Diálogo tercero

TANSILLO.-Se suponen, y de hecho existen, varias especies de furores, todas las cuales se reducen a dos géneros: los unos manifiestan únicamente ceguera, estupidez e ímpetu irracional, tendiendo a la insensatez ferina; consisten los otros en cierta divina abstracción por la cual algunos alcanzan a ser en verdad mejores que los hombres ordinarios. Y éstos son a su vez de dos especies, pues ciertos individuos, al haberse convertido en habitáculo de dioses o espíritus divinos, dicen y obran cosas admirables de las que ni ellos mismos ni otros entienden la razón; son éstos generalmente elevados a tal situación desde un primer estado de incultura e ignorancia, introduciéndose el sentido y espíritu divino en ellos como en un receptáculo purgado, vacíos como se hallan de espíritu y sentido propios; dicho espíritu divino tiene menos ocasión de manifestarse en aquellos que se hallan colmados de razón y sentido propios, quizá porque desea que el mundo tenga por cierto que si los primeros no hablan por estudio y experiencia propia, como es manifiesto, necesariamente deben hablar y obrar por una inteligencia superior; y de esta manera, la multitud de los hombres les profesa, justamente, mayor admiración y fe. Otros, por estar avezados o ser más capaces para la contemplación y por estar naturalmente dotados de un espíritu lúcido e intelectivo, a partir de un estímulo interno y del natural fervor suscitado por el amor a la divinidad, a la justicia, a la verdad, a la gloria, agudizan los sentidos por medio del fuego del deseo y el hálito de la intención y, con el aliento de la cogitativa facultad, encienden la luz racional, con la cual ven más allá de lo ordinario: y éstos no vienen al fin a hablar y obrar como receptáculos e instrumentos, sino como principales artífices y eficientes.

CICADA.-¿Cuál de estas dos especies estimas tú la mejor?

TANSILLO.-Los primeros tienen más dignidad, potestad y eficacia en sí, puesto que tienen la divinidad. Los segundos son ellos más dignos, más potentes y eficaces, y son divinos. Los primeros son dignos como el asno que lleva sobre sí los sacramentos;[1] los segundos, como cosa sagrada por sí misma. En los primeros se considera y ve en sus efectos a la divinidad y se la admira, adora y obedece. En los segundos se considera y se ve la excelencia de la propia humanidad.

Mas vengamos ahora a nuestro propósito. Estos furores acerca de los cuales razonamos y cuyos efectos advertimos en nuestro discurso, no son olvido, sino memoria, no son negligencia de uno mismo, sino amor y anhelo de lo bello y bueno, con los que se procura alcanzar la perfección, transformándose y asemejándose a lo perfecto. No son embeleso en los lazos de las afecciones ferinas, bajo las leyes de una indigna fatalidad, sino un ímpetu racional que persigue la aprehensión intelectual de lo bello y bueno que conoce, y a lo cual querría complacer tratando de conformársele, de manera tal que se inflama de su nobleza y su luz, y viene a revestirse de cualidad y condición que le hagan aparecer ilustre y digno. Por el contacto intelectual con ese objeto divino, se vuelve un dios; a nada atiende que no sean las cosas divinas, mostrándose insensible e impasible ante esas cosas que por lo común son consideradas las más principales y por las cuales otros tanto se atormentan; nada teme, y desprecia por amor a la divinidad el resto de los placeres, sin tener cuidado alguno en de la vida[2]. No se trata de un furor de atrabilis que, fuera de todo consejo, razón y prudencia le haga vagar guiado por el azar y arrastrado por la tumultuosa tempestad como aquellos que, habiendo abjurado de cierta ley de la divina Adrastía, vienen condenados a los estragos de la furias, siendo agitados por una disonancia tanto corporal (por sediciones, ruinas y enfermedades) cuanto espiritual (por la destrucción de la armonía entre las potencias cognoscitivas y apetitivas). Por el contrario, es un calor engendrado por el sol de la inteligencia en el alma y un ímpetu divino que le presta alas, de manera que, acercándose más al sol de la inteligencia y rechazando la herrumbre de los humanos cuidados, trócase en oro probado y puro, adquiere el sentido de la divina e interna armonía y conforma sus pensamientos y gestos a la común medida de la ley ínsita en todas las cosas. No va, como embriagado por las copas de Circe, tropezando y yendo a dar ya en un hoyo, ya en otro, ya en uno y otro escollo, metamorfoseándose cual errante Pro tea ya en una, ya en otra faz sin encontrar jamás lugar, modo ni materia en que detenerse y perseverar. Antes bien, sin destemplar la armonía vence y supera los horrendos monstruos; y aun en el caso de llegar a decaer, retorna fácilmente al sexto planeta[3], mediante esos profundos instintos que, dentro de él, danzan y cantan como nueve musas en torno al resplandor del universal Apolo; y tras las imágenes sensibles y las cosas materiales va comprendiendo consejos y órdenes divinos. Cierto es que, alguna vez, teniendo al amor —que es doble— por fiel guía, viéndose defraudado en su esfuerzo —como puede suceder— por ocasionales obstáculos, aniquila entonces, cual insensato y furioso, el amor hacia aquello que no puede comprender; confundido entonces por el abismo de la divinidad, abandona a veces la partida, volviendo después, sin embargo, a forzarse con la voluntad hacia allá donde no puede llegar con el intelecto. Es también cierto que normalmente deambula, oscilando ya hacia la una, ya hacia la otra forma del doble Cupido, porque la lección principal que Amor le da es que contemple en sombra (cuando no puede hacerlo en espejo) la belleza divina; y, como los pretendientes de Penélope, se entretenga con las sirvientes cuando no le sea lícito conversar con la señora. Así pues, para concluir, bien podéis comprender por lo dicho cómo es este furioso, cuya imagen se nos presenta cuando se dice lo siguiente:

Si a su ameno resplandor la mariposa[4]

Vuela, no sabe que es llama al fin ingrata;

Si cuando el ciervo ante la sed sucumbe

Va hacia el río, nada sabe de la amarga flecha;

Si corre el unicornio al casto seno

No advierte la trampa que se le prepara;

Yo en la luz, fuente y seno del bien mío,

Las llamas veo, los dardos y cadenas.

Si mi penar es dulce

Es que tanto me colma la alta faz,

Que el arco divino tan dulcemente hiere

Y que envuelto está en ese nudo mi deseo;

Séanme, pues, tormentos eterna les

En el corazón la llama, los dardos en el pecho y en el

[alma los lazos.

Muestra aquí cómo su amor no es semejante al de la mariposa, el ciervo o el unicornio, que huirían de tener conciencia del fuego, de la flecha y de las redes, y que no tienen otro sentido que el del placer; el suyo, por el contrario, está guiado por un sensatísimo y desdichadamente lúcido furor que le hace amar más ese fuego que cualquier refrigerio, esa herida más que cualquier salud, más esas cadenas que cualquier libertad, pues este mal no es un mal absoluto, cosa tenida por cierta únicamente con respecto al bien según la general opinión, siendo en realidad falsa, cual condimento del viejo Saturno al devorar a sus propios hijos. Porque este mal es comprendido ante la mirada de la eternidad como bien o como guía que al bien conduce, ya que este fuego es el ardiente deseo de las cosas divinas, esa flecha es la impresión del rayo de la belleza de la luz suprema, esos lazos son las especies de lo verdadero que unen nuestra mente a la verdad primera y las especies del bien que nos unen y anejan al primer y sumo bien. A un tal significado aproximábame yo al decir:

De tan bello fuego y de tan noble lazo

Beldad me inflama, honestidad me amarra,

Que en llama y servidumbre mi gozo debo hallar,

Huir la libertad y al helor temer.

Tal es el incendio que ardo y no me consumo,

y tal el nudo que el universo conmigo lo celebra;

No me hiela el temor ni desata el dolor,

Pues tranquilo es el ardor, dulce la traba.

Tan alto diviso la luz que así me inflama,

y el lazo urdido de tan rica trama,

Que al nacer el pensar, muere el deseo.

Pues que tan bella llama brilla en mi corazón,

y que tan bello lazo mi voluntad sujeta,

Sea mi sombra sierva y mis cenizas ardan[5].

Todos los amores —si son heroicos y no meramente animales, naturales, como se suele decir, y cautivos en la generación, como instrumentos de la naturaleza en cierto modo— tienen por objeto la divinidad, tienden a la divina belleza, la cual se comunica primeramente a las almas y resplandece en ellas; y a partir de las almas —o, mejor dicho, por ellas—, se comunica después a lo cuerpos: de ahí que el afecto bien ordenado ame los cuerpos o la belleza corporal, por lo que en ellos hay de indicio de la belleza espiritual. Más aún: lo que del cuerpo enamora es una cierta espiritualidad que en él vemos, que es denominada belleza y que no consiste en que las dimensiones sean mayores o menores, ni en colores o formas determinadas, sino en una cierta armonía y consonancia de miembros y colores[6]. Muestra esta armonía cierta afinidad con el espíritu, que es perceptible a los más agudos y penetrantes sentidos; síguese de esto que quienes están dotados de tales sentidos se enamoran más fácil e intensamente y, del mismo modo, más fácilmente se desenamoran. Y, más intensamente desdeñan, con facilidad e intensidad que podrían ser explicadas por una transformación en el objeto amado, cuyo espíritu disforme se hubiere revelado como tal a través de algún gesto o en la expresión de alguna intención, de manera que tal fealdad pasara del alma al cuerpo, desposeyéndolo de la anterior apariencia de bello. Así pues, la belleza del cuerpo tiene el poder de inflamar, mas no de aprisionar y de hacer que el amante no pueda huir, si la gracia que del espíritu se requiere no viene en ayuda, así como la honestidad, la gratitud, la cortesía, la prudencia: por eso, si bello denominé al fuego que me inflamó, fue porque noble era también el lazo que me aprisionaba.

CICADA.-No creas que es siempre así, Tansillo; porque, a veces, aun cuando descubramos el vicio del espíritu, no dejamos sin embargo de mantenemos inflamados y aprisionados, de tal manera que, aun viendo la razón el mal y la indignidad de un amor tal, no tiene, a pesar de ello, la fuerza de dominar el desordenado apetito. En disposición semejante imagino que debiera hallarse el Nolano cuando dijo:

Ay de mí, impelido por el furor

A aferrarme a mi mal,

Que Amor ante mí como sumo bien presenta.

Ay, que ya mi alma no ha cuidado

de a contrarios consejos atenerse,

y del cruel tirano,

Que de tormentos me nutre

y desterrarme podría de mí mismo,

Más que de mi libertad me regocijo.

Velas despliego al viento,

Que del bien odioso me arrebate

y tempestuoso me lleve al dulce daño.

TANSILLO.-Acontece así cuando uno y otro espíritu son viciosos y están como teñidos de una misma tinta, pues por la semejanza se suscita, inflama y confirma el amor. Así, fácilmente convienen los viciosos en la práctica del mismo vicio. Y no quisiera callar aquí lo que por experiencia conozco; a saber, que aun habiendo descubierto en un alma vicios de los que yo verdaderamente abomino —cuales son, por ejemplo, una sórdida avaricia, una ruin codicia para el dinero, ingratitud para favores y cortesías recibidas, una inclinación hacia personas del todo viles (vicios entre los cuales este último es el que más disgusta, pues hace al amante perder toda esperanza de que, por ser él más digno o llegar a serlo, pueda ser mejor aceptado por ella)— no dejaba sin embargo yo de arder por la corporal belleza. Mas ¿qué? Amaba yo sin buena voluntad, puesto que no por amarla me habría entristecido más que alegrado de sus desgracias e infortunios.

CICADA.-Ciertamente es muy propia y viene muy a propósito esa distinción que se hace entre el amar y el querer bien.

TANSILLO.-Verdaderamente, porque a muchos queremos bien, es decir, deseamos que sean sabios y justos, pero no les amamos porque son inicuos e ignorantes; a otros muchos les amamos, porque son bellos, mas no les queremos bien, porque no lo merecen. Y entre otras cosas que el que ama estima que no merecen, es la primera la de ser amadas; y así, aun no pudiendo abstenerse de amar, no deja de pesarle y manifiesta su pesar, como éste cuando decía: «Ay de mí, impelido por el furor a aferrarme a mi mal». En disposición contraria debía hallarse —bien en similitud con respecto a otro objeto corporal o bien en verdad con respecto a un sujeto divino— al decir:

Pese a los muchos martirios que me infliges,

Gracias te doy y, Amor, mucho te debo,

Que con tan noble llaga me abriste el pecho,

y un dueño tal diste a mi corazón,

Que es ciertamente divino y vivo objeto,

De Dios la más bella imagen que en tierra sea adorada;

Piense quien quiera que es mi destino cruel,

Que mata en la esperanza y aviva en el deseo.

Me sacio en mi alta empresa,

y aunque el fin anhelado no consiga

y aunque en su celo el alma se consuma,

Basta que tan noblemente esté inflamada,

Basta que a las alturas yo me eleve

y del número vil pueda zafarme.

Su amor es ya aquí plenamente heroico y divino; y como tal quiero entenderlo, aunque por él se considere sujeto a tantas torturas; pues todo amante que se halla desunido y separado de la cosa amada (a la cual querría hallarse junto con el efecto como lo está con el afecto) se encuentra apenado, se desazona y atormenta, no ya por el hecho de amar, puesto que siente su amor muy noble y dignamente empleado, sino porque se halla privado de esa fruición que obtendría estando unido a ese término al cual tiende. No sufre por el deseo que le vivifica, sino por la dificultad del afán que le martiriza. Júzguenlo los otros, por tanto, infeliz por esta apariencia de cruel destino que le hubiera condenado a tales penas, que él no dejará sin embargo de reconocer la deuda que tiene con Amor y de darle gracias por haberle presentado a los ojos de la mente una especie inteligible, en la cual —en esta vida terrena, recluido en esta prisión de la carne, cautivo por estos nervios y sostenido por estos huesos— le sea lícito contemplar más altamente la divinidad que en cualquier especie y similitud diversa que le fuere ofrecida.

CICADA.-Así pues, el «divino» y «vivo objeto» del que habla es la especie inteligible más elevada que él se haya podido formar de la divinidad y no alguna belleza corporal que le ensombreciera el pensamiento presentándose a la superficie del sentido.

TANSILLO.-Cierto, porque ninguna cosa sensible, ni especie de tal, puede alcanzar tan gran dignidad.

CICADA.-¿Cómo, entonces, hace mención de esa especie como objeto si —como creo— el verdadero objeto es la divinidad misma?

TANSILLO.-Hállase allí el objeto final, último y perfectísimo, y no ya en este estado, en que no podemos ver a Dios sino como en sombra y espejo; de ahí que no pueda ser objeto sino por cierta similitud, no tal como puede ser abstraída y recogida de la belleza y excelencia corpóreas por virtud del sentido, sino tal cual puede ser formad~ en la mente por la virtud del intelecto. Encontrándose en tal condición viene a perder ésta el amor y el afecto de toda otra cosa, tanto sensible como inteligible; porque unida a esa luz, se convierte también ella en luz y consecuentemente se hace un dios, pues contrae la divinidad en sí, hallándose ella en Dios por la intención con la que penetra en la divinidad (en la medida en que ello es posible) y estando Dios en ella, puesto que tras haberla penetrado viene a concebirla y (en la medida de los posible) a acogerla y comprenderla en su concepto. Así, el intelecto humano en este mundo inferior nútrese de estas especies y similitudes, hasta tanto no le sea lícito mirar con ojos más puros la belleza de la divinidad, como ocurre a quien, estando junto a algún excelente y muy ornamentado edificio, mientras va considerando en él cada detalle, se complace, se contenta, se sacia de tan noble maravilla. Mas si le fuera dado ver al señor de estas imágenes, de belleza incomparablemente mayor, dejaría todo cuidado y pensamiento de las primeras, vuelto todo él y tendido a la contemplación de ese objeto único. Tal es pues la diferencia entre este estado en el que vemos la divina belleza bajo especies inteligibles extraídas de sus efectos, obras, enseñanzas, sombras y similitudes, y aquel otro estado en que es lícito verla en su propia presencia[7].

Dice a continuación: «Me sacio en mi alta empresa», porque (como advierten los pitagóricos) así el alma se vuelve hacia Dios y en torno a El se mueve como el cuerpo en torno al alma.

CICADA.-Así pues, ¿no es entonces el cuerpo lugar del alma?

TANSILLO.-No, porque no se halla el alma en el cuerpo localmente, sino como forma intrínseca y formador extrínseco; como aquello que constituye los miembros y da forma al compuesto desde dentro y desde fuera. El cuerpo está, por tanto, en el alma; el alma en la mente, o bien es Dios o está en Dios, como dijera Plotino[8]. De la misma forma que por esencia está en Dios, que es su vida, así por la operación del intelecto y la voluntad consecuente a tal operación, se remite a su luz y a su beatífico objeto. Así pues, este afecto del heroico furor se sacia dignamente de tan alta empresa; siendo el objeto infinito, en simplicísimo acto, y como quiera que nuestra potencia intelectiva no puede aprehender el infinito sino en discurso o en cierta forma de discurso —como, por ejemplo, en cierta razón potencial o en aptitud—, el héroe es como aquel que pretende la consecución de lo inmenso, viniendo a establecer un fin allí donde no existe fin.

CICADA.-Muy cabalmente, en efecto, porque el último fin no debe tener fin, puesto que en tal caso no sería el último. Es, por tanto, infinito en intención, en perfección, en esencia y en cualquier otra manera de ser fin.

TANSILLO.-Dices verdad. Mas en esta vida ese alimento es de tal naturaleza que inflama el deseo más de lo que pueda calmarlo, como bien mostró ese divino poeta que dijera: «Desdichada es el alma que anhela al Dios vivo»[9] y en otro paso: «Attenuati sunt oculi mei suspicientes in excelsum»[10]. De ahí que diga: «Aunque el fin deseado no consiga, y aunque en su celo el alma se consuma, basta que tan noblemente esté inflamada». Pretende significar que el alma se consuela y recibe toda la gloria que puede recibir en tal estado, siendo partícipe de ese último furor del hombre en tanto que hombre de esta condición en la que se halla en el presente y en la que nosotros le vemos.

CICADA.-Creo que los peripatéticos (como explicara Averroes) consideran esto mismo cuando dicen que la suma felicidad del hombre consiste en alcanzar la perfección por las ciencias especulativas.

TANSILLO.-Cierto es, y dicen bien, pues nosotros, en este estado en que nos encontramos, no podemos desear ni obtener mayor perfección que aquella en la que nos hallamos cuando nuestro intelecto, mediante alguna noble especie inteligible, se une, bien a las sustancias separadas, como dicen aquéllos, bien a la divina mente, según la manera de hablar de los platónicos. Y me abstengo por ahora de razonar sobre el alma o el hombre en los diferentes estados o modos de ser en que pueda hallarse o creerse.

CICADA.-Mas ¿qué perfección o satisfacción puede hallar el hombre en esa cognición que no es perfecta?

TANSILLO.-Nunca será perfecta en cuanto a que pueda ser comprendido, sino en la medida en que nuestro intelecto pueda comprender; basta que en éste o en cualquier otro estado tenga presente la divina belleza tan lejos como se extiende el horizonte de su vista.

CICADA.-Pero, de entre los hombres, no todos pueden llegar allí a donde sólo uno o dos pueden acceder.

TANSILLO.-Basta que todos corran; bastante es que haga cada uno cuanto esté en su mano, pues una naturaleza heroica antes prefiere caer o fracasar dignamente en altas empresas en las que muestre la nobleza de su ingenio que triunfar a la perfección en cosas menos nobles o bajas.

CICADA.-Ciertamente, mejor es una digna y heroica muerte que un indigno y vil triunfo.

TANSILLO.-A tal propósito compuse este soneto:

Tras desplegar mis alas al bello anhelo

Cuanto más aire bajo los pies atisbo,

Más tiendo al viento las veloces plumas,

El mundo desprecio y me encamino al cielo.

Ni del hijo de Dédalo el fin cruel

Hacia abajo me inclina; es más, subo más alto.

Que caeré muerto en tierra, lo sé bien;

Más, ¿qué vida pareja al morir mío?

En el aire siento la voz del corazón,

¿Dónde me llevas, temerario? Desciende,

Que es rara tanta audacia sin dolor.

No temas, respondo yo, la gran caída;

Surca las nubes firme y muere alegre

Si tan ilustre muerte el cielo nos depara[11].

CICADA.-Entiendo cuando dice: «Basta que a las alturas yo me eleve», mas no cuando añade: «y del número vil pueda zafarme», a no ser que él entienda con esto el haber salido de la caverna platónica, escapado a la condición de la necia y vilísima multitud, considerando que quienes aprovechan de esta contemplación no pueden ser muchos y numerosos.

TANSILLO.-Entiendes muy bien. Por el «número vil» puede entenderse además el cuerpo y el conocimiento sensible, del cual debe desligarse y desprenderse quienquiera desee unirse a la naturaleza de género contrario.

CICADA.-Existen, según los platónicos, dos tipos de ataduras que unen al alma con el cuerpo. La una es cierto acto vivificante que, como un rayo, desciende del alma al cuerpo; la otra es cierta cualidad vital que es resultado de este acto en el cuerpo. ¿Cómo entendéis entonces que este nobilísimo número moviente[12] que es el alma se desprenda del número vil que es el cuerpo?

TANSILLO.-Ciertamente no se entendía aquí según cualquiera de estos modos, sino según ese modo en que las potencias que no son comprendidas y cautivadas en el seno de la materia alguna vez se encuentran como adormecidas y embriagadas, casi ocupadas también ellas en la formación de la materia y la vivificación del cuerpo; algunas de estas veces, como despertando y recordándose a sí mismas, tomando conciencia de su principio y origen, vuélvense hacia las cosas superiores, fuérzanse hacia el mundo inteligible como a su natal morada, de la cual habían llegado a alejarse por la conversión a las cosas inferiores, hallándose sujetas al destino y a las necesidades de la generación. Estos dos impulsos son figurados por los dos géneros de metamorfosis que se expresan en el presente artículo, que dice así:

Ese dios que zalea el fragoroso rayo

Fue para Asteria furtivo aquilón,

Pastor a Mnemosine, oro a Dánae,

Esposo para Alcmena, para Antíope sátiro,

A las hermanas de Cadmo blanco toro,

Cisne para Leda y a Dólida dragón.

Por la elevada altura de mi objeto,

De sujeto vil en dios yo me convierto.

Fue Saturno caballo,

Delfín Neptuno, figura de becerro tomó

Ibis y Mercurio en pastor se convirtió;

Uva fue Baca, un cuervo Apolo,

y yo, en virtud de amor,

En dios me transformo, siendo cosa inferior.

Existe en la naturaleza una revolución y círculo en virtud del cual, para el auxilio y perfección ajenos, las cosas superiores se inclinan hacia las inferiores para la excelencia y felicidad propias, las cosas inferiores se elevan hacia las superiores. Sostienen, no obstante, pitagóricos y platónicos que las almas —no sólo por la espontánea voluntad que les lleva a abrazar las naturalezas, sino también por la necesidad de una ley interna escrita y registrada por fatal decreto— vienen a encontrar, llegado un cierto momento, la propia suerte justamente determinada. Dicen asimismo que las almas se alejan de la divinidad; no tanto como rebeldes —por cierta determinación de su propia voluntad— cuanto por cierto orden en virtud del cual se inclinan hacia la materia, de manera tal que vienen a caer, no a causa de una libre intención, sino como por cierta oculta consecuencia. Y ésta no es otra que la inclinación que tienen a la generación, como a cierto bien menor. Y digo bien menor en tanto que pertenece a esa naturaleza particular, no ya en cuanto pertenece a la naturaleza universal, en la que nada ocurre sin un fin óptimo que todo lo dispone según justicia[13], Una vez en la rueda de la generación, las almas (por la conversión que se produce vicisitudinalmente) retornan de nuevo a las moradas superiores.

CICADA.-¿De manera que pretenden éstos que sean las almas impulsadas por la necesidad del destino y que en nada se guíen según su propio consejo?

TANSILLO.-Necesidad, destino, naturaleza, consejo, voluntad: todos concurren en uno en las cosas ordenadas justamente y sin error. Por otra parte (como refiere Plotino), piensan algunos que ciertas almas puedan escapar de ese mal que les es propio, refugiándose en la mente[14] al conocer el peligro, antes de ser revestidas del aspecto corporal, pues la mente las eleva a las cosas sublimes como la imaginación las inclina hacia las inferiores; la mente las mantiene en la estabilidad y la identidad como la imaginación en el movimiento y en la diversidad; la mente tiende a captar la unidad mientras la imaginación se forja sin cesar imágenes varias. Entre ambas hállase la facultad racional, compuesta de todo, como corresponde a aquello en que converge el uno con la multitud, lo mismo con lo diverso, el movimiento con la estabilidad, lo inferior con lo superior.

Pues bien, esta conversión y vicisitud se halla figurada en la rueda de las metamorfosis, donde el hombre se encuentra en la sede más eminente, yace en lo más bajo una bestia, desciende por la izquierda un ser mitad hombre y mitad bestia, y asciende otro, mitad bestia, mitad hombre, por la derecha. Muéstrase esta conversión cuando Júpiter —según la diversidad de afectos y modos de afectos que hacia las cosas inferiores experimenta— se reviste de diversas figuras, asumiendo forma de bestias, o cuando los otros dioses transmigran a formas bajas y ajenas; y cuando, por el contrario, recuperan la propia y divina forma en virtud del sentimiento de la propia nobleza; así también, el furioso heroico, elevándose por la especie concebida de la divina belleza y bondad[15] con las alas de intelecto y la voluntad intelectiva, se alza hacia la divinidad abandonando la forma de sujeto más bajo. De ahí que dijera: «De sujeto vil en dios yo me convierto. En dios me transformo, siendo cosa inferior».

Fin del Tercer Diálogo