INTRODUCCIÓN
En 1585 edita Bruno en Londres el conjunto de sus diálogos italianos en el marco de una importante crisis política en toda Europa y, fundamentalmente, de la crisis religiosa acentuada por la Contrarreforma. Por estos años, que suponen en el terreno científico una creciente difusión del copernicanismo y, en general, la conquista de nuevas técnicas, redacta y publica Giordano Bruno sus diálogos —los más célebres de sus escritos—, en medio de una polémica actividad pública en la corte inglesa.
A Londres ha llegado el filósofo procedente de París, algunos años después de su huida del convento dominicano de Nápoles; en sus años de vida monástica había adquirido una sólida formación escolástica (de carácter fundamentalmente aristotélico) y, además, una vasta cultura literaria y científica. Allí se había familiarizado también con literatura más o menos herética o semiprohibida y con el arte mnemotécnico; es de suponer que las corrientes heterodoxas filosóficas y teológicas tuvieran fácil acceso a la mente abierta de Bruno, y que las infracciones a normas precisas emanadas de la superioridad acrecentaran de manera oculta su cultura, de modo que sus ideas se alejaban cada vez más de la verdad oficial. Esto, unido a un carácter agresivo y mordaz —que manifestaría después en tantas ocasiones, en su vida como en su obra—, le acarrearía finalmente el ser acusado de herejía; consciente de la gravedad de las acusaciones, Bruno huye de Nápoles y comienza desde entonces una vida de prófugo errante por diversas ciudades —italianas primero, europeas después—, encontrándose siempre con actitudes intolerantes, tanto por parte de católicos como por parte de reformados, y viviendo en un continuo exilio que prácticamente no termina sino con su muerte en la hoguera, decretada en el año 1600 por la Inquisición romana. Su condena por herejía supondría durante siglos un gran obstáculo para la difusión de la obra, que no sería reeditada hasta el siglo XIX, cuando las' luchas de la burguesía por el poder acarrean la conquista de la libertad religiosa; Bruno se convierte entonces en bandera contra el oscurantismo y en héroe y mártir de la libertad intelectual. Por otra parte, tras el auge del nacionalismo que se produce en la Italia del XIX, el Nolano se ve alzado a la categoría de figura nacional, se publican las ediciones clásicas —que continúan siendo la base de las actuales reediciones— de Gentile y Fiorentino (los Dialoghi italiani y la Opera Latine Conscripta) y comienzan a aparecer los estudios críticos acerca de su pensamiento.
En 1581 había llegado a París, donde mantendría contacto con ambientes académicos y políticos en torno a la corte de Enrique III, y allí publica sus primeras obras. Son obras escritas en latín, que obedecen a planteamientos mnemotécnicos, y lulianos y que vinculan a Bruno con una tradición desarrollada por el neoplatonismo florentino, ya muy difundida por el resto de Europa. Sobre la base de esta temática de carácter platonizante comienza Bruno a elaborar una nueva concepción del mundo, que hallará una expresión coherente en los denominados diálogos italianos. Los diálogos son publicados en Londres; allí, sus audacias especulativas suscitaron pronto fuerte hostilidad en un ambiente en que bachilleres y maestros estaban obligados a seguir rigurosamente a Aristóteles. Por entonces comienza para él un período de gran actividad en cuanto a la redacción de su obra, y también por entonces tiene lugar la famosa disputa de Oxford narrada en La Cena de las Cenizas, donde defiende el copernicanismo en medio de una gran polémica.
Precisamente La Cena constituye el primero de sus diálogos y en él se advierte ya un intento de sobrepasar el universo todavía finito copernicano a partir de concepciones cusanianas: Copérnico no es mas que la aurora, el estímulo que permite la salida del sistema aristotélico-tolomeico, a partir del concepto de heliocentrismo. Desde la perspectiva bruniana, Copérnico señala el fin de la confusión histórica entre ciertas hipótesis astronómicas y la estructura real del cosmos, reconduciendo a una antigüedad en que tal confusión no se había todavía producido; de este modo, su misión era ahora iluminar el significado de la obra de Copérnico —anunciador de la verdadera reforma—, y requería la elaboración de toda una filosofía natural que la reforma científica del astrónomo no había aportado.
Los puntos fundamentales de sus preocupaciones futuras —el Uno y el Infinito— se plantean fundamentalmente en los dos diálogos siguientes: De la Causa, Principio y Unidad y Del Infinito universo y mundos innumerables; la unidad absoluta es presentada como una sustancia divina inmanente, de modo que el Uno se convierte en el más activo, interno y universal vínculo para la conexión de la naturaleza universal, eliminando toda mediación jerárquica. Por otra pate, siendo Dios infinito, no puede explicarse sino en un universo también infinito y cuya unidad se nos escapa bao apariencia de multiplicidad, aun cuando en realidad forma una unidad con su causa y viene a ser su vestigio; el alma del mundo informa a la materia desde el interior de ésta, como el artista interior del Fedro platónico, siendo una sola cosa el principio foral y el material, únicamente separados por abstracción.
La problemática desarrollada en los Furores acerca de la moral de héroe impulsado por el amor puede parecer al lector de los primeros diálogos italianos —los denominados cosmológicos— distante, e irrelevante en el contexto de la obra del filósofo. Es cierto que el diálogo difiere considerablemente, en su forma y contenido, del resto de los diálogos, y que se aleja en buena medida de aquellos aspectos de la obra bruniana históricamente más relevantes, concretados evidentemente en la traducción física de la intuición heliocéntrica de Copérnico.
En realidad, al tener eco en Bruno toda la herencia humanista —íntimamente relacionadas magia y hermetismo con la pretensión de rigurosidad científica—, el conjunto de su obra ofrece una apariencia de heterogeneidad e incluso, con frecuencia, de falta de coherencia. Sin embargo, un hilo conductor une en Giordano Bruno cosmología y moral heroica o filosofía del amor, y servirá al lector para comprender la importancia de los Furores y de la temática amorosa en el contexto de su filosofía: se trata del concepto de movimiento y del animismo en que éste viene a insertarse, y que constituye, por otra parte, el vínculo de unión de los Furores con la obra mágica de_Bruno (fundamentalmente el De Magia y el De Vinculis in genere). Copernicanismo e infinitud son también conceptos clave para la comprensión de la moral heroica bruniana, pues, si en los diálogos cosmológicos se afronta la divinidad desde la perspectiva del proceso de despliegue de la unidad en la multiplicidad y en la Expulsión de la Bestia Triunfante se presenta la moral antiascética consecuente con un Dios inmanente en la naturaleza, los Furores constituyen la contrapartida subjetiva, en cuanto expresan reacción personal, afectiva e intelectual hacia el infinito en la naturaleza, describiendo el proceso inverso de acceso a la unidad, el camino de retorno a través de una filosofía del amor que permite el paso de una moral práctica —para el vulgo— a una moral heroica.
En este camino de retorno al bien supremo se encuentra el alma con obstáculos y sufrimientos que el héroe afrontará, devorado por el furor amoroso, seguro de su fracaso y al mismo tiempo feliz en su sufrimiento, imponiéndose la tarea de buscar una verdad más allá de la razón humana y sin contar con la ayuda divina, teniendo como únicas armas su propia voluntad y su entendimiento. El furioso sabe que se perderá inevitablemente en el objeto infinito que trata de alcanzar y que a su vez le alcanza, pero se trata de un fracaso noblemente aceptado de antemano y preferible a un «indigno y vil triunfo» en otras empresas de menor alcance.
Este drama del intelecto y la voluntad se nos presenta ilustrado por el mito de la muerte de Icaro o la sugerente imagen de la mariposa atraída por la llama, pero el núcleo temático discurre primordialmente en torno al mito de Acteón, convertido en ciervo y devorado por sus propios perros: quiere mostrar el mito cómo el alma se dispone por el amor y retorna hacia la unidad en la medida en que es capaz de amar; mediante ese amor —que presupone la necesidad de la voluntad como intermediario en esta aventura del intelecto, aun habiéndose éste liberado ya del «número vil» o la multiplicidad— podrá el héroe alcanzar la divinidad, llegando a percibir únicamente a Diana, reflejo y vestigio (en la naturaleza y en el interior del propio ser humano) de Apolo o la unidad trascendente —pues no se agota la divinidad bruniana en la naturaleza—, ya que la visión directa de la divinidad es negada al hombre en esta vida temporal.
Este ascenso místico se nos describe en los Furores en términos platónicos, de tal manera que podría sugerir al lector de los anteriores diálogos un retorno a posiciones neoplatónicas. Sin embargo, si bien es cierto que la inspiración del diálogo se debe fundamentalmente a la filosofía de Marsilio Ficino y que toda la tradición platónica y neoplatónica está en gran medida presente en Bruno, una lectura atenta de la obra desde la perspectiva del resto de los diálogos italianos —a los cuales viene en cierto modo a servir de conclusión— pone de manifiesto que Bruno se sirve del esquema conceptual platónico-ficiniano para caracterizar un ascenso que es también de tipo místico; en este caso, sin embargo, será un ascenso cognoscitivo y no ya ontológico, como lo era el platónico. Aun cuando para el neoplatonismo florentino se trata también de un proceso de profundización del conocimiento en dirección a la fuente y el origen del ser, en el caso de Bruno la profundización de las estructuras básicas, de la naturaleza le lleva a ver a Dios en las cosas: se trata de un proceso intelectivo que lleva al procedimiento correcto para alcanzar la verdad, rechazada ya la jerarquía ontológica platónica —los grados del ser desaparecen porque todo está en todo[1]— y potenciado en mayor medida el elemento cognoscitivo; es, en definitiva, el esfuerzo por superar la multiplicidad y comprender la unidad profunda de lo real, que se halla en nosotros mismos pero que se nos escapa, lo que explica la aspiración del héroe al verdadero conocimiento y sus continuos tormentos.
Por otra parte, el dualismo neoplatónico, que considera en el hombre una doble naturaleza —inferior y superior—, resulta en los filósofos de esta escuela (principalmente Ficino y Pico della Mirandola en el Renacimiento italiano) a través del rechazo a la naturaleza corporal, se presenta en los Furores como un contraste que es natural en el hombre y que no alcanza resolución, hasta el punto de que el heroísmo del furioso consistirá precisamente en afrontar esa natural ambigüedad humana: si para los neoplatónicos se definía tal ambigüedad en base a la inmortalidad del alma, para Bruno lo hace en orden a la cualidad del objeto que el fervor amoroso diverso de cada sujeto alcanza a poseer, y que viene a definir, en suma, la cualidad humana[2]. Los grados más elevados de esa escala del amor no suponen la negación de los inferiores, de manera tal que la unidad no anula la multiplicidad, sino que la supera abarcándola en sí misma, suponiendo una progresión en los grados del conocimiento —no un acceso a niveles distintos entre sí— que no llegará a su término con la aniquilación espiritual del individuo y de toda contemplación activa, sino a través de la unión con lo más íntimo del propio sujeto:
«Así Acteón: con esos pensamientos, esos canes que buscan fuera de sí el bien, la sabiduría, la belleza, la montaraz fiera, por este medio llegó a su presencia; fuera de sí por tanta belleza arrebatado, convirtióse en presa, vióse convertido en aquello que buscaba y advirtió cómo él mismo se trocaba en la anhelada presa de sus canes, de sus pensamientos, pues habiendo en él mismo contraído la divinidad, no era necesario buscarla fuera de sí" (I, IV. p. 74).
El lenguaje tradicional utilizado por Bruno y el conjunto de caracteres neoplatónicos que en la obra aparecen necesitan, pues, de la matización que debe aportar la comprensión del concepto del amor en la cosmología bruniana y su importancia decisiva como impulso cognoscitivo. A este fin resultará esclarecedor un acercamiento a los principios básicos de la magia bruniana, ilustrativo de una concepción del sabio de las posibilidades cognoscitivas del ser humano perfectamente coherentes con las teorías expresadas en los Furores. En primer lugar, debemos situar la magia bruniana en el contexto de la floreciente magia renacentista y conocer los presupuestos comunes en que se apoya toda esta corriente mágico-naturalista: el origen de la literatura mágica renacentista se remonta a los siglos II y III después de Cristo; se trata de una serie de obras escritas por entonces que reflejan una religión del mundo con influencias mágicas y orientales en el ambiente pagano del cristianismo primitivo.
Bajo el nombre de Hermes Trismegisto aparece toda una literatura en lengua griega con fórmulas para practicar la magia astral, y una serie de libros filosóficos conteniendo elementos de filosofía popular griega, una mezcla de platonismo y estoicismo e influencias persas y hebreas (así, por ejemplo, los manuales mágicos más conocidos en el Renacimiento: el Asclepius y el Corpus Hermeticum). Un error cronológico hizo que el Renacimiento considerara toda esta literatura hermética como documento de una antiquísima teología egipcia anterior al cristianismo —prisca theologia— y al platonismo, y de la cual habría éste tomado lo mejor de su conocimiento. En el orden religioso, el hermetismo propugnaba la concordia universal, una idea fácilmente asimilable por el platonismo y su deseo de sincretismo; en el orden de la ciencia y la filosofía el hermetismo actuaba en la dirección de una solidaridad entre hombre y mundo. La mezcla de todos estos ingredientes haría del hermetismo una filosofía de considerable éxito hacia 1500.
La idea base de estas concepciones herméticas reside en la animación del universo, formado de partes vivas que responden unas a otras por simpatías y antipatías —lo semejante no se una mas que a lo semejante», había dicho ya Plotino—; en este universo mágico el espejo puede atraer al modelo, es decir, a ese principio superior que tiene la misma forma y que se corresponde con él, de modo que tiene lugar al mismo tiempo un proceso de divinización y un proceso de recepción de la divinidad. Se trata, pues, de un mundo recorrido por ocultas simpatías y correspondencias y en el cual el hombre, en su calidad de microcosmos solidario con el universo, afirma su carácter divino. En este contexto, el personaje del mago se caracteriza por conocer el uso correcto de los poderes ocultos simpáticos que se hallan en las cosas, de las imágenes celestes, de las invocaciones, de los nombres: en definitiva, el mago es el conocedor del privilegio de que goza el hombre como centro de este universo vivo.
Si durante la Edad Media la magia había permanecido de alguna manera en el subsuelo —sin desaparecer, pese a los esfuerzos de la iglesia—, en el Renacimiento se reivindica, formando parte del bagaje de todos los grandes filósofos y científicos (cosa que, en cierto modo, constituía la purificación de la actividad mágica); consecuentemente, el aristotelismo oficial de la Edad Media se vería afectado por toda esta temática mágico-astrológica que, con su inserción en el platonismo, supondría el despuntar de una nueva metafísica y de una ciencia activa, basada en la minuciosa correspondencia entre hombre y cosmos, reflejo a su vez de una profunda unidad.
EL AMOR, VINCULO DE LOS VÍNCULOS
Esta fundamental unidad del cosmos tiene en su origen el eros platónico. La doctrina platónica del eros entraña una serie de consecuencias cósmicas que ya Marsilio Ficino había evidenciado en su Comentario al Banquete platónico (retornando, por otra parte, temas dionisiacos que ya habían dejado huella en la cosmología medieval): el amor es copula mundi, impulsa el perpetuo movimiento de las esferas y es creador y conservador del Todo; por el amor infunde Dios su esencia al mundo, y por el amor buscan las criaturas la unión con Él. Toda la filosofía ficiniana gira en torno a la idea del amor, pues «por ese creador somos y vivimos; por ese conservador está nuestra perpetuidad asegurada; por ese protector y ese juez somos gobernados; por ese maestro somos instruidos y formados para bien vivir y vivir felices»[3].
El eros será, por tanto, el agente de la concordia mundi, el elemento que salvará la desigualdad entre los distintos niveles y elementos del universo[4], aun cuando en Ficino se tratará de una unidad que persiste dentro del orden jerárquico de las distintas partes. Esta concepción jerárquica del cosmos tenderá a desaparecer a partir de la cosmología bruniana, y adquiere así mayor fuerza la visión del cosmos como un organismo, teniendo en cuenta que cada uno de sus elementos podrá ya ser considerado como centro del todo, de manera que tanto la relación entre ambos mundos como la relación hombre-mundo se desprenden progresivamente de la idea de dependencia y adquieren una forma puramente correlativa.
De la magia ficiniana, recogida en los Libri de Vita, y sobre todo de la obra de Agrippa de Nettesheim, recogerá Bruno esencialmente sus conocimientos sobre magia. Entre 1590 y 1591 escribe el De Magia y el De Vinculis in genere, sus obras más importantes dedicadas a la magia. La fuente bruniana es esencialmente la compilación de segunda mano de Agrippa en su De Occulta Philosophia; a través de su influencia, Bruno se constituiría en un notable continuador de la tradición que había hecho de la magia un instrumento de ayuda para doctrinas filosóficas importantes, al mismo tiempo que pervive en él aquel profundo sentimiento religioso que había hecho exaltar la magia a Pico della Mirandola y que le hacía estimarla como instrumento de la reforma religiosa universal.
En el De la Causa expresa Bruno una concepción de la naturaleza entendida como la división homogénea del Todo, sin que exista nada cualitativamente diferente, puesto que todas las especies vivientes nacen de la acción del alma sobre la materia, del amor y la unión entre alma y materia. Esta participación común del alma como raíz única metafísica de todo ser vivo constituye también el presupuesto de la materia: el concepto de spiritus —susceptible de identificación con el alma misma en tanto vivificador de los agregados naturales[5]— da lugar a una imagen del hombre operator, pues gracias a la acción de un mismo spiritus se halla en comunicación con el resto de los seres vivos en una posibilidad de recíproca influencia, gracias a la cual le es posible dominar la realidad viviente. Desde esta perspectiva, pues, el hombre que se estimaba a sí mismo un ser privilegiado por la providencia es relevado ahora por el hombre que tiene conciencia de su poder mágico, de su homogeneidad con la naturaleza, que le permite vivir la dimensión del infinito porque ya el objeto infinito —el Dios que en los Furores encuentra el héroe en sí mismo— no es extraño al ser humano.
Se nos advierte en el De Magia de cómo los efectos ocultos tienen lugar debido a una potencia que la naturaleza ha otorgado al hombre: se trata de una facultad de conocer y huir al enemigo y de conservar el propio ser que poseen también las cosas inanimadas y los animales, pues también ellos tienen alma, ese principio universal para todas las cosas, que a todas se participa igualmente en proporción a la cantidad de materia; es, en definitiva, el alma universal raíz de toda magia (pues toda alma puede operar más allá del propio organismo gracias a esa cierta continuidad con el alma del universo). Los cuerpos son interés por sí mismos y su único motor es el alma, pero ¿qué es lo que suscita el movimiento espacia? En primer lugar, las cosas se mueven para conservar el ser y la vida, que se halla en el movimiento; en segundo lugar, para huir del contrario; en tercero, para conseguir el propio bien[6]; señala Bruno algunas] otras razones, pero nos importa aquí tener presente que, al hablar del origen del movimiento, Bruno deja constancia en esta obra —como también en los diálogos italianos y en el De Vinculis— de que el movimiento se deriva de un deseo de alcanzar una condición de mayor equilibrio natural.
El De Vinculis, por otra parte, expresa la concepción bruniana del vínculo de amor como manifestación de una ley del ser; a través de una fusión de su animismo y de concepciones lucrecianas, surge en Bruno la idea del amor como fuerza cósmica: el spiritus, convertido en amor, actúa sobre todos los seres vivos y hace que éstos, por el apetito de lo otro, tiendan a modificarse y cumplan de este modo el ciclo del ser. En el movimiento, en la variación de estado, se realiza el vínculo, que se manifiesta de modo diverso según los diferentes casos.
«Omnis afectus valde practica est cognitio», dirá Bruno en el De Vinculis al definir el eros; como en los Furores, la relación amor-conocimiento es muy estrecha, considerando que el objeto es conocido en una situación afectiva, de manera que se identifican conocimiento y sentimiento. En el origen de esta relación se halla el alma universal a través del apetito que provoca en el sujeto: el amor —vinculorum vinculum— hace que el sujeto salga de sí mismo para entrar en contacto activamente con la totalidad natural[7]. En la base de esta tensión, de este movimiento hacia lo otro, se halla un innato amor de sí que manifiesta todo sujeto y que tiende a conservar o mejorar el propio estado[8]. Desde la perspectiva de este concepto aristotélico de philautia, se comprende la concepción bruniana animista del movimiento como deseo de alcanzar una condición naturalmente más equilibrada, y es posible incluso caracterizar al hombre como el ser vivo que, para lograr esta condición de mayor equilibrio que su natural philautia le exige, construye la civilización y profundiza en las posibilidades de la magia. En el caso del héroe, sin embargo, el equilibrio no puede alcanzarse, pues el infinito —su objeto— no se agota jamás, dando lugar a la constante insatisfacción del furioso, del héroe intelectual, que constituye la base de la ascesis del conocimiento descrita en los Furores.
En el transcurso de la obra estudia Bruno la relación que existe en el proceso mágico entre el sujeto vinculante y el objeto vinculado, que se determina como fascinación mutua, pues también el vinculante se halla fascinado por el objeto. Esto sucede así porque se parte de una tensión hacia lo vinculado; es necesario, por tanto, saber dirigir las cosas hacia donde se inclinan, pero es también necesario que lo vinculable no sea extraño al vinculante. En primer lugar, aquel debe presentarse a los sentidos —de manera que se haga factible el conocimiento y el deseo— y, posteriormente, el vinculante actuará con su técnica sobre los sentidos fundamentales; oído, vista e imaginación (visus, auditus et mens seu imaginatio)[9]. No hay, que olvidar, entre las normas que rigen esta relación, aquella según la cual es necesario obrar concentrando la atención de lo vinculado, de forma que se halle abstraído de cualquier otra solicitud, pues en este caso es mayor la fuerza de fascinación
Todas estas son normas que resultan igualmente aplicables en el plano antropológico si cosmológicametnte el amor viene a ser la tensión que lleva a la materia a liberar de sí misma las formas, en el caso del ser humano los vínculos amorosos se presentan diversamente en sujetos diversos, y únicamente en el héroe se manifiesta el género de amor que permite ascender desde la belleza en vestigio a la belleza en sí, tal como sucede en el caso del furioso, en el que se advierte un excepcional tipo de vínculo, aplicable únicamente a cierta clase de contemplativos[10].
Así pues, las teorías del vínculo amoroso son perfectamente aplicables al héroe de los Furores, puesto que la tensión del héroe hacia un objeto del que carece y al que tiende naturalmente es la clave de la moral heroica, que es heroica precisamente porque aquello que se pretende vincular es un objeto infinito y, por tanto, inalcanzable.
En general, el análisis de las obras mágicas muestra cómo concibe el filósofo el proceso del conocimiento y cómo sitúa este proceso en el marco natural: se manifiesta en el De Magia cómo el concepto de una animación universal acaba reflejándose en la concepción del hombre, de modo que el conocimiento humano y sus posibilidades se insertan en las sugerencias que ofrece la propia naturaleza: La misma acción mágica se halla en la base de la separación; dentro del ámbito del conocimiento, de un aspecto activo y otro pasivo, ya que sin esta separación no tendría lugar la eficacia de la magia en la naturaleza; aun manteniendo la tradicional diferencia entre las diversas facultades, Bruno hace del conocimiento humano un caso particular de la acción mágica, en el cual dos momentos del proceso de conocimiento —la magia distinguía entre agente, paciente y aplicación del primero al segundo— se concentran en un solo sujeto: el paciente y el punto en que se deciden los modos de aplicación. La necesidad, entonces, de afirmar que las facultades superiores dependen de las inferiores y que la facultad cogitativa (que prácticamente prescinde de los sentidos) decide cómo se produce esta dependencia, lleva a Bruno a suponer dos momentos diferentes: en primer lugar, el del conocimiento que llega por vía absolutamente natural y espontánea y, por otra parte, el del conocimiento que se produce utilizando la conciencia de los procesos y que es el que permite la acción mágica.
El aspecto puramente receptivo del conocimiento y el aspecto activo de reelaboración del primero se relacionan de la siguiente manera: la idea actúa sobre el hombre a través de las facultades receptivas, mientras la capacidad de éste se limita únicamente a obrar sobre las condiciones de recepción; en realidad, las facultades pasivas continúan siendo pasivas, y el hecho de que el valor cognoscitivo de la idea sea objetivo o arbitrario dependerá del modo en que esa idea sea recibida. La función de la cogitativa reside fundamentalmente en su importancia para el conocimiento de las condiciones gracias a las cuales una acción podrá alcanzar el éxito.
Sin embargo, tales condiciones no residen en la, facultad cogitativa, y entramos aquí en el decisivo\ papel que en el influjo mágico desempeña la imaginación[11]: tradicionalmente facultad intermediaria entre sensación y concepto, adquiere en Bruno una importancia decisiva, pues el spiritus, al no ser percibido por los sentidos, ejerce su influencia directamente sobre la imaginación. Si ésta no se equivoca como lo hace el sentido, cabe suponer que ya las facultades inferiores deciden la relación verdad-falsedad; por tanto, sobre ellas es preciso actuar: el hombre tiene la posibilidad de obrar sobre las condiciones preliminares de recepción, y no sobre las relaciones entre las diversas facultades. De este modo se manifiesta el proceso del conocimiento como totalmente naturalizado, teniendo cabida dentro de él tanto el mágico engaño de los demonios como el conocimiento de lo divino.
La relación entre la pasividad protestante satirizada en la Cabala y la actividad del héroe en los Furores se comprende mejor a partir de estas teorías brunianas, pues la condena de la pasividad no lleva consigo una concepción subjetiva del saber; es cierto que, para Acteón, el acto de ver coincide con el ser visto, pero tal coincidencia no implica una identificación inmediata de los dos momentos (de tal manera que incluso se acentúa el hecho de que únicamente tras el primero puede tener lugar el segundo). En cambio, la actitud reformada ignora las condiciones mismas de la contemplación divina y está, por tanto, condenada al fracaso.
La acción mágica se manifiesta, pues, en el terreno del conocimiento, como actividad consciente de la facultad cogitativa en la determinación de la recepción de la idea. En el plano del conocimiento, la identidad hacer-ser hecho (plasmada metafísicamente en la identidad forma-materia que aparece en el De Causa) supone que del hombre depende decidir el modo de este ser hecho, regular las condiciones de la pasividad en el conocimiento; es así como la coincidencia final entre el ofrecimiento a la divinidad y el entregarse de ésta viene a suponer un exacto conocimiento de las leyes de la realidad, y no gratuidad en ese entregarse de lo divino, ni tampoco absoluta autonomía por parte del hombre.
En definitiva, Bruno hace de la imaginación, mágicamente animada y unida al poder cogitativo, el único modo de acceso a todos los afectos íntimos —reducidos al amor como afecto fundamental— y, por tanto, un vínculo esencial: en el individuo que se abandona a una pérdida de autoconciencia, la imaginación ejercita su poder sobre sus facultades sin control, mientras que el sabio sabe encadenarla y dominarla, dirigiendo así el desarrollo de su pensamiento sin perder el sentido de la realidad (por eso, ya en el Sigillus, cuando Bruno consideraba los distintos tipos de contractio[12] como positivos o negativos, criticaba un tipo de misticismo que produce la ilusión de comunicación con la divinidad)[13]
Todas estas premisas que ofrece el conocimiento de la magia bruniana resultan una valiosa ayuda para la lectura de los Furores, para la comprensión del héroe, del furioso: en él se cumple por excelencia esta identidad entre hacer y ser hecho, y en él se funden y complementan actividad y pasividad en el proceso cognoscitivo de acercamiento a la divinidad.
LOS «HEROICOS FURORES» EN LA TRADICIÓN DE LOS TRATADOS DE AMOR
La estructura de esta obra —en la que constituye parte esencial el texto poético— permite insertarla en la tradición, ya larga para entonces, de los tratados de amor. El mismo Bruno reconoce explícitamente al comienzo del diálogo la inserción de su lenguaje en la tradición amorosa[14], muchos de cuyos tópicos se remontan a Petrarca y al amor cortés; las características típicas del amor cortés —la posición de inferioridad del amante con respecto a la amada, el código amoroso a seguir, el lenguaje y el estilo, etc.— que sugerían la dificultad de la conquista amorosa, se adaptaban con facilidad a intenciones religiosas o filosóficas (en realidad, así ha sucedido históricamente en lo que se refiere a la traducción amorosa de impulsos místicos, a partir ya del Cantar de los Cantares de Salomón). Pero sería la filosofía neoplatónica ficiniana la que aportaría sistematización y profundidad a lo que había sido el culto medieval a la mujer, aun cuando ya habían aparecido con anterioridad a Ficino una serie de obras italianas comentando poemas del autor, desde la Vita Nuova y el Convivio de Dante a los diversos comentarios al Donna mi prega de Cavalcanti (fundamentalmente, el comentario de Dino del Garbo)[15].
No obstante, como decíamos, la tradición tiene como punto común de referencia las teorías ficinianas, a partir de una mutua influencia entre literatura y filosofía que intercala lenguaje y temas corteses con una filosofía del amor basada en la contemplación de lo bello como comienzo de la aspiración a la belleza ideal o bien soberano, en el deseo del cual debe consistir el amor verdadero. El Comentario al Banquete platónico de Ficino da, pues, inicio al género, ya enormemente popular durante el siglo XVI, no sólo en Italia, sino en toda Europa. El diálogo bruniano resultaría de difícil comprensión si no se consideran los rasgos de esta concepción ficiniana del amor, de la cual se nutre y está profundamente imbuida la filosofía amorosa de Bruno[16].
En su Comentario, Ficino definía el amor como deseo de belleza —pulchritudinis desiderium—, y ésta venía a su vez considerada como armonía y proporción; la belleza que se halla en los cuerpos es resplandor de la belleza divina —por eso, amando los cuerpos bellos amamos en cierto modo a Dios en las cosas—; el amante es conducido al bien, a la divinidad que es fuente de la belleza universal, a través de la belleza, reconociendo en la belleza exterior del amado la belleza de su alma —la una es reflejo de la otra—, primer grado del ascenso hacia la fuente de toda belleza. Se trata de una concepción claramente basada en las Eneadas plotinianas[17] y en el propio Platón, para quien la belleza corporal constituía el primer grado de iniciación en los misterios del amor, siguiendo la escala de Diotima:
«(…) empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascendiendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las normas bellas de conducta, y de las normas de conducta a las bellas ciencias, hasta terminar, partiendo de éstas, en esa ciencia de antes, que no es ciencia de otra cosa sino de la belleza absoluta, y llegar a conocer por último lo que es la belleza en sí» (Banq. 211 c).
Siguiendo la idea plotiniana de las dos Venus y, por tanto, de los dos tipos de amor connaturales al alma, Ficino consideraba tres grados de amor: «(…) el del contemplativo es denominado amor divino, el del hombre activo es humano, y el del voluptuoso, bestial»[18]. Se trata de la misma clasificación que hallaremos en los Furores, y así sucederá también con toda la serie de rasgos físicos y psíquicos que en la obra ficiniana traducen el estado del amante —rasgos que en su mayoría se remontan al menos hasta Cavalcanti—, recogidos posteriormente por toda la tradición, incluida la obra bruniana: en primer lugar, la belleza del amado penetra por los ojos —y se afianza así la espiritualidad de la belleza— hasta el alma del amante como un veneno mediante los spiritus, perturba su sangre y le produce fiebre de amor; por otra parte, desde el momento en que ama, el amante no piensa ya en sí mismo, sino únicamente en su amado, de tal modo que no está ya en sí, pues su vida depende del amado: si éste no le ama, muere completamente, no viviendo ya en ninguna parte —muerte amarga en cuanto tal muerte, y al mismo tiempo dulce en tanto que voluntaria—, mientras que, si el amor es correspondido, amante y amado viven el uno en el otro.
Esta psicología del amante se manifestará igualmente en obras posteriores del género de Il Cortigiano de Castiglione o Gli Asolani de Bembo, ambas de considerable eco social en la época, pero de menor alcance filosófico. Constituyen una excepción los Dialoghi d’Amore de León Hebreo, que ejercerían una influencia en el pensamiento renacentista casi comparable a la ficiniana; en algunos aspectos, podría considerarse como una fuente importante de la filosofía bruniana del amor: su exaltación del amor como fuerza cohesiva universal que constituye la unidad del mundo —por el amor entre sí de sus elementos— y su definición como «vía del conocimiento imperfecto que conduce al perfecto unitivo», evoca fácilmente las teorías brunianas.
Otro de los tratados importantes de la época es el Libro di Natura d’Amore, de Mario Equicola; de él nos interesa, fundamentalmente, el tratamiento de la noción aristotélica de philautia; la filosofía bruniana del amor es también —como hemos visto— deudora de este concepto. Todas las clases de amor, —dice Equicola— son aspectos del amor a uno mismo:
(… ) «porque con la naturaleza nace, a ella acompaña, y con ella se une tan inseparablemente que ni nuestra naturaleza sin amor, ni amor sin tal naturaleza existirían. Nos ha dado aquella un instinto, que no sabemos repudiar, de conservamos a nosotros mismos con vida, mantenemos en óptimo estado de existencia. El amor de nosotros mismos nos enseña a declinar cuanto pudiese ser nocivo para la vida. El amor de nosotros mismos nos muestra cuánto huir se debe aquello que al deseado vivir fuese contrario. Esta necesaria e inmutable ley no ha sido hallada por los hombres, ni inspirada en potencia celeste, ni escrita por legisladores, sino que nos ha sido dada de nacimiento, hecha con nosotros, con nosotros crece y con nosotros envejece»[19].
El esquema neoplatónico desarrollado por Ficino y Hebreo ofrecía a Bruno no solamente una urdimbre filosófica, sino ante todo un estilo y un lenguaje muy elaborados. La utilización en los Furores de este lenguaje evocador de los canzonieri petrarquistas lleva al lector a cuestionarse el manifiesto antipetrarquismo de sus primeras páginas: las alusiones irónicas y todavía no explícitas a poemas de Petrarca concluyen al final del Argumento en una clara identificación del amor petrarquesco con el amor bestial, ferino (lo cual supone un importante punto de diferencia con respecto a Ficino y a toda la tradición). Semejante actitud se explica por el hecho de que, pese a seguir sus modelos en cuanto a la forma, Bruno rechaza los motivos que inspiran la poesía de Petrarca y sus seguidores; la crítica bruniana se dirige fundamentalmente al petrarquismo como moda cultural, y desde este perspectiva debe ser comprendido el acusado tono de misoginia con que dan comienzo los Furores[20].
Pero esta misoginia obedece también a una defensa personal de la acusación posible de haber sido inspirado en su poesía por un amor humano que «por la fuerza del desdén se hubiese colocado alas y convertido en heroico» (Arg., p. 8), que parece preocupar al autor y le lleva, junto a su antipetrarquismo, a calificar el amor humano, natural, de «pertinaz locura», haciendo aparecer el amor carnal como negación de la más alta naturaleza humana y como reversión hacia la animalidad. En cualquier caso, estas afirmaciones aparecen matizadas casi a continuación, cuando declara Bruno su respeto por la generación y por el orden sagrado de la naturaleza, concluyendo que «aquello que es del César sea dado al César, y aquello que es de Dios, a Dios sea entregado» (Arg., p. 6); las funciones humanas deben estar presididas por la moderación y, la razón, y la mujer debe ser amada en su justa medida, por esa belleza que es vestigio de la belleza divina, del tal manera que incluso puede decirse que «el amor de belleza corporal, a quienes tienen buena disposición, no solamente no conduce a retardo alguno en empresas mayores, sino que más bien les presta las alas para alcanzarlas…» (II, I, p. 140).
Por otra parte, el antipetrarquismo bruniano enlaza con una teoría de la creación poética que defiende ya la idea del genio creador: con respecto a la teoría poética, Petrarca venía a representar el oráculo délfico para un humanismo que, en algunos sectores, había degenerado en actitudes pedantes y había reducido el ideal petrarquista a puro ornamento. Siguiendo la Poética aristotélica, aplicaban la teoría de la imitación frente a la de la invención, manifiestamente basada en Platón[21].
El ataque al pedantismo de la época —frecuente en los diálogos brunianos— se realiza en los Furores desde esta perspectiva, sosteniendo que la poesía no es mantenida por reglas, sino que éstas derivan de la poesía, en una postura de firme adhesión al platonismo y asumiendo ya el principio de la creatividad del genio: el artista es el único autor de las reglas, y existen tantas reglas como artistas, puesto que la libertad del verdadero poeta obedece a una necesidad interna. Frente a los simples versificadores, el carácter del genio supone espontaneidad y no obedece a modelos impuestos; por eso, «existen y pueden existir tantas clases de poetas cuantas maneras de sentimientos e invenciones humanas pueden existir y existen» (I, I, p. 33).
Frente al amor petrarquesco, el amor heroico se nos define como un amor intelectual y divino; en realidad, el amor es sólo uno, pero permite diferentes posibilidades como consecuencia de la diferencia cualitativa existente entre los hombres; por eso se dice del amor que si vuelve ciegos a algunos amantes no es debido a que él sea ciego, sino «por la innoble disposición del sujeto, como ocurre cuando las aves nocturnas se ciegan en presencia del sol. En lo que a él se refiere, pues, el amor ilustra, esclarece, abre el intelecto, haciendo penetrar en él toda cosa y suscitando milagrosos efectos» (I, I, p. 41).
Esta diferencia cualitativa entre los hombres se convierte en Bruno en punto de partida del amor heroico, el amor descrito en los Furores; sin embargo, siguiendo una tradición de capital importancia en el género de los tratados de amor, se nos ofrece a lo largo del diálogo un extenso análisis de los efectos sensibles de este amor, aun cuando, a su juicio, deban ser entendidos en sentido metafórico, pues «son llagas que figuradamente se hallan en el cuerpo y en sustancia o esencia en el alma» (I, II, p. 45).
En general, son innumerables los motivos derivados de la tradición que aparecen en los Furores: la muerte del amante por vuelo del alma hacia el amado, el amor que penetra por los ojos, la comparación del amor con el fuego, el tormento voluntario que supone, los celos como venenosa compañía del amor, etc. Por otra parte, también para Bruno la belleza corporal constituye el primer grado de ascenso de la escala de Diotima, siguiendo los tópicos más familiares de los tratados de amor; fiel en este sentido a las teorías neoplatónicas, se remite a Platino al considerar que el amor es lo único que realmente nos abre al reino de la subjetividad, porque la realidad empírica del objeto amado es para el amante heroico únicamente el medio para una visión interior en la que se genera el objeto característico del amor, pues el amor nace cuando la atracción sensual originaria es intelectualizada:
«Entiendo que no es la figura o la especie, sensible o inteligible mente representada, la que mueve de por sí, pues aquel que considera la figura tal como se manifiesta a los ojos no alcanza todavía a amar; mas desde el instante en que el alma la concibe en sí misma, no ya como objeto de visión, sino de reflexión, no ya sujeta a fragmentaciones sino indivisible, no ya bajo especie de cosa, sino bajo especie de bello o bueno, entonces nace sin demora el amor»[22].
La tradición de los tratados de amor y la inserción en su contexto del diálogo bruniano adquiere, pues, carácter fundamental para la comprensión de la obra, tanto en su contenido como en su estilo, lenguaje y forma literaria; pero existe otra tradición, también vinculada al platonismo, cuyo análisis puede contribuir a revelar el espíritu de la obra y el ambiente en que se produjo su publicación: se trata de la literatura emblemática. Tres de los diálogos de la obra están constituidos en su totalidad por una serie de comentarios a otros tantos emblemas no ilustrados: las imágenes aparecen descritas y se acompañan de un motto —lema o divisa— en latín y un poema en italiano, dando lugar a una glosa en forma de diálogo entre los dos personajes que lo protagonizan.
La literatura emblemática supone un importante apartado de la literatura europea del siglo XVI, y de la italiana en particular; la obra de Alciati —la primera recopilación de sus Emblemata—, fechada en 1531, sería el prototipo a seguir por toda una tradición. El género se remonta, sin embargo, a orígenes militares en medios franceses, y a los Trionfi de Petrarca en Italia, y su evolución hasta el emblema renacentista —la impresa— se explica sobre todo a partir de la influencia en la época de los jeroglíficos egipcios (esta influencia se determina tras la publicación de los Hierogliphica de Horapollo, pero es también posible que el epigrama griego estuviera en el origen de los emblemas y que influyese en la obra de Alciati, aunque el epigrama minimiza el elemento pictórico en el simbolismo, mientras que en Horapollo se unen más estrechamente palabra e imagen).
En sus comienzos, el emblema pretendía esconder en una imagen —denominada cuerpo del emblema—, que invocaba un motto latino —o alma del emblema—, una verdad moral; ambos solían ir acompañados de un comentario explicativo que permitía descifrarlos. Toda una serie de lugares comunes que aparecen en estos tratados constituyen al emblema en método de expresión didáctico y esotérico al mismo tiempo, en la tradición humanista de valoración del método indirecto y complejo de expresión, actuando a modo de velo que a la vez desvela y encubre. Bajo esta serie de lugares comunes se advierte una cierta filosofía, sobreentendida más que explicitada, basada fundamentalmente en la teoría neoplatónica de que el emblema viene a ser vestigio o sombra de una intuición intelectual —el concepto en sí no es accesible—, pero apoyado también en la idea aristotélica de que el concepto se halla más allá de la imagen y de la palabra, de manera que todo pensamiento es ya en sí mismo un emblema. En definitiva, desde finales del XVI, el emblema o impresa se entiende como una manifestación creativa del autor: el emblema, como el arte, es el resultado de expresar un pensamiento encarnando un concepto. Progresivamente, pues, se iría perdiendo la relación con la teoría de la eficacia real de los símbolos que el humanismo había considerado en el jeroglífico egipcio. En el caso de los emblemas brunianos no podemos excluir la posibilidad —fundamentada en la estrecha relación del filósofo con temas mágicos y herméticos— de que vengan aquí usados a modo de jeroglíficos, de caracteres en contacto vivo y mágico con la realidad; en cualquier caso, se trata de emblemas amorosos que recogen motivos convencionales en buena medida, a los que se ha dotado de un significado místico y que vienen a constituir la expresión lírica complementaria de una temática ya tratada en los primeros diálogos de la obra.
Tras las primeras traducciones de Alciati, la literatura emblemática arraiga en diversos países europeos (adquiere, por ejemplo, una considerable difusión en la corte inglesa y en Francia, entre los poetas de la Pléyade y las Academias en general). Su obra se cuenta también entre las que tuvieron una mayor relevancia en la composición de los emblemas brunianos; es probable, asimismo, que Bruno haya recogido motivos de otros emblematistas, como Giovio o Théodore de Bèze[23], aunque haciendo de ellos un uso bastante más esotérico. Cabría considerar, además, motivos de origen alquimista —en el caso, por ejemplo, del nudo ardiendo cargado de lazos o de los círculos concéntricos—, pero resultaría muy difícil determinar con precisión el origen de las imágenes brunianas, por el hecho mismo de la existencia de una especie de código convencional al respecto.
Por su parte, Frances Yates[24] —la notable historiadora de la· magia y el hermetismo renacentistas— ha apuntado la posible relación de los emblemas brunianos con los sonnet sequences de los poetas ingleses de la época isabelina, a través del petrarquismo como hilo conductor común. La misma autora ha sugerido, por otra parte, la conexión de estos emblemas con el culto caballeresco a la reina inglesa Isabel I, con la imaginería caballeresca desplegada en los Accession Day Tilts —torneos en celebración de la ascensión al trono—; sin embargo, media una considerable distancia entre la conocida simpatía de Bruno por el estilo isabelino y sus esporádicas alabanzas a la reina —en éste como en otros diálogos— y la inserción de la obra en su conjunto como parte del culto isabelino, como ha llegado a sugerir Yates.
En realidad, la temática amorosa se presenta en los Heroicos Furores con una gran complejidad, abarcando, como puede advertirse, toda una serie de temas que confluyen y se funden: platonismo, aristotelismo, poesía petrarquesca, hermetismo, emblemas, la melancolía, la mística, etc.; son múltiples las conexiones culturales, importantes aunque difíciles de advertir para nosotros en muchos casos: el eco de la Biblia, por ejemplo, de clásicos literarios o de obras que habían alcanzado cierta popularidad en la época (es el caso de La Cecaria, de Epicuro, con respecto al tema de los ciegos en los últimos diálogos[25]). Se trata, probablemente, de conexiones evidentes para un lector de la época, pero que exigirían una minuciosa lectura por parte del lector actual para no pasar desapercibidas; la presente introducción y las notas a la traducción se proponen justamente puntualizar buena parte de estas conexiones y mostrar, a través de este complejo marco en que se inserta la obra, cómo la filosofía del amor penetra todo el Renacimiento y cómo se hace necesario mantener esa perspectiva global para una aproximación fiel al autor y a su obra.
EL PROCESO COGNOSCITIVO DEL HÉROE MELANCÓLICO
«El furor divino es el que nos eleva a las cosas superiores, como indica su definición. Existen, pues, cuatro géneros de furores divinos. El primero es el furor poético, el segundo el furor místico, el tercero el furor profético, y el cuarto el furor amoroso»[26].
Así clasifica Ficino en su Comentario al Banquete platónico las cuatro formas de delirio que aparecen en el Fedro; define así el esfuerzo hacia lo inteligible, hacia aquello que está más allá de la razón, por parte de quienes están poseídos por esta locura divina. El término furor traducía al latín la manía platónica, que tiene el sentido de locura —«(…) los bienes más grandes nos vienen por la locura, que sin duda nos es concedida por un don divino (…)» (Fedro. 244a)—, y, debido a la gran difusión de la filosofía ficiniana, el lector de la época identificaba sin dificultad el furor un impulso del alma más allá de la razón.
El Renacimiento recuperaba con Ficino la temática platónica en toda su profundidad y, a pesar de que los tópicos de la locura poética y amorosa habían pervivido hasta la Edad Media a través de fuentes tardías, será él quien situará el furor amoroso —que posteriormente se convertiría en el furor heroico bruniano— en el grado más elevado.
Este furor amoroso aparece clasificado al comienzo del diálogo tercero de los Furores en dos tipos: bestial —equivalente al amor «ferinus» ficiniano— y divino; pero este último puede, a su vez, presentarse bajo dos formas diferentes: como un furor pasivo que hace de quienes lo padecen simples receptáculos de la divinidad, o bien como un furor activo, propio de los contemplativos y que es «ímpetu racional». El primero supone la vía de la teología negativa, la «santa ignorancia», sarcásticamente considerada en otras ocasiones como una de las formas de «asinidad»[27], aun cuando en los Furores se la considera en tono respetuoso, pues «dicen los más profundos y divinos teólogos que más se honra y ama a Dios mediante el silencio que a través de la palabra» (II, IV, p. 214). Sin embargo, el camino elegido por el héroe será el amor racional, la posesión meritoria de la divinidad, y no por pasiva recepción. Frente a la «santa ignorancia», los furores heroicos «no son olvido, sino memoria, no son negligencia de uno mismo, sino amor y anhelo de lo bello y bueno, con los que se procura alcanzar la perfección, transformándose y asemejándose a lo perfecto» (I, III, p. 57).
En este sentido, el furioso evoca al Prometeo de la Cabala, símbolo de la autonomía y racionalidad del hombre que busca la verdad a través del camino más digno del conocimiento, porque si en aquellos que tienen a Dios se considera y ve «en sus efectos a la divinidad y se la admira, adora y obedece», en los héroes, que son divinos ellos mismos, «se considera y ve la excelencia de la propia humanidad» (I, III, p. 57)
El furor heroico supone, por tanto, una asimilación a lo divino por un proceso de regeneración espiritual esencialmente activo. Y, sin embargo, este amor heroico que dignifica al ser humano aparece en un cierto momento descrito como «vicio» y no como virtud, pues se dice que «es diferente de los otros furores más bajos, no como lo es la virtud del vicio, sino como un vicio que se halla en un sujeto más divino o divinamente con respecto a un vicio que se halla en un sujeto más ferino o ferinamente. De manera que la diferencia está en los sujetos y modos diferentes, y no en la forma del ser vicio» (I, II, p. 49). Esta afirmación viene, por una parte, a subrayar el carácter único y el origen natural del amor heroico —pues tiene, como el amor vulgar, su raíz en la naturaleza del hombre, y ambos se diferencian únicamente en la calidad de su objeto— y debe, además, ser entendida en relación con la definición aristotélica de virtud como medio, que Bruno recoge también: puesto que el terreno del amor no está «en la templanza de la mediocridad, sino en el exceso de las contrariedades» —como se advierte por los efectos contrarios que se manifiestan en el amante—, debe ser considerado como vicio, como pasión que no guarda la moderación racional que exige la regla aristotélica. Por otra parte, la idea, popular en la época, del amor como furor, como «locura», explica de por sí esta definición del furor heroico amoroso como «vicio divino», su dimensión positiva y su elevación ~en dignidad, porque —según Platón— «es más hermosa la locura que procede de la divinidad que la cordura que tiene su origen en los hombres» (Fedro, 244d).
Pero el furioso es considerado como loco e insano únicamente en términos relativos, según la opinión del vulgo, de la sociedad, incapaz de comprender la aceptación decidida de un destino trágico e inevitable por el héroe llevado de su furor. Semejante destino viene determinado por la inaccesiblidad del objeto que este género de amor se propone: la divinidad, la asimilación a la infinita unidad, por la cual el héroe «conforma sus pensamientos y gestos a la común medida de la ley ínsita en todas las cosas» (I, III, p. 58).
Proviene el amor heroico de una profunda contemplación, entendida como acto racional, que parte del intelecto y se ayuda de la voluntad allí donde el intelecto es ya incapaz de comprender; el medio para la persecución del objeto es la concentración del sujeto en sí mismo por la unidad de todas sus potencias —«llama a son de trompa el capitán / a todos sus guerreros bajo una sola enseña» (I, I, p. 35)—, tratando de hacer del alma una por un movimiento que se identifica con la eliminación de todos aquellos elementos que pertenecen al mundo exterior; las vicisitudes del alma, en definitiva, suponen una metamorfosis del amor vulgar en amor heroico.
Esta muerte del héroe a lo natural —«morir a toda otra cosa» (1, v, p. 124)— la exige su objeto, el más elevado a que puede dirigirse el amor humano; pero Bruno distingue en los Furores un fin trascendente y un fin inmanente. Este último le será dado al héroe alcanzarlo en esta vida temporal, y no es otro que la única Diana, la divinidad en vestigio, la explicatio divina en el universo; sin embargo, su objeto último —la unidad trascendente, la implicatio divina— es para él inaccesible, por hallarse la unidad perfecta más allá de la razón, en tanto que el pensamiento humano es análisis, y la razón el único instrumento del furioso. Se crea así, inevitablemente, una contradicción que el héroe arrastra consigo: mientras que el objeto último no es susceptible de comprensión —debido a su misma infinitud— por su intelecto finito, la tensión hacia ese objeto es connatural al hombre, porque si bien «no es cosa natural ni conveniente que el infinito sea comprendido ni puede darse como finito, —pues en ese caso no sería infinito—, es, sin embargo, conveniente y natural que el infinito sea, por el hecho de serlo, infinitamente perseguido…» (I; IV, p. 78).
Esta contradicción está en la base del continuo tormento a que el héroe se ve sometido; su único consuelo es su misma actividad, por la cual «el alma se consuela y recibe toda la gloria que puede recibir en tal estado» (I, III, p. 66); ama su propio tormento, se complace en él, porque al sufrimiento va inseparablemente unido el gozo de aspirar cada vez más alto; tiene plena conciencia del fracaso inevitable y del tormento, pero también de la sublimidad y privilegio de su destino, y se halla contento de su yugo bajo Diana, la Diana cazadora que simboliza el mundo físico, reflejo de la divinidad, que a casi todos permanece oculta, pero que no es totalmente inaccesible. Uno de los poemas de Tansillo (Bruno recoge cuatro en los Furores pertenecientes a este poeta), que constituye tal vez el momento de mayor lirismo de la obra, expresa la conciencia clara del héroe ante su fatal y sublime destino:
Tras desplegar mis alas al bello deseo.
Cuanto más aire bajo los pies atisbo,
Más tiendo al viento las veloces plumas,
El mundo desprecio y me encamino al cielo.
(…).
En el aire siento la voz del corazón,
¿Dónde me llevas, temerario? Desciende,
Que es rara tanta audacia sin dolor.
No temas, respondo yo, la gran caída;
surca las nubes firme y muere alegre
Si tan ilustre muerte el cielo nos depara.
(I, III, p. 68)
La muerte inevitable, preludio de una verdadera vida, caracteriza en cierto modo al furor heroico como momento de transición, figurado aquí por la metáfora del vuelo audaz y peligroso.
Las dificultades que en su divina empresa se presentan al héroe son, ante todo, causadas por la «debilidad del humano ingenio», que en los Furores se declara explícitamente en forma de las nueve diferentes cegueras descritas en el penúltimo de los diálogos de la obra, y que suponen otras tantas causas de la ineptitud de la inteligencia humana en lo que se refiere a la aprehensión de lo divino. Tan sólo una de las cegueras —la cuarta es considerada una ceguera heroica—: la que aparece representada por un ciego que lo es voluntariamente y que desprecia cualquier otro modo de ver, que es insensible a cualquier otro objeto; únicamente, pues, con la condición de renunciar a «las cosas realmente buenas y dulces para una normal naturaleza» (II, IV, p. 209) puede el hombre alcanzar la visión de las cosas divinas.
De la tradición platónica hereda Bruno la idea de la doble naturaleza —intelectual y material—, del alma humana; pero, a diferencia de Ficino o Pico, Bruno no considera que el contraste existente en el alma pueda ser resuelto por la idea de la inmortalidad, sino únicamente dentro de los límites de la propia naturaleza humana: por la ascesis cognoscitiva.
Para la tradición platónica, el alma ha sufrido una conversión a las cosas inferiores, quedando subyugada y fascinada por la materia; esta conversión tiene un aspecto positivo en su perspectiva cosmológica —pues gracias a ella, según el Timeo platónico, el alma puede crear el cosmos—, pero también un aspecto negativo, puesto que se produce un descenso ontológico (aunque determinado por el destino). De este modo, el alma alcanza una posición intermedia en el universo y se constituye como una especie de lazo de unión entre las dos mitades del ser, con un significado privilegiado en la escala ontológica, una función unificadora y mediadora basada en el doble apetito que experimenta hacia el bien y hacia el cuerpo.
Esta ambigüedad tradicionalmente platónica se presenta en la filosofía bruniana de una forma más compleja; de un lado, el ser humano tiende —considerado en su estructura corporal— a conservar su estado como cualquier otro ser vivo; esta philautia, este amor de sí, desemboca cosmológicamente —como veíamos más arriba— en una teoría del movimiento. Sin embargo, este' mismo concepto lleva, en el orden humano, a una concepción de la civilización como identidad con la naturaleza —repetir el ciclo de la generación— y, al mismo tiempo, ruptura —en el sentido de progreso, de creación de objetos artificiales[28]—, en una tendencia contradictoria que manifiesta con claridad la ambigüedad humana. Por otra parte, considerado en su aspecto intelectual, el hombre tiende —también de manera innata— a su perfección final, y emerge entonces la figura del filósofo, del héroe intelectual.
En ambos casos se abre paso a una ética de la actividad, por las manos o por el intelecto, y en ambos casos es la uniformización ontológica lo que hace posible formular una moral de la autonomía humana, al abandonar el hombre el lugar privilegiado que tenía en el cosmos para el neoplatonismo renacentista y que hacía posible que —por estar en el centro— pudiera decidir su destino hacia lo animal o hacia lo divino; en la filosofía bruniana, el hombre ha perdido este privilegio, pero ha adquirido, paradójicamente, otro mucho mayor, pues ahora su dignidad le viene dada por la capacidad que su homogeneidad con la naturaleza le ofrece para el conocimiento y para la acción mágica. Sin embargo, esta homogeneidad, el hecho de que no exista nada en la naturaleza cualitativamente diferente, no excluye una diferencia natural entre los hombres que se basa en la diferente manera de actuar de la misma alma, y que en Bruno determina la distinción entre vulgo y minoría (a partir de esta distinción se entiende el concepto averroísta de la religión como ley positiva para el vulgo que aparece en la Expulsión de la Bestia Triunfante y, por tanto, el ataque a las doctrinas defendidas por la Reforma que cuestionaban el carácter meritorio de las obras: de la Reforma no puede aceptar Bruno el alejamiento de Dios, la incapacidad humana para atender al bien o la necesidad de la gracia, porque el furor del héroe es fundamentalmente activo y racional).
La diferencia entre la ética' activa y la moral heroica debe enfocarse, pues, desde la perspectiva del objeto al que tiende cada ser vivo según la modalidad del alma a partir de la relación alma-materia: el objetivo puede ser organizarse socialmente, el progreso por el trabajo y, por tanto, el apropiarse de la naturaleza, de Dios en las cosas, o bien la unión con la totalidad natural en el caso del héroe.
En los Furores, el tema de la ambigüedad humana aparece revestido del lenguaje neoplatónico que caracteriza todo el diálogo; Bruno lo desarrolla en términos de «caída del alma», que, escindida entre dos afectos, es comparable a un águila que ve su vuelo hacia el cielo obstaculizado por el peso de una piedra atada a una de sus extremidades, porque en su ser compuesto son inevitables los contrastes, y dolorosos cuando el objeto que se pretende es precisamente la unidad. Así, la ausencia de unidad en nuestro propio ser imprime en el amor heroico el sello del dolor:
«No hallan mis penas tregua,
Pues entre dos ruedas que giran,
La una hacia aquí, la otra hacia allá, me zarandean.»
(I, II, p. 50)
Para merecer el calificativo de heroica, el alma debe purificarse, apartarse de la felicidad fácil de la beatitud sensual: encontramos todo un himno a la lucidez intelectual, al sufrimiento aceptado en el camino hacia el único objeto digno de amor.
Con frecuencia aparece en los poemas brunianos la lucha entre los dos impulsos, resuelta siempre con la intervención de la voluntad para salvar al hombre por la contemplación. Todo este proceso de abandono progresivo del «número vil» viene fundamentalmente expresado en el diálogo cuarto de la primera parte de la obra, mediante la figura del alma que se lamenta del abandono de su corazón y de sus pensamientos: la dualidad inherente al alma se manifiesta con claridad, y la tendencia mundana aparece con tanta o mayor fuerza que la espiritual en una extensa plegaria a favor de una vida según la naturaleza, de manera que la tendencia ascensiva es resultado en Bruno de un esfuerzo heroico (aunque es cierto que, siendo el origen del alma la divinidad obrando a través del alma del mundo, no deja el alma humana de experimentar cierto malestar en el cuerpo).
Finalmente, el drama culmina en la expresión del deseo del alma de dejar la vida material para unirse a su corazón y a sus pensamientos: ya no considera vana, peligrosa e inalcanzable la tarea de persecución a la que ellos se habían dedicado distrayéndose de su propia naturaleza, ha perdido el temor porque al fin su furor ferino se ha transformado en un furor heroico.
El cuerpo —«cárcel que aprisiona su libertad»— se abandona por un proceso de contemplación que supone una contracción en sí del sujeto, porque la divinidad se halla en lo más profundo de nosotros mismos: es la situación característica del rapto platónico, la vacatio anima de que hablaba Ficino[29]; es entonces cuando se manifiesta en el furioso «este melancólico y perverso humor de infringir las ciertas y naturales leyes de la verdadera vida (…) por una vida incierta y que no existe sino en sombra, más allá de los límites de lo imaginable» (I, IV, p. 86).
El proceso que sigue el héroe al afrontar esta ambigüedad de su propia naturaleza para ascender hacia la unidad se evidencia, pues, en estrecha relación con el tema de la melancolía como abandono por parte del alma de los afectos materiales. En su lamento, el alma se está refiriendo a los efectos de la melancolía en tanto que aparta de la ley natural; pero se trata de una manifestación del alma antes de ser reformada y, por tanto, puede considerarse como la opinión del vulgo. Desde la perspectiva del héroe, en cambio, la melancolía tiene el sentido positivo de elevación a los vértices más altos de la actividad intelectual, de acuerdo con una serie de connotaciones que la palabra había ido adquiriendo a lo largo de su compleja historia.
En realidad, en el término melancolía concurrían durante el Renacimiento diversos significados adquiridos a través de los siglos[30]; todos ellos tenían una base común en la doctrina de los humores —la atrabilis o bilis negra correspondía a la melancolía— como causa de la salud y de la enfermedad. Progresivamente, esta doctrina se convertiría en la de los temperamentos, que se transmitiría a los siglos posteriores a través de la tradicional psicología galénica, dando lugar a un significado patológico del término —se consideraba una enfermedad corporal con repercusiones mentales— y clasificando la melancolía, por otra parte, como una aptitud constitucional.
A partir del siglo IV, la filosofía natural conectaría esta noción médica de la melancolía con el frenesí platónico: el Problema pseudo-aristotélico equilibra platonismo y aristotelismo al ofrecer una explicación física y natural para el frenesí platónico, sustituyendo una noción mítica —la platónica— por una noción científica.
«¿A qué obedece que los que sobresalen en filosofía, política, poesía o en las artes sean de temperamento ostensiblemente melancólico, hasta tal punto algunos de entre ellos que padecen enfermedades causadas por el atrabilis, como se ha dicho ocurría a Hércules, entre los héroes?».[31]
Desarrolla el texto, a partir de esta pregunta, el tema de la falta de moderación en los grandes héroes —aspecto que evoca al furioso bruniano y la consideración que hace Bruno del amor heroico como vicio en los Furores— y el peligro constante de caída en la locura del melancólico; la distinción en el Fedro entre frenesí divino y frenesí humano o locura [32] se determina en el texto del Problema como melancolía natural y patológica, dependiendo de la adecuada proporción de humor melancólico el que un sujeto derive en un ser desequilibrado o en un genio.
Este texto, aun sin pasar totalmente desapercibido durante los siglos posteriores, no sería desarrollado en la dirección del concepto de genio hasta el Renacimiento; también por entonces vendría a culminarse un proceso muy anterior de fusión del pensamiento médico con las nociones mágicas y astrológicas que provenían de las especulaciones sobre el universo: ya al final de la Edad Media, muchos escritores asocian la melancolía al planeta Saturno[33], como causa del carácter y destino del individuo melancólico. Pero será el neoplatonismo, con su interpretación positiva de la influencia astral, el determinante de su conexión con la melancolía y la vida intelectual. De este modo, una concepción de la melancolía positiva, pero también ambigua, se manifiesta ya en círculos platónicos hacia 1500 y se concreta en la conocida máxima de Bovillus: «sub Saturno nati aut optimi aut pesimi».
El primero de los tres Libri de Vita de Ficino sería la obra clave para la difusión de esta noción renacentista de la melancolía: se define la melancolía como una enfermedad a la que eruditos y estudiosos son particularmente sensibles; las causas que la provocan son de orden celeste —la influencia saturniana—, natural —la concentración del alma y su abandono del cuerpo[34]— y humano —la vida sedentaria y el esfuerzo mental del estudioso—; así pues, el filósofo tiene una fuerte inclinación a la melancolía, en tanto que se abstrae de la materia y separa la mente del cuerpo, arrebatado por un divino furor.
Se cuida, sin embargo, Ficino de matizar que la melancolía puede llevar a un sujeto a un desequilibrio hacia el cuerpo —convirtiéndole, por tanto, en un enfermo— o bien a un desequilibrio hacia la genialidad, que eleve al sujeto a la filosofía, a la profecía o a la creación; así, Ficino, que realiza la asociación de la mente melancólica al éxtasis concediéndole la posibilidad de gozar de la contemplación de los más íntimos secretos de la naturaleza y de las más altas verdades divinas, no olvida la ambivalencia de la influencia saturniana —de la cual era víctima él mismo, como es sabido—: el melancólico es un sujeto desequilibrado, que oscila continuamente entre dos extremos, adquiriendo precisamente por ello ese peculiar carácter excepcional.
Otra obra importante en este aspecto, que recoge y modifica las teorías ficinianas, es el De Occulta Philosophia de Agrippa de Nettesheim; en ella, el frenesí melancólico ocupa una posición central, por ser la forma más importante de vacatio anima y una fuente específica de creación inspirada.
Estas ideas acerca de la melancolía se extenderían pronto por toda Europa, alcanzando una notable popularidad y creando incluso toda una moda —en Inglaterra, por ejemplo, se llegaría a considerar como la enfermedad elizabethiana[35], Y dejaría una importante huella literaria en la época isabelina, como muestra el personaje shakespeareano de Hamlet—, cuyo éxito residía en la fascinación despertada por esa aceptación generalizada de que la melancolía era un atributo de mentes superiores, propia del genio que se debate entre el abismo y la creación.
Todas estas características que la época atribuye al melancólico excepcional se reconocen sin dificultad en el furioso, en el héroe de los Furores: su desequilibrio se halla dirigido hacia una concentración de sí mismo que le permita abandonar el cuerpo (es decir, la multiplicidad) a través de un proceso de actividad cognoscitiva para acceder a la unidad, al conocimiento de las cosas divinas. Si atendemos a la clasificación que Bruno realiza en su obra mágica, según la cual la melancolía viene a ser, físicamente explicada, una perturbación de la fantasía causada por un desequilibrio humoral que implica, además, la intervención demoníaca[36], podemos adivinar en el tipo del fanático reformado la versión negativa de la melancolía, el polo opuesto del héroe[37].
Esta distinción entre dos tipos de melancolía supone una diferencia cualitativa entre los hombres que se halla en la base de la ascesis cognoscitiva descrita en los Furores. No se puede olvidar, por otra parte, que el conocimiento es un modo de ser natural, garantizado por la inmanencia del alma en el cuerpo: la misma naturaleza, que otorga una identidad metafísica de constitución a sujeto y objeto (por la cual, consecuentemente, no hay hombre que no tenga a Dios en sí) es justamente la garantía objetiva del conocimiento, porque el alma universal y común a todos los seres, y que actúa sobre todo, informando relativamente según las especies y los órganos de que se trate, hace posible una continuidad de las facultades cognoscitivas. El problema reside en la determinación del objeto del saber, clave de la distancia que separa heroísmo de beatitud: al héroe corresponde excepcionalmente la conquista de la unidad, del infinito, del más alto nivel del conocimiento, porque en él se unilateraliza el eros para permitir al intelecto liberarse de la condición de lo múltiple y aspirar a la unidad natural.
Esta idea del conocimiento garantizado por la estructura metafísica del hombre se apoya, además, en la teoría averroísta del intelecto agente, recogida por Bruno en los Furores, insertada en su animismo y desarrollada según sus intereses, asimilando el intelecto agente a su concepción del alma universal —en tanto que astrológica mente separada como causa de los compuestos de los cuales entra a formar parte—, mientras el intelecto posible se halla inmanente en la vida corporal del hombre y actúa· como artífice interno, como agente él mismo, porque la presencia del alma le hace devenir actualidad cognoscitiva.
De Averroes recoge también la teoría del alcance de la perfección en la unión del intelecto a la inteligencia divina[38], aunque sea empresa vana perseguir ese conocimiento perfecto si sabemos que el supremo objeto se nos escapa. En cualquier caso —dirá Bruno—, «basta que todos corran» hacia esa meta, porque no todos pueden aspirar a ser héroes y, en cierto modo, incluso al héroe le espera el fracaso, por el desfase entre la finitud de su intelecto y la infinitud de su objeto.
Y, sin embargo, el objeto es perseguido sin fin en un movimiento metafísico, y es «conveniente y natural» que lo sea; esto es así porque el intelecto es infinito en potencia y es su objeto el que le otorga tal infinitud, de manera que el amor intelectual no alcanza fin, puesto que el infinito no puede comprenderse, ni tampoco hay límite para la felicidad del intelecto, por la misma infinitud de su objeto.
La querella entre los ojos y el corazón (II, III) tiene precisamente el concepto de infinito' como tema: dos grandezas infinitas —se concluye— son iguales entre sí, e incluso la igualdad no es posible más que entre dos infinitos; esta igualdad perfecta, pues, no se realiza nunca en el orden natural de las grandezas finitas: no puede permanecer un equilibrio, y lo mismo ocurre entre una grandeza infinita y otra finita, pero siendo las dos infinitas —como es el caso de la potencia cognoscitiva y la afectiva— se producen la igualdad y el equilibrio (de esta forma permanecen siempre como potencias y no llegan a realizarse en acto). Esta situación hace que la ambición conquistadora del alma no tenga límites, como no los tiene el sufrimiento de no poder alcanzar totalmente el objeto propuesto a la inteligencia y al amor; sin embargo, también el sentimiento de satisfacción y plenitud es constante en este continuo avance que nunca divisa la meta, porque el objeto infinito no es privación de un fin, sino «afirmación positiva de fin infinito y sin término» (II, III, p. 193).
El conquistador vulgar abandonará la persecución y se resignará a la pasividad, rendido ante la infinitud del objeto, pero el héroe —en quien deseo y saciedad son inseparables, y que se cuenta entre aquellos pocos que tendrán el privilegio de correr la suerte de Acteón—, halla el placer en su misma persecución.
Sin embargo, entre los conocimientos más altos que puede alcanzar el intelecto humano y la trascendencia del Uno existe un abismo que no puede ser salvado, por el hecho mismo de que nuestro intelecto tiende siempre de lo particular a lo universal. Esta «improporcionalidad de los medios de nuestro conocimiento» hace que sea necesario el concurso de la voluntad allí donde ya no es posible comprender: el conocimiento precede —el conocer es lo que enciende el deseo, de acuerdo con los más clásicos trattatisti—, pero la relación del intelecto con la voluntad es constante, y en el momento final no se descarta la posibilidad de acceder a un mayor conocimiento por un esfuerzo suprarracional de la voluntad, por un «forzarse con la voluntad hacia allá donde no puede llegar con el intelecto» (I, III, p. 59).
Intelecto y voluntad, estimulándose y limitándose mutuamente, son, pues, las armas del joven Acteón cuando se aventura a la caza de las ocultas especies inteligibles a través de inciertos y solitarios caminos; al fin, alcanzará la vista de la Diana desnuda, el punto de máxima contracción de la naturaleza y, al comprender su objeto —en la medida de lo posible—, se convierte en su propia presa, porque el objeto (siguiendo la estructura típica del amor, que es vinculado al pretender vincular) le ha hecho suyo a su vez; de este modo, el cazador se ve a sí mismo transformado en caza, porque ha contraído la divinidad y no precisa ya buscarla fuera de sí.
En el transcurso de este proceso de ascesis, en realidad, todo lo que el hombre puede hacer es disponerse a sí mismo para ser objeto pasivo de la divinidad: en el momento final coinciden actividad y pasividad, hacer y ser hecho, cazar y ser cazado, porque el acto de ver coincide con el de ser visto por la divinidad; sin embargo, tal coincidencia no supone ni pasividad en el sujeto ni una inmediata identificación de los dos momentos, porque no se anula el desarrollo del primer momento hacia el segundo; así, la iluminación se presenta como instantánea y no por grados, como el momento de la invasión del alma por Dios, pero con una lenta y activa preparación que dispone al héroe a la posibilidad permanente de la manifestación divina, «presta a penetrar en aquel que hacia ella se vuelve con el acto del intelecto y abiertamente se le ofrece con el afecto de la voluntad» (I, v, p. 104).
El conocimiento de la naturaleza infinita como explicatio espera al héroe —no Apolo, la divinidad trascendente en torno a la cual no hay discurso—: la inmanencia es el modo natural de ser de Dios mismo, de manera que el dualismo no debe ser interpretado como fractura metafísica, y gracias a que no existe esa fractura es posible un pensamiento filosófico que dé razón de la totalidad natural. Es cierto que algunos aspectos de la filosofía bruniana parecen decantarla hacia el inmanentismo —fundamentalmente la acción interior del principio divino y la estrecha vinculación del filósofo a la magia natural—, pero su concepto de una naturaleza unitaria e infinita hubiera exigido un mayor desarrollo del concepto de inmanencia; las frecuentes expresiones ambiguas, equívocas, hacen que el dualismo aparezca como una más de las antinomias brunianas, resuelta (como todas las demás) en la Unidad, considerando lo Uno y lo múltiple como modalidades del ser, incluso como «tesoros iguales», según se nos deja creer en la canción final de los ciegos iluminados.
En este grupo de ciegos del último diálogo viene a cumplirse el ciclo del destino, que alterna luz y tinieblas:
«Así vino el hado a mostrarse benigno, Pues no quiere que el bien suceda al bien, a que presagio las penas sean de penas, Sino que girando la rueda, a ensalza o precipita, Como se alternan el día y la noche». (II, v, p. 222)
En la aventura de los ciegos, la figura de Circe significa la materia que todo lo genera, el universo material[39]. La generación y la corrupción son causa de ceguera, pero en el diálogo bruniano Circe es, además de origen del mal, madre del bien, causa al mismo tiempo de la ceguera y la iluminación, porque la belleza corporal incita al descubrimiento de la divina y es su reflejo. De este modo, el conocimiento de la naturaleza se sitúa entre el amor humano y el amor divino, y en la materia se hallaría ya la posibilidad de salvación para el hombre (posibilidad que únicamente puede abrir el amor heroico); desde esta perspectiva, la mística bruniana puede considerarse una mística de la exterioridad[40], un proceso de conocimiento del universo en el que se llega a la unidad a través de un método de naturaleza discursiva o teórica apoyado en una apertura de los sentidos al mundo —«el sentido se eleva a la imaginación, la imaginación a la razón, la razón al intelecto, el intelecto a la mente…» (I, IV, p. 88)—: es cierto que en el momento final (momento de éxtasis en cierto modo) parecen fundirse procedimiento cognoscitivo e intuitivo, pero no hay lugar para la intuición final si el pensamiento discursivo no ha constituido previamente la legitimidad teórica del objeto a intuir.
La concepción de la inmanencia divina en el universo distancia a Bruno de la mística cristiana, floreciente en estos momentos de fin del Renacimiento; en algunos casos, sin embargo, el paralelismo formal resulta sorprendente: es el caso del místico español San Juan de la Cruz, en cuyo Cántico Espiritual se manifiesta muy claramente la tendencia de la mística cristiana a relacionar a Dios con las cosas; no obstante, no se trata de la creencia en que las cosas que anuncian a Dios sean Dios mismo, sino de ver las cosas a través del prisma de la divinidad —y no a la inversa—, de manera que cobran un sentido mucho más profundo.
El lenguaje de San Juan es, como el de Bruno en los Furores, pródigo en petrarquismos, y recoge también las características propias de la tradición de los tratados de amor: la belleza como resplandor de la Bondad divina, la figura del amante que vive en el amado y no en sí, la complacencia en el propio sufrimiento, la conquista de la divinidad como caza, etc. La descripción de un proceso tan semejante en el Cántico, en un lenguaje tan extraordinariamente similar, obedece probablemente, no sólo a la común influencia bíblica (Bruno alude explícitamente al Cantar de los Cantares al comienzo de su diálogo), sino también a la corriente italianizante extendida por España, e incluso a la propia poesía castellana, en la que —como había ocurrido en Italia con la poesía del amor cortés— se había dado en verter a lo divino a Garcilaso. Toda una imaginería amorosa familiar al clima cultural europeo de la obra explica, por tanto, el paralelismo formal en ambos autores; este paralelismo, sin embargo, se detiene al final de la experiencia, cuando en San Juan se hace posible el acceso a la divinidad en sí, porque su Dios es el Dios de la fe, al que no se llega a través de una ascesis cognoscitiva, sino por un proceso alumbrado por la fe que trasciende toda ciencia.
En cambio, los Furores constituyen la expresión (también a través de una filosofía del amor) del impulso de la razón hacia aquello que es inaccesible para ella y, al mismo tiempo, justamente una crítica a ese conocimiento revelado, que es más elevado que el racional —pues no desemboca en el fracaso—, pero que es, por otra parte, menos digno que el proceso cognoscitivo autónomo del héroe, cuyo drama es el de la condición humana limitada y consciente de sus límites realizando un esfuerzo desesperado —que le atormenta y le fascina— en el que el hombre halla su gloria y su dignidad.
Esta actitud bruniana encontraría en la historia posterior de la filosofía una racional oposición cuando, en el siglo XVIII, Hume, al final de su Tratado de la Naturaleza, después de haber llegado a una situación de abatimiento frente a la incapacidad del entendimiento humano, exhorta a contentarse con lo poco seguro que podemos alcanzar, a no pretender ser héroes o dioses persiguiendo aquello que es inalcanzable para la debilidad de nuestro entendimiento; y, sin embargo, todavía el ímpetu del héroe bruniano —como también la actitud de Spinoza— se arrastraría hasta el Romanticismo, y revelaría todavía sus rasgos esenciales en el prototipo del filósofo melancólico a causa de que no alcanza a captar el Todo, la Naturaleza: el Fausto ávido de conocimiento de la tragedia de Goethe.
«¡Ay!, he estudiado ya filosofía,
jurisprudencia, medicina y luego
teología también, por mi desgracia,
con caluroso esfuerzo hasta el extremo.
y aquí me veo ahora, pobre loco,
y sigo sin saber más que al principio
(…).
¡Cómo todo en e] todo se entreteje,
y lo uno en lo otro actúa y vive!
¡Cómo fuerzas celestes suben, bajan,
y se siguen los áureos cangilones!
¡Con vaivén de un olor de bendición
bajan y entran en tierra desde el cielo,
sonando en armonía por el Todo!
¡Qué espectáculo! ¡Ay!, sólo es espectáculo.
¿Dónde captarte, oh, gran naturaleza?».
Los Heroicos Furores, un diálogo probablemente escrito por Bruno en base a su propia persona, trasluce —seguramente como ninguna otra de sus obras— en la figura del héroe la ambición filosófica, la lucha continua a lo largo de su vida (para la que cobraría ánimos gracias a la certeza de la misión restauradora de la que se sentía investido) y la moral personal del filósofo: una moral del esfuerzo por la conquista intelectual que se vería confirmada por el trágico final de su vida en el Campo dei Fiori, allí donde siglos más tarde se le rendiría homenaje como a mártir de la libertad de pensamiento y del ideal del hombre moderno.
Barcelona, diciembre de 1986