13
—Tenga. —Me entrega el paraguas, que ahora está empapado como consecuencia de la caída.
Lo cojo con cuidado, casi con las puntas de los dedos, para que esta vez no me roce. Lo hago con la vista fija en él. Sonríe de manera provocativa, como si fuéramos amigos —o peor aún, amantes— de toda la vida.
—Muchas gracias. —Asiento con la cabeza.
Me dispongo a marcharme, pero me impide el paso, y, tal como me ocurrió en nuestro primer encuentro, el corazón se me acelera.
—¿Se siente bien? No tiene muy buen aspecto —dice, aunque sé que mi salud es una excusa.
—Sólo ha sido el susto —murmuro agachando el rostro de nuevo. No soporto esa mirada que se me clava hasta lo más profundo del alma.
—A veces los peones de algunos almacenes van como locos y son muy maleducados. —Se queda callado y después me pregunta—: ¿Le duele el hombro?
Por el rabillo del ojo veo que acerca uno de sus dedos. Me echo hacia atrás.
—No, no me duele.
Intento pasar por su lado para continuar mi camino y en esta ocasión me lo permite. Sin embargo, no he dado ni dos pasos cuando su voz retumba en mis oídos.
—Espéreme en la cafetería que hay enfrente de la rotonda. Hace frío, y está muy mojada. —Baja el tono de voz al pronunciar esta última palabra. Se me antoja que lo ha dicho con un doble sentido, aunque no puede ser. No nos conocemos, y eso sería una falta de respeto muy grande.
Me quedo quieta ante él, notando cómo se acerca a mi espalda. Trago saliva, y me digo que lo que debo hacer es ignorar esa propuesta descarada y marcharme. Estoy a punto de lograrlo. Casi lo consigo. No obstante, me doy la vuelta y, sin apenas mirarlo a la cara, me dirijo a la cafetería, como me ha sugerido.
Mientras espero sentada, el corazón retumba en mi pecho pugnando por avisarme de que no estoy haciendo lo correcto. Diez minutos después entra, secando mi boca. Sus pasos introduciéndose en mis oídos. Su mirada clavándose en mi rostro. Mi cabeza rogándome que acabe con esta estupidez. Bueno, esto era lo que quería, ¿no? He venido hasta este lugar apartado para encontrarme con él y, ahora que la casualidad lo ha traído a mí, ¿por qué me arrepiento?
A medida que se acerca a la mesa, quitándose al paso la gabardina, lo observo disimuladamente. No puedo evitar pensar que es un hombre demasiado atractivo. Es un imán para las mujeres, y lo delatan las miradas que se está llevando de un buen número de las féminas de la cafetería. Y, al mismo tiempo, desprende un aura un tanto oscura que puede que aún las atraiga más. Me está sonriendo, tanto con los labios como con los ojos, y me encojo en mi asiento como no hacía en mucho tiempo. Una vez que ha dejado su gabardina en el respaldo de la silla y, sin decir nada, se dirige a la barra. Ni siquiera me pregunta lo que quiero y, por unos segundos, pienso que es un arrogante machista. Mis ojos estudian su cuerpo: va vestido con un pantalón negro ajustado y con un chaleco del mismo color, bajo el que destaca una camisa blanca que parece ser muy cara. Cuando regresa a la mesa me fijo en su corbata y el corazón me da un vuelco. Debería estar prohibido que le quedara tan bien.
—Le he pedido un cappuccino —dice como quien no quiere la cosa—. Espero que le guste.
Voy a contestar que en realidad no me gusta, pero me contengo. No quiero parecer tan maleducada como él. ¿Es posible que esta actitud le funcione con otras mujeres? Siempre he detestado que elijan por mí. Mientras esperamos a que nos sirvan no deja de mirarme ni por un segundo. Lo único que hago es recorrer la cafetería con los ojos, y descubro a unas cuantas mujeres vestidas con monos de trabajo susurrando entre ellas. Imagino que se preguntan qué hace este hombre con alguien como yo. De repente estira la mano, provocando que dé un brinco. Me doy cuenta de que lo único que pretende es presentarse.
—Me llamo Ian.
Dudo qué contestar. No sé si decirle mi nombre real. Hay algo en él que se me antoja extraño, amenazante. Sin embargo, al final contesto:
—Yo Melissa.
Su mano estrecha la mía. La tiene cálida y muy suave. Otra sacudida en mi pecho.
—Un nombre encantador. —Esboza una sonrisa. Una muy peligrosa, de esas que hacen que todo el mundo caiga a sus pies y lo adore. Sin embargo, me mantengo firme. Sé muy bien por qué estoy aquí y, a medida que pasan los minutos, me convenzo de que mis sospechas no eran erróneas.
—El suyo también es bonito —murmuro.
Esboza otra sonrisa ladeada y me observa fijamente con su mirada felina.
—¿Todavía le duele el hombro? —Me lo señala.
—Ya casi no —respondo acariciándomelo—. Creo que, más que nada, ha sido la sorpresa. También ha sido culpa mía, pues iba algo despistada.
—No. Ese muchacho ha sido un irrespetuoso —opina abriendo los ojos y mirándome con gesto enfadado, como si realmente le hubiera molestado tanto lo que ha ocurrido—. Muchos padres deberían educar mejor a sus hijos.
Agacho la cabeza y carraspeo. No sé si es que los suyos le han inculcado una educación muy estricta. Pedir un café sin saber la opinión de alguien a quien no conoces no es que sea de personas muy bien educadas.
—Es un día precioso, ¿verdad?
Me quedo con la boca abierta, sin saber qué decir. Lo cierto es que a mí los días de lluvia no me gustan a no ser que esté en casita con una enorme taza de té y un libro entre las manos. Observo que él no está mojado y que ni siquiera lleva paraguas.
—¿Es usted impermeable al agua o qué? —bromeo únicamente para sentirme menos incómoda.
Suelta una risita y niega con la cabeza.
—Cuando he salido del trabajo, ya sólo caían cuatro gotas.
—Qué suerte —murmuro tratando de forzar una sonrisa—. Últimamente me ha dado por caminar en lugar de coger el coche, pero hoy me habría venido mejor conducir y no helarme.
—Caminar bajo la lluvia es propio de personas con un corazón atormentado. —Entrecierra los ojos y echa la cabeza a un lado para observar mi reacción.
—La mayoría de las veces es propio de personas que creen que no va a llover y no cogen paraguas. —Le dedico otra sonrisa, cada vez más forzada.
Vuelve a reír ante mi comentario y luego se queda en silencio durante unos segundos que se me antojan eternos.
—¿Me estaba buscando? —me pregunta de repente.
—¿Perdone? —Parpadeo confundida.
—¿A qué se dedica? —Cambia rápidamente de tema.
—Soy escritora —respondo al cabo de unos segundos.
Calla otra vez y estudia mi rostro. Al fin, dice:
—En realidad, lo sabía. La he visto en las librerías. Pensé que estaba volviéndome loco al ver su rostro.
Su respuesta me deja patidifusa. Ladeo la cabeza, tratando de coger aire y sin saber qué contestar. Por suerte, la camarera se acerca a nosotros en ese momento y nos entrega las tazas de café. Una vez que se ha ido decido tomar la palabra.
—Y usted, ¿en qué trabaja? —Más o menos me lo imagino, pero lo pregunto por hablar de algo.
—Trabajo en la empresa de mi padre. —Tiene una curiosa manera de abrir más los ojos cuando pronuncia determinadas palabras—. Tecnología sanitaria y esas cosas.
Uno de esos pijos ricos que creen que lo saben todo de la vida.
—El señor Castile —respondo intentando forzar una sonrisa. Si él quiere jugar, entonces yo también lo haré. Voy a mostrarme segura. No debo permitir que me coma.
—Así es —dice extrañado.
Me anoto un tanto.
Doy un sorbo al café para que no vea mi sonrisa. Me pone nerviosa su forma de mirarme, pero, a pesar de todo, estoy consiguiendo tranquilizarme un poco. Remueve su bebida sin borrar esa sonrisa que se me antoja demasiado petulante.
—Seamos sinceros —dice de repente, sobresaltándome. Tiene una voz ronca, sensual, que se clava en la mente.
—¿A qué se refiere? —pregunto como si realmente me sorprendiera.
Empiezo a pensar de nuevo que ha sido una soberana gilipollez venir aquí con él. ¿Desde cuándo me pongo a tomar café con un desconocido tan fácilmente? Y encima no con uno cualquiera.
—Creo que es mejor que nos tuteemos, ¿no?
Abro la boca con la intención de decirle que no, que tutearnos significaría una cercanía y una confianza que no deseo. No obstante, no me sale palabra alguna, así que lo único que hago es mirarlo hasta que se me torna borroso.
—Reconócelo: me buscabas. —Ni siquiera espera a que le dé permiso, directamente me tutea.
—¿Por qué dice eso? —Yo, sin embargo, me mantengo firme.
—Soy más inteligente de lo que piensas. —Da otro sorbo a su café y, cuando baja la taza, se ha puesto muy serio.
—Eso no lo dudo —respondo con un hilo de voz.
—¿Qué iba a hacer una mujer como tú en un lugar como éste? Me refiero a que la empresa de mi padre está bastante alejada de todo…
Hace que me sienta como un insecto que va a ser devorado de un momento a otro. Como empiezo a ponerme muy nerviosa, cojo mi bolso y rebusco hasta dar con la cartera.
—Ya he pagado —me dice al verme sacar unas monedas.
—Pues… gracias. —Asiento con la cabeza.
—Ambos sabemos por lo que estamos aquí —continúa con su ronca voz, ladeando la cabeza.
—¿Ah, sí?
—Las casualidades no existen.
—Pues yo creo que sí… —me atrevo a decir alzando la mirada y posándola en sus ojos claros.
—¿Es una casualidad que estemos en esta cafetería? —Abre los brazos y enseña los dientes a través de una sonrisa—. Porque tú me estabas buscando, Melissa, por eso has acudido hasta la empresa donde trabajo. —Ha pronunciado mi nombre en tono irónico, algo que no logro entender y me seca la boca—. Y estaba deseando encontrarte.
Me quedo callada unos segundos, los suficientes para encontrar las palabras y el valor necesario para responderle.
—No sé de lo que está hablando. Es mejor que me vaya.
Hago amago de coger la chaqueta; sin embargo, adelanta una mano y la posa sobre la mía. La aparto como si quemara y, al mirarlo, me topo con esa sonrisa lobuna que está empezando a preocuparme.
—Reconócelo: viniste hasta aquí con la esperanza de encontrarme.
Dejo escapar una risa desdeñosa. No obstante, advierto en su mirada que sabe que estoy fingiendo. Dejo la chaqueta en la silla, poniéndome muy seria. Se echa hacia atrás y apoya la espalda en el respaldo sin borrar ese gesto arrogante.
—Sólo quería saber una cosa —murmuro.
—Entonces, pregunta.
Se inclina hacia delante, los codos apoyados en la mesa, con una mirada sombría y, al tiempo, hipnotizadora. Abro la boca y no me salen las palabras, boqueo como una tonta hasta que me salva.
—Quieres saber por qué te llamé Naima.
Trago saliva al tiempo que asiento con la cabeza. Se echa a reír, desviando la vista unos instantes y pasándose la lengua por los labios. Es demasiado atractivo. Es una belleza altamente peligrosa.
—Cualquiera olvidaría algo así en cuestión de segundos —me dice, delatándome. Acaricia los bordes de la taza de café de una forma muy sugerente—. A no ser que conociera a la persona con la que la han confundido o que fuera esa persona, claro. —Su sonrisa se ladea aún más. Mi corazón ha empezado una carrera demasiado rápida.
—No, yo… —Pero las palabras no me salen. Estoy cayendo en su trampa. Soy una mosquita a punto de ser devorada por esa araña oscura y enorme.
—Es evidente por qué te llamé así —dice en voz baja, más para él que para mí.
—¿Cómo?
—Cuando te vi, pensé que había regresado. No sabía cómo, pero ella estaba aquí otra vez. —Sus ojos apuntan hacia mí, pero me doy cuenta de que no está mirándome, sino que está sumido en sus pensamientos—. Qué locura, ¿eh? —Ahora sus ojos sí que vuelven a observarme. Un pequeño hoyuelo se forma a un lado de la comisura de sus labios—. Es imposible que ella vuelva, ¿no? En serio, a primera vista sois tan parecidas… El color del pelo, la forma de la cara… —Se queda callado unos instantes, estudiando todo mi rostro—. Pero hay cosas diferentes. Muy distintas, sí. La manera de mirar. Tus cejas, un poco más finas. Ese pequeño lunar que tienes cerca de la oreja… —Me llevo una mano a la mejilla, confundida y asustada. ¿Cómo es posible que se haya fijado en algo tan insignificante?—. La voz. La forma que tienes de morderte el labio al estar nerviosa y la de llevarte la mano al cuello y toquetearlo… —¿Cómo es posible que en un ratito haya reparado en tantos gestos míos? ¿De verdad los he hecho todos?—. Sois distintas y, al tiempo, parecidas. Es tan extraño todo…
Se calla otra vez y se termina el café. Mete la cucharilla en la taza y la aparta. También apuro mi cappuccino. Está frío y me resulta demasiado empalagoso.
—Es increíble hasta qué extremo pueden parecerse dos personas sin ser hermanas —musita con una sonrisita—. Podríais haber pasado por mellizas.
—No soy su hermana —lo interrumpo como una tonta, un poco asustada por su observación.
Me mira con los ojos muy abiertos y con una sonrisa cada vez más ancha. Está claro que sabe que no somos familiares.
—Por supuesto. Pero afirman que todos…
—… Tenemos un doble —termino su frase.
—Da un poco de miedo —confiesa sonriendo.
—Usted mismo lo ha dicho: no somos tan iguales. —Intento convencerme a mí misma. Esta vez sí que no me dejo engatusar; cojo mi chaqueta y me la pongo a toda prisa. Ni siquiera me preocupo en abrocharme los botones, sino que me cuelgo el bolso al hombro, agarro el paraguas y me levanto—. Me voy.
—Espera. —Me coge del brazo cuando paso por su lado. Trato de desembarazarme de él, pero me aprieta y, como no quiero dar un espectáculo aquí, desisto y lo miro con impaciencia—. En serio, ¿por qué has venido a buscarme? —Parece un poco ansioso.
Y yo… también lo estoy. Me muero por saber qué unía a este hombre con Naima. Sin embargo, otra parte de mí me grita que es mejor abandonar esta idea descabellada.
—Ni siquiera conocí a esa mujer —respondo.
Ian me suelta y, de inmediato, me dirijo a la salida. No obstante, no he terminado de salir cuando noto que me sujetan otra vez. Al volverme su rostro está demasiado cerca del mío. Su cálida respiración con aroma a café impacta en mi nariz. Entrecierro los ojos, sintiéndome mareada. Me doy cuenta de que me ha cogido de la mano y está depositando algo en mi palma.
—Hasta pronto, Melissa. —Su tono de voz no denota ninguna duda. Piensa que nos encontraremos otra vez.
Me quedo en la puerta de la cafetería mientras él camina calle abajo con las manos en los bolsillos. Ha dejado de llover y el sol empieza a asomar por entre las nubes. Cuando miro lo que me ha dado, el estómago me palpita casi tanto como antes el corazón.
Una tarjeta. Con su nombre y su teléfono.