CAPÍTULO I

1

Con la neblina y la llovizna de noviembre, había oscurecido muy pronto. Castle abandonó la cabina telefónica. No habían respondido a ninguna de sus señales. En Old Compton Street las desvaídas luces rojas del cartel «Libros» —que indicaba el lugar donde Halliday hijo realizaba su turbio comercio— brillaban sobre el pavimento con menos descaro que de costumbre. Al otro lado de la calle, Halliday padre estaba encorvado como siempre bajo una única bombilla, economizando energía. Cuando Castle entró en la tienda, el anciano giró un interruptor, sin levantar la cabeza, para iluminar ambos lados de los estantes atiborrados de clásicos pasados de moda.

—No derrocha usted electricidad —comentó Castle.

—¡Ah, es usted, señor! Sí, pongo mi granito de arena para ayudar al gobierno. De todos modos, no entran muchos clientes después de las cinco. Unos pocos tímidos vendedores, pero los libros rara vez están en buenas condiciones y tengo que dejar que se vayan desilusionados… Creen que cualquier libro de cien años tiene valor. Lamento la tardanza del Trollope, si es eso lo que busca. Hay dificultades para conseguir el segundo ejemplar… Una vez lo dieron por televisión, ese es el problema. Hasta los Penguin están agotados.

—Ya no hay prisa. Con un ejemplar tendré suficiente. He venido a decírselo. Mi amigo se ha ido a vivir al extranjero.

—Echará de menos sus noches literarias, señor. El otro día le decía a mi hijo…

—Es curioso, señor Halliday, pero nunca he llegado a conocer a su hijo. ¿Está en la tienda? Se me ocurrió que podría hablar con él de unos libros de los que quiero desprenderme. He perdido el gusto por los curiosos. La edad, supongo. ¿Le encontraré?

—Ahora no, señor. Si he de decirle la verdad, se ha metido en dificultades. Le iba demasiado bien. El mes pasado abrió otra tienda en Newington Butts y la policía de allí es menos comprensiva que la de aquí… O más cara, si me permite ser un poco cínico. Esta tarde tuvo que presentarse ante el juez por una de sus estúpidas revistas y todavía no ha vuelto.

—Espero que esas dificultades no le creen problemas a usted, señor Halliday.

—Oh, no. La policía es muy comprensiva. Realmente creo que lamentan que tenga un hijo en esa línea de negocios. Yo les digo que si fuera joven haría lo mismo que él y se ríen.

A Castle siempre le había parecido extraño que «ellos» hubieran elegido un intermediario tan equívoco como el joven Halliday, cuya tienda podía ser registrada en cualquier momento por la policía. Tal vez, pensó, era una especie de doble engaño. La Brigada contra el Vicio no estaba adiestrada en las sutilezas de los servicios secretos. Incluso era posible que Halliday hijo fuera tan inconsciente como su padre del uso que hacían de él. Eso es lo que necesitaba saber, porque pensaba confiarle lo que equivalía a su vida.

Volvió la mirada a la tienda de enfrente, al cartel escarlata y a las revistas pornográficas del escaparate y se asombró de la extraña emoción que le empujaba a correr un riesgo tan abierto. Boris no lo habría aprobado, pero ahora que les había enviado su ultimo informe y su renuncia, sentía un irresistible deseo de comunicarse directamente y de viva voz, sin la intervención de discretos buzones, claves por medio de libros y elaboradas señales desde teléfonos públicos.

—¿No sabe cuándo regresará? —le preguntó al señor Halliday.

—No tengo la menor idea, señor. ¿No puedo ayudarle yo?

—No, no, no quiero molestarle.

No tenía ninguna clave de señales telefónicas para atraer la atención de Halliday hijo. Les habían mantenido tan escrupulosamente separados que a veces se preguntaba si habrían programado su único encuentro para la emergencia definitiva. Preguntó:

—¿Por casualidad tiene su hijo un Toyota rojo?

—No, pero a veces usa el mío en las afueras… Para las entregas, señor. De vez en cuando me ayuda, porque yo no puedo moverme tanto como antes. ¿Por qué me lo pregunta?

—Me parece que una vez le vi frente a la tienda.

—No puede ser el nuestro. En la ciudad es imposible. Con tantos embotellamientos, no resultaría económico. Tenemos que hacer todo lo posible por economizar cuando el gobierno lo exige.

—Bien, espero que el juez no haya sido demasiado severo con él.

—Gracias, señor. Le diré que estuvo aquí.

—Traje una nota que usted podría entregarle. Pero es confidencial. No quiero que nadie se entere del tipo de libros que coleccionaba cuando era joven.

—Puede confiar en mí, señor. Nunca le he fallado. ¿Y el Trollope?

—Olvídelo.

En Euston, Castle compró un billete a Watford. No quería mostrar su abono de ida y vuelta a Berkhamsted. Los revisores tienen buena memoria para los abonos. En el tren, para mantener su mente ocupada, leyó un periódico de la mañana que alguien había dejado en el asiento contiguo. Contenía una entrevista con un actor de cine al que nunca había visto (el cine Berkhamsted había sido transformado en una sala de bingo). Al parecer, el actor se había casado por segunda vez. ¿O era la tercera? Varios años atrás, durante una entrevista, había dicho al mismo periodista que no quería saber nada más del matrimonio. «¿Así que cambió de idea?», le preguntaba insolentemente el reportero.

Castle leyó la entrevista palabra por palabra, hasta el final. He ahí a un hombre que podía hablar con un periodista acerca de los aspectos más íntimos de su vida: «Era muy pobre cuando me casé por primera vez. Ella no comprendía… Nuestra vida sexual siempre anduvo mal. Con Naomi es diferente. Sabe muy bien que cuando vuelvo exhausto del estudio… Siempre que podemos nos tomamos una semana de vacaciones, solos los dos, en algún lugar tranquilo, Saint-Tropez por ejemplo, y nos desahogamos». Soy un hipócrita al juzgarle, se dijo Castle. En este preciso momento estoy yendo a hablar con Boris: llega un instante en que uno tiene que hablar.

En Watford repitió cuidadosamente el camino que siguió la vez anterior, vaciló en la parada del autobús, continuó andando, esperó en la esquina siguiente para comprobar que nadie le seguía. Llegó a la cafetería, pero no entró. La vez anterior lo había guiado el hombre que llevaba desatados los cordones de los zapatos, pero ahora avanzaba sin guía. ¿Había girado a la izquierda o a la derecha? Todas las calles de esa parte de Watford parecían iguales: hileras de casas idénticas, con tejados a dos aguas e iguales jardincillos delante, con rosales que goteaban humedad; cada casa unida a la próxima por un garaje de una plaza.

Dio una vuelta al azar, y luego otra, pero siempre encontró las mismas casas, a veces formando calles rectas y otras veces un semicírculo. Se sintió burlado por la similitud de los nombres, todos relacionados con la flora: Laurel Drive, Oaklands, The Shrubbery, lo mismo que el que buscaba: Elm View. Un policía que le vio perdido le preguntó si podía ayudarle. Las notas originales de Muller pesaban como un revólver en el bolsillo de Castle. Respondió que no, que sólo quería ver si en aquella zona anunciaban alguna casa para alquilar. El policía le dijo que había dos carteles tres o cuatro calles a la izquierda, y por pura coincidencia la tercera resultó ser Elm View. No recordaba el número, pero un farol de la calle hizo brillar la vidriera coloreada de la puerta y la reconoció. No había luz en ninguna de las ventanas. Con pocas esperanzas, atisbando muy de cerca la tarjeta mutilada de «Edition Limited», tocó el timbre. No era probable que Boris estuviera a aquella hora. En realidad, tal vez ni estuviera en Inglaterra. Ya que él había cortado su contacto con ellos, no tenía ningún sentido que mantuvieran abierto un peligroso canal. Tocó el timbre por segunda vez pero no obtuvo respuesta. En aquel momento, incluso se habría alegrado si Iván, que había intentado sobornarlo, le hubiese abierto la puerta. No quedaba nadie —literalmente nadie— con quien pudiese hablar.

En el camino había pasado junto a una cabina telefónica y volvió a ella. En una casa, al otro lado de la calle, a través de la ventana sin cortinas, vio a una familia sentada ante una mesa servida para un té tardío o una cena adelantada: un padre y dos hijos adolescentes, un muchacho y una chica, ocuparon sus asientos. Entró la madre con una bandeja y el padre debió de bendecir la mesa, porque los hijos inclinaron la cabeza. Castle recordaba aquella costumbre de su infancia, pero creía que se había perdido hacía ya mucho tiempo… Quizás aquellas gentes fueran católicas, esas personas en quienes las costumbres parecen sobrevivir mucho más. Empezó a marcar el único número que le quedaba por intentar, un número que sólo debía utilizar en la emergencia definitiva, colgando el teléfono a intervalos que cronometró con su reloj. Después de marcar cinco veces sin obtener respuesta, salió de la cabina. Era lo mismo que si hubiera pedido cinco veces socorro en la calle desierta, sin saber si le habían oído. Tal vez después de su último informe habían cortado para siempre todas las líneas de comunicación.

Miró de nuevo hacia la ventana de enfrente. El padre hizo una broma, la madre sonrió aprobadoramente, y la chica le guiñó un ojo al muchacho como diciendo «el viejo, siempre con lo mismo». Castle siguió su camino hacia la estación… Nadie le siguió, nadie observó su paso a través de una ventana, nadie se cruzó con él. Se sentía invisible, abandonado en un mundo extraño donde no había otros seres humanos que le recordaran como a uno de los suyos.

Interrumpió sus pasos al final de la calle que se llamaba The Shrubbery, junto a una horrible iglesia, tan nueva que podría haber sido construida la noche anterior con los relucientes ladrillos de un equipo de «Hágalo usted mismo». En el interior había luz, y el mismo sentimiento de soledad que le había llevado a la tienda de Halliday, le empujó a entrar allí. Por los recargados ornamentos del altar y las sentimentales imágenes, supo que era una iglesia católica romana. No había un tenaz coro de fe burguesa cantándole, codo a codo, a una verde colina lejana. No lejos del altar dormía un anciano apoyado en su paraguas, y dos mujeres, que podrían haber sido hermanas por la similitud de sus ropas oscuras, aguardaban junto a lo que Castle supuso que era un confesonario. Desde detrás de una cortina salió una mujer con impermeable y se metió otra sin él. Parecía una de esas casitas-barómetro anunciando lluvia. Castle se sentía cansado. Hacía rato que había pasado la hora de su J & B triple. Sarah estaría cada vez más inquieta. Y, mientras escuchaba el leve murmullo de la conversación del confesonario, creció en él el deseo de hablar abiertamente, sin reservas, después de siete años de silencio. Han retirado a Boris de la circulación, pensó; nunca podré volver a hablar… A no ser que termine en el banquillo de los acusados, naturalmente. Allí sí que podría hacer lo que llaman una «confesión a puerta cerrada», por supuesto (porque el juicio sería a puerta cerrada).

Salió la segunda mujer y entró la tercera. Las otras dos se habían desembarazado con bastante rapidez de sus secretos… a puerta cerrada. Estaban arrodilladas separadamente ante sendos altares, ambas con la mirada de orgullosa satisfacción que da el deber cumplido. Cuando salió la tercera mujer no había nadie esperando. Sólo él. El anciano había despertado y salió con una de las mujeres. A través de una abertura de la cortina del sacerdote, divisó un rostro alargado y pálido; oyó un carraspeo delator de la humedad de noviembre. Castle pensó: quiero hablar, ¿por qué no hablo? Un sacerdote tiene que guardar mi secreto. Boris le había dicho: «Acude a mí siempre que sientas necesidad de hablar: es un riesgo menor». Pero Castle estaba convencido de que Boris se había ido para siempre. Hablar era un acto terapéutico… Avanzó lentamente hacia el confesionario, como el paciente que visita a un psiquiatra por primera vez y se siente conturbado.

El paciente que no sabe lo que hay que hacer. Cerró la cortina a sus espaldas y permaneció vacilante en el pequeño y restringido espacio que allí quedaba. ¿Cómo empezar? Alguna de las mujeres debió de dejar el leve aroma a agua de colonia que ahora percibía. Se abrió con estrépito un postiguillo y vio un perfil anguloso, como el de un detective de cine. El perfil tosió y murmuró algo. Castle dijo:

—Quiero hablar con usted.

—¿Qué haces ahí de pie? —preguntó el perfil—. ¿Has perdido el uso de las rodillas?

—Sólo deseo hablar con usted —insistió Castle.

—No estás aquí para hablar conmigo —respondió el perfil. Se oyó un tintineo. El sacerdote tenía un rosario en el regazo y parecía usarlo como una cadena de tormento—. Estás aquí para hablar con Dios.

—No, usted no me comprende. Estoy aquí sólo para hablar.

El sacerdote se volvió, remiso. Tenía los ojos inyectados en sangre. Castle tuvo la impresión de que por una funesta coincidencia, había dado con una víctima, como él, de la soledad y el silencio.

—Arrodíllate, hijo. ¿Pero qué clase de católico eres?

—No soy católico.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—Quiero hablar, eso es todo.

—Si deseas recibir enseñanzas, puedes dejar tu nombre y domicilio en el presbiterio.

—No deseo recibir enseñanzas.

—Me estás haciendo perder el tiempo —dijo el sacerdote.

—¿No se aplican los secretos de la confesión a los no católicos?

—Tienes que dirigirte a un sacerdote de tu Iglesia.

—No tengo Iglesia.

—Entonces creo que lo que necesitas es un médico —concluyó el sacerdote.

Cerró de un golpe la ventanilla. Castle abandonó el confesonario. Era el final absurdo de un acto absurdo, pensó. ¿Cómo pudo esperar que aquel hombre lo comprendiese, aunque le hubiera permitido hablar? La historia que tenía que contar era demasiado larga y había comenzado muchos años atrás, en un país remoto.

2

Sarah salió a saludarle mientras colgaba su abrigo en el vestíbulo:

—¿Te ha ocurrido algo?

—No.

—Nunca llegas tan tarde sin avisar por teléfono.

—He andado de un lado para otro tratando de ver gente. No encontré a nadie. Supongo que sus fines de semana son muy largos.

—¿Tomarás tu whisky o prefieres cenar en seguida?

Whisky. Prepáralo largo.

—¿Más largo que de costumbre?

—Sí, y solo.

—Algo te ha ocurrido.

—Nada importante. Pero hace casi tanto frío y tanta humedad como en invierno. ¿Sam está dormido?

—Sí.

—¿Dónde está Buller?

—Buscando gatos en el jardín.

Se sentó en el sillón acostumbrado, y el silencio acostumbrado cayó entre los dos. Normalmente, Castle sentía el silencio como si fuera un chal que le cubría los hombros. El silencio significaba relajación, el silencio significaba que las palabras eran innecesarias entre ambos. Su amor era demasiado estable para necesitar seguros: con su amor, habían adquirido una póliza de vida. Pero aquella noche, con el original de las notas de Muller en el bolsillo, y la copia, previsiblemente en manos del joven Halliday, el silencio era como un vacío en el cual no podía respirar: el silencio era la ausencia de todo, incluso de la confianza, un anticipo de la tumba.

—Otro whisky, Sarah.

—Estás bebiendo demasiado. Recuerda al pobre Davis.

—No lo mató la bebida.

—Pero yo creía…

—Sí, tú creías lo mismo que todos los demás. Pero te equivocabas. Si te molesta darme otro whisky, dímelo; me lo serviré yo.

—Sólo te dije que recordaras a Davis…

—No quiero que me cuides tanto, Sarah. Eres la madre de Sam, no la mía.

—Sí, claro, yo soy su madre y tú ni siquiera eres el padre.

Se miraron atónitos, consternados.

—No quise… —se apresuró a agregar Sarah.

—Tú no tienes la culpa.

—Lo siento.

—Así será nuestro futuro si no podemos hablar. Me preguntaste qué había estado haciendo. Estuve toda la tarde buscando a alguien con quien hablar, pero no encontré a nadie.

—¿Hablar de qué? —la pregunta hizo enmudecer a Castle—. ¿Por qué no puedes hablar conmigo? Porque ellos te lo prohíben, supongo. La ley de secretos de Estado y todas esas estupideces.

—No son ellos.

—¿Quién, entonces?

—Sarah, cuando vinimos a Inglaterra, Carson envió a alguien a verme. Os había salvado a ti y a Sam. Todo lo que me pidió a cambio fue un poco de ayuda. Yo estaba agradecido y acepté.

—¿Y qué tiene eso de malo?

—Mi madre me decía cuando era niño que siempre daba demasiado en los canjes… Pero nada era demasiado para el hombre que te había librado de las garras del BOSS. De modo que… me convertí en lo que llaman un agente doble, Sarah. Esto significa pasar el resto de mi vida en la cárcel.

Castle siempre supo que algún día esta escena se produciría entre ambos, pero nunca había logrado imaginar la clase de palabras que se dirían.

—Dame tu whisky —le pidió Sarah; Castle le acercó el vaso y ella bebió un dedo—. ¿Estás en peligro? Quiero decir ahora. Esta noche.

—He estado en peligro durante todo el tiempo que hemos vivido juntos.

—¿Pero ahora es peor?

—Sí. Creo que han descubierto una filtración y que pensaron que era Davis. Estoy convencido de que Davis no ha muerto de muerte natural. Algo que dijo el doctor Percival…

—¿Crees que le mataron?

—Sí.

—O sea, que podrías haber sido tú en lugar de él…

—Sí.

—¿Y continúas con ello?

—Escribí lo que entonces consideré como mi último informe. Me despedí de toda la cuestión. Pero luego… ha pasado algo más. Con Muller. Tenía que hacérselo saber a los otros. Espero haberlo logrado. No lo sé.

—¿Cómo descubrieron la filtración en la oficina?

—Supongo que cuentan con un confidente en la otra parte… probablemente alguien que tiene acceso a mis informes y los devuelve a Londres…

—¿Y si devuelve éste?

—Ya sé lo que me vas a decir: Davis ha muerto, y yo soy el único de la oficina que trató con Muller.

—¿Por qué has continuado, Maurice? Es un suicidio.

—Puede ser que esto salve muchas vidas… vidas de tu pueblo.

—No me hables de mi pueblo. Yo ya no tengo pueblo. Tú eres «mi pueblo».

Castle pensó que eran palabras de la Biblia. Las había oído antes. Recordó que Sarah había asistido a una escuela metodista. Ella le rodeó con un brazo y le acercó el vaso de whisky a los labios:

—Ojalá no hubieras esperado todos estos años para decírmelo.

—Tuve miedo, Sarah —el nombre del Antiguo Testamento volvió a la mente de Castle con el nombre de ella. Había sido la mujer llamada Ruth la que había empleado las mismas palabras que ella… u otras muy parecidas.

—¿Miedo de mí y no de ellos?

—Miedo por ti. No puedes imaginar lo largo que me pareció cuando te esperaba en el Hotel Polana. Pensé que no vendrías nunca. Mientras había luz natural observaba los números de las matrículas de los coches con unos prismáticos. Los números pares significaban que Muller te había atrapado. Los impares que estabas en camino. Pero esta vez no habrá Hotel Polana, ni estará Carson. Las cosas no ocurren dos veces de la misma forma.

—¿Qué quieres que haga?

—Lo mejor sería que te fueras con Sam a casa de mi madre. Sepárate de mí. Hacer como si hubiéramos tenido un terrible altercado y quisiera pedir el divorcio. Si no ocurre nada me quedaré aquí y podremos volver a reunirnos.

—¿Y qué haré mientras tanto? ¿Mirar las matrículas de los coches? Sugiéreme otra cosa.

—Si ellos me protegen todavía (no sé si es así), tengo prometida una fuga segura. Pero tendría que ir solo. De modo que aun así tendrás que ir, con Sam, a casa de mi madre. La única diferencia es que no podremos comunicarnos. Que no sabrás lo que ha ocurrido… quizá durante mucho tiempo. Creo que preferiría que viniera la policía… Al menos, de ese modo, volveríamos a vernos en la sala del tribunal.

—Pero Davis no llegó a un tribunal, ¿verdad? No, si te buscan, márchate, Maurice. Por lo menos sabré que estás a salvo.

—No me has dicho ni una sola palabra de reproche, Sarah.

—¿Qué clase de reproche?

—Bueno, soy lo que habitualmente se llama un traidor.

—¿Y a quién le importa eso? —apoyó una mano en la de Castle: era un acto más íntimo que un beso: también se puede besar a un desconocido—. Tenemos nuestro propio país. Tú, y yo, y Sam. Nunca has traicionado a ese país, Maurice.

—No debemos seguir preocupándonos esta noche. Todavía tenemos tiempo y debemos dormir.

Pero, en cuanto llegaron a la cama hicieron el amor de inmediato, sin reflexionar, sin hablar, como si fuera algo que hubieran acordado una hora antes y toda su conversación sólo hubiera sido un aplazamiento. Hacía meses que no se unían de aquella forma. Ahora que el secreto se había revelado, el amor se liberaba. Castle se quedó dormido casi en cuanto se separó de ella. Su último pensamiento fue: todavía hay tiempo… Pasarán días, quizá semanas, hasta que puedan informar de alguna filtración. Mañana es sábado. Tenemos ante nosotros todo un fin de semana para tomar una decisión.