Diálogo segundo
MARICONDO.-Podéis ver aquí un flameante yugo cargado de lazos, alrededor del cual hállase escrito «Levius aura», que quiere significar cómo el amor divino no pesa, no transporta a su servidor, cautivo y esclavo, hacia las regiones bajas, a las profundidades, sino que lo ensalza, lo eleva, lo magnifica por encima de cualquier libertad.
CESARINO.-OS ruego que con presteza leamos este artículo, de modo que con mayor orden, propiedad y brevedad podamos esclarecer el sentido y advertir si contiene algo más.
MARICONDO.-Dice así:
Quien hiciera pronta mi mente al alto amor,
Quien me hiciera toda otra diosa vana y vil,
Aquella en quien bondad y belleza soberanas
Únicamente así se manifiestan,
Aquella es que yo viera salir de la espesura,
Cazadora de mí, Diana mía,
Entre bellas Ninfas por la áurea Campania,
Por quien dijera a Amor: Ríndome a ésta,
Y él respondiera: oh, venturoso amante,
Oh, esposo de propicios hadas,
Que a aquella sola que entre tantas otras,
La que en su seno lleva vida y muerte,
y más e] mundo adorna con sus gracias santas,
Ganaste por suerte y por afán.
En la amorosa corte,
Tan grandemente feliz eres cautivo,
Que libertad no envidias de dios o de mortal.
Advierte cuán contento se halla bajo tal yugo, tal atadura, tal carga, que le ha hecho cautivo de aquella que viera salir de la espesura, del desierto, de la selva, es decir, de lugares velados a la multitud, a la sociedad, al vulgo, y que son por pocos explorados. Diana, resplandor de las especies inteligibles, es su cazadora, pues con su hermosura y gracia le ha herido primero y lo ha vinculado a sí después, manteniéndolo bajo su dominio más contento de cuanto jamás hubiera podido sentirse de otro modo. Muéstrase ella —dice— «entre bellas ninfas», es decir, entre la multitud de las otras especies, formas e ideas; y «por la áurea Campania», aludiendo a cierto genio o espíritu que apareciera en Nola, en el horizonte de la llanura de Campania. A ella rindióse; aquélla más que cualquier otra habíale loado el amor, queriendo que de ella reciba gran ventura, como corresponde a aquella que, entre todas cuantas son manifiestas y ocultas a ojos de los mortales, en mayor grado adorna el mundo, glorifica y embellece al hombre. Dice, pues, tener tan pronta la mente a excelente amor que reconoce «toda otra diosa» —es decir, afán y consideración de cualquier otra especie vil y vana.
Así, nos da ejemplo proclamando que tiene la mente pronta a un alto amor, tanto magnificando el corazón a través de pensamientos, trabajos y obras cuanto le es posible, sin complacerse en cosas bajas y por debajo de nuestra facultad, como sucede a quienes, por avaricia, por negligencia o por cualquier otra flaqueza permanecen en este breve espacio de la vida a cosas indignas amarrados.
CESARINO.-Es menester que existan artesanos, mecánicos, labradores, servidores, gentes de a pie, hombres sin nobleza, viles, pobres, pedantes y otros semejantes, pues de otra manera no podrían existir filósofos, contemplativos, cultivadores del espíritu, señores, capitanes, nobles, ilustres, ricos, sabios y todos aquellos que son heroicos a semejanza de los dioses. ¿Por qué, entonces, debiéramos afanarnos en pervertir la ley de la naturaleza, que ha dividido el universo en cosas mayores y menores, superiores e inferiores, resplandecientes y oscuras, dignas e indignas, y no sólo fuera de nosotros, sino incluso en nuestro interior, en nuestra misma sustancia, y hasta en esa parte de nuestra sustancia que se afirma inmaterial? Del mismo modo, entre las inteligencias, unas se hallan sometidas, otras son dominadoras, y sirven las unas y obedecen mientras las otras ordenan y gobiernan. Y así no creo yo que esto debiera servir de ejemplo, de suerte que, queriendo los súbditos ser superiores, e iguales a los nobles aquellos que no lo son, viniera a pervertirse y confundirse el orden de las cosas, resultando al fin una especie de neutralidad y una bárbara igualdad, como la que se da en ciertas desiertas e incultas repúblicas[1].
¿No advertís, por otra parte, en qué medida hállanse postradas las ciencias por esta causa de que los pedantes hayan pretendido ser filósofos, tratar de la naturaleza, entrometerse a resolver de cosas divinas? ¿Quién no puede ver cuántos males han sobrevenido y sobrevienen todavía por haber pretendido volver nuestra mente, todos por igual, a un alto amor? ¿Hay hombre alguno de buen sentido que no advierta el provecho que trajera Aristóteles, que era maestro de humanidades de Alejandro, queriendo aplicar su espíritu a contradecir y combatir la pitagórica doctrina y la de los filósofos naturales, pretendiendo dar con su lógica raciocinante definiciones, nociones, cierta especie de quintaesencias, y otros engendras y abortos de fantásticas cogitaciones, como principios y sustancia de las cosas, más afanoso de la fe del vulgo y de la necia multitud (que se encamina y guía por sofismas y apariencias de las cosas) que de la verdad, que se oculta en la sustancia de éstas y viene a ser esa misma sustancia? Dispuso él su mente, no a contemplar, sino a juzgar y sentenciar acerca de cosas que jamás había estudiado ni comprendido bien. Así, en nuestros tiempos, cuanto aporta él de bueno y singular en materia de poética, lógica y metafísica, por ministerio de otros pedantes que se inspiran en el mismo «sursum corda», han sido instituidas nuevas dialécticas y modos de formar la razón, tan inferiores acaso a la de Aristóteles cuanto lo es la filosofía de Aristóteles con respecto a la de los antiguos. Esto ha sobrevenido probablemente porque ciertos gramáticas, luego de haber envejecido en compañía de niños de pecho y entre sutilezas de frases y vocablos, han querido aplicar su mente a construir nuevas lógicas y metafísicas, juzgando y sentenciando de cosas que jamás estudiaron y que aún ahora no comprenden. Por todo ello, bien pudiera darse que éstos, amparados por la ignorante multitud (a cuyo ingenio se hallan más conformes) vinieran a arrasar las humanidades y raciocinios de Aristóteles, como éste fuera a su vez carnífice de ajenas y divinas filosofías. Advierte, pues, a donde suele llevar este parecer, si todos pretenden aspirar al santo resplandor y tienen toda otra empresa por vil y vana.
«Ride, si sapis, o puella, ride
Paelignus, puto, dixerat, poeta;
Sed non dixerat omnibus puellis;
Et si dixerit omnibus puellis,
Non dixit tibi. Tu puella non es»[2].
Así, el «sursum corda» no es a todos entonado, sino únicamente a aquellos que están dotados de alas. Advirtamos que jamás ha sido la pedantería más exaltada que en nuestros tiempos, cuando amenaza gobernar el mundo; ella abre tantos caminos poblados de verdaderas especies inteligibles y objetos de única e infalible verdad cuantos pedantes puedan existir. Por ello en nuestra época más que nunca deben estar alerta los espíritus bien nacidos, armados con la verdad, alumbrados por la divina inteligencia, prestos a medir sus armas con la oscura ignorancia, alcanzando la alta fortaleza y eminente torre de la contemplación. A éstos conviene ciertamente tener toda otra empresa por vil y vana.
No deben éstos desperdiciar en cosas fútiles y vanas el tiempo, cuya velocidad es infinita, pues discurre el presente con admirable precipitación y con igual presteza acércase el futuro. Nada es cuanto hemos vivido, un punto cuanto vivimos, cuanto nos resta de vida no es siquiera un punto, mas puede llegar a serlo, y a un tiempo será y habrá sido. Y, entre tanto, aturde éste su memoria con genealogías, atiende aquel a descifrar caligrafías y aquel otro hállase ocupado en multiplicar infantiles sofismas. Verás, verbi gratia, volúmenes repletos de:
COR est fons vitae
NIX est alba
Erga CORNIX est fons vitae alba.
Los hay que disputan si fue primero el nombre o el verbo, otros si el mar o las fuentes; quieren otros renovar obsoletos vocablos que, por habernos llegado una vez de la pluma de un antiguo escritor, pretenden ahora poner nuevamente en candelero; otros se estancan en discurrir acerca de la falsa y verdadera ortografía, y así tantos otros complácense en otras tantas similares fruslerías, mucho más dignas de ser menospreciadas que escuchadas. Ora ayunan, ora adelgazan, ora se consumen, ora muestran arrugas en la piel y dejan crecer su barba, ora se empodrecen, ora echan el ancla del soberano bien. En nombre de todo esto desprecian la fortuna, y todo esto utilizan de parapeto y escudo contra los golpes del destino. Con estos y similares indignos pensamientos creen remontarse a las estrellas, ser semejantes a los dioses y comprender lo bello y bueno que promete la filosofía.
CESARINO.-Gran cosa es, ciertamente, que el tiempo, que no nos alcanza siquiera para las cosas necesarias aun cuando venga celosamente guardado, sea las más de las veces malgastado en cosas superfluas, y hasta viles y vergonzosas. No debiéramos reír de aquello que hiciera digno de alabanza a Arquímedes (o a otro, según opinión de algunos), el cual, mientras se venía abajo la ciudad, se hallaba todo en ruinas, se incendiaba su casa y estaban ya los enemigos dentro de su aposento y a sus espaldas, teniendo a su merced acabar con su arte, su cerebro y su vida, había completamente perdido el instinto y el interés de salvar la propia vida, por haberlo postergado acaso persiguiendo la relación de la curva con la recta, del diámetro con el círculo, o la resolución de otros problemas similares, cosas todas éstas tan excelentes para la juventud cuanto ignominiosas en quien debiera, pudiendo, haber envejecido atento a cosas más dignas de ser tenidas como fin del humano afán.
MARICONDO.-A este propósito, pláceme cuanto decíais poco ha acerca de que es menester que esté el mundo lleno de toda suerte de gentes, y que el número de los imperfectos, viles, pobres, indignos y pérfidos sea mayor, Y que, en conclusión, no debiera ser sino como es. La larga vida y la vejez de Arquímedes, Euclides, Prisciano, de Donato y de cuantos fueron sorprendidos por la muerte ocupados en números, líneas, dicciones, concordancias, ortografías, dialectos, silogismos formales, métodos, modos de ciencias, rudimentos y otras isagogias, fue ordenada al servicio de jóvenes y muchachos, los cuales pueden así instruirse y recibir los frutos de la edad madura de aquéllos, de modo que sean esos frutos gustados por ellos —como conviene— en su tierna edad, para que, una vez adultos, se hallen sin impedimentos aptos y prestos a cosas mayores.
CESARINO.-Yo no me aparto del razonamiento que poco ha emprendiera a propósito de aquellos que se afanan en robar la fama y el lugar a los antiguos con hacer obras nuevas, peores o no mejores de las que ya eran hechas, y malgastan la vida en consideraciones sobre la lana de la cabra o la sombra del asno; y a propósito también de aquellos que transcurren la vida afanándose en sobresalir en esos estudios que convienen a los muchachos, y ello casi siempre sin provecho alguno propio o ajeno.
MARICONDO.-Bastante se ha dicho ya acerca de quienes no pueden ni deben pretender tener «pronta la mente al alto amor». Discurramos ahora del voluntario cautiverio y ameno yugo bajo el imperio de la mencionada Diana: me refiero a ese yugo sin el cual es impotente el alma para remontarse hacia aquellas alturas de las que cayera, pues le dota de ligereza y agilidad, dándole también las ataduras más diligencia y libertad.
CESARINO.-Discurrid pues.
MARICONDO.-Para comenzar, proseguir y concluir con orden, diré que estimo que todo cuanto vive, según sea su forma de vida, conviene que de determinada manera se alimente, se nutra. Así, a la naturaleza intelectual no conviene más sustento que el intelectual, como al cuerpo no conviene otro que el corporal, pues el sustento no se ingiere con otro fin que el de ser asimilado a la propia sustancia de aquel que se nutre. Por lo mismo que el cuerpo, pues, no se transmuta en espíritu, ni el espíritu se transmuta en cuerpo (pues toda transmutación se realiza cuando la materia que bajo una forma se hallaba pasa a estar bajo otra), dedúcese que el espíritu y el cuerpo· no tienen una materia común, de tal suerte que aquello que era pertenencia del uno no puede llegar a ser pertenencia del otro.
CESARINO.-Ciertamente, si se sustentara el alma del cuerpo, dejárase llevar mejor allí donde hubiera abundancia de materia (tal como argumenta Jámblico), de suerte que cuando advertimos un cuerpo craso y obeso, bien pudiéramos creer que es receptáculo de un espíritu gallardo, firme, presto, heroico, y exclamar: ¡oh, alma crasa!, ¡oh, fecundo espíritu!, ¡oh, bello ingenio!, ¡oh, divina inteligencia!, ¡oh, mente iluminada!, ¡oh, bendita hipóstasis hecha para banquete de leones o de canes! Y así, un anciano, visiblemente decrépito, débil y disminuido en sus fuerzas, debiera entonces ser estimado carente de sagacidad, elocuencia y razón. Mas continuad.
MARICONDO.-Entonces es menester decir que el sustento de la mente no es sino la única cosa por él siempre anhelada, buscada, abrazada, con más regocijo que ninguna otra cosa gustada, y por la cual se colma, se sosiega y recibe favor y mejoría: es decir, la verdad, a la cual aspira siempre el hombre en todo tiempo, momento y condición en que se halle, acostumbrando a despreciar por ella cualquier fatiga, emprender todo esfuerzo, no atender al cuerpo y abominar de esta vida. Porque la verdad es cosa incorpórea; ninguna verdad, sea física, metafísica o matemática se halla en el cuerpo, pues advertiréis que la eterna esencia humana no reside en los individuos, los cuales nacen y mueren. La sustancia de las cosas se halla en la unidad específica —como dijera Platón— y no en la multitud enumerable; de ahí que calificase a la idea de una y múltiple, estable y móvil, pues como especie incorruptible es en efecto inteligible y una, mientras que, en la medida en que se comunica a la materia y está sujeta al movimiento y a la generación, es sensible y múltiple. En este segundo modo más tiene de no-ser que de ser, habida cuenta que siempre se muda en una y otra cosa, viéndose obligada por la privación a una eterna carrera. En el primer modo es ente y verdad. Advertid, por lo demás, que los matemáticos tienen por acordado que las figuras perfectas no se hallan en los cuerpos naturales, ni hay fuerza natural o de artificio que en ellos pudiera introducidas. Sabed finalmente que la verdad de las sustancias sobrenaturales está por encima de la materia.
Forzoso es, pues, concluir que aquel que busca la verdad deberá sobrepasar el horizonte de las cosas corporales. Debe, además, considerarse que todo aquel que se nutre tiene de su alimento una cierta noción y memoria natural y tiene siempre presente (en mayor medida cuanto más necesario le es) su similitud y especie, tanto más altamente cuanto más grande y glorioso es quien ambiciona y aquello que se ambiciona. Todo ser tiene innato conocimiento de aquellas cosas que aseguran la conservación del individuo y de la especie, así como su perfección final, y de ello proviene el industrioso afán de buscar su sustento mediante alguna suerte de cacería.
Conviene, pues, que el alma disponga de la luz, el ingenio y los instrumentos idóneos para su cacería. Ora es menester el auxilio de la contemplación, ora se hace uso de la lógica, órgano apropiado para la caza de la verdad, para discernir, descubrir y juzgar. Y así va iluminándose la selva de las cosas naturales, donde tantos objetos hay en sombra y embozados; allí, en la espesura de una densa y desierta soledad, suele la verdad tener sus antros y cavernosos refugios, erizados de espinas, vedados por enramadas, ásperas y frondosas plantas, y allí principalmente, con las más dignas y excelentes razones, se esconde, se embosca e interna con gran diligencia —como nosotros mismos acostumbramos a ocultar nuestros más preciados tesoros con todo cuidado y presteza— a fin de no ser descubierta sino con gran fatiga por los numerosos y diversos cazadores (de los cuales son unos más refinados y diestros, y otros menos). Por esos parajes anduvo buscándola Pitágoras siguiendo sus huellas y los rastros por ella impresos en las cosas naturales y que son los números, los cuales muestran en un cierto modo su progreso, razones, modos y operaciones, pues en el número aplicado a la multitud, a la medida, al tiempo y al peso manifiéstase la verdad en todas las cosas. Por allí pasaron también Anaxágoras y Empédocles, quienes, estimando que la omnipotente y omniparente divinidad colma el todo, no hallaban cosa tan insignificante que no creyeran que bajo ella se encontrara oculta, según todas las razones, aun cuando procedieron siempre hacia allí donde predominantemente se manifestara más noble y magníficamente. Allí la buscaron los caldeos por vía de sustracción, no sabiendo qué afirmar tocante a ella; y procedían sin jauría de silogismos y demostraciones, intentando únicamente avanzar removiendo, cavando, desemboscando por la fuerza de la negación de todas las especies y predicados comprensibles o secretos. También por allí caminara Platón, dando en cierto modo rodeos, podando y colocando obstáculos, a fin de que las especies caducas y fugaces quedaran como presas en una red y estorbadas por el seto de las definiciones, estimando que las cosas superiores se hallan en participación y según similitud y reflejo en las cosas inferiores y éstas en aquellas en grado de mayor dignidad y excelencia, y que la verdad se halla en unas y otras según cierta analogía, orden y gradación, por la cual el grado ínfimo del orden superior se acuerda con el supremo del orden inferior. Y así a través de los grados intermedios era posible progresar desde lo ínfimo a lo más elevado de la naturaleza, como del mal al bien, de las tinieblas a la luz, de la pura potencia al puro acto. Allí se jactaría a su vez Aristóteles de acechar y dar alcance por sus huellas y vestigios a la anhelada presa, al pretender remontarse de los efectos a las causas. Y sin embargo él, casi siempre (y en mayor medida que todos los otros que a esta cacería han dedicado su afán), erraba el camino, por no saber apenas discernir las pisadas.
Allí, algunos teólogos nutridos en las enseñanzas de diversas sectas, buscan la verdad de la naturaleza en todas las formas naturales específicas, donde estiman hallar la esencia eterna y el perpetuador —en especie y sustancia— de la sempiterna generación y vicisitud de las cosas, llamadas a la existencia por sus creadores y fabricantes y sobre las cuales impera la forma de las formas, la fuente de la luz, verdad de las verdades, dios de los dioses, por el cual está todo lleno de divinidad, verdad, entidad, bondad. Esta verdad es buscada como cosa inaccesible, como objeto que se halla no solamente más allá de toda comprensión, sino también más allá de toda objetivación. Por ello, ninguno cree posible ver el sol, el universal Apolo y luz absoluta, excelentísima y suprema especie; mas sí ciertamente su sombra, su Diana, el mundo, el universo, la naturaleza que se halla en las cosas, la luz que se oculta en la opacidad de la materia (es decir, aquella misma en tanto que resplandece en las tinieblas). De los muchos, pues, que por las dichas y otras vías vagan por esta desierta selva, poquísimos son los que acceden hasta la fuente de Diana. Conténtanse muchos con la caza de fieras montaraces menos ilustres, y la mayor parte no encuentra cosa que aprehender, pues habiendo tendido al viento las redes, se hallan con las manos repletas de moscas. Rarísimas son, como digo, los Acteones a los que concede el destino poder contemplar a Diana desnuda y transformarse de tal modo que —prendados de la armónica belleza del cuerpo de la naturaleza, Y vislumbrados ellos por esas dos luces, gémino resplandor de la divina bondad y belleza— vengan convertidos en ciervos, no siendo ya cazadores, sino presas. Pues es término y fin último de esta cacería el llegar a la captura de esa fugaz y montaraz pieza, por la cual el depredador vuélvese presa, y el cazador caza. En cualquier otra especie de cacería en que se persiguen cosas particulares, es el cazador quien atrae a sí a las otras cosas, absorbiéndolas por la boca de la propia inteligencia; mas en tratándose de divina y universal caza, llega de tal modo a apresarlo que es él quien queda forzosamente prendido, absorbido, unido, y así, vulgar, ordinario, civil, popular como era, deviene ahora selvático cual ciervo morador de los desiertos; vive divinamente en las frondosidades de la selva, en los aposentos nada artificiales de los cavernosos montes, admirando las fuentes de donde manan los grandes ríos y vegetando intacto y purificado de ordinarios apetitos; conversa allí libremente con la divinidad, a la cual aspiraran tantos hombres que en la tierra quisieron gozar de celeste vida, y que como una sola voz dijeran: «Ecce elongavi fugiens, et mansi in solitudine»[3]. Entonces los canes, pensamientos de cosas divinas, devoran a este Acteón, haciendo que muera para el vulgo, para la multitud, liberado de las trabas de los sentidos perturbados, libre de la carnal prisión de la materia; no verá ya más a su Diana como a través de orificios y ventanas, sino que, habiendo echado por tierra las murallas, es todo ojos a la vista del horizonte entero. De esta suerte contempla ahora todo como uno, sin ver ya por distinciones y números, los cuales, según los diversos sentidos —como a través de otras tantas figuras—, no permiten ver y aprehender sino confusamente. Contempla a la Anfitrite, fuente de todos los números, de todas las especies, de todas las razones, que es la Mónada, verdadera esencia del ser de todos; y si no la ve en su esencia, en su absoluta luz, la contempla en su progenitura, que se le asemeja y es su imagen; porque de la mónada que es la divinidad procede esta otra mónada que es la naturaleza, el universo, el mundo, donde se contempla y refleja como el sol en la luna, mediante la cual nos ilumina, permaneciendo él en el hemisferio de las sustancias intelectuales. Tal es Diana, ese uno que es el ente mismo, ese ente que es la misma verdad, esa verdad que es la naturaleza comprensible, en la que influye el sol y el resplandor de la naturaleza superior, según que la unidad sea distinguida en generada y generadora, o produciente y producida. Podéis así por vos mismo concluir acerca del modo de la caza y de la nobleza y digno triunfo del cazador; por todo ello ufánase el Furioso de ser presa de esa Diana a la cual rindióse, de la cual se considera favorecido esposo y el más feliz cautivo y subyugado, sin que pueda envidiar a hombre alguno —que más no puede lograr— o dios que obtener pudiera lo que es imposible para una inferior naturaleza, y que no debe ser por consiguiente deseado y ni siquiera puede ser objeto de nuestro apetito.
CESARINO.-He comprendido bien cuanto habéis dicho y más que medianamente me habéis satisfecho. Mas es ya tiempo de regresar a casa.
MARICONDO.-Bien.
Fin del Segundo Diálogo