CAPÍTULO IV
1
Una vez al mes, en su día libre, Castle tenía la costumbre de llevar de excursión a Sarah y a Sam por entre las playas y los pinos de East Sussex para ver a su madre. Nadie había puesto nunca objeciones a la necesidad de esta visita, pero Castle dudaba incluso de que a su madre le satisficiera, aunque había de reconocer que la pobre mujer hacía todo lo posible por complacerles —según su idea, muy personal, de parecer agradable—. Invariablemente, la misma provisión de helado de vainilla aguardaba a Sam en el refrigerador —él prefería helado de chocolate— y, aunque sólo vivía a setecientos metros de la estación, llamaba a un taxi para que fuera a recogerles. Castle, que nunca había querido tener coche desde su regreso a Inglaterra, sentía la impresión de que su madre le consideraba un hijo fracasado y sin dinero. En cuanto a Sarah, ella misma le había dicho en cierta ocasión cómo se sentía allí: como una invitada negra que asistía a una recepción antiapartheid al aire libre y a la que se mimaba tanto que se sentía incómoda.
Otra de las causas de tensión nerviosa era Buller. Castle había renunciado a insistir en que era preciso dejar a Buller en casa. Sarah estaba segura de que, sin estar protegido por ellos, Buller sería asesinado en seguida por unos enmascarados, aunque Castle le recordaba que lo habían comprado para que los defendiera y no para ser defendido. A la larga resultó más fácil ceder, aunque a su madre le disgustaban profundamente los perros y tenía un gato birmano cuyo aniquilamiento era la obsesión de Buller. Antes de que éste llegase había que encerrar al gato en el dormitorio de la señora Castle. Y ese triste exilio, privado de toda compañía humana, daba lugar a frecuentes alusiones por parte de su dueña durante la interminable jornada. Una vez encontraron a Buller echado, con las cuatro patas muy separadas, delante de la puerta de la alcoba, aguardando su oportunidad y jadeando fuertemente, como un asesino shakesperiano. Posteriormente, la señora Castle escribió a Sarah una larga carta llena de reproches a propósito de ello. Al parecer, los nervios del gato habían estado afectados durante más de una semana. Había rechazado su ración de Friskies y sólo se alimentaba a base de leche: una especie de huelga de hambre.
Un negro abatimiento se apoderaba casi siempre de toda la familia en cuanto el taxi penetraba en la avenida sombreada de laureles que conducía hasta la casa eduardiana, con tejado a dos aguas, que su padre había comprado para disfrutar de su jubilación, porque estaba cerca de un campo de golf (poco después había sufrido un ataque y ni siquiera pudo acercarse caminando hasta el edificio del club).
Casi siempre, también, la señora Castle les aguardaba de pie en lo alto de la escalinata, elevada y rígida silueta envuelta en una falda pasada de moda que dejaba ver unos finos y bonitos tobillos, y en un cuello alto como el de la reina Alejandra, que ocultaba las arrugas de la edad. Con el propósito de disimular su abatimiento, Castle se mostraba afectadamente alegre y saludaba a su madre con un apasionado abrazo que ella apenas devolvía: estaba convencida de que toda emoción abiertamente expresada tenía que ser falsa. Tendría que haberse casado con un embajador o un gobernador colonial más que con un médico rural.
—Estás maravillosa, mamá —dijo Castle.
—Me siento bien para mi edad —tenía ochenta y cinco años. Para que Sarah la besase, ofreció su mejilla de inmaculada blancura y olorosa a espliego—. Espero que Sam esté ya totalmente restablecido.
—Oh, sí, nunca ha estado tan bien.
—¿Salió de la cuarentena?
—Por supuesto.
Tranquilizada, la señora Castle madre otorgó al niño el privilegio de un leve beso:
—Supongo que pronto empezarás a asistir a la escuela preparatoria, ¿no? —Sam asintió—. Te gustará jugar con los otros chicos. ¿Dónde está Buller?
—Está arriba. Ha ido a buscar a Tinker Bell —respondió Sam, no sin satisfacción.
Después de almorzar, Sarah llevó a Sam y a Buller al jardín, para dejar a Castle a solas con su madre durante un rato. Ésa era la rutina mensual. Sarah lo hacía con buena intención, pero Castle tenía la impresión de que su madre se alegraba cuando concluía la entrevista íntima. Invariablemente se producía un prolongado silencio entre ellos, mientras la señora Castle servía otros dos cafés que saboreaban sin placer. En seguida, iniciaba un tema de conversación que Castle sabía había preparado tiempo atrás con el fin de disimular aquel incómodo intervalo.
—La semana pasada hubo una terrible catástrofe aérea —la señora Castle dejó caer el azúcar en las tacitas: un terrón para ella y dos para él.
—Sí. Fue terrible. Terrible —trató de recordar a qué compañía pertenecía el avión… ¿TWA? ¿Calcutta?
—No pude dejar de pensar qué habría sido de Sam si tú y Sarah hubieseis estado a bordo.
Castle lo recordó todo, justo a tiempo para responder:
—Pero eso ocurrió en Bangladesh, mamá. ¿Por qué diablos nosotros…?
—Tú estás en el Foreign Office. Pueden enviarte a cualquier sitio.
—No, no pueden. Estoy encadenado a mi escritorio de Londres, mamá. De todos modos, sabes muy bien que te hemos nombrado tutora de Sam por si nos ocurriera algo.
—Soy una vieja próxima a los noventa.
—Ochenta y cinco, mamá.
—Todas las semanas leo en los periódicos que muchas ancianas mueren en accidentes de autobús.
—Tú nunca viajas en autobús.
—No veo ninguna razón para convertir en un principio el hecho de no tomar el autobús.
—Ten la plena seguridad de que, si alguna vez te ocurre algo, nombraremos a otra persona de confianza.
—Podría ser demasiado tarde. Es necesario estar preparados por si ocurren accidentes simultáneos. Y en el caso de Sam… Bueno, hay problemas especiales.
—Supongo que te refieres a su color.
—No puedes dejarlo bajo la tutela de un tribunal. Muchos de esos jueces, tu padre siempre lo decía, son racistas. Además, ¿se te ha ocurrido pensar, querido, que si todos muriéramos, puede haber personas… fuera del país… que podrían reclamarlo?
—Sarah no tiene padres.
—Lo que tú dejes, por poco que sea, puede confundirse con una fortuna… Quiero decir para alguien de afuera. Si las muertes son simultáneas, se considera que el de más edad es el primero en morir, al menos eso me han dicho. Entonces mi dinero se sumaría al tuyo. Sarah debe de tener algún pariente que podría reclamar…
—Mamá, ¿no te estás expresando tú también con cierto racismo?
—No, querido. Yo no soy nada racista, aunque tal vez sea anticuada y patriota. Sam es inglés de nacimiento, nadie puede negarle esto.
—Pensaré en ello, mamá —esta declaración ponía punto final a casi todas sus discusiones; pero nunca estaba de más desviar el tema al mismo tiempo—. He estado pensando en la conveniencia de retirarme.
—Donde tú trabajas no dan buenas pensiones, ¿verdad?
—He ahorrado un poco. Vivimos muy modestamente.
—Cuanto más hayas ahorrado, mayor razón hay para que busques un tutor suplementario… sólo por si acaso… Creo ser tan liberal como lo fue tu padre, pero no soportaría ver que a Sam lo llevaban a Sudáfrica a la fuerza.
—Pero tú no lo verías, mamá, porque estarías muerta.
—No estoy tan segura de eso, querido. No soy atea.
Era una de las visitas más penosas y a Castle sólo le salvó Buller, que regresó del jardín con firme determinación y subió pesadamente las escaleras en busca de Tinker Bell, encerrado en la alcoba.
—Al menos, espero no tener que ser nunca tutora de Buller —dijo la señora Castle.
—Eso puedo prometértelo, mamá. En el caso de un accidente fatal en Bangladesh que coincida con un accidente del autobús de la Unión de Abuelas en Sussex, he dejado instrucciones muy claras para que sacrifiquen a Buller… sin hacerlo sufrir.
—No es el tipo de perro que yo, personalmente, habría elegido para mi nieto. Los perros guardianes como Buller son siempre muy sensibles al color. Y Sam es un niño nervioso. Tú eras igual a su edad… excepto por el color, naturalmente.
—¿Yo era un niño nervioso?
—Siempre tuviste un exagerado sentido de la gratitud por la menor amabilidad. Era una especie de sentimiento de inseguridad, aunque no sé por qué tenías que sentirte inseguro conmigo y con tu padre… Una vez le regalaste a alguien de la escuela una hermosa estilográfica porque te había dado un buñuelo relleno de chocolate.
—Bueno, mamá, ahora siempre insisto en que me paguen lo que corresponde.
—Tengo mis dudas.
—Y he renunciado bastante a la gratitud —pero, mientras hablaba, recordó a Carson muerto en la cárcel y lo que Sarah le había dicho; agregó—: Al menos no dejo que me lleve demasiado lejos. Ahora exijo más que un buñuelo de un penique.
—Hay algo en ti que siempre me resulta extraño. Desde que conociste a Sarah nunca has vuelto a mencionar a Mary. Yo la quería mucho. Me habría gustado que hubieras tenido un hijo con ella.
—Trato de olvidar a los muertos —dijo, pero no era verdad.
En los primeros tiempos de su anterior matrimonio, Castle se había enterado de que era estéril. Por eso no tuvieron hijos. Pero fueron muy felices. Era tanto un hijo único como una esposa lo que perdió cuando ella voló en pedazos por la explosión de una V-2 en Oxford Street, mientras él estaba sano y salvo en Lisboa, estableciendo un contacto. No había podido protegerla y no había muerto con ella. Por eso nunca hablaba de Mary. Ni siquiera con Sarah.
2
—Lo que siempre me sorprende de tu madre —comentó Sarah cuando, ya en la cama, empezaron a rememorar el desarrollo de su día de campo— es que acepte con tanta facilidad el hecho de que Sam sea hijo tuyo. ¿Nunca se le ha ocurrido pensar que es demasiado negro para tener un padre blanco?
—No parece percibir los matices.
—El señor Muller, sí. Juraría que sí.
Abajo sonó el teléfono. Era casi medianoche.
—¡Diablos! —exclamó Castle—. ¿Quién puede llamarnos a esta hora? ¿Otra vez tus enmascarados?
—¿No piensas contestar?
El campanilleo se interrumpió.
—Si son tus enmascarados, tendremos la posibilidad de atraparlos.
El teléfono sonó por segunda vez. Castle miró la hora.
—Por Dios, responde.
—Seguro que se equivocan de número.
—Si tú no lo coges lo haré yo.
—Ponte la bata. Puedes resfriarte.
Pero en cuanto Sarah se levantó, el teléfono dejó de sonar.
—Seguro que sonará otra vez —afirmó Sarah—. ¿Recuerdas que el mes pasado llamaron tres veces seguidas a la una de la madrugada?
Pero esta vez el teléfono permaneció mudo. Se oyó un grito desde el otro lado del pasillo. Sarah dijo:
—Malditos sean, han despertado a Sam. Maldito sea, fuera quien fuese.
—Iré yo a verle. Tú estás temblando. Vuelve a la cama.
—¿Eran ladrones? —preguntó Sam—. ¿Por qué no ladró Buller?
—Buller sabía lo que hacía. No son ladrones, Sam. Era un amigo mío, que me telefonea tarde.
—¿Era ese señor Muller?
—No. Ese no es un amigo. Duérmete. El teléfono no volverá a sonar.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—Sonó más de una vez.
—Sí.
—Pero no contestaste. ¿Cómo sabes que era un amigo?
—Haces demasiadas preguntas, Sam.
—¿Era una señal secreta?
—Sam, ¿tienes secretos tú?
—Sí. Montones.
—Cuéntame alguno.
—No. Si te lo contara ya no sería un secreto.
—Bueno, pues yo también tengo mis secretos.
Sarah seguía despierta.
—Ya está tranquilo —le dijo Castle—. Creyó que los que llamaban eran ladrones.
—Quizá lo eran. ¿Qué le dijiste?
—Que eran señales secretas.
—Siempre encuentras la forma de calmarle. Le quieres, ¿no?
—Sí.
—Es extraño. No lo comprendo. Ojalá fuera realmente hijo tuyo.
—Yo no pienso lo mismo, ya lo sabes.
—Nunca entendí realmente por qué.
—Te lo he dicho muchas veces. Me basta con lo que veo de mí mismo todas las mañanas al afeitarme.
—Todo lo que ves es un hombre bueno, cariño.
—Yo no me describiría así.
—Para mí, un hijo tuyo habría sido una razón de vivir el día en que tú ya no estés. No vivirás eternamente.
—No, a Dios gracias.
Las palabras brotaron de los labios de Castle impensadamente. Y lamentó haberlas pronunciado. Era la tierna comprensión que demostraba Sarah lo que le hacía ir demasiado lejos. Por más que trataba de endurecerse, siempre acababa por contárselo todo. A veces la comparaba cínicamente con el hábil inquisidor, que emplea la simpatía y tiende el cigarrillo oportuno.
—Sé que estás preocupado —dijo Sarah—. Me gustaría que pudieras decirme la razón… pero no puedes, lo sé también. Tal vez algún día… cuando seas libre… Si esto sucede alguna vez, Maurice —agregó con tristeza.