37

Me detengo ante las verjas del cementerio. Recuerdo aquel sueño que tuve y no puedo evitar que se me escape un suspiro acompañado de una sonrisa. Me parece que han pasado cien años desde aquello, como si hubiera sido otra Melissa, una mucho más inconsciente y más niña que no sabía cómo enfrentarse a sus temores.

En cierto modo no he podido dejar de pensar que he madurado gracias a todo lo que ha sucedido debido a la historia de Naima. Por eso decidí acudir a hacerle compañía en el aniversario de su muerte y, así, quedarme en paz.

Camino despacio por el cementerio desierto. Supongo que no es muy normal venir a hablar con los muertos cuando no es primero de noviembre. Ni siquiera conocí a Naima, pero puedo decir que la siento dentro de mí más que a nadie. Cuando Ian estuvo a punto de matarme me sentí tan cerca de ella que ya jamás se ha separado de mí. Ya no temo su recuerdo, incluso alguna vez he deseado volver a soñar con ella. También han desaparecido el rencor y la incomprensión. Naima hizo muchas cosas malas, no fue una persona del todo buena con Héctor, pero al fin y al cabo todos nos equivocamos, y ahora sé que la relación que mantenía con Ian se le fue de las manos hasta acabar en su trágico final.

Al principio me enfadé por la condena que le impusieron a ese hombre. Mi deseo era que se pudriera en la cárcel, que los otros presos se cebaran en él a golpes, y no que lo internasen en un centro psiquiátrico. Sin embargo, al cabo de un tiempo me amonesté a mí misma. No me gustaba esa Melissa rabiosa. Después de todo, Ian viviría atormentado y solo el resto de su vida. Supongo que también es algo muy triste.

Doblo la esquina que me separa de la lápida de Naima. Para mi sorpresa, no está solitaria. Hay un hombre cabizbajo apoyado en el mármol. A medida que me acerco y descubro quién es, el corazón se me acelera.

Álvaro alza la cabeza al notar mi presencia. En un principio se muestra sorprendido y receloso; parece no gustarle que lo haya pillado aquí. No obstante, acaba dedicándome una sonrisa. Se la devuelvo y me sitúo a su lado para contemplar la foto de la losa.

—¿Cómo estás, Melissa? —me pregunta.

—Bien. ¿Y tú?

Tan sólo asiente con la cabeza. Ya no me siento nerviosa cuando estoy cerca del padre de Héctor y es algo que me demuestra que todo está superado.

—Supongo que te sorprende encontrarme aquí —dice en voz bajita.

—La verdad es que no, Álvaro. En todo caso, la intrusa soy yo.

—Suelo venir, ¿sabes? Alguien de esta familia tiene que recordar a Naima.

—Héctor lo hacía.

—Sí, pero no podía venir. Y lo entiendo, de verdad que sí.

Guardamos silencio durante unos segundos, hasta que retoma la palabra y, esta vez, sí me sorprende.

—Imagino que en alguna ocasión te habrás preguntado qué sentía yo por ella. —Carraspea y posa la mirada en la lápida—. Lo comprendí por tu forma de observarme. Para mí Naima fue más que la novia de mi hijo, eso está claro. Fue casi como una hija.

En cualquier otra circunstancia y en otro momento me resultaría increíble e incómodo que Álvaro estuviera hablándome de esto. Sin embargo, me siento tranquila, serena, con una madurez en mi corazón que no tenía antes.

—A veces Naima me pedía consejo y apoyo para ayudar a Héctor. Y, aunque quise hacer algo al respecto, no supe cómo.

Estoy observándolo, pero mantiene la mirada fija en la foto de esa Naima sonriente, tan bonita y luminosa. Me da tanta pena lo que le sucedió que los ojos se me llenan de lágrimas.

—Nunca tuve nada con ella. Puede que la quisiera, eso no puedo asegurarlo porque ni yo mismo lo sé. Naima era especial, diferente, y se te metía hondo. —Se pasa la lengua por el labio inferior—. Pero nunca intenté nada, y ella mucho menos. Sé que me adoraba como a un padre, y ambos queríamos a Héctor más que a nuestra propia vida. Jamás le habríamos hecho algo así a mi hijo.

Asiento con la cabeza, convencida de que está siendo sincero. Lo veo en sus labios temblorosos y en su manera de mirar la foto.

—Pero lo que sí hice alguna vez fue decirle que, si quería ser feliz, lo intentara por ella misma, que se preocupara más por su salud y menos por la de mi hijo. No estuvo bien por mi parte, supongo, pero esa chica me preocupaba. Estaba dando toda su vida por Héctor, y él no se comportó como debía en más de alguna ocasión. Su madre y yo lo excusábamos, obviamente, y también el psiquiatra. Héctor no es un mal chico, no tenía la culpa de nada. No elegimos cómo nacer. Por supuesto, ella tampoco actuó nada bien. No debió engañarlo… Siempre he pensado que los problemas pueden solucionarse hablando, aunque quizá ellos no supieron hacerlo.

Se queda pensativo unos segundos y luego vuelve el rostro hacia mí. Tiene los ojos enrojecidos, hinchados, pero se le iluminan con una sonrisa.

—¿Sabes lo que Naima solía decirme?

Niego con la cabeza, conteniendo la respiración.

—Me decía que lo que más le gustaba era sacar una sonrisa a Héctor, que cada vez que lo hacía encontraba sentido a su vida. Y también le encantaba tener la libertad de comportarse con él como no podía con su familia ni con sus allegados. Con Héctor no tenía por qué sonreír siempre, y él la entendía en ese aspecto. Podía enfadarse, quejarse y levantarse de mal humor. Me aseguraba que Héctor la amaba de cualquier forma. Y me di cuenta de que tenía razón: Héctor la amaba por encima de todo, aunque ni él mismo fuera consciente de ello. Así que aún me cuesta entender por qué ella eligió irse con otros.

Me quedo callada, sopesando sus palabras. Una pequeña sonrisa asoma a mis labios mientras ambos nos observamos. Para mi sorpresa, Álvaro apoya una mano en mi hombro; una muestra de aprecio.

—Y tú también. Tú has conseguido que Héctor, desde el primer día que te vio, quiera ser un hombre feliz, alguien mejor.

Noto un temblor en el vientre. Aprieto los labios con fuerza para no derramar ninguna lágrima más. Sin embargo, su nombre provoca que todo mi ser se sacuda.

—Hasta pronto, Melissa —se despide.

Sigo sus pasos con la mirada hasta que desaparece por la esquina. Me quedo muy rígida, sin saber muy bien qué hacer. Transcurridos unos minutos dirijo la vista de nuevo a la foto de esa mujer. Es difícil soltar determinadas palabras aunque no te quepan en el pecho.

En el silencio agradezco continuar viva, poder ver cada día los ojitos verdes de Marta, la hija de Dania, y también los de Víctor, mi adorable sobrino. Menos mal que al final Ana no le puso ningún nombre feo. Agradezco también poder abrazar a mi Aarón siempre que quiera. Maldito, ¡cuánto he sufrido por él! Eso sí, lo que me regocijé con cada una de las docenas de disculpas que me ofreció por haberse comportado como un imbécil. Ha tenido mucha suerte con Alice, quien decidió permanecer a su lado y ayudarlo en su adicción. Todavía recuerdo la tarde en la que ambos fueron a casa de mis padres para contármelo todo. Aarón quería pedirme perdón cara a cara.

—¿Cómo estás, Melissa? —me preguntó Alice con su sonrisa eterna.

Estaba tan feliz de verla junto a Aarón de nuevo que los ojos me hacían chiribitas.

—Estoy bien. Hace ya dos semanas que no tengo ni una pesadilla —le expliqué, contagiada de su sonrisa.

—Mira que te lo advertí, que estabas actuando como una loca… —interrumpió Aarón mirándome muy serio.

Alice y yo chasqueamos la lengua y pusimos los ojos en blanco.

—¿Has venido a echarme un sermón, papi? Está bien, me voy a mi habitación y no saldré en una semana —bromeé.

—Joder, Mel, ¿por qué quitas importancia al asunto? Podría haberte ocurrido algo realmente malo, y todo por no…

Alice posó una mano sobre la suya y él se calló, imbuido de la paz que ella le transmite. Sacudí la cabeza, aún con la sonrisa en el rostro.

—Bueno, la cuestión es que no ha pasado, ¿verdad?

No me apetecía hablar de ese hombre, ni recordar lo acontecido. Lo había catalogado como una experiencia más que me había servido para aprender. Fue horrible, eso es cierto, pero daba gracias cada día por continuar viva y no quería mortificarme más.

Alice se ofreció a ir a la cocina para prepararnos unos tés ya que mis padres se habían ido a pasear. Sabía que quería dejarnos a solas para que pudiéramos hablar con tranquilidad. Los ojos de Aarón se posaron en los míos y me miraron de una forma tan adorable que me lancé a abrazarlo. Se mostró sorprendido.

—Ya no estoy enfadada contigo, si es lo que piensas. Tampoco es que lo estuviera entonces. Lo que estaba era dolida, Aarón. Me dijiste cosas horribles, cuando sólo quería ayudarte. Pero ahora estoy contenta, de verdad, porque lo estás solucionando.

—Sé que me porté como un gilipollas, Mel. Joder, ¡hay que ver cómo te controla esa mierda! —Bajó los ojos, avergonzado porque él mismo más de una vez me había dicho que podía dejarlo cuando quisiera—. Me la ofreció un cliente una noche y, ¿sabes?, estaba estresado, asqueado. Sentía que todo me desbordaba, así que pensé que una raya no me haría daño. Pero luego, cuando me sentía mal, quería otra para sentirme bien y empecé a comprender a Héctor. Lo que pasa es que tendría que haber sido mucho más listo de lo que fui.

—Lo que importa es el presente, nada más.

Le acaricié una mejilla. Por fin se había arreglado la barba y lucía tan perfecto como siempre.

—La psicóloga me ha dicho que he hecho bien en acudir tan pronto, que en otras circunstancias, cuando se lleva más tiempo en eso, es mucho más difícil salir. Pero bueno, ahora ya apenas pienso en la coca, ¿sabes? Y, si alguna vez me estreso y siento que la necesito, me concentro en los ojos de Alice y se me pasa.

—Eso es precioso, Aarón —le susurré, dedicándole a continuación una sonrisa. Y me di cuenta de que cuando yo pensaba en los ojos de Héctor, también me sentía fuerte. Me sentía yo misma.

Ha sido un año complicado para todos y cada uno de nosotros; aun así, continuamos aquí como una gran y bonita familia. No puedo evitar sentir cierta tristeza porque yo sigo respirando y recibiendo cada una de las cosas hermosas de la vida, y, sin embargo, Naima está bajo una fría losa de piedra.

Unos pasos me sacan del ensimismamiento. Al volverme me topo con esos ojos color caramelo que tanto me han hecho vibrar. Esos ojos por los que he derramado tantas lágrimas y por los que he reído tanto. El corazón se me congela unos segundos para, de inmediato, encenderse y quemarme todo el cuerpo.

—Héctor… —Un susurro escapa de mis labios—. Has venido.

—Era hora de hacerlo —murmura.

—Me gustaría haberla conocido. ¿Crees que era una buena mujer? —pregunto jugueteando con el botón de mi blusa.

—Claro que sí. Todos merecemos un perdón —dice con las cejas arrugadas. Le señalo las flores que lleva en la mano—. Son lirios, sus favoritas. —Separa uno de los demás y me lo entrega.

Le doy las gracias con un movimiento de la cabeza y me agacho para dejarlo en el florero.

Me debato unos segundos sobre si contarle o no mi encuentro, pero al final decido hacerlo.

—Me he encontrado con tu padre.

—Lo sé. Él ha venido siempre. Fue capaz de perdonarla mucho antes que yo.

Cruzo las manos por delante del cuerpo y me quedo en silencio mientras observo a Héctor cuando se arrodilla y deposita el ramo. Un pinchazo de ternura me sobrecoge cuando besa la foto. Al incorporarse tiene los ojos brillantes, y pienso que va a llorar, pero al final no lo hace.

—Me habría gustado decirle adiós y que ambos hubiésemos sabido perdonarnos.

—Ella me dijo lo mismo en un sueño —respondo un poco tímida.

Héctor se me queda mirando con curiosidad y después, para mi sorpresa, dice:

—Últimamente he pensado que alguien te ha puesto en mi camino para que cuidaras de mí.

Me entran ganas de llorar, así que vuelvo la cabeza y me muerdo el carrillo para no hacerlo. No ahora. No delante de él. Después de todo…

—Estoy segura de que Naima te perdonó incluso antes de que se fuera —le digo con voz temblorosa.

—¿De verdad lo crees? —pregunta en un tono ansioso.

Al final desisto y ladeo el rostro hacia él con una sonrisa tranquilizadora. Héctor tiene algunos rastros de dolor en su rostro, y quiero ser yo la que se los quite. Asiento y alzo una mano para apoyarla en una de sus mejillas, un poco rasposa debido a la incipiente barba.

—Sí, lo creo porque eres un buen hombre, Héctor. —Me concentro en ese tacto áspero y lo hago mío, me lo voy metiendo en la piel—. Jamás dejes que te culpen de lo contrario. Y mucho menos lo pienses tú. No fuiste culpable de nada. Ninguno de los dos lo fue. Sólo que no supisteis cómo vivir vuestro amor.

Héctor abre la boca para decir algo y sé muy bien lo que es, así que lo acallo posando dos dedos en sus labios. Se los acaricio, deleitándome en esa humedad que desprenden.

—Voy a cuidar de mí. No tienes que preocuparte del daño que puedas causarme.

Mueve la cabeza con esa sonrisa que tanto me gusta, esa que me dice en silencio que soy una testaruda. Y estoy contenta de ello porque, si no lo fuera, el hombre de mi vida no estaría aquí conmigo.

De repente suena su móvil. Apoyo las manos en las caderas y lo miro con una ceja arqueada.

—¿Qué haces con el teléfono encendido aquí?

—Es Aarón —responde, y lee el mensaje que ha recibido—. Está contento. Acaba de salir de su última sesión y quiere celebrarlo.

Se me escapa una risita. Este Aarón, siempre tan inoportuno… Pero entiendo que se sienta así; al fin y al cabo, está curado. Hoy ha sido la última visita a su terapeuta. La verdad es que tengo unas ganas infinitas de verlo, darle un achuchón y decirle lo fuerte que ha sido.

—¿Tenemos tiempo para quedar un rato con él y con Alice? —pregunto a Héctor.

Asiente con la cabeza. Echamos a andar, dejando atrás la foto de esa mujer que, según él, nos ha unido. Y esa idea ya no me parece descabellada sino una hermosa posibilidad. Héctor y yo caminamos por el cementerio en silencio, con las sonrisas pegadas al rostro.

—¿A qué hora tenemos que ir a la prueba del banquete? —le pregunto.

—Me dijeron que mejor a las ocho que a las nueve —responde metiéndose las manos en los bolsillos.

—¡Vamos a ponernos las botas! —Me echo a reír.

Me coge una mano, se la lleva hasta los labios y deja un beso en ella. Agacho la cabeza, tímida y exultante de felicidad.

—No veo el momento en que pueda besarte siendo ya mi mujer —susurra con una mirada tan intensa que me hace temblar.

—Ni yo, Héctor.

Nos detenemos ante la verja del cementerio. Acoge mi rostro en el hueco de sus manos y me lo alza para observarme. Nos sonreímos de manera temblorosa, como si fuera la primera vez que nos encontramos. Mis labios se separan mucho antes de que se acerque, esperando los suyos. Cuando entramos en contacto el corazón me da vueltas en el pecho. Ardo, ardo entera, como si nuestras bocas y nuestras lenguas estuvieran hechas de fuego.

Los dedos de Héctor se pierden en mi cabello, arrancándome un suspiro. Mi vientre se deshace en olas que van haciéndose grandes, enormes, infinitas. Lo aparto con suavidad, aunque tengo ganas de quedarme así el resto de mi vida.

—¡Mira dónde estamos, pervertido! —Le señalo el cementerio a su espalda. Me mira de una forma que me provoca ganas de comerme su sonrisa—. ¿No puedes esperar a llegar a casa?

—Si se trata de ti, no.

Le doy un golpecito juguetón en el pecho. Vuelvo a cogerlo de la mano y tiro de él hasta el coche. Cuando arranca, lanzo una última mirada al cementerio y, por primera vez en muchísimo tiempo, siento que tengo alas en la espalda. Unas que me otorgan una agradable sensación de libertad.

Después de la visita a Aarón y de la degustación de la cena, regresamos al apartamento y hacemos el amor. Primero lo hacemos muy lentamente, observándonos con sonrisas contenidas, acompasándonos en los movimientos. La lengua de Héctor juega con mis pechos, recorre mi vientre hasta llegar al ombligo y me hace querer llevar un hijo suyo ahí.

—Te amo… —le susurro al oído entre gemidos.

—Y yo… Estoy deseando que me des el «sí, quiero» —responde metiéndose en mí una vez más.

—Siempre que me tocas me conviertes en luz —jadeo, y alzo las piernas para atraparlo con ellas por la cintura.

Me sumo a sus delicados y precisos movimientos. Su sexo entra y sale de mí como si hubiéramos sido creados para estar así toda la vida. Rodea uno de mis pechos con su mano y me lo acaricia con mucha suavidad, con un amor tremendo. Lo miro y le dedico una sonrisa, que me devuelve. Quiero que me ame cada noche de mi vida y que lo haga con esa mirada almendrada que me hace sentir la mejor persona del mundo.

Recorro su espalda con mis dedos y repaso el tatuaje con todo mi cariño. Su pene bombea en mi interior, a punto de estallar para mí. Nos colocamos de lado, tan abrazados que no queda ni un solo milímetro entre nosotros. Mis pechos contra su pecho significan libertad, amor, sueños, esperanza, vida. Me acaricia una nalga y me da un suave pellizquito. Se me escapa una risa que acalla con un apasionado beso, uno que termina con promesas que muy pronto van a cumplirse.

—Hacerte el amor me otorga la paz que nunca tuve, mi aburrida… —susurra en mi oído. Y esa voz tan erótica, junto con sus palabras cargadas de amor, hace que estalle.

Me corro mirándolo a los ojos. Lo hago apretándolo contra mí con la boca entreabierta, de la que se me escapan suaves gemidos. Lo hago con todo mi cuerpo, mi alma, mi corazón. Le entrego mi orgasmo, y con él me ofrezco toda. Héctor no tarda ni un minuto en terminar también, regalándome un «te quiero» tras otro. Clavo mis uñas en su espalda, invadida de felicidad.

Me quedo dormida acunada en su pecho. En mi hogar.

Sobra decir que traje de nuevo a Héctor a mi vida, ¿no? En realidad, en cuanto salió por la puerta de la habitación del hospital me di cuenta de que me costaba respirar sin su presencia. Sin embargo, también sabía que necesitaba un tiempo para reflexionar sobre si debíamos estar juntos. Además, me sentía demasiado culpable y avergonzada. Medité acerca del daño que nos habíamos hecho, de lo poco que habíamos confiado el uno en el otro. Fui consciente de que nos habíamos creído nuestras propias mentiras, esas que nos decían que ya estaba todo superado y que podíamos avanzar. La victoria surge de cada uno de nosotros, a pesar de que esperamos que nos la otorguen los demás.

Tras un mes en casa de mis padres comprendí que no quería que nadie que no fuera Héctor se instalara en mi vida. Tan sólo él. Me dolía la piel cada vez que lo recordaba, anhelaba poner voz a esos correos que me enviaba casi a diario. La tarde que vino a verme para saber cómo me encontraba recordé el sabor de sus labios como si nunca me hubiera abandonado.

No me importaron las advertencias de mi madre acerca de que mi futuro con él podía ser duro. Yo misma acudí al psiquiatra en busca de consejo. Quería aprender a curar a Héctor o, al menos, a intentarlo. Si todo estaba en nuestra contra, ya me encargaría de darle la vuelta. Por más daño que nos hubiéramos hecho, lo que tuve claro es que mis días sin él no tienen ningún sentido.

Ya no me importaba nada más que tenerlo de nuevo entre mis brazos y continuar con todo aquello que habíamos empezado. En los días que pasé en casa de mis padres me veía envejeciendo a su lado con nuestras manos arrugaditas entrelazadas y unos cuantos nietos jugueteando a nuestro alrededor. Si eso no es amor, ignoro qué puede serlo.

No sé si existen las medias naranjas, pero sí me convencí de que Héctor se había colado en lo más hondo de mi ser y estaba dibujado en cada uno de mis lunares, escondido en esos huecos de placer que tan sólo él parecía conocer a la perfección.

Por eso lo traje a mí de nuevo. No hubo disculpas, palabras de reproche o dudas. Es como si ambos supiéramos que tenía que ser así. La primera noche que quedamos tras esa corta separación volvimos a conocernos a través de nuestros labios y nuestras manos. Sí, éramos nosotros. No cabía ninguna duda.

Tan sólo nosotros dos podíamos crearnos luciérnagas en el estómago.