Diálogo primero
Interlocutores: Cesarino, Maricondo[1]
I. CESARINO.-Dícese que las cosas mejores y más excelentes se dan en el mundo cuando el universo entero excelentemente se acuerda en todas sus partes; y así se cree que sucede cuando todos los planetas se hallan en el signo de Aries, dándose que el Aries de la octava esfera ocupe la casa del que forma parte del otro zodíaco en el firmamento invisible y superior. Las cosas peores y más bajas, considérase que tienen lugar cuando domina la disposición y orden contrarios; por la fuerza de las vicisitudes se producen esas extrañas mutaciones de lo semejante a lo desemejante, de un contrario al otro. La revolución o gran año den mundo es, pues, aquel espacio de tiempo en el que, desde un cierto estado de cosas, atravesando posiciones opuestas y contrarias, se retorna a lo mismo, como constatamos en los años particulares cual el año solar, en el que el principio de una disposición viene a ser término de la contraria, y el final de ésta, el comienzo de aquella. Por eso ahora que nos hallamos en la escoria de las ciencias, que han engendrado la escoria de las opiniones, causa a su vez de la escoria de costumbres y acciones, podemos ciertamente esperar un retorno a tiempos mejores[2].
MARICONDO.-Has de saber, hermano mío, que esta sucesión y orden de las cosas es muy cierta y verdadera; pero a nuestro parecer, siempre, en cualquier estado ordinario, más nos aflige el presente que el pasado, y ambos unidos nos contentan menos de cuanto lo hace el futuro, el cual es siempre expectación y esperanza, como bien puedes ver plasmado en esta figura tomada de la antigüedad de los egipcios, que nos dejaron una estatua tal que de un bruto común hicieron emerger tres cabezas: la una de lobo, mirando hacia atrás; la otra de león, con el rostro de perfil, y de can la tercera, mirando hacia adelante; con ello significaban que las cosas pasadas afligen por el recuerdo, pero no tanto cuanto las presentes, que en efecto nos atormentan, mientras que para el futuro nos hacen promesas de mejora. De ahí el lobo que aúlla, el león que ruge y el can que se regocija.
CESARINO.-¿Qué dice ese lema escrito encima?
MARICONDO.-Observa~que sobre el lobo está escrito «Jam», sobre el león «Modo» y sobre el can «Praeterea», que son términos que significan las tres partes del tiempo.
CESARINO.-Leed ahora lo escrito en la tablilla.
MARICONDO.-Así lo haré.
Un lobo, un león y un can figuran
En la aurora, en pleno día y al crepúsculo.
Cuanto consumiera, retengo y me propongo,
Por cuanto se me dio, me es y será dado,
Por cuanto hice, hago y he de hacer,
En el pasado, el presente y el futuro,
Me arrepiento, tormento y aseguro
En lo perdido, el sufrir, la espera.
Con lo agrio, lo amargo, con lo dulce,
La experiencia, los frutos, la esperanza,
Me amenazó, me afligen, me sosiega.
El tiempo que viví, que vivo y viviré,
Me hace temblar, me turba, me sostiene,
En ausencia, presencia y lontananza.
Harto, en demasía y suficiencia,
Lo de ayer, lo de hoy, lo de mañana,
Hánme en temor, martirio y esperanzas preso.
CESARINO.-Bien puede ser ésta la cabeza de un furioso amante; aun cuando pueda serio de casi todos los mortales que afligidos se sientan, cualquiera que sea la naturaleza de su aflicción, pues no debemos ni podemos decir que esto cuadre a todas las condiciones en general, sino únicamente a aquellos que fueron y son atormentados, habida cuenta que es propio de quien ha ambicionado un reino y ahora lo posee el temor de perderlo, como lo es la comezón de los celos y la suspicacia en quien se ha afanado para lograr los frutos del amor, cual es la particular gracia de la cosa amada. Y en cuanto a las vicisitudes del mundo, cuando nos hallamos sumidos en las tinieblas y el mal, podemos con seguridad profetizar la luz y la prosperidad; cuando vivimos en felicidad y saber, sin duda podemos esperar el triunfo de la ignorancia y las penalidades, como sucediera a Mercurio Trismegisto, el cual, viendo Egipto en tan gran esplendor de ciencias y adivinaciones —por las cuales consideraba él a los hombres consortes de demonios y dioses y, como consecuencia, religiosísimos— dirigió a Asclepio aquel profético lamento, diciendo que se sucederían —las tinieblas de nuevas religiones y cultos, y que nada subsistiría de las cosas presentes más que fábulas y materias de condena[3]:-De igual manera los hebreos, cuando fueron esclavos en Egipto y desterrados en el desierto, eran confortados por sus profetas con la esperanza de libertad y la conquista de la patria. Mas, cuando se hallaron en estado de poderío y tranquilidad, eran por el contrario amenazados con la dispersión y la cautividad. Hoy, cuando no hay mal ni vituperio a que no nos hallemos sometidos, no hay bien ni honor que no podamos prometemos. De manera similar acaece a todas las generaciones y los estados; éstos, si duran y no son en modo alguno aniquilados, por la fuerza de la vicisitud de las cosas, sin embargo, es necesario que del mal vengan al bien, del bien al mal, de lo más bajo a lo más alto, de las oscuridades al esplendor, del esplendor a las oscuridades, pues es lo que comporta el orden natural, más allá del cual se encuentra seguramente quien lo altere o corrija, y yo lo creo y no he de disputarlo, pues no razono con otro espíritu que el natural.
MARICONDO.-Sabemos que no sois teólogo, sino filósofo, y que tratáis de filosofía, no de teología.
CESARINO.-Así es. Mas veamos el que sigue.
II. CESARINO.-Veo a continuación un humeante incensario sostenido por un brazo, y el lema que dice: «Illius aram»; y después el artículo siguiente:
¿Quién el aura de mi noble deseo
Creerá menos digno de un divino obsequio,
Si ilustrado aparece en imágenes varias
Por mis votos en el templo de la fama?
Porque otra heroica empresa me reclama
¿Quién juzgará que menos propio sea
Que cautivo en su culto me retenga
Aquella que tanto el cielo ama y honra?
Dejadme, dejadme, los otros deseos;
Dadme paz, pensares importunos,
¿Por qué pretendéis que yo me aparte
De la presencia de ese sol que tanto me deleita?
Decid, de mí compadecidos: ¿por qué miras
Aquello que así por contemplado te consume?
¿Por qué de aquella llama
Te muestras tan avaro? Porque me da contento
Más que cualquier placer ese tormento.
MARICONDO.-A este propósito te decía yo que, por más que uno permanezca preso de una corporal belleza y culto externo, puede conservar honor y dignidad, con tal que de la belleza material —que es rayo y resplandor de la forma y acto espirituales, y su vestigio y sombra— se eleve el amante a la consideración y culto de la divina belleza, luz y majestad, de suerte que a partir de las cosas visibles venga a enaltecer el corazón hacia aquellas que son tanto más excelentes en sí y gratas al ánimo purificado cuanto más alejadas están de la materia y el sentido. ¡Ay de mí! —dirá— si una belleza umbrátil, oscura, común, dibujada en la superficie de la materia tanto me deleita, y tanto me conmueve el afecto, me imprime en el ánimo no sé qué reverencia de majestad, tanto me cautiva y tan dulcemente me liga y atrae que no hallo cosa que me sea puesta ante los sentidos que tanto me satisfaga, ¿qué no será de aquello que sustancialmente, originariamente y primitivamente es bello? ¿Qué será de mi alma, del intelecto divino, de la ley natural? Conviene, pues, que la contemplación de este vestigio de luz me lleve, mediante la purgación del ánimo mío, a la imitación, conformidad y participación de aquella más digna y alta, en la que me transforme y a la que me una; porque cierto estoy de que la naturaleza, que ante los ojos que ha puesto esta belleza y me ha dotado de un sentido interior gracias al cual puedo deducir la existencia de una belleza más profunda e incomparablemente mayor, quiere que dé yo en elevarme desde aquí abajo a la alteza y eminencia de más excelentes especies. Ni creo que mi verdadera divinidad, mostrándoseme como lo hace en vestigio e imagen, desdeñe el ser honorada en imagen y vestigio y recibir sacrificios, siempre que mi corazón y afecto sean ordenados y miren más alto, puesto que ¿quién es aquel que puede honrarla en esencia y sustancia propia, si de tal manera no puede comprenderla?
CESARINO.-Muy bien muestras cómo para los hombres de heroico espíritu todas las cosas se convierten en bien, y cómo saben servirse de la maldad en provecho de una mayor libertad y convierten una derrota en la ocasión de una mayor victoria. Bien sabes que el amor de belleza corporal, a quienes tienen buena disposición, no solamente no conduce a retardo alguno en empresas mayores, sino que más bien les presta las alas para alcanzarlas, convirtiéndose el apremio del amor en virtuoso celo por el que se fuerza el amante para llegar a un término en el cual sea digno de la cosa amada, y acaso de cosa mayor, mejor y más bella todavía, de tal forma que, o bien se hallará contento de haber tenido lo que anhelaba, o bien quedará satisfecho de su propia belleza, pudiendo entonces despreciar dignamente la ajena, que habrá sido por él vencida y superada; a partir de lo cual, o bien permanece inmóvil, o bien se orienta hacia la aspiración de objetos más excelentes y magníficos. Y así va siempre renovando sus tentativas el espíritu heroico, hasta el punto en que se ve enaltecido al deseo de la divina belleza en sí misma, y no ya en similitud, figura, imagen y especie, si ello es posible; y más aún, si a tanto sabe llegar.
MARICONDO.-Advierte, pues, Cesarino, cuánta razón tiene este Furioso al resentirse contra aquellos que le reprenden creyéndole cautivo de una belleza inferior a la cual prodigara sus votos y dedicara imágenes, de manera que, según eso, no se rebela, siguiendo a las voces que lo reclaman para más altas empresas, puesto que si las cosas bajas derivan y dependen de las más elevadas, así también es posible —como por convenientes grados— ascender desde aquéllas a éstas. Las primeras, si no son Dios, son cosas divinas, imágenes vivientes suyas, viéndose en las cuales adorado no se siente ofendido, pues del supremo espíritu hemos recibido una ley que dice: «Adorate scabellum pedum eius». Y dijo en otra parte un divino mensajero: «Adorabimus ubi steterunt pedes eius».[4]
CESARINO.-Dios, su divina belleza y resplandor relucen y se hallan en todas las cosas, y por ello no estimo error el admirarlo en todas las cosas, según el modo en que a cada una se comunica. Error sería ciertamente si diésemos a otros el honor que a él solo corresponde. Mas ¿qué quiere dar a entender cuando dice: «Dejadme, dejadme, los otros deseos»?
MARICONDO.-Ahuyenta de sí los pensamientos que le proponen otros objetos que no tienen la virtud de conmoverle tanto y que hurtarle quieren la vista de] sol, que mejor puede mostrársele por esta ventana que por las otras.
CESARINO.-¿Y cómo, importunado por sus pensamientos, se mantiene constante en la contemplación de ese resplandor que le consume y no le contenta en manera alguna sin que al mismo tiempo le atormente severamente?
MARICONDO.-Porque en este estado de discordia no hay para nosotros gozos que sin desconsuelos vengan, y tan grandes éstos cuanto más magníficos son aquéllos. Así, ¡cuánto mayor es el temor de un rey, que consiste en la pérdida de su reino, que el de un mendigo, que consiste en el peligro de perder diez sueldos! Más urgente preocupación da a un príncipe su república que a un rústico su grey de puercos, y así también sus placeres y deleites son seguramente mayores que los deleites y placeres de estos últimos. Por eso, amar y aspirar más alto lleva consigo mayor gloria y majestad junto con mayores cuidados, desasosiego y dolor; y me refiero a esta presente condición, en la cual un contrario viene siempre unido al otro, hallándose siempre la mayor contrariedad dentro del mismo género y por ende en un mismo sujeto, aun cuando los contrarios no pueden darse juntamente. Y así, guardando las proporciones, también al amor del más eminente Cupido puede aplicarse cuanto afirmara el epicúreo poeta acerca del eras vulgar y animal, diciendo:
«Fluctuat incertis erroribus ardor amantum,
Nec constat, quid primum oculis, manibusque [fruantur:
Quod petiere, premunt arte, faciuntque dolorem
Corporis, et dentes inlidunt saepe labellis,
Osculaque adfigunt, quia non est pura voluptas,
Et stimuli subsunt, qui instigant laedere id ipsum,
Quodcumque est, rabies, unde illa haec germina [surgunt.
Sed leviter poenas frangit Venus inter amorem,
Blandaque refraenat morsus admixta voluptas;
Namque in eo spes est, unde est ardoris origo,
Restingui quoque posse ab eodem corpore [flammam»[5].
He aquí, pues, con qué aderezos consigue el magisterio y arte de la naturaleza que uno se destruya por medio del placer que halla en aquello que le consume y encuentre gozo en medio de tormentos, y tormentos en medio de todos los gozos, ya que nada proviene absolutamente de un \ único y no discorde principio, sino que todo resulta de principios contrarios, por victoria y dominio de una de las partes de la contrariedad; no hay placer de generación por un lado sin displacer de corrupción por otro, y allí donde estas cosas que se generan y corrompen dánse conjuntamente y como en un mismo sujeto compuesto, allí topamos con sentimientos de delectación y de tristeza a un tiempo, y de tal suerte que antes será denominada delectación que tristeza si ocurre que sea la predominante y que con mayor fuerza solicite la sensibilidad.
III. CESARINO.-Reflexionemos ahora acerca de la imagen siguiente, que es la de un Fénix que arde al sol y que casi llega con su humareda a oscurecer el resplandor de aquél, con cuyo calor se inflama; y he aquí la inscripción, que dice: «Neque simile, nec par».
MARICONDO.-Leamos en primer lugar el artículo:
Este Fénix, que al bello sol se inflama,
y se va poco a poco consumiendo
Mientras arde de resplandor ceñido,
Tributo contrario a su astro rinde,
Pues cuanto de él asciende al firmamento
Humo tibio deviene y bruma oscura;
Oculta deja la luz a nuestra vista
y vela aquello por lo que esplende y arde.
Así mi espíritu, que el resplandor divino
Inflama e ilumina, al tiempo que propaga
Lo que tanto en su pensar reluce:
De su alto concepto fuera envía
Rimas que el sol amado van nublando,
En tanto me consumo y fundo por entero.
Ay, esta sombría y negra
Nube de fuego, con su columna ofusca
Lo que gustar quisiera, y lo envilece.
CESARINO.-Dice, pues, nuestro poeta que, así como este Fénix, habiendo sido inflamado por el resplandor del sol, y de luz y llama revestido, envía después hacia el cielo ese humo que oscurece aquello que era fuente de su resplandor, así también él, inflamado e iluminado Furioso, por cuanto hace en loor de tan ilustre objeto —que habíale encendido el corazón y que resplandece en su pensamiento—, viene más bien a oscurecerlo que a devolverle luz por luz, desprendiendo ese humo, efecto de las llamas en las que su propia sustancia se disuelve.
MARICONDO.-Yo, sin pretender poner en la balanza y comparar los cuidados de éste, torno a decirte cuanto anteayer decía: que la alabanza es uno de los más grandes sacrificios que un afecto humano pueda hacer a su objeto, y —por dejar a un lado cuanto al divino se refiere— dime: ¿quién sabría de Aquiles, Ulises y tantos otros capitanes griegos y troyanos? ¿Quién tendría noticias de tan grandes soldados y héroes de la tierra si no hubieran sido elevados a las estrellas y deificados mediante sacrificios de alabanza que el fuego prendieran en el altar del corazón de los poetas y otros ilustres recitadores, y por medio de los cuales juntamente se elevan hacia el cielo el sacrificador, la víctima y el héroe canonizado por mano y voto de un digno y legítimo sacerdote?
CESARINO.-Bien dices de digno y legítimo sacerdote, porque de apóstatas está hoy lleno el mundo y, como de ordinario son indignos ellos mismos, suelen celebrar siempre a otros indignos, de tal manera que «asini asinos fricant». Mas quiere la providencia que, en vez de ir unos y otros al cielo, váyanse juntamente a las tinieblas del Orco, por lo que vana resulta la gloria de aquel que celebra y de quien es celebrado, pues ha entretejido el uno una estatua de paja, o tallado un tronco de madera, o fundido un pedazo de argamasa, y el otro, ídolo de infamia y vituperio, no sabe que no ha menester aguardar la carcoma del tiempo y la falce de Saturno para ser derribado, porque será sepultado vivo por su propio encomiasta en el momento mismo en que sea loado, saludado, nombrado y presentado. Al contrario de cuanto acaeciera a la prudencia de aquel tan celebrado Mecenas, el cual, aun cuando no hubiera tenido otro esplendor que el de un ánimo inclinado a la protección y favor de las musas, habría ya merecido por ello que los ingenios de tantos ilustres poetas gustosamente le incluyeran entre el número de los más famosos héroes que hayan jamás hollado el lomo de la tierra. Sus propios desvelos y su propio esplendor le han dado renombre y nobleza, y no el haber nacido de antiguos reyes, ni el ser gran secretario y consejero de Augusto. Aquello que tan ilustre le hiciera es, como digo, el haberse hecho digno de cumplir la promesa del poeta:
«Fortunati ambo, si quid mea carmina possunt,
Nulla dies unquam memori vos eximet aevo,
Dum domus Aeneae Capitoli immobile saxum
Accolet, imperiumque pater Romanus habebit»[6].
MARICONDO.-Me viene a la memoria aquello que dijera Séneca en cierta Epístola en la que refiere las siguientes palabras dirigidas por Epicuro a un amigo suyo: «Si amor de gloria te toca el pecho, más notorio e ilustre te harán mis cartas que todas esas cosas que tú honras, que te hacen honor y por las cuales puedes envanecerte.» Así habría podido hablar Homero a Aquiles o a Ulises si se les hubiese traído a su presencia, o Virgilio a Eneas y a su progenie, puesto que, como bien sugiriera cierto filósofo moral, «más conocido es Idomeneo por las cartas de Epicuro que todos los señores, sátrapas y reyes de los cuales dependía su título y cuya memoria acabaría perdiéndose en las profundas tinieblas del olvido. No vive Atico por ser yerno de Agripa y progenitor de Tiberio, sino por las epístolas de Tulio; Druso, nieto de César, no se hallaría entre el número de tan ilustres nombres si allí no lo hubiera situado Cicerón. Pues nos sobreviene al fin —¡ay!— la alta marea del tiempo, y no serán muchos los ingenios que sobre ella alzarán la cabeza»[7].
Mas volvamos sobre el tema de este Furioso, el cual, viendo al Fénix inflamado al sol, rememora el propio ardor y duélese de que, como aquél, a cambio de la luz y el fuego que recibe, oscuro y tibio humo de sacrificio devuelve, por el holocausto de su licuefacta sustancia. De igual modo, jamás podemos, no sólo razonar, sino ni tan siquiera pensar en cosas divinas sin que vengamos a humillarlas antes que a añadirles gloria, de suerte que lo mejor que puede hacerse al respecto de tales cosas es que el hombre, en presencia de los demás hombres, se apreste a magnificarse a sí mismo por su celo y ardor más bien que a dar esplendor a otro por medio de alguna acción cumplida y perfecta, considerando que tal cumplimiento no puede esperarse allí donde hay progreso al infinito, donde la unidad y la infinitud son la misma cosa, y no pueden ser perseguidas por otro número, porque no es la unidad, ni por otra unidad, porque no es número, ni por otro número y unidad, porque no son un mismo absoluto e infinito. De ahí que dijera con acierto un teólogo, que, siendo la fuente de la luz con mucho superior, no solamente a nuestras inteligencias, sino incluso a las inteligencias divinas, es cosa conveniente que sea celebrada, no con discursos y palabras, sino por el silencio.[8]
CESARINO.-No ciertamente el silencio de las bestias brutas y de otros animales hechos más a imagen y semejanza del hombre, sino el de aquellos cuyo silencio es más ilustre que todos los gritos, ruidos y estrépitos de cuantos pudieran ser oídos.
IV. MARICONDO.-Pero procedamos más adelante y veamos lo que significa el resto.
CESARINO.-Decid si habéis primero considerado y advertido lo que quiere decir este fuego en forma de un corazón dotado de cuatro alas, dos de las cuales están provistas de ojos, ceñido todo el conjunto por rayos luminosos y hallándose escrita en torno la pregunta: «¿Nitimur in cassum?»
MARICONDO.-Bien recuerdo que significa el estado de la mente, corazón, espíritu y ojos del Furioso; mas leamos el artículo:
Esta mente que al santo resplandor aspira,
Tan grande afán no alcanza a desvelarla.
El corazón, que solazar quisieran los pensares,
No puede a tantas penas sustraerse.
El espíritu, que darse tregua debiera alguna vez,
No se hace don de un momento de placer.
Los ojos, que hallarse debieran cerrados por el sueño,
Abiertos al llanto toda la noche están.
Ay, ojos míos, ¿con qué arte y cuidados
Calmar podría mis sentidos torturados?
¿En qué tiempo y lugares —oh espíritu mío—
Mitigaré tus intensos dolores?
y tú, corazón mío, ¿cómo podría contentarte
Que tus graves sufrimientos compensara?
¿Cuándo los tributos debidos
Daráte el alma, oh torturada mente,
Con corazón, ojos y espíritu doliente?
Porque aspira al resplandor divino, huye la mente el comercio con la turba, se aparta de la opinión vulgar; y más diría: tanto se aleja de la multitud de los sujetos cuanto de la comunidad de cuidados, opiniones y sentencias, puesto que de contraer vicios o ignorancias mayor peligro existe cuanto mayor es el gentío con el que se confunde. «En los espectáculos públicos (dijo el moralista) mediante el placer más fácilmente se engendran los vicios»[9]. Quien aspire al alto resplandor, retírese cuanto pueda a la unidad, repliéguese cuanto sea posible en sí mismo, de tal suerte que no sea semejante a los muchos, por ser muchos; mas no sea tampoco enemigo de los muchos porque no se le asemejan, siempre que le sea posible conciliar lo uno con lo otro: no siendo así, acójase a aquello que mejor le parezca. Busque la sociedad de aquellos a quienes pueda mejorar o de quienes pueda recibir mejora, por la luz que pudiera dar a aquellos o la que de ellos pudiera él recibir. Conténtese más de un solo hombre adecuado que de la inepta multitud. Y no estimará haber logrado poco cuando haya llegado a tal punto que sea sabio por sí mismo, recordando aquello que decía Demócrito: «Vnus mihi pro populo est, et populus pro uno», y lo que dijera Epicuro a uno de sus compañeros de estudios, cuando escribió: «Haec tibi, non multis; satis enim magnum alter alteri theatrum sumus»[10].
Así pues, la mente que aspira alto deja en primer lugar el cuidado de la multitud, considerando que esa luz desprecia las fatigas y no se halla sino allí donde está la inteligencia, y no cualquier inteligencia, sino aquella que, entre las raras, principales y primeras, es primera, principal y única.
CESARINO.-¿Cómo entiendes tú que la mente aspire alto? ¿Verbigracia contemplando las estrellas? ¿Acaso el cielo empíreo, más allá del cristalino?
MARICONDO.-No, por cierto, sino procediendo hacia lo más profundo de la mente, para lo cual no es menester abrir desmesuradamente los ojos al cielo, alzar las manos, dirigir los pasos hacia el templo, aturdir las orejas de las imágenes a fin de ser mejor atendido; sino llegar a lo más íntimo de sí, considerando que Dios se halla cercano, consigo y dentro de sí más de lo que él mismo pueda estado, como es propio de aquello que es alma de las almas, vida de las vidas, esencia de las esencias, y teniendo en cuenta que cuanto ves arriba o abajo, o en torno —como gustes decir— a los astros, son cuerpos, criaturas semejantes a este globo en el que nos hallamos y en los cuales la divinidad no se halla ni más ni menos presente que en éste nuestro o en nosotros mismos. He aquí, pues, cómo es preciso, en primer lugar, el retraerse de la multitud en uno mismo. Convendrá después llegar al punto en que no estime ya, sino que desprecie toda fatiga, de suerte que cuanto más le combatan desde su interior pasiones y vicios, y más los perversos enemigos le combatan desde fuera, tanto más deberá alentar y resurgir y de un solo soplo —si fuera posible— ganar este escarpado monte.
No habrá menester en este punto otras armas y escudos que la grandeza de un ánimo invicto y la perseverancia de espíritu que mantiene el equilibrio y tenor de la vida, que proceden de la ciencia y son regulados por el arte de meditar sobre las cosas altas y bajas, divinas y humanas, en todo lo cual consiste ese bien soberano. De ahí que un filósofo moral escribiera a Lucilio que no era preciso atravesar a nado las Escilas, las Caribdis, penetrar los desiertos de Candavia y los Apeninos o dejar atrás las Sirtes, pues el camino es tan seguro y gozoso cuanto la naturaleza misma haya podido ordenar. No es —dice— el oro y la plata lo que nos hace semejantes a Dios, pues no amasa Dios tales tesoros; tampoco las vestimentas, puesto que Dios está desnudo; ni la ostentación y la fama, pues a muy pocos él se muestra y acaso ninguno lo conozca (y ciertamente, muchos y más que muchos tienen de él una falsa opinión); ni tampoco la posesión de tantas y tantas otras cosas que nosotros ordinariamente admiramos, ya que no son estas cosas —cuya abundancia codiciamos— las que nos harán ricos en este sentido, sino el desprecio que de ellas hagamos[11].
CESARINO.-Bien. Mas dime ahora, ¿de qué manera «colmará sus sentidos» nuestro poeta, «mitigará los dolores del espíritu, contentará al corazón y rendirá los tributos propios a la mente», de tal suerte que, en esta su aspiración y su ardor, no se vea obligado a decir «Nitimur in cassum»?
MARICONDO.-De tal modo que hallándose presente en el cuerpo se halle con la mejor parte de sí mismo ausente, uniéndose y allegándose a las cosas divinas como por indisoluble sacramento, de suerte que no sienta amor ni odio por las cosas mortales, estimándose demasiado digno para ser siervo y esclavo de su cuerpo, al cual no debe considerar de otro modo que como cárcel que aprisiona su libertad, liga que mantiene sus alas enviscadas, cadena que tiene oprimidas sus manos, cepos que tienen entrabados sus pies, velo que oscurece su vista. Y, sin embargo, no será él siervo, cautivo, enviscado, encadenado, impotente, inamovible y ciego, pues el cuerpo no puede ya tiranizarle más de cuanto él mismo lo consienta, ya que el cuerpo está en él sometido al espíritu como el mundo corporal y la materia se hallan sujetos a la divinidad y a la naturaleza. Así se hará fuerte frente a la fortuna, magnánimo frente a las injurias, intrépido frente a la pobreza, la enfermedad y las persecuciones.
CESARINO.-¡Buenos principios para el heroico Furioso!
V. CESARINO.-Veamos a continuación el que le sigue. He aquí la rueda del tiempo, suspendida, moviéndose alrededor de su propio centro, con el lema «Manens moveor». ¿Qué entendéis por eso?
MARICONDO.-Quiere esto decir que se mueve en círculo, movimiento por el cual se concilian reposo y movimiento, puesto que el movimiento circular sobre el propio eje y alrededor del propio centro comprende el reposo y la inmovilidad con relación al movimiento rectilíneo: o sea, reposo del todo y movimiento de las partes. Además, las partes que se mueven en círculo manifiestan dos géneros de traslación, en tanto que alternada mente ascienden algunas partes a las alturas, descienden otras de las alturas hacia la parte inferior, otras alcanzan posiciones intermedias y se hallan otras en el extremo superior o inferior. Y todo esto paréceme que venga a significar convenientemente cuanto se expone en el artículo siguiente:
Lo que a mi corazón mantiene abierto o escondido,
Belleza me lo imprime, lo cancela el decoro;
Refréname el celo, mas otro afán me lleva
Allá de donde al alma le viene todo ardor.
Cuando pienso a mis penas sustraerme
Sostiénenme esperanzas, rigor ajeno me fatiga;
Amor me ensalza y me abate el respeto,
Cuando al alto y sumo bien aspiro.
Alto pensar, deseo piadoso, intenso afán,
Del genio, del corazón, de las fatigas.
Al objeto inmortal, divino, inmenso,
Haced que alcance, me aferre y de él me nutra,
Que ya la mente, la razón y el sentido,
Hacia otra cosa no tienda, discurra, se desvíe.
De suerte que de mí llegue a decirse:
Este que sus ojos tiene ahora en el sol fijos,
De haber sido se duele rival de Endimión.
Así como el continuo movimiento de una parte supone y entraña el movimiento del todo, de suerte que del retroceder las partes anteriores se sigue el avanzar de las partes posteriores, así mismo el impulso ejercido sobre las partes superiores repercute necesariamente sobre las inferiores, y de la elevación de una potencia se sigue el descenso de la contraria, de donde resulta que el corazón (que representa todos los afectos en general) se halla abierto y oculto; frenado por su celo, transportado por un pensamiento magnífico; fortalecido por la esperanza, debilitado por el temor. Y en tal estado y condición se verá mientras se hallare bajo el destino de la generación.
VI. CESARINO.-Todo está bien. Vayamos al siguiente. Veo una nave inclinada sobre las olas con las amarras sujetas a la orilla y con el lema «Fluctuat in portu»[12]. Argumentad acerca de lo que pueda significar y explicaos, si habéis ya resuelto.
MARICONDO.-Figura y lema guardan cierto parentesco con el lema y figura precedentes, como fácilmente puede comprenderse si mínimamente se considera. Mas leamos el artículo:
Si por los héroes, los dioses y las gentes
animado me veo a no desesperar,
Ni temor, ni dolor, ni privaciones,
De la muerte, del cuerpo, de placeres,
Hará que más tema, sufra y sienta;
y porque claro vea mi sendero,
Apáguense dolor, duda y tristeza,
y queden esperanzas, gozos y deleites;
Mas si mirase, cumpliese y atendiese,
Mis pensares, deseos y razones,
Quien inciertos los vuelve, ardientes, vanos,
Más felices conceptos, actos y discursos,
No sabría, haría ni tendría quienquiera
Que las moradas del nacer, la vida y la muerte [frecuentara.
Aun cuando cielo, tierra e infierno se opusieran,
Si ella me ilumina, me inflama y junto a sí me tiene,
Radiante me hará, potente y dichoso.
Por cuanto hemos considerado en los precedentes discursos, puede comprenderse este sentimiento que aquí se expresa, y mayormente allí donde se ha mostrado cómo nuestro sentido de las cosas bajas es atenuado e incluso anulado cuando las potencias superiores tienden noblemente a un objeto más magnífico y heroico. Tanta es la virtud de la contemplación (como advierte Jámblico) que sucede alguna vez no sólo que el alma se distancie de los actos inferiores, sino que incluso abandone enteramente el cuerpo. No quiero entender yo esto de otra manera que según los diversos modos explicados en el libro «De los treinta sellos», donde son reproducidos numerosos modos de contracción. De éstos, ignominiosa mente algunos, heroicamente otros, llevan a no sentir el temor a la muerte, a no sufrir dolor corporal, a no sentir la traba de los placeres, de manera que la esperanza, el gozo y los deleites del espíritu superior son de tal suerte aguijoneados que apagan cuantas pasiones puedan tener origen en duda, dolor y tristeza cualesquiera.
CESARINO.-Pero ¿qué cosa es aquella a la cual requiere para que mire a esos pensamientos que tan inciertos tornara, cumpla sus deseos, que hiciera tan ardientes, y escuche sus razones, que tan vanas volviera?
MARICONDO.-Por ella entiende el objeto al cual contempla en ese momento en que se le hace presente, puesto que ver la divinidad es ser visto por ella, como ver el sol entraña ser visto por el sol. De igual modo, ser escuchado por la divinidad es propiamente escuchada, y ser favorecido por ella es el acto mismo de ofrecérsele; de ella, una sola e inmutable, proceden pensamientos ciertos e inciertos, deseos ardientes y colmados, y razones atendidas o vanas, según que el hombre se le presente digna o indignamente con el intelecto, el afecto y las acciones. Así, un mismo piloto puede ser considerado causa del naufragio o salvación de la nave, según se halle en ella presente o se encuentre ausente; mas el piloto arruina o salva la nave por la propia incapacidad o pericia, mientras que la divina potencia, que es toda en todo, no se muestra o sustrae sino por la ajena conversión o aversión.
VII. MARICONDO.-Paréceme, pues, que tenga gran concatenación y consecuencia con éste la figura siguiente, en la que se advierten dos estrellas en forma de dos radiantes ojos, con su lema, que dice: «Mors et vita»[13].
CESARINO.-Leed, pues, el artículo.
MARICONDO.-Así lo haré.
Por la mano de Amor escrita podréis ver
La historia de mis penas en mi rostro;
Mas tú, porque tu orgullo no conozca freno,
y yo infeliz eternamente quede,
A tus párpados bellos, conmigo crueles,
Haces encubrir luz tan amena,
Porque no se serene el cielo tenebroso
Ni las funestas y enemigas sombras se disipen.
Por tu belleza, por el amor mio,
Que acaso —aunque tan grande— la iguale,
Ríndete a la piedad (diosa) por Dios.
No prolongues el harto intenso mal,
Que es de mi tan grande amor salario indigno;
Junto a tal resplandor, tanto rigor no se halle.
Si de mi vida te importa,
De la gracia de tu mirada abre las puertas:
Mírame, oh hermosa, si quieres darme muerte.
Aquí, el rostro en que la historia de sus penas se trasluce es el alma, en cuanto se halla expuesta a la recepción de los dones superiores, respecto a los cuales ella no existe más que en potencia y aptitud, sin cumplimiento de perfección y acto, en espera del divino rocío. De ahí que bien se dijera: «Anima mea sicut terra sine aqua tibi». Y en otro lugar: «Os meum aperui, et attraxi spiritum, quia mandata tua desiderabam» [14]. En cuanto al «orgullo que no conoce freno», se dice por metáfora o similitud (como se habla a veces de los celos, la ira o el sueño de Dios) y viene a significar la dificultad con la que consiente él en dejar ver al menos su dorso, lo cual supone el darse a conocer mediante posteriores consecuencias y efectos. Encubre así la luz con sus párpados y no serena el tenebroso cielo de la mente humana para disipar la sombra de los enigmas y las similitudes.
Ruega además —pues no considera que todo cuanto no es no pueda llegar a ser— a la divina luz que por su hermosura (que a todos no debe permanecer oculta, sino respetar al menos la capacidad de quien la contempla) y por su amor, que acaso sea igual a tanta belleza (igual —entiende— en la medida en que puede él aprehenderla), se rinda a la piedad, es decir, que haga como aquellos que, tocados por la piedad, de huraños y esquivos vuélvense gentiles y afables; y que no prolongue el mal que de esa privación se sigue, ni permita que su resplandor —por el cual es deseada— aparezca mayor que el amor con el cual se comunique, puesto que todas las perfecciones son en ella no solamente iguales, sino incluso las mismas.
Suplícale al fin que no venga de nuevo a entristecerle con la privación, pues podría darle muerte con la luz de sus miradas, y con ellas mismas darle la vida; y así, no le abandone a la muerte que sería ocultar con sus párpados las amenas luces.
CESARINO.-¿Piensa acaso en esa muerte de los amantes que procede del supremo gozo, llamada por los cabalistas «mors osculi»? ¿Esa que es propiamente vida eterna y que al hombre le es dada virtualmente en la vida temporal y efectivamente en la eternidad?
MARICONDO.-Así es.
VIII. CESARINO.-Pero es ya tiempo de proceder a considerar el dibujo siguiente, similar a estos últimos anteriormente comentados, con los cuales presenta cierta consecuencia. Hay en él un águila que con sus dos alas tiende hacia el cielo; mas —no sé bien cómo ni en qué medida— se ve estorbada en el vuelo por el peso de una piedra que a una pata tiene atada. Y he aquí el lema: «Scinditur incertum»[15]. Significa, sin duda, la multitud, número y turba de las potencias del alma, significación a la cual se ha aplicado aquel verso:
«Scinditur incertum studia in contraria vulgus.»
Toda esta turba se halla generalmente dividida en dos facciones (aun cuando no falten otras subordinadas a éstas), pues algunas de entre tales potencias nos invitan a las alturas de la inteligencia y al resplandor de la justicia, mientras otras nos seducen, incitan y fuerzan en cierta manera hacia la bajeza, a la inmundicia de las voluptuosidades y a la complacencia en los apetitos naturales. De ahí que diga el artículo:
Hacer bien quiero y no me es permitido;
No está mi sol conmigo, aunque yo con él sea,
Que ya por estar con él no estoy conmigo,
Sino más lejos de mí cuanto a él más cercano.
Por un instante de gozo, en abundancia lloro;
Buscando la dicha, encuentro aflicción;
Por tan alto mirar, ciego me hallo;
Por ganar mi bien, a mí me pierdo.
Por amargo deleite y dulce pena,
Al centro caigo y hacia el cielo tiendo;
Necesidad me retiene, mas bondad me arrastra;
Me abisma la suerte, elévame el consejo;
Me espolea el deseo y el temor me frena;
Me inflama el celo y retarda el peligro.
¿Qué derecho camino o atajado
Paz me dará y me hurtará discordia,
Pues que así el uno me abate y el otro así me invita?
El ascenso procede en el alma de la potencia y el vigor que se halla en las alas —que son el intelecto y la intelectiva voluntad—, por las cuales ella tiende naturalmente hacia Dios y pone en él su mirada como en el sumo bien y la verdad primera, como en la absoluta bondad y belleza. Así, como toda cosa, tiende naturalmente de modo regresivo hacia su fin y perfección, como bien dijera Empédocles, de cuya sentencia paréceme que pudiera proceder cuanto dice el Nolano en esta octava:
Conviene que al punto de su partida vuelva el sol.
y a su principio las errantes luces;
Cuanto es de tierra, a tierra se retraiga,
y corran al mar del mar partidos ríos;
Y, hacia donde se inspiran y nacen los deseos,
Aspiren como a numen venerable.
Así todo pensar nacido de mi diosa,
Que a mi diosa vuelva es menester.
Jamás se aquieta la potencia intelectiva, jamás se contenta de la verdad comprendida; antes bien, procede siempre más y más allá hacia la verdad incomprensible; del mismo modo vemos cómo la voluntad que sigue a la aprehensión jamás se satisface de cosa finita. De ello se sigue que no se refiere la esencia del alma a otro fin que no sea la fuente de su sustancia y entidad. Mas, por las potencias naturales, por las cuales se convierte al favor y gobierno de la materia, viene a referirse y la dirigir su impulso a servir y comunicar su perfección a las cosas inferiores, mostrándoles así la similitud que tiene con la divinidad, la cual, por su bondad, se comunica ya sea infinitamente, produciendo, id est, comunicando el ser al universo infinito y a los mundos innumerables que se hallan en él, ya sea de modo finito, produciendo únicamente este universo sometido a nuestros' ojos y a nuestra común razón. Y siendo así, pues, que en la esencia única del alma se hallan estos dos géneros de potencias —según que esté el alma ordenada a su propio bien o al ajeno—, conviene que sea representada por un par de alas, mediante las cuales puede alzarse hacia el objeto de las primeras e inmateriales potencias; y con una pesada piedra, por la cual dirige su aptitud y su eficacia hacia los objetos de las segundas y materiales potencias. De ahí viene que todo el afecto del Furioso sea ambiguo, dividido, trabajoso y con mayor facilidad para inclinarse hacia lo bajo que para forzarse a las alturas, puesto que se encuentra el alma en país inferior y hostil, tocándole en suerte una región lejana a su patria natural, donde tiene menguadas sus fuerzas.
CESARINO.-¿Crees que pueda procurarse remedio a esta dificultad?
MARICONDO.-Cumplidamente, mas durísimo es el comienzo, y se va llegando a mayor facilidad a medida que el progreso en la contemplación se hace más y más fructífero, como ocurre a aquel que alza el vuelo, que cuanto más se despega de la tierra, más aire llega a tener bajo sus pies para sostenerle y consecuentemente menos estorbado será por la gravedad; es más, puede volar tan alto que, sin pena de hendir el aire, no puede ya descender, aun cuando suele juzgarse que es más fácil hendir las profundidades del aire hacia la tierra que remontándose hacia los otros astros.
CESARINO.-¿Hasta tal punto que, progresando de esta manera, se alcanza cada vez mayor facilidad de elevación?
MARICONDO.-Así es. Por eso bien decía Tansillo:
Más tiendo al viento las veloces plumas,
El mundo desprecio y me encamino al cielo»[16].
Como toda parte de un cuerpo y de los llamados elementos, cuanto más se aproxima a su lugar natural, con mayor ímpetu y fuerza avanza, de suerte que al fin —lo quiera o no lo quiera— es menester que hasta allá acceda. Y así como vemos que las partes de los cuerpos son atraídas por sus propios cuerpos, así debemos juzgar acerca de las cosas intelectivas, atraídas hacia sus propios objetos como a sus naturales lugares, patrias y metas. Fácilmente podéis deducir de esto el puntual sentido que declaran figura, lema y versos.
CESARINO.-Y tan claramente que pareciérame superfluo cuanto se añadiese.
IX. CESARINo.-Veamos ahora éste que aparece representado por esas dos saetas, radiantes sobre un broquel en torno al cual está escrito: «Vicit instans».
MARICONDO.-Supone la guerra sin tregua que entablada está en el alma del Furioso, la cual, desde tiempo inmemorial, por la demasiada familiaridad habida con la materia, se hallaba endurecida y nada apta para ser penetrada por los rayos del resplandor de la divina inteligencia y por las especies de la divina bondad. Por todo este tiempo dice haber tenido esmaltado de diamante el corazón, es decir, endurecido e inadecuado el afecto para ser caldeado y penetrado, protegiéndole así de los golpes de Amor, que por todas partes le asaltaba. Quiere decir que no se sentía martirizado por esas llagas de vida eterna, de las cuales habla el «Cantar»: «Vulnerasti cor meum, o dilecta, vulnerasti cor meum»[17]. No son estas llagas hechas por el hierro o por otra materia, no son causadas por el vigor o la fuerza de los nervios, sino que son flechas de Diana, o de Febo, es decir, de la diosa de los desiertos de la contemplación de la Verdad —o sea, de la Diana que es el orden de las inteligencias segundas que reflejan el resplandor recibido por la inteligencia primera para comunicarla a aquellos otros que están privados de más directa visión— o bien de la más principal divinidad, el Apolo que con resplandor propio y no prestado envía sus saetas —es decir, sus rayos— desde tantas y tan innumerables partes cuantas son las especies de las cosas, las cuales no son sino indicios de la divina bondad, inteligencia, belleza y sabiduría, creando furiosos amantes según los diversos modos de aprehensión de tales rayos, si sucede que el adamantino sujeto no refleje ya desde su superficie la luz recibida, sino que, reblandecido y domado por el calor y la luz, se haga luminoso en toda su sustancia, todo luz, al haber sido penetrado en su afecto e intelecto. No tiene lugar esto inmediatamente después del nacimiento, cuando el alma sale en su frescura del Leteo, aún embriagada y embebida de las alas del olvido y la confusión; por eso viene más firmemente cautivado el espíritu en el cuerpo y puesto al servicio de la vida vegetativa y, poco a poco, se ordena y se hace apto para el ejercicio de la sensitiva facultad, hasta el punto en que, por la racional y discursiva, acceda a la más pura intelectiva. A partir de entonces puede adentrarse en la inteligencia y no sentirse ya obnubilado por las fumaradas de ese humor que —mediante el ejercicio de la contemplación— no se ha corrompido en el estómago, sino que ha sido convenientemente digerido.
En esta disposición declara el presente Furioso haber permanecido durante «seis lustras»[18], en el curso de los cuales no había llegado a alcanzar esa pureza de concepto que le hiciera apto para abrigar las extranjeras especies que, ofreciéndose a todos por igual, golpean siempre a las puertas de la inteligencia. Finalmente el amor, que desde diversas partes y en diversas ocasiones vanamente habíale asaltado (como vanamente se dice que el sol alumbra y calienta a cuantos se hallan en las entrañas de la tierra y en su opaca profundidad), «por venir a aposentarse en esas santas luces», es decir, por haber mostrado bajo dos especies inteligibles la divina belleza —la cual habíale ligado el intelecto con la razón de la verdad y caldeado el afecto con la razón de la bondad—, vino a lograr que fueran vencidos los afanes materiales y sensitivos, que solían de ordinario triunfar permaneciendo intactos a despecho de la excelencia del alma, pues aquellas luces que hacían presente el intelecto agente —luminaria y sol de la inteligencia— tuvieron fácil entrada a través de sus propias luces: la luz de la verdad, por la puerta de la potencia intelectiva; la de la bondad, por la puerta de la potencia apetitiva hasta el corazón, es decir, hasta la sustancia del general afecto. Este fue «aquel gémino dardo que llegara como guiado por mano de guerrero airado», tanto más presto, eficaz y osado cuanto que tan débil y negligente habías e mostrado por tanto tiempo atrás. Entonces, cuando previamente hubo sido caldeado e iluminado por su intelecto, se produjo ese instante y punto victorioso del que se ha dicho: «Vicit instans». Podéis ahora comprender el sentido de la figura propuesta, del lema y del artículo, que dice así:
A los golpes de amor fuerte reparo opuse,
Y asaltos de muchas y muy diversas partes
Sostuvo mi adamantino corazón:
Así triunfaron de los suyos mis afanes.
Al fin (como los cielos dispusieron)
Aposentóse un día en esas santas luces
Que por solas las mías entre todas
Hallaron fácil entrada al corazón.
Aquel gémino dardo entonces me abatió,
Guiado por mano de guerrero airado
Que por seis lustros en vano me asaltó.
Sitió la plaza y fuerte se mantuvo;
Su trofeo plantó allí donde pudiera
Tener bien sujetas mis fugaces alas.
Desde entonces, con más solemnes
Aprestos, nunca cesan de herir
Mi corazón las iras de mi dulce enemigo.
Singular instante fue el que marcara a un tiempo el comienzo y la consumación de la victoria. Singulares especies gemelas fueron las que, solas entre todas, hallaron fácil entrada en el corazón, puesto que ellas contienen en sí la eficacia y virtud de todas las otras; y, en efecto, ¿podría presentarse forma mejor y más excelente que esta belleza, bondad y verdad, que es fuente de toda otra verdad, bondad y belleza? «Sitió la plaza»: tomó posesión del afecto, reparó en él e imprimiole su sello; «Y fuerte se mantuvo»: Y se lo ha confirmado, fijado Y sancionado de tal forma que no pueda perderlo, siendo ya imposible que uno pueda volcarse hacia otro amor una vez aprehendida en la mente la divina belleza. Y no es posible evitar el amarla, como es imposible que conciba el apetito otro bien o especie de bien. Y por ello en mayor medida ha de convenirle la apetencia del sumo bien. Así, «sujetas» están las «alas», que solían ser «fugaces», pues declinaban hacia abajo por el peso de la materia. Y así, desde allí, «nunca cesan de herir», solicitando al afecto y desvelando al pensamiento las «dulces iras», que son los eficaces asaltos del gentil enemigo, por tanto tiempo mantenido apartado, cual extraño y extranjero. El es ahora único señor del alma, de la que puede enteramente disponer, pues ella no desea, no quiere desear otra cosa; ni le place, ni desea que otra cosa le plazca, por lo que repite con frecuencia:
«Dulces iras, guerra dulce, dulces dardos,
Mis dulces llagas, mis dulces dolores».[19]
X. CESARINO.-No me parece que quede cosa alguna que considerar a este propósito. Veamos ahora esta aljaba y arco, de amor, como lo muestran los destellos que les rodean y el nudo del lazo que de ellos pende, con el lema «Subito clam».
MARICONDo.-Bien recuerdo haberlo visto declarado en el artículo. Pero leámoslo primero.
Ávida de hallar pasto anhelado,
Despliega el águila las alas hacia el cielo,
Y a todo animal anuncia así
Que al tercer vuelo el daño dispondrá.
Y el vasto rugido del fiero león
Mortal horror trae desde la alta cueva,
Y así las bestias, presintiendo males,
Huyen del famélico ayuno a sus cobijos.
Y cuando quiere la ballena atacar el rebaño
Mudo de Proteo, los antros de Tetis abandona,
y hace oír primero su violento chorro.
Águilas del cielo, leones en tierra y ballenas
Señoras de la mar, no conocen traición,
Mas los asaltos de amor vienen secretos.
Ah, que dulces días
Truncóme la eficacia de un instante
Que por siempre me haría infortunado amante.
Tres son las regiones de los animales, compuestas de la mayoría de los elementos: tierra, agua, aire. Y tres son los géneros de aquéllos: fieras, peces y aves, Tres especies son los príncipes que la naturaleza les ha concedido y fijado: el águila en el aire, en la tierra el león y la ballena en el agua; éstos, mostrando cada uno en sus dominios mayor fuerza y poder que los otros, llegan a hacer abiertamente gala de actos de magnanimidad, o cuando menos de algo similar a la magnanimidad, Así, sabido es que el león, antes de salir a la caza, lanza un fuerte rugido que hace retumbar la selva toda, como del Erínico cazador refiere el dicho poético:
«At saeva e speculis tempus dea nacta nocendi,
Ardua tecta petit, stabuli et de culmine summo
Pastorale canit signum, cornuque recurvo
Tartaream intendit vocem, qua protinus omne
Contremuit nemus, et silvae intonuere profundae»[20].
También del águila se sabe que, cuando quiere caer sobre su presa, alza primero el vuelo desde el nido hacia lo alto, en línea recta y vertical y, casi ordinariamente a la vez tercera, precipítase desde lo alto, con mayor ímpetu y presteza que si volara en línea horizontal; así, mientras busca la ventaja de la velocidad en el vuelo, usa también de la comodidad de examinar desde lejos la presa, a la cual renunciará o se resolverá a atacar a las tres veces de haberla ojeado.
CESARINO.-¿Podría conjeturarse por qué razón, si a la vez primera se le presenta la presa ante los ojos, no se lanza de inmediato sobre ella?
MARICONDO.-No, por cierto. Mas acaso considere ella entretanto si se le pudiera presentar mejor o más fácil presa. Por lo demás, no creo yo que suceda siempre así, sino únicamente por lo común. Pero volvamos a nuestro propósito. De la ballena es cosa manifiesta que, por ser un voluminoso animal, no puede hendir las aguas sin que sea su presencia presentida por el rechazo de la olas, sin considerar que existen diversos peces de este género que con su movimiento y respiración expulsan una ventosa tempestad de acuoso chorro. De todos estos príncipes de las tres especies de animales pueden, por tanto, los animales inferiores disponer de tiempo para huir, pues no proceden cual falsos y traidores. Pero el Amor, que es más fuerte y más grande, que ejerce supremo dominio en cielo, tierra y mar —y que a semejanza de aquéllos debiera acaso mostrar mayor y más excelente magnanimidad cuanto que es más grande su fuerza— asalta e hiere, sin embargo, de improviso y repentinamente.
«Labitur totas furor in medullas.
Igne furtivo populante venas.
Nec habet latam data plaga frontem;
Sed vorat tectas penitus medullas.
Virginum ignoto ferit igne pectus»[21].
Como podéis ver, este trágico poeta lo llama furtivo fuego, desconocida llama; Salomón lo denomina aguas furtivas; silbo de aura sutil lo llamó Samuel[22]. Muestran los tres con cuánta dulzura, suavidad y astucia tiraniza el amor en mar, tierra y cielo al universo entero.
CESARINO.-No hay mayor imperio, no hay peor tiranía, no hay mejor poder, no hay potestad más necesaria, no hay cosa más dulce y suave, no se encuentra más austero y amargo alimento ni se ni se conoce más violenta divinidad; no hay dios más placentero, no hay agente más pérfido y disimulado, ni autor más regio y fiel y, para concluir, paréceme que el amor sea todo y lo haga todo y que de él todo pueda decirse y a él todo atribuirse.
MARICONDO.-Muy bien decís. El amor, por tanto —como aquello que actúa principalmente a través de la vista (el más espiritual de todos los sentidos, pues inmediatamente se eleva hacia los límites apreciables del mundo y alcanza sin dilación todo el horizonte de lo visible)—, es rápido, furtivo, imprevisto y repentino. Hay que considerar, además, cuanto dicen los antiguos acerca de que el Amor precede a todos los otros dioses; por eso no es menester simular que Saturno le muestre el camino, cuando no hace sino seguirle. Y, por, otra parte, ¿qué necesidad hay de averiguar si el Amor aparece y se anuncia desde fuera, si su alojamiento es el alma misma, su lecho el mismo corazón y si consiste en la misma sustancia de la que estamos nosotros compuestos, en el ímpetu mismo de nuestras potencias? Toda cosa, finalmente, apetece naturalmente lo bello y lo bueno, y, por eso no es menester argumentar ni discurrir de qué manera toma el afecto fuerza y forma, pues inmediatamente y en un solo instante se une el apetito a lo apetecible, como la vista a lo visible.
XI. CESARINO.-Veamos a continuación qué quiere decir esa ardiente flecha, alrededor de la cual cíñese el lema «Cui nova plaga loco». Explicad qué lugar busca para herir.
MARICONDO.-Basta con leer el artículo, que dice como sigue:
Que la candente Pulia o Libia siegue
Tanto trigo y espigas tantas al viento
Abandone, y tantos relucientes rayos mande
El gran astro desde su circunferencia,
Que esta alma, gozosa en su dolor grave.
(Y que tan triste se goza en dulces daños)
Acoja los ardientes dardos de las dos estrellas,
Todo sentido y razón creer me impiden.
¿Qué intentas aún, amor, dulce enemigo?
¿Qué afán te mueve a herirme nuevamente,
Cuando ya todo mi corazón es una llaga?
Pues que ni tú ni nadie un punto hallara donde
Imprima la punzada llaga nueva,
Vuelve, vuelve seguro hacia otra parte el arco,
No dejes aquí tus bríos,
Pues es, oh hermoso dios, si no en vano, desatino
Querer seguir dando a un muerto muerte.
Todo este significado es metafórico como en los precedentes poemas, y puede ser entendido siguiendo el sentido de aquéllos. En éste, la multitud de dardos que han herido e hieren el corazón significan los innumerables individuos y especies de cosas, en todos los cuales refléjase según sus grados el resplandor de la divina belleza y caldéase el afecto del bien propuesto y del bien aprehendido. Uno y otro, por razones de potencia y de acto, de posibilidad y de efecto, torturan y dan consuelo, nos hacen gustar la dulzura y probar la amargura. Mas allí donde el afecto se halla todo entero convertido a Dios —es decir, a la idea de las ideas—, se exalta el espíritu, por efecto de la luz de las cosas inteligibles, hasta la superesencial unidad: se hace todo amor, todo uno, no se siente ya solicitado por diversos objetos que lo distraigan, sino que viene a ser ya una sola llaga en la cual se condensa todo el afecto, y que viene a ser su mismo afecto. No hay entonces amor o apetito de cosa particular que pueda solicitar su voluntad o siquiera acercarse a ella, pues no hay cosa más recta que la rectitud, más bella que la belleza, mejor que la bondad, y nada se encuentra más grande que la grandeza, ni cosa más luminosa que esa luz que oscurece y difumina con su presencia las luces todas.
CESARINO.-A lo perfecto, si es perfecto, no hay cosa que se le pueda añadir; por eso la voluntad no es ya capaz de otro apetito cuando conoce el de la suprema y soberana perfección. Puedo por tanto, entender que concluya diciendo al Amor: «No dejes aquí tus bríos», pues es «si no en vano, desatino» (se dice a manera de similitud y metáfora) «querer seguir dando a un muerto muerte»; es decir, a quien se halla privado ya de vida y de sentimiento con respecto a otros objetos, de suerte que no puede ya ser por ellos «llagado o punzado». ¿Qué sentido tiene, pues, exponerse a otras especies? Y este lamento acontece a quien, habiendo gustado la unidad perfecta, querría estar enteramente apartado y enajenado de la multitud.
MARICONDO.-Muy bien habéis comprendido.
XII. CESARINO.-Tenemos aquí después un muchacho dentro de una barca que a punto está de ser engullido por las olas tempestuosas, y que, lánguido y fatigado, ha abandonado los remos. Tiene en torno el lema «Fronti nulla fides»[23]. No cabe duda que esto significa que el muchacho fue invitado por el sereno aspecto de las aguas a surcar el pérfido mar; éste, habiendo repentinamente enturbiado el semblante, le ha hecho renunciar al uso de su cabeza y de sus brazos, y ha perdido toda esperanza, invadido de extremo y mortal espanto e impotente para resistir el ímpetu de las olas. Pero veamos el resto:
Gentil muchacho, que de la orilla soltaste
La diminuta barca y al frágil remo,
Del mar prendado, tiendes la inexperta mano;
De pronto tu desgracia apercibiste:
Ves las funestas olas del traidor,
Tu proa que en vaivén se balancea;
Vencida el alma por afanes enojosos,
Nada vale contra el oleaje henchido.
Cedes los remos al fiero enemigo,
Ya con menor inquietud la muerte aguardas
Y entornas para no verla los ojos.
Si no se apresta algún socorro amigo,
Ya sentirás cierto los últimos efectos
De tu afán curioso e ignorante.
Es el mío un hado cruel,
Al tuyo semejante, pues prendado de Amor,
La crueldad siento del más grande traidor.
De qué modo y por qué es el amor traidor y fraudulento, poco ha lo hemos visto. Pero, viendo el siguiente poema sin imagen y sin lema, presumo que tendrá relación con el presente; leámoslo, pues:
Abandonado el puerto por prueba y por un poco,
Holgando de estudios más maduros,
Púseme a contemplar casi por juego
Cuando advertí de pronto el hado cruel.
Prendiérame entonces ardor tan violento
Que en vano intento ganar segura orilla,
En vano invoco alivio de mano piadosa
Que me arrebatara a mi enemigo.
Impotente en la huida, ronco y fatigado,
A mi destino cedo, y ya no intento
Poner vanos reparos a mi muerte.
Apárteme, pues, de toda otra vida,
No se tarde ya el último tormento
Que me ha prescrito la implacable suerte;
Símbolo es de mi gran mal
Aquel muchacho imprudente que al hostil seno
Por diversión así se aventurara.
No estoy cierto en este caso de comprender y resolver enteramente cuanto quiere dar a entender el Furioso. Sin embargo, aparece muy clara la extraña condición de un ánimo abatido por la conciencia de la dificultad de la empresa, el peso de la fatiga y la magnitud del trabajo por un lado; y la ignorancia, la falta de habilidad, la debilidad de sus nervios y el peligro de muerte por otro, No aprovecha de consejo que le sirva en esta empresa, no sabe cómo ni hacia dónde volverse, ni percibe lugar alguno de huida o de refugio, pues por todas partes amenazan las olas, cuyo ímpetu es espantoso y mortal; «Ignoranti portum nuUus suus ventus est.» Quien se entrega a cosas en demasía fortuitas advierte, finalmente, haberse labrado la perturbación, la esclavitud, la ruina y el naufragio. Advierte asimismo cómo se burla de nosotros la fortuna, la cual, cuanto con gentileza ofrece en mano, hace que de las mismas manos caiga o se derrame, o que sea arrebatado por la violencia ajena, o que nos sofoque y envenene, o haga nacer en nosotros la sospecha, el temor y los celos, con gran perjuicio y ruina del poseedor. «¿Fortunae an ulla putatis dona carere dolis?» Y así como es vana la fortaleza que no puede dar prueba de sí, o es nula la magnanimidad que no puede prevalecer, y vano es el afán sin fruto, advierte él que peores son los efectos del temor del mal que el mal mismo. «Peior est morte timar ipse mortis.» Por sólo el temor padece ya cuanto teme llegar a padecer: estremecimiento de los miembros, debilidad en los nervios, temblor del cuerpo, angustia en el ánimo; y se le representa aquello que aún no le ha sobrevenido, y aún peor de como pudiera sobrevenirle. ¿Hay nada más necio que dolerse de cosa futura y ausente y que no se siente en el momento?
CESARINO.-Estas consideraciones atañen a la superficie e historial de la figura. Mas creo yo que el propósito del heroico Furioso se refiera a la debilidad del humano ingenio, el cual, atendiendo a la divina empresa, puede hallarse a veces sumido de pronto en el abismo de la incomprensible excelencia, allí donde sentido e imaginación son confundidos y absorbidos, pues, no sabiendo cómo avanzar ni retroceder, ni hacia dónde volverse, se desvanece y pierde su ser como si de una gota que en el mar se pierde se tratara, o cual un débil soplo que se disipa perdiendo la propia sustancia en el aire inmenso y espacioso.
MARICONDO.-Bien. Pero vayamos conversando hacia la estancia, pues ya es noche.
Fin del Primer Diálogo