Argumento del Nolano sobre
los heroicos furores
dirigido al muy ilustre señor
Philip Sidney[1]
Es ciertamente —¡oh, generosísimo caballero!— propio de un genio vil, bajo e inmundo el haber fijado singularmente la inquietud de la mente en torno a un objeto cual la belleza de un cuerpo femenino, dedicándose a ello con constante celo. ¿Qué espectáculo, ¡Dios mío!, más vil e innoble puede ofrecerse a un ojo de refinada sensibilidad que un hombre pensativo, afligido, atormentado, triste, melancólico, que se torna con igual presteza frío y acalorado, ya ardiente, ya tembloroso, ya pálido, ya arrebolado, tan pronto con aspecto perplejo como con aire resuelto; un hombre que derrocha la más valiosa parte de su tiempo y los más selectos frutos de su vida presente destilando el elixir de su cerebro a fin de concebir por escrito y estampar en públicos monumentos esas continuas torturas, esos arduos tormentos, esos racionales discursos, esos fatigosos pensamientos yesos amarguísimos cuidados destinados a sufrir la tiranía de una indigna, imbécil, estulta y ruin inmundicia?
¿Qué tragicomedia, qué escena —me pregunto— más digna de risa y compasión puede ser representada en este teatro del mundo, en este escenario de nuestras conciencias, que el espectáculo de tales y tan numerosos sujetos convertidos en individuos cavilantes, contemplativos, constantes, firmes, fieles, amantes, devotos, adoradores y siervos de cosa sin lealtad, falta de toda constancia, desprovista de todo ingenio, hueca de todo mérito, sin reconocimiento ni gratitud alguna, donde no puede caber más sentido, entendimiento y bondad de los que hallarse puedan en una estatua o en una imagen pintada en un muro, y en el que se halla más soberbia, arrogancia, protervia, orgullo, ira, desdén, falsedad, libídine, avaricia, ingratitud y otros gravísimos delitos de cuantos venenos y mortales instrumentos salir hubieran podido de la caja de Pandora para hallar por desventura holgado asilo dentro del cerebro de un monstruo tal? He aquí plasmado en papel, encerrado en libros, colocado ante los ojos y entonado a los oídos un ruido, un estrépito, un alboroto de divisas, emblemas y lemas, de epístolas, sonetos, epigramas, de libros, de prolijos cartapeles, de agónicos sudores, de vidas consumidas, con estridencias que ensordecen a los astros, lamentos que hacen retumbar los antros infernales, quejas que dejan estupefactas a las almas vivientes, suspiros que provocan desfallecimiento y compasión en los dioses; y todo por esos ojos, por esas mejillas, por ese talle, por esa blancura, por ese color carmesí; por esa lengua, por ese diente, por ese labio, por esos cabellos, esas vestiduras, esa capa, ese guante, ese zapatito, esa chinela, esa discreción, esa risita, esa altivez, esa ventana huérfana, ese sol eclipsado, ese castigo, esa repugnancia, ese hedor, esa tumba, esa letrina, ese monstruo, esa carroña, esa fiebre cuartana, ese sumo ultraje y entuerto de la naturaleza, que con una apariencia externa, una sombra, un fantasma, un sueño, un círceo encantamiento ordenado al servicio de la generación, engaña ilusoriamente como belleza; mas trátase de belleza que con igual presteza viene y pasa, nace y muere, florece y se marchita; y así, es quizá mínimamente bella en su exterior, mientras que aquello que en su interior es real y perdurable no es sino un cargamento, un almacén, un depósito, un mercado de cuantas inmundicias, tóxicos y venenos haya podido producir esta nuestra madrastra naturaleza, la cual; tras haber liberado esa simiente de la que se sirve, nos viene a compensar con un hedor, un arrepentimiento, una tristeza, una flaqueza, un dolor de cabeza, una lasitud y tantos otros males que son manifiestos a todo el mundo, a fin que amargamente duela allí donde suavemente deleitara.
Mas ¿qué hago?, ¿qué pienso?, ¿soy acaso enemigo de la generación?, ¿abomino por ventura del sol?, ¿me lamento tal vez de mi venida al mundo y la de los demás?, ¿es que quiero constreñir a los hombres a no recoger aquel que es el más dulce fruto que producir pueda el vergel de nuestro terrestre paraíso?; ¿deseo tal vez oponerme al orden sagrado de la Naturaleza?; ¿debo intentar sustraerme yo o sustraer a cualquiera del dulce amado yugo que al cuello nos ha puesto la divina providencia?; ¿habré quizá de persuadirme a mí mismo y a los demás de que mientras nuestros predecesores han nacido para nosotros, no hayamos, sin embargo, nacido nosotros para nuestros sucesores? No lo quiera Dios, no quiera que esto haya podido jamás pasar por mi pensamiento. Antes bien, añadiré que por cuantas bienaventuranzas, dichas y reinos me hayan podido proponer y ofrecer, nunca fui tan sabio o bueno que pudiera acometerme el deseo de castrarme o convertirme en un eunuco. Por el contrario, me avergonzaría si, tal cual es mi porte externo, consintiese en ceder tan sólo un cabello a cualquiera que coma dignamente su pan para servir a la Naturaleza o a Dios bendito. Y si en ayuda de la buena voluntad puedan venir o vengan los instrumentos y los trabajos, lo dejo a la consideración de quien puede juzgar y sentenciar. Yo no creo estar atado, porque cierto estoy que no bastaran todas las sujeciones y todos lo lazos que hayan sabido y sepan nunca trabar cuantos fueron y son mercaderes de lazos y correas —no sé si decirlo debiera—, aun si con ellos viniese la misma muerte, que dañarme quisiera. Ni creo tampoco ser frío, puesto que no estimo que bastaran a enfriar mi calor las nieves del monte Cáucaso o Rifeo. Ved, pues, si es la razón o algún defecto lo que me hace hablar.
¿Qué es entonces lo que quiero decir?, ¿qué deseo concluir?, ¿dónde pretendo ir a parar? Lo que quiero concluir y afirmar —¡oh, ilustre caballero!— es que aquello que es del César sea dado al César, y aquello que es de Dios, a Dios sea entregado. Quiero decir, en suma, que aunque a veces no basten a las mujeres los honores y obsequios divinos, no por ello deben serles rendidos tales honores y ofrecidos tales obsequios. Pretendo que las mujeres sean amadas y honradas como es justo que amadas y honradas sean las mujeres; en la medida y proporción, por tanto, de su poquedad, del momento y la ocasión, ya que no tienen otra virtud que la natural: es decir, esa belleza, ese esplendor, esa utilidad sin la cual deben ser estimadas más vanamente venidas al mundo que un hongo venenoso que ocupa la tierra con perjuicio de mejores plantas, y más ociosamente que cualquier hierba ponzoñosa o víbora que la cabeza asome fuera de aquél. Quiero decir que todas las cosas del universo, para poder tener solidez y consistencia, están provistas de un cierto peso, número, orden y medida, a fin de ser dispersadas y gobernadas con toda justicia y razón. Por eso, de la misma manera que Sileno, Baco, Pomona, Vertumno, el dios de Lampsaco y otros similares que son dioses de tinaja, cerveza fuerte, y vino agriado, no se sientan en la celeste corte a beber néctar y ambrosía de la mesa de Júpiter, Saturno, Palas, Febo y otros de su categoría, también sus santuarios, templos, sacrificios y cultos deben ser diferentes de los de estos grandes dioses.
Quiero decir finalmente que estos furores heroicos poseen un sujeto y un objeto heroicos y, así, no pueden ya ser considerados como amores vulgares y naturalescos, como no pueden verse delfines sobre los árboles ni jabalíes bajo las rocas marinas[2]. Sin embargo, para liberar a todos de tal sospecha, había pensado primeramente dar a este libro un título similar a aquel de Salomón que, bajo apariencia de amores y afectos ordinarios, contiene similarmente divinos y heroicos furores, según interpretan los místicos y cabalísticos doctores; quería, por así decirlo, llamarlo «Cántica». Pero por mayores motivos me abstuve al fin, de los cuales quiero únicamente referir dos: el uno, por el temor que he concebido frente al riguroso entrecejo de ciertos fariseos que así me considerarían profano por usurpar para mi natural y físico discurso títulos sagrados y sobrenaturales, de la misma manera que ellos, desalmados y maestros de toda bellaquería, usurpan para sí, en mayor medida de cuanto puede decirse, los títulos de sagrados, santos, divinos oradores, hijos de Dios, sacerdotes, reyes, en tanto que esperamos el juicio divino que hará manifiesta su maligna ignorancia y la excelencia de la doctrina ajena, nuestra simple libertad y las maliciosas reglas, censuras e instituciones de aquellos; débese el otro motivo a la gran diferencia que se aprecia entre el aspecto de esta obra y el de aquella, aun cuando el mismo misterio y sustancia espiritual se halle comprendido bajo la sombra de la una y de la otra, puesto que con respecto a aquélla nadie duda de que la primera intención del Sabio hubiera sido más bien figurar cosas divinas que presentar otra cosa, y ello se debe a que las figuras son allí abierta y manifiestamente figuras y es conocido el sentido metafórico, de tal manera que no puede ser negado como metafórico, como cuando se nos alaban esos ojos de paloma, ese cuello de torre, esa lengua de leche, esa fragancia de incienso, esos dientes que semejan rebaños de ovejas descendiendo del lavadero, esos cabellos que parecen las cabras que bajan de la montaña de Galaad[3]; en el presente poema no se vislumbra, en cambio, aspecto que tan vivamente incite a buscar oculto y latente sentido, habida cuenta que, por el ordinario modo de hablar y por las similitudes más acomodadas a las comunes sensaciones que normalmente conciben los avisados amantes y suelen poner en versos y rimas los cursados poetas, se asemejan a los sentimientos de aquellos que cantaron a Citereida y Licoris, a Doria, a Cintia, a Lesbia, a Corinna, a Laura y a otras semejantes; parla cual podría cualquiera fácilmente persuadirse de que mi primera y fundamental intención hubiera estado guiada por un amor ordinario que me hubiera dictado conceptos tales y que, posteriormente, por la fuerza del desdén, se hubiese colocado alas[4] y convertido en heroico, como es posible convertir cualquier fábula, romance, sueño y profético enigma y hacer que signifique —en virtud de metáfora y bajo pretexto de alegoría— todo aquello que complace a quienes tienen mayor habilidad para distorsionar los sentimientos, y así hacer todo de todo, según las palabras del profundo Anaxágoras acerca de que todo está en todo. Mas piense quien quiera aquello que le plazca y le parezca, que al fin, quiérase o no, en justicia debiera cada uno entender y definir esta mi intención tal como la entiendo y defino yo, y no como él la entienda o la defina, porque al igual que los furores de aquel sabio hebreo tienen modos, órdenes y títulos propios que nadie ha podido entender ni podría declarar mejor que él mismo si se hallare presente, así estos «Cantares» tienen título, orden y modos propios que nadie puede entender ni declarar mejor que yo mismo en tanto no me halle ausente.
De una cosa quiero que el mundo esté seguro: aquello que me mueve en este proemial argumento en el que me dirijo particularmente a vos, excelente Señor, así como en los diálogos formados sobre los siguientes artículos, sonetos y estancias, es el deseo de que todos sepan que a mí mismo me considerara asaz torpe e infame si con gran cavilación, estudio y fatiga me hubiese alguna vez deleitado o me deleitase jamás en imitar, como suele decirse, a un Orfeo en lo que se refiere al culto de una mujer en vida, y tras la muerte —si ello fuese posible— recobrarla en el infierno, siendo así que apenas la estimaría digna, sin que el rostro se me arrebolase, de amarla con natural amor en el instante de la flor de su belleza y por la facultad de dar hijos a la naturaleza y a Dios. Lejos me hallo de querer parecer similar a ciertos poetas y versificadores en el hacer gala de una perpetua perseverancia en tal amor, pertinaz locura que puede sin duda competir con todas las otras especies que residir puedan en un cerebro humano; tan lejano, digo, me siento de esa vanísima, vil y vituperosísima gloria, que no puedo creer que un hombre en el que se halle un solo gramo de sentido y espíritu pueda dilapidar más amor en cosa similar del que yo haya dilapidado en el pasado y pueda dilapidar en el presente. Y, a fe mía, que si yo quisiera aplicarme a defender como noble el ingenio de aquel toscano poeta que tan perdidamente enamorado mostrárase a orillas del Sorge por una de Vaucluse sin acabar afirmando que era un loco de atar, viérame obligado a creer y forzado a persuadir a los demás de que él, por no tener ingenio apto a cosas mejores, quiso nutrir estudiosamente aquella melancolía, aplicando el propio ingenio al cultivo de aquella maraña, explicando los afectos de un obstinado amor vulgar, animal y bestial, del mismo modo que hicieran otros que han hablado en alabanza de la mosca, del escarabajo, del asno, de Sileno, de Príapo, monos imitadores de los cuales son aquellos que en nuestro tiempo han versificado loas a los orinales, a la dulzaina, al haba, al lecho, a las patrañas, al deshonor, al horno, al martillo, a la penuria, a la peste: objetos todos que bien pueden mostrarse altivos y orgullosos de las célebres bocas que los cantan, no menos de cuanto deban y puedan hacerla las antedichas y otras damas con respecto a quienes las celebran[5].
Mas, porque no se cometa error, no quiero que sea medida por el mismo rasero la dignidad de aquellas que han sido y son dignamente loadas y loables; así, pongo por caso, la de aquellas que puedan hallarse y se hallan concretamente en este país británico, al que debemos la fidelidad y el amor del huésped; pues incluso si se llegase a condenar todo el orbe, no se condenarían estas latitudes, que —por cuanto hace a este propósito— no pertenecen al orbe ni forman parte de él[6], sino que se hallan en todo completamente separadas de aquél, como bien sabéis; cuando se razona acerca de todo el sexo femenino no se debe ni puede entender alguna de las vuestras, que no deben ser consideradas parte de dicho sexo; pues no son hembras, no son mujeres, sino que, con la apariencia de tales, son en realidad ninfas, divas, son de sustancia celeste, y entre ellas es posible contemplar a la única Diana, a la cual guárdome de colocar en el rango de las mujeres y de a tal propósito mencionar. Compréndase, pues, el genio ordinario, e incluso así se vejaría injusta e indignamente a algunas personas, dado que a ninguna en particular debe ser reprochada la debilidad y condición del sexo, así como no debe hacerse con el defecto y vicio de complexión, habida cuenta que si en ello hay falta o error debe ser a la especie y a la naturaleza recriminado, y no en particular a los individuos. Ciertamente, aquello que con respecto a ellas abomino es ese afanoso y desordenado amor venéreo que algunos suelen profesarles, de manera que se convierten en sus siervos con el ingenio, viniendo a poner en cautiverio a las potencias y actos más nobles del alma intelectiva. Considerando así esta intención mía, no dudo que no habrá mujer casta y honesta que se entristezca por mi natural y verídico discurso y se irrite conmigo; por el contrario, me suscribirá y me amará mayormente, vituperando pasivamente ese amor de las mujeres hacia los hombres que yo activamente repruebo en los hombres para con las mujeres. Siendo tal, por tanto, mi ánimo, genio, parecer y propósito, quiero afirmar que mi primera y principal, subsidiaria y subordinada, última y final intención en la presente composición fue y es significar la contemplación divina y poner, ante la mirada y el oído ajenos, furores, no de amores vulgares, sino de heroicos amores, explicados en dos partes, cada una de las cuales está dividida en cinco diálogos.
ARGUMENTO DE LOS CINCO DIÁLOGOS DE LA PRIMERA PARTE
El primer diálogo de la primera parte comprende cinco artículos[7], en los cuales preséntase por orden lo siguiente: en el primero, las causas y principios motivos intrínsecos bajo nombre y figura del monte, del río y de las musas, las cuales decláranse presentes, no porque hayan sido llamadas; invocadas o buscadas, sino más bien como habiéndose continua e importunamente ofrecido, viniendo a significar que la divina luz está siempre presente, siempre se ofrece, siempre llama y bate a las puertas de nuestros sentidos y del resto de nuestras potencias cognoscitivas y aprehensivas; como también se halla significado en el «Cantar» de Salomón, en el que se dice: «En ipse stat post parietem nostrum, respiciens per cancellos, et prospiciens per fenestras»[8]; sucede con frecuencia y por circunstancias e impedimentos diversos que sea esta luz rechazada y refrenada. Muéstrase en el segundo artículo cuáles son aquellos sujetos, objetos, afectos, instrumentos y efectos por los cuales se introduce, se muestra y toma posesión del alma esta divina luz, con el fin de elevarla y convertirla en Dios. En el tercero, el propósito, decisión y determinación que el alma toma, bien informada ya del uno, perfecto y último fin. En el cuarto, la guerra civil que se sigue y se desencadena contra el espíritu tras una tal determinación; de ahí que diga el «Cantar»: «Noli mirari quia nigra sum: decoloravit enim me sol, quia fratres mei pugnaverunt contra me, quam posuerunt custodem in vineis»[9]. Allí aparecen representados como cuatro simples portaestandartes el Afecto, el Impulso fatal, la Especie del Bien y el Remordimiento, que tienen como séquito múltiples cohortes militares de las múltiples, contrarias, varias y diversas potencias con sus ministros, instrumentos y órganos que en este compuesto se hallan. Se expone en el quinto una natural contemplación por la cual viene a mostrarse cómo toda la contrariedad se reduce a la amistad —bien por la victoria de uno de los dos contrarios, bien por armonía y atemperación o por alguna otra razón de vicisitud—, toda lid a la concordia, toda diversidad a la unidad, doctrina que ha sido por nosotros desarrollada en los discursos d los otros diálogos.[10]
En el segundo diálogo viene más ampliamente descrito el orden y acción del combate entablado en la sustancia de esta composición del furioso; allí, muéstranse en el primer artículo tres suertes de contrariedad: la primera, de un afecto y acto contra el otro, como cuando son gélidas las esperanzas y ardientes los deseos; la segunda, de esos mismos afectos y actos en sí mismos, no sólo en momentos diversos sino incluso al mismo tiempo, como cuando alguien no siente contento de sí mismo y tiende hacia otra cosa, amando y odiando a un tiempo; la tercera, entre la potencia que persigue y aspira y el objeto que huye y se sustrae. En el segundo artículo manifiéstase aquella contrariedad que proviene de dos impulsos contrarios en su conjunto, en los que confluyen todas las contrariedades particulares y subalternas; de la misma manera que cuando se asciende o desciende a dos lugares o sedes contrarias, así el entero compuesto, por la diversidad de las inclinaciones que se dan en las diversas partes y la variedad de disposiciones que se suceden en las mismas, viene a un tiempo a subir y bajar, a avanzar y retroceder, a alejarse de sí y a replegarse en sí mismo. En el tercer artículo se discurre acerca de la consecuencia de tal contrariedad.
Se pone de manifiesto en el tercer diálogo cuánta fuerza tiene en este combate la voluntad, siendo como es la única a la que corresponde ordenar, comenzar, ejecutar y concluir, y a la cual viene a entonar el «Cantar»: «Surge, propera, columba mea, et veni jam enim hiems transiit, imber abiit, flores apparuerunt in terra nostra; tempus putationis advenit»[11]. Es ella quien de fuerza guarnece a las otras potencias de muchas y varias maneras, y a ella misma en especial, cuando se refleja en sí misma y se desdobla, en cuanto desea desear y se complace en desear lo que desea; o bien por el contrario se retracta, en cuanto no desea lo que desea y le disgusta desear aquello que desea; así en toda cosa y por doquier aprueba aquello que está bien y todo cuanto la natural ley y justicia le prescribe, y nunca jamás aprueba aquello que es de otra manera. Y esto viene a ser cuánto se explica en el primer y segundo artículos; se advierte en el tercero el doble fruto de tamaña eficacia, según que —a consecuencia del afecto que le arrebata y atrae— las cosas altas se abajen o las bajas devengan altas, de la misma forma que a fuerza de vertiginoso impulso y azarosos eventos sucede —dicen— que la llama se condensa en aire, vapor y agua, y el agua se sutiliza en vapor, aire y llama.
Contémplase en los siete artículos del cuarto diálogo el ímpetu y el vigor del intelecto, que consigo arrebata al afecto, y el progreso de los pensamientos del furioso compuesto y de las pasiones del alma, que se encuentra al mando de tan turbulenta república. Adviértese allí muy claramente quién es el cazador, quién el lacero, la fiera, los cachorros, los pajarillos, la madriguera, el nido, la roca, la presa, el desenlace de tantas fatigas, la paz, el reposo y el anhelado fin de tan trabajoso conflicto.
En el quinto diálogo se describe el estado del furioso durante este tiempo, y se muestra el orden, razón y condición de sus lances y trabajos. En el primer artículo todo aquello que se refiere a la persecución del objeto, el cual húrtase esquivo; en el segundo, todo cuanto hace relación al concurso continuado y sin tregua de los afectos; en el tercero, cuanto a los elevados y ardientes —aunque vanos— propósitos se refiere; en el cuarto, lo referente al querer voluntario; en el quinto, a los prontos y potentes reparos y socorros. Muéstrase en los siguientes la varia condición de su fortuna, trabajos y disposición, con sus razones y conveniencias, a través de las antítesis, similitudes y comparaciones expresadas en cada uno de estos artículos.
ARGUMENTOS DE LOS CINCO DIÁLOGOS DE LA SEGUNDA PARTE
En el primer diálogo de la segunda parte se aduce un semillero de las diversas maneras y razones del estado del heroico furioso. Viene descrita en el primer soneto la condición de aquél bajo la rueda del tiempo; excúsase en el segundo del achaque de innoble ocupación y de la inicua desdicha de la angustia y brevedad del tiempo; acusa en el tercero la impotencia de sus afanes, los cuales, pese a ser ilustrados interiormente por la excelencia del objeto, vienen a hacer que éste resulte en el encuentro ofuscado y obnubilado por ellos; hallamos en el cuarto el lamento por el esfuerzo sin provecho de las facultades del alma, cuando intenta elevarse con desproporcionadas potencias hacia aquel estado que pretende y al que mira; en el quinto se rememora la contrariedad y el conflicto doméstico que se encuentra en un sujeto que no puede aplicarse enteramente a una meta o fin; viene expresada en el sexto la aspiración del afecto, mientras en el séptimo se somete a consideración la defectuosa correspondencia que existe entre aquel que aspira y aquello a lo que aspira; en el octavo se hace visible la distracción del alma, consecuencia de la contrariedad entre sí de cosas externas e internas, y la de las cosas internas entre sí o la de las cosas externas consigo mismas; explicase en el noveno la edad y el momento en el curso de la vida propicios al acto de la elevada y profunda contemplación: aquel momento en que el flujo o reflujo de la vegetativa naturaleza no nos conturba, hallándose el alma en condición estacionaria y como quieta; en el décimo, el orden y manera en que el amor heroico a veces asalta, hiere y desvela; en el undécimo, la multitud de las especies e ideas particulares que muestran la excelencia de su única fuente y mediante las cuales viene incitado el afecto hacia lo alto; muéstrase en el duodécimo la condición del humano esfuerzo hacia las divinas empresas, porque mucho se presume antes de entrar y en el acto mismo de entrada, pero cuando después se sume y sumerge en lo más profundo, viene a extinguirse tan ferviente espíritu de presunción, vienen reflejados los nervios, consumidos los ingenios, amilanados los pensamientos, todo proyecto desvanecido, quedando el alma confusa, vencida y exangüe. A este propósito fue dicho por el sabio: «qui scrutator est maiestatis, opprimetur a gloria»[12]. En el último se halla más manifiestamente expuesto aquello que en el undécimo mostrábase en similitud o figura.
En el segundo diálogo se encuentra, especificada en un soneto y en un discurso dialogado anterior a éste, la causa primera que sometiera al fuerte, enterneciera al duro y rindiéralo bajo el amoroso imperio del superior Cupido, disponiéndole así a celebrar tal celo, ardor, elección y designio.
Declárase en el tercer diálogo —en cuatro propuestas y cuatro respuestas del corazón a los ojos y de los ojos al corazón— el ser o modo de las potencias cognoscitivas y apetitivas. Se manifiesta allí cómo la voluntad es estimulada, encaminada, movida y guiada por el conocimiento; y cómo, recíprocamente, el conocimiento es suscitado, formado y reavivado por la voluntad, procediendo ya la una por el otro, ya el otro por la una. Se pone allí en duda si el intelecto o la potencia cognoscitiva en general o acto de la cognición sea mayor que la voluntad, la potencia apetitiva en general o el afecto, habida cuenta que no se puede amar más que entender, de tal manera que todo aquello que en cierto modo se desea se conoce también en cierto modo, y viceversa; de ahí que sea habitual llamar al apetito conocimiento. Vemos así que los peripatéticos, en cuya doctrina nos hemos nutrido y educado durante la juventud, hasta al apetito en potencia y acto natural llámanle conocimiento, de suerte que todos los efectos, fines y medios, principios, causas y elementos son por ellos distinguidos en primeramente, medianamente y últimamente conocidos según la naturaleza, a la cual, en conclusión, hacen concurrir el apetito y el conocimiento. Propónese allí como infinita la potencia de la materia y el socorro del acto que hace que la potencia no sea vana. Pues así como no tiene fin el acto de la voluntad con respecto al bien, asimismo es infinito e interiminable el acto de la cognición con respecto a la verdad; y de ahí que «ente», «verdadero» y «bueno» sean tomados por significantes iguales con respecto a una misma cosa significada.
En el cuarto diálogo aparecen figuradas y en cierto modo explicadas las nueve razones de la ineptitud, improporcionalidad y defecto de la humana mirada y de la potencia aprehensora de las cosas divinas. En el primer ciego —que lo es de nacimiento— declárase la razón relativa a la naturaleza que nos humilla y abate. En el segundo —ciego por el veneno de los celos—, aquella que atañe a la ira y la concupiscencia que nos distraen y desvían. En el tercero —ciego por la repentina aparición de una intensa luz— muéstrase aquella que procede del resplandor del objeto que nos deslumbra. En el cuarto —largamente nutrido y criado en la presencia del sol—, aquella que se deriva de una tan alta contemplación de la unidad que nos sustrae a todo lo múltiple. En el quinto —que tiene para siempre los ojos empañados de espesas lágrimas— aparece designada la improporcionalidad de los medios que entre la potencia y el objeto se interponen. En el sexto —que de tanto llorar tiene disipado el orgánico humor de la visión—, aparece figurada la falta de verdadero pasto intelectual, que debilita. En el séptimo —cuyos ojos están abrasados por el ardor del corazón—, se hace notar el ardiente afecto que dispersa, merma y devora a veces la facultad de discernimiento. En el octavo —privado de la vista por la herida de un casquillo de flecha—, aquello que proviene del acto mismo de la unión con el objeto, que con su solo aspecto vence, altera y corrompe la potencia aprehensiva, la cual, oprimida por tal peso, cae bajo el ímpetu de la presencia de aquél; por ello, no sin razón su vista aparece a veces figurada bajo la apariencia de penetrante fulgor. En el noveno —que por ser mudo no puede explicar la causa de su ceguera viene significada la razón de las razones, que no es otra que el oculto juicio divino que ha dado a los hombres este afán y pensamiento de investigar, de tal suerte que no puedan nunca llegar más alto que al conocimiento de su ceguera e ignorancia y estimen más digno el silencio que la palabra. No por ello viene excusada ni favorecida la ordinaria ignorancia, pues doblemente ciego es quien no ve su propia ceguera, y la diferencia entre aquellos que con aprovechamiento se aplican al estudio y los ociosos ignorantes es justamente que éstos se hallan sumidos en el letargo de la privación del juicio de su no ver, mientras que aquellos son sagaces, dispuestos y prudentes jueces de su ceguera, continuando aun así en el camino de la investigación y estando a las puertas de la adquisición de la luz, puertas de las cuales hállanse los otros largamente proscritos.
ARGUMENTO Y ALEGORÍA DEL QUINTO DIÁLOGO
En el quinto diálogo son introducidas dos mujeres, a las cuales (según la costumbre de mi país) no corresponde el comentar, argumentar, descifrar, el mucho saber y ser doctoras, pues usurparían así el oficio de enseñar y dar institución, regla y doctrina a los hombres, sino adivinar y profetizar alguna vez que se hallan inspiradas; les ha bastado por tanto constituirse en recitadoras de la forma, dejando a algún ingenio masculino el cuidado y la labor de esclarecer el significado. A un tal ingenio quiero dar a entender (por aliviarle o evitarle el trabajo) de qué manera estos nueve ciegos en razón de su papel y de las externas causas de su ceguera, así como de otras muchas diferencias subjetivas, adquieren una significación diferente a la de los nueve del diálogo precedente, habida cuenta que —según la vulgar ficción de las nueve esferas— muestran el número, orden y diversidad de todas las cosas comprendidas bajo la absoluta unidad, en las cuales y por encima de las cuales hállanse ordenadas las correspondientes inteligencias, que —según cierta similitud analógica— dependen de la primera y única. Estas son clasificadas por los cabalistas, caldeos, magos, platónicos y por teólogos cristianos en nueve órdenes por la perfección del número que gobierna la universalidad de las cosas y en cierto modo da su forma al todo, y hace así que por simple razón se signifique la divinidad y, por reflexión y cuadratura de sí mismo, el número y la sustancia de todas las cosas que de ella dependen[13].
Todos los más ilustres contemplativos, ya sean filósofos, ya sean teólogos, hablen por razón y luz propia o por fe y luz superior, reconocen en estas inteligencias el círculo de ascenso y descenso. Así, por ejemplo, dicen los platónicos que por cierta conversión acontece que aquellas que están por encima del azar desciendan bajo el azar del tiempo y la mutación, y de, allí asciendan otras al lugar de las primeras. A la misma conversión alude el pitagórico poeta, cuando dice:
«Has omnes, ubi mille rotam volvere per annos Lethaeum ad fluvium deus evocat agmine magno, Rursus ut incipiant in corpora velle reverti»[14].
En tal sentido deben ser entendidas, según algunos, las palabras de la revelación, allí donde se dice que el dragón permanecerá cautivo por las cadenas durante mil años y pasados éstos será liberado[15]. A un significado similar suponen que se refieran muchos otros pasajes en los que el milenio viene ora manifiesto, ora representado por un año, ora por una época, ora por un punto, ora por una y otra manera, puesto que, además, el milenio no se calcula según las revoluciones definidas por los años solares, sino según las diversas razones de los diferentes órdenes y medidas a los cuales hállase sometida la diversidad, pues difieren entre sí los años de los astros, como no son iguales las especies particulares. En cuanto al hecho de la revolución, es opinión extendida entre los teólogos cristianos que las multitudes de legiones desde cada uno de los nueve órdenes de espíritus precipítanse a estas bajas y oscuras regiones, y que —para que aquellas sedes no se hallen vacantes quiere la divina providencia que algunas de las almas que viven en cuerpos humanos sean elevadas a aquella eminencia. Pero entre los filósofos sólo de Plotino he sabido que manifiestamente diga —como todos los grandes teólogos— que tal revolución no atañe a todos, que no tiene lugar siempre, sino una sola vez[16]. Y entre los teólogos únicamente Orígenes —como todos los grandes filósofos, después de los saduceos y otros muchos de censuradas sectas— tuvo la osadía de decir que la revolución es vicisitudinal y sempiterna y que todo aquello que asciende debe volver a bajar de nuevo, como se advierte en todos los elementos y cosas que habitan la superficie, seno y vientre de la naturaleza. Por mi parte digo y confirmo por mi fe como del todo conveniente la opinión que mantienen los teólogos y aquellos que se ocupan en dar a los pueblos las leyes e instituciones, como no dejo de afirmar ni aceptar la opinión de aquellos que hablan entre los menos, los sabios y los buenos según la razón natural y cuya opinión ha sido dignamente reprobada por haber sido divulgada a los ojos de la multitud; ésta, si a duras penas puede ser refrenada en los vicios e incitada a actos virtuosos por la creencia en penas sempiternas, ¿qué ocurriría si se le persuadiese de que los heroicos y humanos gestos serían premiados con menor rigor y de la misma manera castigados los delitos y las atrocidades?[17]. Mas, por venir a la conclusión de esta disquisición mía, digo que síguese de aquí la razón y discurso de la ceguera y luz de estos nueve, que fueran primero videntes, ciegos después e iluminados finalmente: serían primero rivales en las sombras y vestigios de la belleza divina, del todo ciego después, para deleitarse por fin en paz en la más diáfana luz. Hallándose en la primera condición son conducidos a la estancia de Circe, que personifica la materia generadora de todo. Y es llamada hija del Sol, porque de ese padre de las formas tiene la herencia y posesión de todas ellas, las cuales, con la aspersión de las aguas —o sea, con el acto de la generación—, por arte de magia —es decir, de oculta armónica razón—, todo lo alteran, volviendo ciegos a aquellos que ven, pues la generación y corrupción son causas de todo olvido y ceguera, como explican los antiguos en la figura de las almas que se bañan e inebrian del Leteo.
Así pues, allí donde los ciegos se lamentan diciendo: «Hija y madre de horror y de tinieblas», se significa la conturbación y la tristeza del alma que ha perdido las alas, que se mitigan cuando alcanza la esperanza de recobrarlas. Cuando Circe dice: «Tomad de mí otro de mis fatales cofres», quiere decirse que llevan consigo el decreto y destino de su metamorfosis, de la cual se dice, por otra parte, que les será ofrecida por la misma Circe, pues un contrario se halla originalmente en el otro, aun cuando no esté en él efectivamente; de ahí que diga ella que su misma mano no sirve para abrirla, sino únicamente para confiarla. Significa además que hay dos especies de aguas: inferiores las unas —bajo el firmamento—, que ciegan, y superiores las otras —sobre el firmamento—, que iluminan[18]. (las mismas que son significadas por pitagóricos y platónicos mediante el descenso de un trópico y el ascenso de otro). Allí donde dice: «Y por todo lo ancho y lo profundo peregrinad el mundo, todos los reinos explorad», significa que no hay progreso inmediato desde una forma contraria a la otra, ni regreso inmediato a la primera forma, sino que es menester recorrer, si no todas las formas contenidas en la rueda de las especies naturales, sí ciertamente un gran número de ellas. Se sienten allí iluminados por la visión del objeto, en el cual concurre la terna de las perfecciones —que son belleza, sabiduría y verdad— por la dispersión de las aguas, las cuales son llamadas en los libros sagrados aguas de sabiduría, ríos de agua de vida eterna. No se hallan estas aguas en el continente del mundo, sino paenitus toto divisim ab orbe, en el seno del Océano, de la Anfitrite, de la divinidad, donde se halla aquel río que la revelación manifestara como proveniente del trono divino, y que tiene un flujo diverso del ordinario natural. Allí están las ninfas, es decir, las bienaventuradas divinas inteligencias, las cuales asisten y sirven a la inteligencia primera, que viene a ser cual Diana entre las ninfas de los desiertos. Sólo ella entre todas las demás tiene por su triple virtud poder para abrir todo sello, para desatar todo nudo, para descubrir todo secreto y hacer que la luz vea cualquier cosa cerrada. Ella, con su sola presencia y gémino esplendor de bien y verdad, de bondad y belleza, colma las voluntades y los intelectos todos, rociándolos con las aguas salutíferas de purificación. No deben faltar canto y música allí donde se hallan las nueve inteligencias, nueve musas, siguiendo el orden de la esfera; contémplase primeramente la armonía de cada una, que tiene continuación en la armonía de la siguiente, puesto que el final y postrer acorde de la superior es a su vez principio de la inferior, a fin de que no se produzca mediación o vacío entre la una y la otra; y el final de la última coincide, cerrando el círculo, con el principio de la primera. Pues una sola y misma cosa es lo más claro y lo más oscuro, principio y fin, altísima luz y profundísimo abismo, infinita potencia e infinito acto, según las razones y modos ya declarados por nosotros en varios lugares. Se contempla a continuación la armonía y consonancia de todas las esferas, inteligencias, musas e instrumentos conjuntamente; allí, el cielo, el movimiento de los mundos, las obras de la naturaleza, el discurso de los intelectos, la contemplación de la mente, el decreto de la divina providencia, todos a un mismo compás celebran la elevada y magnífica vicisitud que iguala las aguas inferiores a las superiores, cambia la noche en día y el día en noche, a fin de que la divinidad esté en todo, del modo en que todo entraña todo, y de que la infinita bondad infinitamente se comunique según la capacidad de las cosas.
Discursos son éstos que a nadie me ha parecido más conveniente dirigir y dedicar que a vos, excelente Señor, a fin de que no venga yo a hacer —como creo haber hecho ya alguna vez por falta de advertencia y como muchos otros hacen casi de ordinario— lo mismo que aquel que presenta la lira a un sordo y el espejo a un ciego. A vos, por tanto, os los presento, pues el italiano razona con quien le entiende; queden los versos bajo la censura y protección de un poeta; muéstrese desnuda la filosofía a un ingenio tan brillante como es el vuestro; sean las cosas heroicas dirigidas a un heroico y generoso ánimo, del cual os mostráis vos dotado; ofrézcanse los obsequios a quien sabe agradecerlos, y los homenajes y respetos a tan digno señor como vos os habéis siempre manifestado.
Así os considero, por lo que a mí concierne, pues en los buenos oficios me habéis precedido vos con magnanimidad mayor de cuanto lo fuera el reconocimiento de algunos otros que me han seguido. Vale.