Diálogo quinto
Interlocutores: Laodomia. Giulia[1]
LAODOMIA.-En otra ocasión, hermana mía, comprenderás lo que significa toda esta historia de los nueve ciegos. Eran éstos en un principio nueve muy apuestos y enamorados jóvenes que, cautivados por las gracias de vuestro rostro, por no tener esperanza alguna de alcanzar el ansiado fruto del amor, y temiendo que tal desesperación les condujese finalmente a cualquier irremediable desgracia, partieron de tierras de la feliz Campania y de común acuerdo —ellos que antes habían sido rivales— juraron por tu belleza no separarse nunca sin haber intentado por todos los medios posibles hallar cosa más bella que vos o, cuando menos, a vos semejante, a condición de que se hallara asistida de aquella misericordia y piedad que no se encontraba en vuestro pecho armado de crueldad, pues juzgaban que fuera éste el único remedio que liberarles pudiera de tan riguroso cautiverio.
El tercer día después de su solemne partida, como pasaran por las inmediaciones del monte Círceo, quisieron acercarse a ver las antigüedades de las cuevas y fanos consagrados a la diosa. Estando allí reunidos vinieron todos a sentirse como inspirados por la majestad del solitario paraje, por los prominentes peñascos, borrascosos y resonantes, por el murmullo de las olas marinas que van a estrellarse contras esas anfractuosidades y por tantas otras circunstancias que ofrecían el lugar y la estación. Entre ellos, uno —ya te diré cuál— más osado que el resto, habló con estas palabras. «¡Oh, si pluguiese el cielo que en estos tiempos se nos hiciera presente —como sucediera en épocas más felices— alguna maga Circe que con plantas, minerales, pócimas y encantamientos fuera capaz de poner una especie de freno a la naturaleza! Firmemente creo que, por cruel que fuera, piedad tendría de nuestro mal; en extremo solicitada por nuestros suplicantes lamentos, condescendería a damos remedio, o bien a concedemos grata venganza contra la crueldad de nuestra enemiga». No bien hubo acabado de proferir tales palabras cuando apareció a los ojos de todos un palacio, acerca del cual quienquiera tenga conocimiento de las cosas humanas podía fácilmente comprender que no era obra del hombre ni de la naturaleza, y de cuyo aspecto y detalles te hablaré en otra ocasión. Así embelesados por tan gran maravilla y animados por cierta esperanza de que alguna divinidad propicia —que aquello les pusiera ante los ojos— quisiera poner fin a su infortunio, dijeron todos a una que nada peor podía sucederles que el morir, y que estimaban éste menor mal que continuar viviendo en tal y tan gran pasión. Por esta razón se entraron dentro, no hallando puerta que les fuese cerrada ni portero que les pidiera razón, hasta que se encontraron en una muy rica y engalanada sala y, en medio de aquella regia majestad, semejante a la que envolviera el encuentro de Apolo con Faetón[2], se les apareció la que es llamada hija de aquél y vieron con su aparición desvanecerse los fantasmas de una multitud de divinidades que le servían.
Entonces, por un amable rostro acogidos y alentados, se adelantaron y —vencidos por el resplandor de aquella majestad— hincaron en tierra las rodillas y, todos juntos, con la diversidad de glosa que les dictaba su diverso ingenio, expusiéronle sus votos a la diosa. Por ella fueron, para concluir, tratados de tal modo que, ciegos, errantes, en vano fatigándose, han surcado todos los mares, atravesado todos los ríos, escalado todos los montes y recorrido todas las llanuras por espacio de diez años[3], al término de los cuales, llegados bajo el cielo temperado de la isla británica, se hallaron en presencia de las bellas y graciosas ninfas del padre Támesis. Allí, luego de haber efectuado las debidas reverencias y haber sido por ellas acogidas con gestos de muy recatada cortesía, uno de entre ellos, el más principal —cuyo nombre te será dicho en otra ocasión—, con trágico y quejoso acento le expuso la causa común en estos términos:
De entre quienes, Señoras, con el cerrado cofre
Ante vos se presentan, traspasado el corazón,
No por error cometido por natura,
Sino por una suerte cruel
Que a tan viva muerte
Los tiene condenados, ciegos todos quedaron.
Nueve espíritus somos que por años, errantes,
Por ansia de saber, tierras sinfín
Recorrimos y fuimos un día sorprendidos
Por contratiempo tan severo
Que si escucháis solícitas
Diréis sin duda: oh dignos, oh infelices amantes.
Una impía Circe, que se jacta
De tener al hermoso sol por padre,
Acogiéranos tras mucho y largo errar,
y un cierto cofre abriera
Cuyas aguas sobre nosotros aspergiera,
Añadiendo un conjuro a su hacer.
Esperando nosotros el fin de tal acción
Estábamos atentos y en mudo silencio,
Hasta el punto en que dijera: oh vosotros, dolientes,
Idos, para todo ciegos,
Recoged aquel fruto
Que hallan quienes atienden a tan grande altura.
Hija y madre de horror y de tinieblas,
(Dijeron todos los de repente ciegos)
¿Te complaces, pues, en tan cruelmente
Tratar a míseros amantes,
Que hacia ti avanzaron,
Prontos, acaso, a consagrarte el corazón?
Mas luego que a los tristes se sosegara un tanto
Aquel súbito furor, que la nueva fortuna
Les trajera, quedó se cada uno absorto en sí,
Mientras cedía la cólera al dolor,
E imploraron su gracia,
En estos tonos acompañando el llanto;
Pues bien, si es vuestro gusto, oh noble maga,
Que afán de gloria te toque el corazón,
O que aguas de piedad lo ablanden y unjan,
Sé para nosotros compasiva,
Con tus pócimas cerrando
En nuestro corazón la abierta llaga.
Si gusta de socorrer tu bella mano,
Ay, no sea tan larga la demora
Que de nosotros algún triste halle la muerte
Antes que por tus gestos
Para siempre podamos exclamar:
Mucho fue el daño, pero más grande el consuelo.
y ella añadiera: oh mentes curiosas,
Tomad de mí otro de mis fatales cofres,
Que ni siquiera mi mano puede abrir;
y por todo lo ancho y lo profundo,
Peregrinad el mundo,
Todos los reinos explorad:
Pues no quiere el hado que descubierto
Sea hasta que alta sabiduría
y noble castidad junto a hermosura
Le aplicarán sus manos;
En vano serán otros afanes
Para que vea la luz del cielo este licor.
Mas si esas bellas manos rociaran
A quienquiera que buscando remedio se acercara,
Probar pudierais la virtud divina,
Pues en gozoso contento
Transformando el cruel tormento
Veríais las dos estrellas del mundo más hermosas.
Entretanto, ninguno de vosotros se entristezca,
Aun si en profundas tinieblas largamente
Cuanto hay sobre el firmamento se le oculte,
Pues tamaño bien jamás,
Ni aun por tan grandes penas,
Pudiera dignamente conquistar.
Por aquella a quien os guía la ceguera,
Debéis por vil tener todo otro bien,
y estimar todo dolor un gran placer,
Que habiendo esperanza en contemplar
Gracias tan únicas y raras,
Bien podréis despreciar toda otra luz.
Ah, infortunados, mucho tiempo ha que [errando van
Por todo el globo terrestre nuestros miembros,
De suerte que al fin parece a todos
Que aquel monstruo sagaz
De falaz esperanza
Colmáranos el pecho con ilusiones vanas.
Míseros, advertidos estamos ya (aunque tarde)
De que a la tal maga, para nuestro mal,
Importa tenemos en eterna espera,
Pues tiene ella por cierto
Que dama no se encuentra
Con dones tales bajo el firmamento.
Y así, aun sabiendo toda esperanza vana,
Al destino cedemos, muy contentos
De no hurtamos a tan penosas pruebas,
Sin aminorar jamás el paso,
(Aunque trémulos y extenuados)
y de languidecer por toda nuestra vida.
Oh lindas ninfas que en las verdes riberas
Del noble Támesis moráis:
Por Dios, no tengáis, oh bellas, por agravio
Intentar, también vosotras, aunque en vano,
Con vuestra blanca mano
Descubrir lo que esconde nuestro cofre.
Quien sabe si acaso en esta vera, donde
Con sus Nereidas este torrente
Se advierte que tan rápidamente
De abajo hacia arriba se remonta
Sinuoso hasta alcanzar su fuente,
Haya dispuesto el cielo que ella habite.
T amó una de las ninfas el cofre en mano y sin intentar nada fue brindándolo de una en una, sin hallar quien osase probar la primera, sino que todas de común acuerdo, y tras haberlo únicamente contemplado, lo remitían y proponían por respeto y reverencia a una sola; ésta, finalmente, lo aceptó, no tanto para mostrar su gloria cuanto por piedad y deseo de intentar socorrer a estos infelices y, mientras dubitativa lo oprimía, abrióse como espontáneamente por sí mismo. ¿Habré de referiros yo cómo y cuán grande fue el aplauso de las ninfas? ¿Cómo podéis creer que pueda yo expresar la tremenda alegría de los nueve ciegos cuando supieron del cofre abierto, cuando abrieron ojos y vieron los dos soles, hallándose así colmados de una doble felicidad: la una, por haber recobrado la perdida luz, y la otra, por la descubierta como nueva, la única que podía mostrarles la imagen del sumo bien en la tierra? ¿Cómo —digo— queréis que pueda expresar aquel concierto de voces, aquel regocijo de espíritu y cuerpo, cuando ellos mismos, mudos todos, no acertaban a explicarlo? Por largo tiempo viéronse en el lugar éstos, cual embriagados furiosos, con la sensación de quienes creen estar soñando y con la mirada de quienes no creen aquello que claramente ven; hasta que, habiéndose un tanto apaciguado el ímpetu de aquel furor, dispusiéronse en forma de círculo, y así,
El primero cantaba y tocaba la cítara en estos tonos:
Oh riscos, abismos, espinas, brezos, piedras,
Oh montes, llanuras, valles, ríos, mares:
Cuan dulces y caros os mostráis,
Pues que por vuestro mérito y merced
El cielo se abrió para nosotros.
Oh pasos felizmente prodigados.
El segundo sonó una mandara y cantó:
Oh pasos felizmente prodigados,
Oh Circe divina, oh afanes gloriosos
Cuantos nos afligieron meses y años,
Son otras tantas gracias celestiales,
Si tal es nuestro fin
Tras de tantos tormentos y fatigas.
El tercero tocó su lira y cantó:
Tras de tantos tormentos y fatigas,
Si tal puerto las tempestades han prescrito,
Ya otra cosa por hacer no resta
Sino al cielo agradecer
Que el velo pusiera a nuestros ojos,
Merced al cual se hizo la luz al fin presente.
El cuarto cantó con su viola:
Merced al cual se hizo la luz al fin presente.
Digna ceguera, más que cualquier ver;
Afanes más amenos que cualquier placer,
Que hasta la más digna luz
Os hicierais guías,
Al alma detrayendo de objetos menos dignos.
El quinto, con un timbal de España, cantó:
Al alma detrayendo de objetos menos [dignos,
Al sazonar un alto pensamiento de esperanza,
hubo quien el único sendero señalara,
A cuyo término se nos apareciera·
De Dios la más hermosa de las obras;
Así vino el hado a mostrarse benigno.
El sexto cantó con un laúd:
Así vino el hado a mostrarse benigno,
Pues no quiere que el bien suceda al bien,
O que presagio las penas sean de penas,
Sino que girando la rueda,
O ensalza o precipita.
Como se alternan el día y la noche.
El séptimo, con un arpa de Irlanda:
Como se alternan el día y la noche,
mientras el gran manto de nocturnas luces
Oscurece el carro de diurnas llamas.
Así quien nos gobierna
Con sempiterna ley
Abate a los grandes y eleva a los humildes.
El octavo, con una viola de arco:
Abate a los grandes y eleva a los [humildes
Quien las infinitas máquinas anima,
y con veloz, medida o lenta
Vorágine, dispensa
En esta mole inmensa
Todo cuanto se nos oculta o se nos muestra.
El noveno, con un rabel:
Todo cuanto se nos oculta o se nos [muestra,
O no niega, o confirma
El incomparable fin a estos afanes
Campestres, montaraces,
Por lagos, ríos, mares,
Por riscos, abismos, espinas, brezos, piedras.
Después que cada uno, de esta forma y por turno, hubo cantado su sextina tocando su instrumento, todos unidos danzando en círculo y sonando en loor de la única ninfa, en dulcísima armonía cantaron una canción, mas no estoy muy cierta que me venga ahora a la memoria.
GIULIA.-Te ruego, hermana mía, que no me prives de escuchar cuanto puedas tú recordar.
LAODOMIA.
Canción de los Iluminados
Ya no envidio, Júpiter, al cielo,
Dice con ceño altivo el padre Océano,
Tanto es mi contento
Por cuanto en mi propio imperio gozo.
¿Qué soberbia es la tuya? Júpiter responde.
¿Qué es lo que a tus riquezas se ha añadido?
Oh dios de olas frenéticas;
¿Por qué tanto crece tu loca osadía?
Cuentas —dijo el dios de las aguas— en tu [haber
Con el cielo inflamado, en la ardiente
Región, donde el eminente
Coro de tus planetas puedes ver.
Entre todos ellos admira el mundo al sol,
Mas sé yo decirte que él no resplandece
Cuanto aquella que de mí hace
El más glorioso dios de esta gran mole.
En mi vasto seno yo comprendo
Entre otras esa región donde al feliz
Támesis es lícito ver
Con su ameno coro de las más bellas ninfas.
Entre las cuales, de todas la más bella
Más que del cielo te hará amante del mar.
A ti, Júpiter tonante,
Pues tanto el sol no brilla entre los astros.
Júpiter responde: oh dios de undosos mares,
Que otro se halle más que yo beato
No lo permita el hado,
Mas corran parejos nuestros dos tesoros;
Valga el sol por ella entre tus ninfas,
y en virtud de sempiternas leyes,
Trocando las moradas,
Valga ella por sol entre mis astros.
Creo haberla referido por entero.
GIULIA.-Puedes conocerlo en el hecho de que no falta sentencia alguna para la perfección del argumento, ni rima que sea menester para el acabamiento de las estrofas, Por lo que a mi respecta, si por gracia del cielo concedióseme el ser bella, mayor gracia y favor creo que me haya sido acordado, pues mi belleza —sea cual fuere— ha sido en cierto modo principio para llegar a descubrir la única y divina. Gracias doy a los dioses, pues en aquel tiempo en que tan verde estaba que no podían prender en mi pecho las amorosas llamas, mediante mi crueldad —tan tenaz cuanto simple e inocente— hallaron medio para conceder a mis amantes gracias incomparablemente mayores de las que hubieran podido obtener por grande que fuese mi benignidad.
LAODOMIA.-En cuanto a los ánimos de esos amantes, yo te aseguro también que, así como no son ingratos para con su maga Circe, su oscura ceguera, sus torturados pensamientos y sus ásperos trabajos —por medio de los cuales tanto bien alcanzaron—, asimismo no podrían estar menos reconocidos a tu persona.
GIULIA.-Así lo deseo y espero.
Fin de la Segunda
y Ultima Parte
de los Heroicos Furores