está el pequeño bastardo? —preguntó Davis, como todos los días desde hacía tres semanas.

—Ya pasó todo. Está completamente restablecido. El otro día quería saber cuándo vendrías a visitarnos. Le gustas… aunque no logro imaginar por qué. A menudo habla de aquella excursión que hicimos el verano pasado y de cuando jugamos al escondite. Parece creer que nadie sabe esconderse como tú. Te toma por un espía. Habla de los espías como en mis tiempos hablábamos de las hadas. ¿O no era así?

—¿Crees que me prestaría a su padre por esta noche?

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Ayer, cuando tú no estabas, vino el doctor Percival y conversamos. ¿Sabes que realmente creo que piensan mandarme al extranjero? Me preguntó si no me molestaría que me hicieran algunas pruebas más… sangre, orina, radiografía de los riñones, etcétera, etcétera. Me dijo que había que tener mucho cuidado con el trópico. Me gustó. Tiene un aire muy deportivo.

—¿Carreras?

—No, en realidad sólo la pesca. Un deporte bastante solitario. En cierto modo, Percival se parece a mí: no tiene esposa. Se nos ocurrió que esta noche podíamos salir juntos y dar una vuelta por la ciudad. Hace mucho que no lo hago. Esos tipos del Departamento del Medio Ambiente son bastante aburridos. ¿No te animas a hacer de soltero por una noche?

—El último tren sale de Euston a las once y media.

—Esta noche tengo todo el piso a mi disposición. Los dos del Medio Ambiente se han trasladado a una zona contaminada. Puedo cederte una cama. Doble o sencilla, como prefieras.

—Por favor… sencilla. Me estoy volviendo viejo, Davis. No sé qué planes tenéis tú y Percival…

—Podríamos cenar en el Café Grill y después ir a un espectáculo de strip-tease. En el Raymond’s Revuebar actúa Rita Rolls…

—¿Tú crees que a Percival le gusta ese tipo de espectáculo?

—Le sonsaqué. Y, aunque no lo creas, en su vida ha visto un strip-tease. Afirmó que le encantaría hacerlo con colegas dignos de confianza. Ya sabes lo que ocurre en nuestro trabajo. Él siente lo mismo que nosotros. No puede abrir la boca en ninguna reunión por razones de seguridad. John Thomas ni siquiera tiene la posibilidad de levantar la cabeza. Es un taciturno… ésa es la palabra. Pero si muere John Thomas, Dios te ayude, también puedes morir tú. Claro que tu caso es diferente… Estás casado. Siempre puedes hablar con Sarah y…

—Se supone que no debemos hablar ni siquiera con nuestras esposas.

—Apuesto a que tú lo haces.

—No, Davis. Y si estás pensando en arrastrar a un par de furcias, te informo que tampoco hablaría con ellas. Muchas están al servicio del MI-5… ¡Oh, siempre olvido que nos han cambiado el nombre! Ahora somos todos DI, Departamento de Información. ¿Por qué será? Supongo que habrá un Departamento de Semántica.

—Tú también pareces un tanto aburrido.

—Sí. Quizá me venga bien una juerguecita. Telefonearé a Sarah y le diré… ¿qué le diré?

—Dile la verdad. Saldrás a cenar con uno de los jefes. Importante para tu futuro en la empresa. Y dile que yo te invité a dormir. Sarah confía en mí. Sabe que no te llevaré por mal camino.

—Sí, creo que confía en ti.

—Es la pura verdad, ¿no?

—Le telefonearé cuando salga a almorzar.

—¿Por qué no lo haces desde aquí y ahorras dinero?

—Me gusta que mis llamadas personales sean privadas.

—¿Realmente crees que se molestan en escucharnos?

—¿No lo harías tú en su lugar?

—Supongo que sí. ¡Pero cuánto debe aburrirse la mesa de escucha mientras nos graban!

2

La noche sólo fue un éxito a medias, aunque había comenzado bastante bien. El doctor Percival, a su manera, lento y poco animado, no era un mal compañero. Logró que Castle y Davis olvidaran que era su superior en el departamento. Cuando surgió el nombre del coronel Daintry, se burló amablemente de él… Lo había conocido, dijo, en una cacería de fin de semana.

—No le gusta el arte abstracto y yo no le caigo bien. Será porque no sé cazar —explicó el doctor Percival—. Sólo pescar.

Estaban en el Raymond’s Revuebar, apretados ante una pequeña mesa, sólo lo suficientemente grande para sostener tres vasos de whisky, mientras una muchacha muy bonita hacía curiosas monerías en una hamaca.

—Me gustaría echarle mi anzuelo a esa —exclamó Davis.

La chica bebía de una botella de High and Dry suspendida con una cuerda sobre la hamaca. Después de cada trago, se quitaba una prenda con aire de melancólico abandono. Finalmente vieron sus nalgas desnudas dibujadas por la hamaca como la rabadilla de una gallina vista a través de la red de la bolsa de un ama de casa del Soho. Un grupo de hombres de negocios de Birmingham aplaudió con cierta violencia y uno de ellos llegó a blandir una tarjeta del Diners Club por encima de su cabeza, tal vez para revelar su categoría financiera.

—¿Qué suele pescar usted? —inquirió Castle.

—Principalmente truchas o tímalos —respondió Percival.

—¿Hay mucha diferencia?

—Mi querido amigo, pregúntele a un cazador de fieras si existe alguna diferencia entre un león y un tigre.

—¿Cuál prefiere usted?

—En realidad, no es una cuestión de preferencia. Adoro la pesca… cualquier pesca con mosca. El tímalo es menos inteligente que la trucha, pero eso no significa siempre que sea más fácil. Exige una técnica muy diferente. Y es un animal combativo… lucha hasta que está totalmente agotado.

—¿Y la trucha?

—Es el rey de las aguas. Se asusta fácilmente… el roce de una bota, o de un bastón, o cualquier ruido, y desaparece. Además, es necesario colocar la mosca con exactitud al primer golpe. De lo contrario… —Percival hizo un gesto con el brazo, como si estuviera echando la caña, en dirección a otra chica desnuda que, por el efecto de los focos, parecía vestida de rayas blancas y negras, como una cebra.

—¡Qué grupa! —exclamó Davis, con una especie de respeto religioso.

Davis se había quedado con el vaso de whisky a medio camino de sus labios mientras observaba cómo su trasero giraba sobre su eje con la precisión del mecanismo de un reloj de cuarzo suizo.

—Eso no le hará ningún bien a su tensión sanguínea —le regañó Percival.

—¿Tensión sanguínea?

—Le dije que la tiene demasiado alta.

—¡Oh, esta noche no debe usted fastidiarme con esas cosas! —replicó Davis—. Es la gran Rita Rolls en persona. ¡La única!

—Tendría que hacerse un examen más completo si realmente piensa ir al extranjero.

—Me siento perfectamente, Percival. En mi vida me sentí mejor.

—Precisamente ahí está el peligro.

—Acabará por asustarme. El roce de una bota o de un bastón. Ahora entiendo por qué la trucha… —Davis tomó un sorbo de whisky como si se tratara de un repugnante medicamento y volvió a apoyar el vaso en la mesa.

El doctor Percival le apretó un brazo y dijo:

—Sólo bromeaba, Davis. Usted pertenece más al tipo del tímalo.

—¿Quiere decir que no tengo ningún interés?

—No debe subestimar al tímalo. Tiene un sistema nervioso muy delicado. Y es combativo.

—Entonces yo debo de estar más cerca del bacalao —opinó Davis.

—No me hable de los bacalaos. No practico esa clase de pesca.

Subió la intensidad de las luces. Había concluido el espectáculo. Cualquier otra cosa —había decidido la dirección— significaría un anticlímax después de Rita Rolls. Davis se entretuvo un rato en el bar, probando su suerte con una máquina tragaperras. Perdió todas las monedas que llevaba y le pidió dos a Castle.

—No es mi noche —recuperó el mal humor: era evidente que el doctor Percival le había impresionado.

—¿Qué les parece si tomamos la última copa en mi casa? —invitó Percival.

—Creí que me aconsejaba que tuviese cuidado con la bebida…

—Querido amigo, estaba exagerando. De cualquier modo, el whisky es la bebida más sana que existe.

—De todos modos empiezo a sentir ganas de irme a la cama.

En Great Windmill Street, las prostitutas que montaban guardia en el quicio de las puertas, bajo los tejadillos rojos, preguntaban:

—¿Subes, cariño?

—Supongo que también me advertirá contra esto, ¿no? —inquirió Davis.

—Bien, la regularidad del matrimonio es más sana. Menos perjudicial para la tensión.

El portero nocturno frotaba los peldaños de Albany cuando el doctor Percival se despidió de ellos. Sus aposentos de Albany estaban designados con una letra y una cifra, D.6, como si se tratara de otra sección de la gran Casa. Castle y Davis observaron cómo caminaba con muchas precauciones para no mojarse los zapatos… Extraña precaución en un hombre que está acostumbrado a chapotear y hundirse hasta las rodillas en el agua helada de los torrentes.

—Siento que nos haya acompañado —se quejó Davis—. Podríamos haber pasado una noche estupenda sin él.

—Creí que te caía bien.

—Y así era. Pero esta noche me puso los nervios de punta con sus malditas historias de pesca, además de toda su cháchara sobre mi tensión sanguínea. ¿Qué tiene que ver mi tensión con él? ¿Es realmente médico?

—Tengo la impresión de que hace muchos años que apenas ejerce —dijo Castle—. Es el que sirve de enlace a C con las gentes de la guerra bacteriológica… Supongo que es práctico tener allí a una persona con título de médico.

—Ese lugar, Porton, me da escalofríos. La gente habla mucho de la bomba atómica, pero olvida nuestra pequeña institución, con su ambiente bucólico. Nadie se ha molestado nunca en hacer una marcha de protesta contra sus malditos microbios. Nadie lleva pegatinas antibacterianas. Y si se prohibiera la bomba, seguiríamos contando con la muerte en probeta…

Dieron la vuelta en la esquina del Claridge. Una mujer alta y enjuta, con vestido largo, subió a un Rolls Royce seguida por un hombre ceñudo, con frac y corbata blanca, que consultaba furtivamente su reloj… Parecían dos actores representando una comedia eduardiana. Eran las dos de la madrugada. Las empinadas escaleras que llevaban al piso de Davis estaban cubiertas por un gastado linóleo amarillento, lleno de agujeros, como un queso gruyere. Pero cuando figuraba el elegante distrito W.1 en el membrete del papel de cartas, nadie se preocupaba por esos detalles insignificantes. La puerta de la cocina estaba abierta y Castle vio un montón de platos sucios en el fregadero. Davis abrió la puerta de un aparador: los estantes estaban abarrotados de botellas casi vacías… La protección del medio ambiente no empezaba por casa. Davis trató de encontrar una botella de whisky que contuviera suficiente cantidad para dos vasos.

—No importa —afirmó—, los mezclaremos. De cualquier modo, todos son mezclas —combinó lo que quedaba de un Johnnie Walker con un White Horse y obtuvo un cuarto de botella.

—¿Nadie friega aquí? —preguntó Castle.

—Viene una mujer dos veces por semana y lo dejamos todo para ella —Davis abrió una puerta—. Éste es tu dormitorio. Me temo que la cama no está hecha. A la asistenta le toca venir mañana —levantó un pañuelo sucio del suelo y, en aras de la pulcritud, lo metió en un cajón.

Luego Davis, tomando a Castle por el brazo, le llevó hasta el salón, quitó de un manotazo las revistas que se amontonaban en el asiento de una butaca y las arrojó al suelo.

—Estoy pensando en cambiar legalmente mi apellido —comentó.

—¿Cómo quieres llamarte?

—Davis, pero con una e. Davies, como Davies Street. Tiene cierta resonancia distinguida —apoyó los pies en el sofá—. ¿Sabes que esta mezcla que he hecho sabe muy bien? La llamaré White Walker. La idea es como para amasar una fortuna: se puede hacer publicidad con la figura de un hermoso fantasma del sexo femenino. ¿Qué piensas sinceramente del doctor Percival?

—Me pareció muy cordial. Pero hay algo que sigo preguntándome…

—¿Qué?

—¿Por qué se molestó en pasar la noche con nosotros? ¿Qué quería?

—Pasar una velada con gente con la que puede hablar. ¿Por qué buscarle cinco pies al gato? ¿No te fastidia tener que mantener la boca cerrada cuando estás en compañía de otros?

—Él no abrió mucho la suya. Ni siquiera con nosotros.

—Lo hizo antes de que tú llegaras.

—¿Acerca de qué?

—Acerca de nuestra famosa institución de Porton. Según parece, llevamos la delantera a los norteamericanos en una determinada mercancía y nos han pedido que concentremos nuestros esfuerzos en un bichito cuyo empleo es ideal en ciertas altitudes, y que, al mismo tiempo, puede sobrevivir en climas desérticos… Todos los detalles de temperatura y similares apuntan a China. O tal vez a África.

—¿Por qué te contó todo eso?

—Bueno, se supone que nosotros sabemos algo acerca de los chinos a través de nuestros contactos africanos. Desde aquel informe de Zanzíbar nuestra reputación ha ganado considerablemente.

—Eso ocurrió hace dos años y el informe sigue sin confirmar.

—Me dijo que no debemos emprender ninguna acción abierta. Ningún interrogatorio a los agentes. Es un asunto muy secreto. Debemos mantener los ojos abiertos en busca de algún indicio en cualquier informe, en el sentido de que los chinos están interesados en esa antesala del infierno y luego informárselo directamente a él.

—¿Por qué habló contigo y no conmigo?

—Supongo que lo habría hecho contigo, pero llegaste tarde.

—Me retuvo Daintry. Percival podría haberse acercado a la oficina si quería hablar.

—¿Qué es lo que te preocupa?

—Me estoy preguntando, sencillamente, si te dijo la verdad.

—¿Y por qué razón…?

—Puede querer propalar un falso rumor.

—No con nosotros. No somos precisamente unos cotillas, ni tú, ni yo, ni Watson.

—¿Habló con Watson?

—No… en realidad… hubo la habitual charla de los compartimientos estancos. Reserva absoluta, me dijo… Pero eso no puede aplicarse a ti, ¿verdad?

—Por si las dudas, será mejor que no se enteren de que me lo dijiste.

—Muchacho, has cogido nuestra enfermedad profesional: la sospecháis…

—Sí. Es una enfermedad muy contagiosa. Por eso estoy pensando en retirarme.

—¿Para cultivar tus puerros?

—Para hacer cualquier cosa que no sea secreta, que tenga poca importancia y que resulte inofensiva. En cierta ocasión estuve a punto de ingresar en una agencia de publicidad.

—Ten cuidado. También ellos tienen secretos… secretos comerciales —sonó el teléfono en el rellano de la escalera—. ¡A esta hora! —protestó Davis—. Es antisocial. ¿Quién puede ser? —se levantó penosamente del sofá.

—Rita Rolls —sugirió Castle.

—Sírvete otro White Walker.

Antes de que tuviera tiempo de servírselo, Davis le llamó:

—Castle, es Sarah.

Eran casi las dos y media y le asaltó un temor. ¿Podía un chico tener complicaciones tan avanzada la cuarentena?

—¿Sarah? —preguntó en el teléfono—. ¿Qué ocurre? ¿Es Sam?

—Lo siento mucho, cariño. No estabas acostado, ¿verdad?

—No. ¿Qué pasa?

—Tengo miedo.

—¿Sam?

—No, no se trata de Sam. Pero el teléfono sonó dos veces desde medianoche y nadie responde al otro lado de la línea.

—Número equivocado —dijo con alivio—. Siempre ocurre.

—Alguien sabe que no estás en casa. Estoy aterrorizada, Maurice.

—¿Qué puede ocurrir en King’s Road? Está el cuartelillo a doscientos metros. ¿Y Buller? Buller está contigo, ¿no?

—Duerme profundamente y ronca.

—Volvería si pudiera, pero ya no hay trenes y ningún taxi me llevaría a esta hora.

—Te llevaré en el coche —se ofreció Davis.

—No, no, por supuesto que no.

—¿No qué? —preguntó Sarah.

—Estaba hablando con Davis. Se ofreció a llevarme en su coche.

—¡Oh, no, eso no! Ahora que he hablado contigo me siento mejor. Despertaré a Buller.

—¿Sam está bien?

—Perfectamente.

—Tienes el número de la policía. Llegarían en dos minutos.

—Soy una tonta, ¿no es cierto? Una tonta.

—Una tonta adorable.

—Dile a Davis que lo siento. Seguid disfrutando de la bebida.

—Buenas noches, cariño.

—Buenas noches, Maurice.

El empleo del nombre de pila era una señal de amor… cuando estaban juntos era una invitación al amor. Las palabras cariñosas como cariño y querida son moneda corriente que se emplea delante de testigos, pero el nombre de pila es estrictamente íntimo y no debe exponerse nunca ante un extraño ajeno a la tribu. En el clímax del amor ella gritaba en voz alta el nombre tribal secreto de Castle. La oyó colgar el teléfono, pero mantuvo un momento el receptor pegado a la oreja.

—¿De verdad nada anda mal? —quiso saber Davis.

—No con Sarah, no —volvió a la sala y se sirvió el whisky—. Pero creo que tu teléfono está intervenido.

—¿Cómo lo sabes?

—No lo sé. El instinto, eso es todo. Estoy tratando de recordar qué me hizo pensar en ello.

—No estamos en la Edad de Piedra. Hoy nadie puede darse cuenta de que un teléfono está intervenido.

—A menos que sean unos descuidados. O que quieran que te enteres.

—¿Para qué querrían que lo supiera?

—Para que te asustaras, quizá. ¿Quién sabe?

—De cualquier modo, ¿para qué intervendrían mi teléfono?

—Una cuestión de seguridad. No confían en nadie. Especialmente en la gente que ocupa puestos como los nuestros. Somos los más peligrosos. Se supone que conocemos todas las malditas cuestiones de reserva absoluta.

—Yo no me siento peligroso.

—Pon el tocadiscos —pidió Castle.

Davis tenía una colección de música pop que conservaba con más cuidado que cualquier otro objeto del apartamento. Todo estaba catalogado tan meticulosamente como la biblioteca del Museo Británico y los pops más destacados de cualquier año determinado ocupaban la memoria de Davis tan fácilmente como los ganadores del Derby.

—Prefieres algo realmente pasado de moda, clásico, ¿no? —preguntó a Castle y puso ¡Qué noche la de aquel día!

—Más fuerte.

—No tiene que escucharse más alto.

—Da igual, súbelo.

—Así suena horrible.

—Me siento más en la intimidad —afirmó Castle.

—¿Crees que nos están escuchando?

—No me sorprendería.

—Indudablemente, padeces de deformación profesional —apuntó Davis.

—Me preocupa la conversación de Percival contigo… No acabo de creerlo… huele mal. Me parece que andan tras una filtración y están tratando de confirmarla.

—Por mí que lo hagan. Es su obligación, ¿no? Pero no me parece muy peligroso si uno puede descubrir la maniobra con tanta facilidad.

—Es verdad… Pero eso no impide que también pueda ser verdad la historia de Percival. Cierta y soplada ya. Un agente, si sospechara algo, se vería forzado a transmitirla por si…

—¿Y tú piensas que ellos piensan que la filtración procede de nosotros?

—Sí. De uno de los dos. O quizás de ambos.

—Pero como no es así, ¿qué nos importa? —insistió Davis—. Hace rato que tendríamos que estar durmiendo, Castle. Si hay un micrófono debajo de la almohada, sólo escucharán mis ronquidos —apagó el tocadiscos—. Tú y yo no tenemos madera de agentes dobles.

Castle se desvistió y apagó la luz. La pequeña y desordenada habitación estaba mal ventilada. Intentó levantar la ventana de guillotina, pero la cinta estaba rota. Miró hacia la calle. A aquella hora de la madrugada, no pasaba nadie, ni siquiera un policía. Un único taxi ocupaba un lugar en la parada, Davies Street abajo, en dirección al Claridge. Una alarma antirrobos dejó oír un inútil repiqueteo desde algún lugar de la zona de Bond Street. Había empezado a caer una ligera llovizna que hacia salir de la calzada unos reflejos negros, como los del impermeable de un policía. Cerró las cortinas y se acostó, pero no durmió. Un interrogante le mantuvo despierto largo tiempo: ¿Siempre había habido una parada de taxis tan cerca del piso de Davis? ¿No había tenido una vez que caminar hasta el otro lado del Claridge para encontrar uno? Antes de quedarse dormido, le inquietó otra duda. Se preguntó si era posible que estuvieran utilizando a Davis para vigilarle a él. ¿O se servían de Davis para que inocentemente le pasara a él un billete marcado? En el fondo no creía en la historia del doctor Percival referente a Porton. Y, sin embargo, tal como le había dicho a Davis, podía ser cierta.