CAPÍTULO VIII

1

Castle estaba inclinado sobre lo que, en su fuero interno, sabía que iba a ser su último informe. Era evidente que, después de la muerte de Davis, tenía que cesar toda la información de la Sección África. Si continuaban las filtraciones, no habría duda sobre el responsable de las mismas; si cesaban, la culpabilidad recaería inevitablemente sobre el muerto. Davis ya estaba más allá de todo sufrimiento; su expediente personal sería cerrado y enviado a algún impreciso centro de archivos, donde nadie se molestaría en consultarlo. ¿Qué importancia tenía que encerrase una historia de traición? Como cualquier secreto de Estado, permanecería bien guardado durante unos treinta años. En cierto triste sentido, aquella muerte había sido providencial.

Castle oyó la voz de Sarah, que leía para Sam antes de arroparle en su cama. Se había retrasado treinta minutos sobre su hora habitual de acostarse, pero aquella noche estaba necesitado de un consuelo suplementario, porque la primera semana de clases había transcurrido desdichadamente.

¡Qué larga y pesada tarea la de transcribir en clave un informe por medio de un libro! Ahora nunca lograría llegar al final de Guerra y paz. Al día siguiente quemaría su ejemplar, por razones de seguridad, en una hoguera de hojas otoñales, sin aguardar la llegada del Trollope. Sintió alivio y pesar: alivio porque dentro de lo posible había pagado su deuda de gratitud con Carson, y pesar porque no podría concluir el expediente sobre «Tío Remus» y acabar de vengarse de Cornelius Muller.

Cuando terminó el informe, bajó a la planta baja para esperar a Sarah. Al día siguiente era domingo. Tendría que depositar el informe en el buzón, aquel tercer buzón que ya nunca volvería a ser utilizado. Desde una cabina telefónica de Piccadilly Circus, antes de coger su tren en Euston, había informado que dejaría un mensaje. Esta forma de hacer su última comunicación era inusitadamente lenta, pero la vía más rápida y peligrosa la reservaban para emplearla sólo en una urgencia extrema. Se sirvió un J & B triple y el murmullo de voces del primer piso comenzó a proporcionarle una transitoria sensación de paz. Se cerró suavemente una puerta, unas pisadas recorrieron el pasillo de arriba. Los peldaños de la escalera crujían siempre cuando alguien descendía… Pensó que para algunas personas aquello parecería una rutina oscura, doméstica, incluso intolerable. Para él, representaba una seguridad que a cada minuto temía perder. Sabía exactamente lo que diría Sarah cuando entrara en la sala y sabía lo que respondería él. La intimidad era una protección contra la oscuridad exterior de King’s Road y el farol iluminado del cuartelillo de la esquina. Siempre había imaginado a un policía de uniforme —al que probablemente conocía muy bien de vista— acompañando al hombre de la sección especial cuando llegara la hora.

—¿Has tomado tu whisky?

—¿Puedo servirte uno a ti?

—Uno corto, cariño.

—¿Está bien Sam?

—Se durmió antes de que le arropara.

Como en un cable bien transmitido, no había un solo elemento que sobrara.

Castle le alcanzó el vaso: hasta ese momento no había podido hablar de lo ocurrido.

—¿Cómo estuvo esa boda, querido?

—Horrible. Lo sentí por el pobre Daintry.

—¿Por qué pobre?

—Estaba perdiendo una hija y dudo que tenga amigos.

—Parece haber mucha gente solitaria en tu oficina.

—Sí. Todos los que no tienen pareja. Bebe, Sarah.

—¿Por qué tanta prisa?

—Quiero que los dos nos sirvamos otro vaso.

—¿Por qué?

—Sarah, tengo malas noticias. No podía decírtelo delante de Sam. Se trata de Davis. Ha muerto.

—¿Muerto? ¿Davis?

—Sí.

—¿Cómo?

—El doctor Percival lo atribuye al hígado.

—Pero el hígado no reacciona así… de un día para otro.

—Repito lo que dijo el doctor Percival.

—¿No le crees?

—No. En absoluto. Y me parece que Daintry tampoco.

Sarah se sirvió dos dedos de whisky. Castle nunca la había visto hacer eso antes.

—Pobre, pobre Davis.

—Daintry quiere que se practique una autopsia con independencia de la Casa. Percival está de acuerdo. Es obvio que está absolutamente seguro de que confirmará su diagnóstico.

—Si está tan seguro, tendría que ser verdad…

—No lo sé. Realmente no lo sé. ¡En nuestra empresa pueden trucarse tantas cosas! Quizá hasta una autopsia.

—¿Qué le diremos a Sam?

—La verdad. No es bueno ocultarles la muerte a los niños. Es algo natural.

—¡Pero quería tanto a Davis! Cariño, permíteme que no le diga nada hasta dentro de una o dos semanas. Hasta que se adapte a la escuela.

—Haz lo que te parezca mejor.

—¡Me gustaría que pudieras alejarte de toda esa gente!

—Lo haré… dentro de unos años.

—Quiero decir ahora mismo. En este instante. Deberíamos sacar a Sam de la cama e irnos al extranjero. A cualquier sitio, en el primer avión que despegara.

—Espera hasta que me den la jubilación.

—Yo podría trabajar, Maurice. Podríamos ir a Francia. Allí sería más fácil. Están acostumbrados a mi color.

—No es posible, Sarah. Todavía no.

—¿Por qué? Dame una buena razón…

Castle trató de restarle importancia a la cuestión:

—Bien, ya sabes que debo dar previo aviso…

—¿Se preocupan ellos por cosas como el aviso previo? —a Castle le asustó la rapidez de la percepción de Sarah cuando agregó—: ¿Le dieron previo aviso a Davis?

—Si el responsable es el hígado…

—Pero tú no lo crees, ¿verdad? No olvides que en otros tiempos trabajé para ti… para ellos. Fui uno de tus agentes. No creas que no me he dado cuenta de lo angustiado que has estado durante el último mes… Hasta por el empleado que viene a leer el contador. Ha habido una filtración, ¿verdad? ¿En tu sección?

—Creo que es lo que ellos piensan.

—Y la cargaron en la cuenta de Davis. ¿Crees que era culpable?

—Puede que no haya sido una filtración deliberada. Davis era muy descuidado.

—¿Crees que pueden haberlo matado porque era descuidado?

—Supongo que en nuestra empresa debe existir eso que se llama negligencia culpable.

—Podrían haber sospechado de ti, en lugar de Davis. Entonces el muerto serías tú… de beber demasiado J & B

—¡Oh, yo siempre he sido muy prudente! —agregó, como si se tratara de una broma pesada—: Excepto cuando me enamoré de ti.

—¿A dónde vas?

—Quiero tomar un poco el aire. Lo necesito. Y Buller también.

2

Al otro lado de la larga vereda que atravesaba el ejido, y que era conocida como Gold Harbour, comenzaba el bosque de hayas que descendía en suave pendiente hacia la carretera de Ashridge. Castle se sentó en un banco, mientras Buller retozaba entre las hojas caídas el año anterior. Sabía que no debía permanecer allí. La curiosidad no era una excusa valedera. Tendría que haber dejado su mensaje y haberse alejado. Un coche subía lentamente por el camino procedente de Berkhamsted y Castle miró su reloj. Hacía cuatro horas que había hecho la señal desde la cabina telefónica de Piccadilly Circus. Logró divisar el número de matrícula del automóvil, pero, tal como esperaba, era tan desconocida para él como el mismo coche, un pequeño Toyota rojo. El coche se detuvo cerca de la casa del guarda, en la entrada de Ashridge Park. No había otro automóvil a la vista. Y ningún transeúnte. El conductor apagó los faros y, luego, como si lo hubiera pensado mejor, volvió a encenderlos. A Castle le dio un vuelco el corazón cuando oyó un ruido a sus espaldas, pero sólo era Buller que se revolcaba entre los helechos.

Castle se alejó, trepando por entre los altos árboles, cuya corteza verde oliva se iba ennegreciendo con la última luz crepuscular. Hacía más de cincuenta años que había descubierto aquel hueco en uno de los troncos… Cuatro, cinco, seis árboles contando desde el camino. En aquellos tiempos se veía obligado a ponerse casi de puntillas para llegar al agujero, pero su corazón latía con el mismo ritmo irregular que lo hacía ahora. A los diez años de edad ya depositaba allí sus mensajes de amor: la destinataria sólo tenía siete años. Él le había mostrado el escondrijo un día en que fueron juntos de excursión y le había dicho que dejaría algo importante para ella la próxima vez que volviese por allí.

En la primera oportunidad que tuvo, dejó un gigantesco caramelo de menta envuelto en papel impermeable y, cuando volvió a revisar el hueco, el caramelo había desaparecido. Entonces dejó una nota en la que le declaraba a la niña su amor —en letras de imprenta, porque ella apenas empezaba a leer—; pero cuando regresó por tercera vez descubrió que la nota seguía allí, aunque desfigurada por un dibujo grotesco. Algún desconocido, pensó, ha descubierto el lugar secreto. Se negó a creer que fuera ella la responsable, hasta el día en que le sacó la lengua al cruzarse con él desde la otra acera de High Street, y comprendió que estaba desilusionada porque no había encontrado otro caramelo de menta. Aquella había sido su primera pena de amor y ya nunca se acercó al árbol, hasta que, casi cincuenta años más tarde, en el salón del Regent Palace, un hombre al que jamás volvió a ver, le sugirió que buscase otro buzón más seguro.

Colocó la correa a Buller y vigiló desde su escondite entre los helechos. El hombre del coche tuvo que utilizar una linterna para encontrar el hueco. Castle vio, durante un instante, el contorno de la mitad inferior de su cuerpo, mientras la luz de la linterna descendía por el tronco: una panza abultada, la bragueta abierta. Hábil precaución: sin duda el hombre incluso había almacenado una razonable cantidad de orina. Cuando la linterna cambió de posición e iluminó el camino de vuelta hacia la ruta de Ashridge, Castle emprendió el regreso a su casa. Se dijo a sí mismo: «Éste es el último informe». Sus pensamientos retrocedieron a la niña de siete años. Le había parecido como perdida en la excursión donde se conocieron; era tímida y fea, y quizá le atrajo precisamente por estos motivos. ¿Por qué algunos de nosotros, se preguntó, somos incapaces de enamorarnos del éxito, o del poder, o de la belleza? ¿Porque nos sentimos indignos de ellos, porque nos encontramos más a gusto con el fracaso? No creía que esa fuera la razón. Quizá fuera porque uno quería el equilibrio justo, como lo había querido Cristo, la legendaria figura en la que habría querido creer. «Venid a mí los que estáis en la aflicción y soportáis tribulaciones». Aunque la chica de aquella excursión de agosto era muy joven, soportaba las tribulaciones de la timidez y la vergüenza. Él, tal vez, sólo había querido hacerle sentir la sensación de ser amada por alguien y así empezado a amarla. No había sido piedad, como tampoco por piedad se había enamorado de Sarah embarazada por otro hombre. Él estaba para equilibrar la balanza. Eso era todo.

—Has estado fuera mucho tiempo —observó Sarah.

—Necesitaba apremiantemente dar un largo paseo. ¿Cómo está Sam?

—Profundamente dormido, por supuesto. ¿Quieres otro whisky?

—Sí. Corto.

—¿Corto? ¿Por qué?

—No sé. Tal vez sólo para demostrar que puedo dominarme un poco. Tal vez porque me siento más feliz. No me preguntes por qué, Sarah. La felicidad se esfuma en cuanto la mencionas.

Aparentemente la excusa les bastó a ambos. Durante el último año en África del Sur, Sarah había aprendido a no indagar demasiado. Pero aquella noche, en la cama, Castle permaneció despierto mucho tiempo repitiendo para sus adentros, una y otra vez, las palabras finales del último informe que había confeccionado con ayuda de Guerra y paz. Varias veces había abierto el libro al azar, en busca de una sortes Virgilianae, antes de escoger las oraciones en que se basaría su código. «Te dices: no soy libre. Pero he levantado mi mano y la he dejado caer». Era como si al elegir este fragmento estuviera transmitiendo una señal de desafío a ambos servicios. La última palabra del mensaje, cuando la descifrara Boris o algún otro, diría: «adiós».