Diálogo segundo

TANSILLO.-Comienza ahora el furioso a mostrar aquí sus afectos y a descubrir las llagas que figuradamente se hallan en el cuerpo y en sustancia o en esencia en el alma, y dice así:

Yo que llevo de Amor la alta bandera,

Glaciales son mis esperanzas, candentes mis deseos:

A un tiempo tiemblo, soy hielo, ardo y centelleo,

Mudo soy, y de ardientes clamores colmo el cielo,

Chispas del corazón destilo, y de los ojos agua;

y vivo y muero, me río y me lamento,

Que en los ojos tengo a Tetis, y a Vulcano en el

[corazón[1].

Otro es a quien amo y a mí mismo odio,

Mas si tomo yo alas, él se me vuelve roca;

Al cielo se eleva si yo a tierra retorno;

Siempre huye, y yo no ceso de seguirle;

Si llamo, no responde,

y cuanto más le busco, más se esconde.

A propósito de esto quiero volver sobre aquello que te decía poco antes; que no es menester fatigarse para probar lo que tan manifiestamente se ofrece a la vista, a saber, que ninguna cosa es pura y simple (de ahí que dijeran algunos que ninguna cosa compuesta es verdadero ente, como el oro compuesto no es oro verdadero, ni el vino mezclado es puro, verdadero y simple vino); además, están hechas todas las cosas de contrarios, y así sucede que —debido a esa composición que en las cosas se halla— los eventos de nuestros afectos no nos conducen nunca a deleite alguno sin algo de amargura; más aún quiero manifestar y hacer notar: que si no se hallase la amargura en las cosas, no se hallaría tampoco la delectación, puesto que la fatiga hace que encontremos deleite en el reposo, la separación es causa de que encontremos placer en la conjunción y, examinando en general, se hallará siempre que un contrario es causa de que el otro sea deseado y plazca[2].

CICADA.-¿No hay pues delectación sin contrariedad?

TANSILLO.-Ciertamente no, como tampoco hay dolor sin contrariedad, tal como manifiesta aquel pitagórico poeta, cuando dice:

«Hinc metuunt cupiuntque, dolent guadentque, nec auras

Respiciunt, clausae tenebris et carcere caeco».[3]

He aquí, por tanto, las consecuencias de la composición de las cosas. Así ocurre que ninguno se satisface de su propia condición, salvo algún insensato y necio, tanto más satisfecho cuanto mayor es el grado de la oscura fase de su locura en que se encuentra: tiene entonces poca o ninguna conciencia de su mal, goza del presente sin temer del futuro, se regocija por lo que es y por la condición en que se halla y no tiene remordimiento o cuidado por aquello que es o puede ser y, en definitiva, no tiene sentido de la contrariedad, que es representada por el árbol de la ciencia del bien y del mal.

CICADA.-Adviértese aquí cómo la ignorancia es madre de toda felicidad y beatitud sensible; y ésta es, a su vez, el jardín del paraíso de los animales, como se muestra en los diálogos de la «Cabala del Cavallo Pegaseo». Y también en aquello que dice el sabio Salomón: «Quien aumenta su sabiduría aumenta su dolor»[4].

TANSILLO.-De ahí que el amor heroico sea un tormento, porque no goza del presente como el amor bestial, sino del futuro y de lo ausente; y lo adverso —estimula en él la ambición, la emulación, la sospecha y el temor. Una vez, como uno de nuestros vecinos dijera una noche habiendo cenado: «Jamás fui tan feliz como lo soy en este momento», respondióle Gioan Bruno, padre del Nolano: «Nunca fuiste tan loco como en este momento.»

CICADA.-Así pues, ¿pretendéis que aquel que está triste sea sabio y más sabio todavía quien más triste está?

TANSILLO.-No, por el contrario juzgo que, en éstos se halla otra especie de locura, y mucho peor.

CICADA.-¿Quién, entonces, será sabio, si local es quien está contento y loco quien está triste?

TANSILLO.-Aquel que no está ni triste ni contento.

CICADA.-¿Quién, pues? ¿El que duerme? ¿Aquel que está privado de sentimiento? ¿El que está muerto?

TANSILLO.-No, antes bien aquel que está vivo, ve y entiende y, considerando el bien y el mal, estimando uno y otro como cosa variable y consistente en movimiento, mutación y vicisitud (de manera tal que el fin de un contrario es principio del otro y el extremo de éste es comienzo de aquél), no se humilla ni se envanece de espíritu, muéstrase moderado en sus inclinaciones y templado en sus voluptuosidades, pues que el placer es para él placer, al tener su fenecer presente. Del mismo modo, la pena no es la pena, porque con la fuerza de la consideración tiene presente su límite. Así, el sabio tiene las cosas mutables por cosas que no son, y afirma que no son más que vanidades, nonadas[5], porque entre el tiempo y la eternidad existe la misma proporción que entre el punto y la línea.

CICADA.-Es decir, que nunca podemos considerar el hecho de estar contentos o descontentos sin considerar nuestra propia locura, la cual expresamente confesamos, puesto que nadie que a este propósito dispute y consecuentemente nadie que en ello sea partícipe será sabio; y, en definitiva, todos los hombres serán locos.

TANSILLO.-No intento inferir esto, pues llamaré máximamente sabio a quien pudiese realmente decir al contrario de aquel otro: «Jamás fui menos feliz que en este instante»; o bien: «Jamás estuve· menos triste que ahora».

CICADA.-¿Cómo no ves dos cualidades contrarias allí donde se muestran dos afectos contrarios? ¿Por qué, me pregunto, concibes como dos virtudes, y no como un vicio y una virtud, el estar mínimamente alegre y el estar mínimamente triste?

TANSILLO.-Porque ambos contrarios son, en exceso (es decir, en el sentido de alcanzar la cima de lo máximo), vicios, pues sobrepasan la línea; y los mismos, en cuanto tienden hacia lo mínimo, vienen a ser virtudes, pues se contienen y recluyen en sus límites.

CICADA.-¿Y cómo el estar menos contento y el estar menos triste no son una virtud y un vicio, sino dos virtudes?

TANSILLO.-Sostengo, por el contrario, que son una sola y misma virtud, pues hállase el vicio allí donde existe la contrariedad; la contrariedad es mayor allí donde se halla el extremo; la mayor contrariedad es la más cercana al extremo; la mínima o ninguna encuéntrase en el medio, allí donde convergen los contrarios y son uno y sin diferencia: como entre el extremo frío y el extremo calor se halla el más-calor y el más-frío, y en el medio puntual se halla lo que puede denominarse o bien caliente y frío, o ni frío ni caliente, sin contrariedad. De la misma manera, quien está mínimamente contento y mínimamente alegre hállase en el grado de la indiferencia, encuéntrase en la casa de la templanza, donde reside la virtud y la condición de un ánimo fuerte, que no se deja inclinar por el Austro ni por el Aquilón.

He aquí pues (volviendo a nuestro propósito) cómo este furor heroico, que en el presente discurso intentamos clarificar, es diferente de los otros furores más bajos no como lo es la virtud del vicio, sino como un vicio que se halla en un sujeto más divino o divinamente con respecto a un vicio que se halla en un sujeto más ferino o ferinamente. De manera que la diferencia está en los sujetos y modos diferentes y no en la forma del ser vicio.

CICADA.-Bien puedo inferir de lo que habéis dicho la condición de este heroico furor que dice: «Glaciales son mis esperanzas, y candentes mis deseos»; pues no es en la templanza de la mediocridad, sino en el exceso de las contrariedades donde tiene su alma en discordia: si tiembla en sus glaciales esperanzas, arde en candentes deseos; clamoroso por la avidez, es mudo por el temor; por amor de otro centellea su corazón y por compasión de sí mismo vierten lágrimas sus ojos; muere en la risa ajena, vive en los propios lamentos; y —como quien ya no se pertenece— «otro es a quien ama y a sí mismo odia», pues la materia (como dicen los físicos) ama la forma ausente en la misma medida que odia la presente. Y así concluye en la octava la guerra que el alma tiene consigo misma; y después, cuando dice en la sextina: «Mas si tomo yo alas, él se me vuelve roca», y lo que sigue, muestra los sufrimientos que le impone la guerra que mantiene con los contrarios externos.

CICADA.-Recuerdo haber leído en Jámblico, allí donde trata de los «Misterios Egipcios», esta sentencia: «Impius animam dissidentem habet: unde nec secum ipse convenire potest, neque cum aliis»[6].

TANSILLO.-Escucha ahora otro soneto que enlaza por su sentido con el anterior:

¡Ay, que condición, natura o suerte!

En viva muerte, muerta vida vivo.

Amor me ha muerto (ay de mí) con tal muerte,

Que de vida y muerte al tiempo estoy privado.

Vacío de esperanzas a las puertas del infierno,

y de deseos colmado llego al cielo;

Cual de dos contrarios eterno esclavo,

Proscrito soy del cielo y del infierno.

No hallan mis penas tregua,

Pues entre dos ruedas que giran,

La una hacia aquí, la otra hacia allá, me zarandean.

Cual Ixión conviene que me huya y me persiga[7]

Pues al dudoso discurso

Lección contraria dan espuela y freno.

Muestra de qué modo padece esa discordia y desgarro en su propio interior, cuando el afecto, dejando el medio y meta de la templanza, tiende a uno y a otro extremo, transportándose hacia arriba o hacia la derecha, lo mismo que hacia abajo y hacia la izquierda.

CICADA.-¿Y cómo, siendo así que esto no es propio de uno ni de otro extremo, no viene a hallarse en estado o término de virtud?

TANSILLO.-En estado de virtud se halla en el momento en que se estabiliza en el medio, renunciando a uno y otro contrario; mas cuando tiende a los extremos, inclinándose a uno y a otro, tan lejos está de ser virtud que es doblemente vicio; consiste éste en el hecho de que la cosa se aleja de su propia naturaleza, la perfección de la cual consiste en la unidad, mientras que allí donde convergen los contrarios se halla la composición, y en ello consiste la virtud.

Hélo ahí, pues, muerto en vida y vivo en la muerte; y de ahí sus palabras: «En viva muerte, muerta vida vivo». No está muerto, pues vive en el objeto; no está vivo, pues en sí mismo está muerto; privado de muerte, pues engendra pensamientos en su objeto; privado de vida, pues no vegeta ni siente en sí mismo. Hállase, además, muy bajo ante la consideración de la altura de lo inteligible y la consciente debilidad de su potencia, mientras que está altísimo por la aspiración del deseo heroico; que traspasa con mucho sus propios límites; altísimo por el apetito intelectual que no tiene manera ni fin de añadir número a número, hállase bajísimo por la violencia producida por el contrario sensible, que le oprime hacia el infierno; de ahí que, viéndose ascender y descender de esta manera, sienta en el alma el mayor desgarro que sentir se pueda. Y permanece confuso por la rebelión de la sensualidad, que le espolea allí donde la razón le frena y viceversa.

Exactamente lo mismo se manifiesta en la siguiente ficción bucólica, en la que la razón, bajo el nombre de Filenio, pregunta, y responde el Furioso bajo el nombre de Pastor, pues se afana en el cuidado de la grey o rebaño de sus pensamientos, a los cuales pastorea en obsequio y servicio de su ninfa, que es el afecto de aquel objeto en cuya contemplación hállase cautivado.

F. ¡Pastor! —P. ¿Qué quieres? —F. ¿Qué haces? —P. Sufro. —F. ¿Por qué? —P. Porque vida y muerte me rechazan. —F. ¿Y el culpable? —P. Amor. —F. ¿Ese malvado? —P. Ese malvado. —F. ¿Dónde está? —P. Fuertemente sujeto en medio de mi corazón. —F. ¿Qué hace? —P. Hiere. —F. ¿A quién? —P. A mí. —F. ¿A ti? —P. Sí. —F. ¿Con qué? —P. Con los ojos, puertas del cielo y del infierno. —F. ¿Esperas? —P. Espero. —F. ¿Merced? —P. Merced. —F. ¿De quién? —P. De quien así día y noche me tortura. —F. ¿La tiene? —P. Lo ignoro. —F. ¿Promete? —P. No. —F. ¿Niega? —P. Tampoco. —F. ¿Calla? —P. Sí, pues la mucha honestidad me impide la osadía. —F. ¡Desvarías! —P. ¿En qué? —F. En la pena. —P. Más temo su desdén que mis tormentos.

Dice aquí cuan intensamente sufre; laméntase del amor, no ya porque ama (puesto que ningún verdadero amante deplora el amar), sino porque su amor es desgraciado, sometido a esos dardos que son los rayos de aquellos ojos, los mismos que, según sean perversos y esquivos o benignos y obsequiosos, viene a ser puertas que guían al cielo o al infierno. Mantiénese así en la esperanza de una futura e incierta merced y en condición de mártir presente y verdadero. Y aunque manifiestamente vea su locura, no por ello sucede que venga a corregirse en punto alguno, y ni siquiera que perciba descontento; antes bien, tan lejos está de ello que se complace en esa locura, como muestra allí donde dice:

«Nunca llegue de amor a lamentarme,

Yo que sin él no quiero ser feliz»[8].

Manifiesta a continuación otra especie de furor engendrado por una cierta luz racional, que suscita el temor y destruye la mencionada locura, a fin de que no proceda de manera tal que pueda exasperar o enojar a la cosa amada. Por eso declara que está su esperanza fundada en el futuro, aun cuando cosa alguna se le prometa o niegue, pues él calla y nada demanda, por temor de ofender la honestidad. No osa explicarse y adelantarse para ser repudiado con desdén o acogido con promesas, porque más pesa en su pensamiento el mal que podría acaecerle en un caso que el bien que pudiera advenirle en el otro. Así pues, muéstrase más dispuesto a sufrir para siempre su propio tormento que al riesgo de abrir la puerta a cualquier ocasión de conturbación y tristeza para la cosa amada.

CICADA.-Prueba con eso que su amor es verdaderamente heroico, porque se propone la gracia del espíritu y la inclinación del afecto como fines superiores a la belleza del cuerpo, en el cual no podría culminarse ese amor que participa de lo divino.

TANSILLO.-Bien sabes que el rapto platónico es de tres tipos, de los cuales uno tiende a la vida especulativa y contemplativa, otro a la activa y moral y un tercero a la vida voluptuosa y de ocio; lo mismo ocurre con las tres especies de amores, de los cuales uno se eleva desde el aspecto de la forma corporal a la consideración de la espiritual y divina; otro persevera únicamente en la delectación del ver y conversar; y, finalmente, precipítase: el otro del ver a la concupiscencia del tocar. De estos tres modos se componen otros, según que el primero se acompañe del segundo o del tercero o concurran los tres modos a la vez; además, todos y cada uno se multiplican en otros, según que los afectos de los furiosos tiendan más hacia el objeto espiritual o más hacia el objeto corporal, o en la misma medida hacia uno y otro. De ahí que, entre aquellos que forman parte de esta milicia y se hallan prisioneros en las redes del amor, tiendan algunos como a su fin hacia aquel placer que se gusta del recoger el fruto del árbol de la corporal belleza, sin cuya obtención (O cuando menos alguna esperanza) estiman irrisorio y vano todo celo amoroso; y éste es el modo en que corren todos aquellos que son de bárbaro ingenio, que no pueden ni intentan magnificarse amando cosas dignas, aspirando a cosas ilustres, y más alto todavía, acomodando sus afanes y actos a las cosas divinas, hacia las cuales nada hay que pueda tan generosa y eficazmente prestar alas como el amor heroico. Se proponen otros como fin el fr\,lto de la delectación que procura el aspecto de la belleza y la gracia del espíritu que resplandece y reluce en el donaire del cuerpo; y algunos de entre éstos, aunque amen el cuerpo y ardientemente deseen la unión corporal, deplorando su alejamiento y entristeciéndose con la desunión, temen sin embargo que estas pretensiones vendrían quizá a privarles de esa afabilidad, conversación, amistad y concordia que les es tan principal, habida cuenta que la certidumbre de un feliz desenlace de sus tentativas no podría ser mayor que el temor de perder esa gracia que se les presenta ante la mirada y el pensamiento como algo tan digno y glorioso.

CICADA.-Ciertamente, Tansillo, es cosa digna, en razón de tantas virtudes y perfecciones como de ahí dimanan al humano ingenio, buscar, aceptar, nutrir y conservar un amor tal; mas es también menester tener gran cuidado de no vincularse a un objeto indigno y bajo, abatiéndose por él, a fin de que no venga uno a hacerse partícipe de la bajeza e indignidad de dicho objeto; en este sentido entiendo el consejo del poeta ferrarés:

«Quien el pie hunde en la amorosa red

Cuide de retirarlo sin enviscar sus alas»[9].

TANSILLO.-A decir verdad, el objeto que no tiene otro esplendor que el de la belleza del cuerpo no es digno de ser amado con otro fin que el de propagar —como suele decirse— la especie; y paréceme propio de puerco o de caballo atormentarse a este propósito; en cuanto a mí, jamás llegué a dejarme fascinar por cosa tal más de lo que hoy me dejo fascinar por alguna estatua o pintura, pues ambas cosas me parecen semejantes. Gran vituperio sería, pues, para un alma generosa si, refiriéndose a un ingenio vil, inmundo, necio e innoble (aun cuando viniese bajo excelente figura recubierto) dijera: «Más temo su desdén que mis tormentos».

Fin del Segundo Diálogo