10
Durante unos minutos permanezco en el mismo lugar, quieta como una estatua. No puedo hacer otra cosa más que pensar en ese nombre. Y no quiero. Se había ido de mi vida. De la de los dos. Trago la saliva que he estado reteniendo y parpadeo. Miro a mi alrededor para asegurarme de que el hombre se ha marchado. Me doy cuenta de que tengo las manos bañadas en un sudor frío y que el corazón me late a una velocidad inaudita. Pienso que la gente estará flipando conmigo, pero al echar un vistazo descubro que apenas hay nadie y que las pocas personas que se ven están centradas en sus cosas.
«No pasa nada, Mel. Ese hombre te ha confundido con otra persona, sí. ¿Y qué? No con ella. Ha sido pura casualidad», me digo. ¡Maldita sea, pues claro que no lo ha sido! Ese tío se ha quedado como si hubiera visto un fantasma. Y supongo que si ha creído que yo era ella… es normal que se haya sentido así. Pero a ver, no pasa absolutamente nada. Debía de conocer a Naima, punto. Quizá eran amigos, compañeros de trabajo… Qué sé yo. «Mel, no seas gilipollas», dice en ese momento la maquiavélica vocecita de mi cabeza. Trato de apartarla, pero no hay manera. Es esa voz que, a pesar de todos tus intentos, reaparece una y otra vez para torturarte con aquello que no quieres ni necesitas escuchar. «¿Y si ese hombre conoció a Naima de una manera más… íntima? Recuerda cómo te miraba, te estaba comiendo. Es evidente que tu visión lo ha dejado trastocado».
A ver, no. Dejemos las tonterías para otro momento. Y, en el caso de que ese tío hubiera sido algo de Naima, pues bien por él. A mí ni me va ni me viene, ¿no es cierto? Ella no forma parte de mi vida. ¡Joder! Estoy hecha un lío. Ni siquiera sé si todas estas paranoias son reales o soy yo la que está montándose una película.
Me recoloco un mechón molesto detrás de la oreja y echo a andar con la intención de marcharme de aquí. Estoy un poco mareada y necesito algo de aire fresco. Sin embargo, mis pies me llevan en otra dirección. Maldita sea, deben de estar bajo las órdenes de la malvada voz de la cabeza. Cuando quiero darme cuenta, estoy delante de la empleada que atendía a ese hombre. No puedo dar media vuelta y marcharme porque ella ya está mirándome con una sonrisa en su rostro perfectamente maquillado.
—Hola. ¿En qué puedo ayudarla?
—Sí, mire… —Me rasco el dorso de la mano de forma disimulada—. Es que mi futuro marido trabaja para una famosa revista y, la verdad, le encanta ir bien vestido… —No sé si estoy siendo convincente o qué, pero me tiembla la voz—. La cosa es que me ha parecido maravilloso un traje que he visto.
—¿Cuál?
—Pues… el que llevaba el hombre de antes… Ése al que usted se lo estaba ajustando.
—Ah, se refiere al señor Castile.
Asiento con la cabeza, aunque no tengo ni puñetera idea de cómo se llama o apellida ese tipo.
—Me gustaría uno igual para mi futuro marido —continúo. No sé qué estoy tratando de conseguir. ¿Que esta chica me diga quién es él? Sí, claro… Espera sentadita, Mel.
—Pues no podrá ser, señora —dice con expresión de disgusto, como si realmente lo sintiera—. Verá, es que el señor Castile es muy peculiar y no le gusta que nadie vista como él.
—Ah… —contesto asombrada. Así que es peculiar…
—Exigió que le hicieran ese traje para él. Ya sabe, cosas de ricos. Con eso de que es importante y como se deja tanto dinero aquí…
—Ah, que suele venir mucho.
—Sí. Al menos una vez al mes. Y ya le digo, siempre compra lo más caro y muchas veces se lo confeccionan expresamente para él.
Parece que la chica tiene ganas de hablar y que lo conoce, pero está claro que tampoco puedo ponerme a preguntarle por él en plan obsesa.
—Bueno, pues muchas gracias.
—De todos modos, le aconsejo que mire otros trajes, a ver si le gusta alguno. —Me sonríe como pidiéndome disculpas. Obvio, no quiere quedarse sin una venta.
—Claro. Volveré con más tiempo.
Me despido de ella y me dirijo a la escalera mecánica. Mientras atravieso los pasillos en busca de la salida, mi mente se imagina que ese hombre aparecerá de repente y que acabaré muerta del susto. Sin embargo, no sucede nada de eso y consigo traspasar las puertas sin que nadie me intercepte.
Un segundo después estoy entrando de nuevo en el centro comercial. Pero ¿qué hago? Subo por la escalera hasta la planta en la que he estado hace apenas unos minutos. Camino disimuladamente por entre los estantes repletos de ropa hasta acercarme a la marca de Mirto. La dependienta ya no está aquí. Una locura cruza por mi mente en ese mismo instante. «Melissa, ¡no seas insensata! Vete a tu casa que no pintas nada aquí», me susurra la vocecilla temerosa. Sin embargo, mis ganas por saber de ese hombre son el triple de grandes que antes, así que me dirijo hacia el mostrador en el que se encontraba la chica que me ha atendido. Hay un ordenador y unos cuantos papeles. Echo un vistazo alrededor para comprobar que nadie mira. Rebusco entre las hojas con la esperanza de encontrar algo, pero tan sólo son facturas y ninguna de ese hombre.
«¡Mel, por favor, pírate ya!», insiste mi mente. La mando a paseo. Intentaría acceder al contenido del ordenador, pero no sé por dónde empezar a buscar y podrían pillarme en cualquier momento. Estoy a punto de marcharme con la desilusión en el cuerpo cuando me fijo en un pequeño mostrador en el que no había reparado. Hay cintas métricas, agujas y algunas telas. Ahí debe de ser donde toman las medidas para los trajes. Con un presentimiento, corro hacia allí. Miro hacia atrás por encima del hombro y descubro que un hombre está curioseando los trajes. No puedo hacerme pasar por una dependienta ya que no llevo uniforme, así que tendré que ser rápida.
Encuentro unos cuantos papelitos de color rosa claro en los que hay anotaciones. Son medidas, nombres de prendas, nombres de personas… ¡Dios, estoy de suerte! Veo uno en el que pone algo de Castile y no me lo pienso ni un momento. Ni siquiera me paro a leer todo lo que dice. Me lo meto en el bolsillo de la chaqueta y, cuando me doy la vuelta, me choco contra alguien. Se trata de la dependienta de antes. ¡Ay, no!
—¿Ha vuelto porque ha encontrado algo que le guste?
Niego con la cabeza. Supongo que tengo las orejas rojísimas porque noto que me arden. La chica se me queda mirando con curiosidad, y se me pasa por la cabeza que me ha visto coger el papel. En ese momento el hombre que estaba mirando ropa se acerca a nosotras y me salva. Vaya, al final hoy va a ser mi día de suerte.
—Perdone, ¿puede ayudarme?
La dependienta se da la vuelta hacia él con una sonrisa y aprovecho para largarme. Bajo de dos en dos los escalones de la escalera mecánica, y a punto estoy de caerme. Aprieto el papelito con los dedos, pero no lo saco de mi bolsillo ni siquiera cuando ya estoy en la calle.
Decido regresar a casa caminando para poner cada uno de mis pensamientos en orden. No obstante, acaba siendo peor porque a medida que me acerco al apartamento me pongo más y más nerviosa. Intento tranquilizarme diciéndome que ha sido una chorrada, una casualidad de esas que suceden una vez en la vida y ya está. Me he cruzado con una persona que tuvo algún tipo de contacto con otra persona que casi me arrebata al hombre de mi vida aun estando muerta. Pues ya está. ¡No pasa nada! Esas cosas suceden día sí y día también, ¿verdad? Ocurren porque en realidad el mundo es pequeño, todos estamos más cerca los unos de los otros de lo que creemos. Nos cruzamos a diario con rostros que son desconocidos pero que quizá están ligados, de un modo u otro, a otra persona que está conectada a otra que… Me estoy armando un lío yo solita.
Cuando llego a casa y saco las llaves para abrir la puerta ya estoy histérica. Tomo aire y giro la llave. Como es habitual, Héctor no ha llegado todavía. Dejo el bolso y la bolsa con la compra, me quito el gorro, los guantes y el abrigo, y corro a la cocina a prepararme un té, que es lo único que me tranquiliza cuando mis nervios hacen de las suyas. Una vez que lo tengo, regreso a la entrada y saco el papelito del bolsillo del abrigo. Una inicial, que debe de ser la de su nombre, y el apellido: I. Castile. Debajo un número de teléfono fijo y una dirección. Voy con mi taza de té al despacho, donde conecto el ordenador con la intención de buscar algo, aunque no sé exactamente qué.
Me paso un buen rato persiguiendo cualquier información que me dé una pista, pero, como es evidente, no descubro nada que me resulte útil. He buscado por Ismael Castile, Iván Castile, Iñaki Castile… Nada. He encontrado algo acerca de un tal Emilio Castile, un señor de unos sesenta años que es uno de los mayores inversores de una de las mejores empresas que trabajan con tecnología sanitaria. He visto una foto de él y la verdad es que este caballero y el hombre de El Corte Inglés guardan cierto parecido, en especial en los ojos. Quizá sea su padre. No sería una idea tan descabellada cuando la dependienta me ha dicho que es un hombre rico e importante, como el tal Emilio Castile. Tengo un número de teléfono y la dirección. ¿Debería llamar? ¿Y qué cojones iba a decirle?
Estoy tan enfrascada en mis pensamientos que ni me entero de que Héctor ha llegado hasta que oigo unos pasos a mi espalda. A continuación sus manos se posan en mi cintura. Doy un brinco.
—¿Qué haces, amor? —me pregunta cuando me doy la vuelta hacia él.
—Nada. Aquí, documentándome para la novela…
—¿Te has divertido con Ana? —Me da un rápido beso en los labios.
—Sí. Hemos comprado unas cuantas tonterías. —Para olvidarme del asunto del hombre, me levanto y voy corriendo a la entrada en busca de los DVD. Se los enseño con una sonrisa nerviosa—. Me encantaban cuando era una cría.
—Nunca he visto este tipo de dibujos, quizá me anime algún día. —Los coge y da la vuelta a uno para leer la sinopsis.
—¿Quieres que te prepare la cena? —le pregunto intentando no mostrarme demasiado ansiosa.
—¿No es un poco pronto? —Se aparta la manga de la camisa y echa un vistazo al reloj—. Ya luego, cuando tenga hambre, me hago algo.
Al final nos sentamos un rato en el sofá con sendas copas de vino. Con tal de no pensar en nada relacionado con lo que me ha pasado, le explico que me he encaprichado de una vajilla maravillosa y sugiero que podríamos ir los dos a verla. «Tú lo que quieres es encontrártelo otra vez», susurra la maldita vocecilla de mi cabeza.
—Pues… ¿te acuerdas de lo que te he dicho antes en el mensaje?
—¿Qué?
—Lo de que tenía una buena noticia.
—Ah, sí.
—Es sobre la revista.
—¿Van a darte otro ascenso? —pregunto esbozando una sonrisa. Sé que para él es importante y está luchando muchísimo por ser uno de los mejores.
—De momento no, pero quizá con esto…
—¡Venga, cuéntame! —le suplico haciéndole cosquillas.
—He conseguido que Abel Ruiz acepte hacer las fotos para el número de primavera.
—¿En serio? ¿Estás hablándome del Abel Ruiz que yo pienso?
—Sí, sí. Del famoso fotógrafo de moda que trabajó con Gabrielle Yvonne y Nina Riedel —responde, con los ojos alegres.
—¡Uau! Eso es fantástico, cariño —digo sinceramente. Dejo mi copa sobre la mesita y me inclino para abrazarlo.
—Ha venido hoy a las oficinas y hemos cerrado el trato.
—¿Y cómo es en persona?
—Impactante. Muy seguro de sí mismo, amable… Es de esas personas que te enganchan con la primera palabra que sueltan. —Héctor da un sorbo a su vino antes de proseguir—. Y su mujer, Sara, es muy simpática también. Ella y su hija lo acompañaban.
—¡Qué maravilla! —Me obligo a continuar sonriendo.
Estoy escuchándolo, trato de mantener la conversación, pero mi maldita mente se va al otro asunto una y otra vez, y no, no quiero.
—Si algún día tenemos que comer o cenar juntos, podrás conocerlos. En serio, me han caído genial.
Héctor sigue explicándome algo más sobre los modelos a los que fotografiarán para el nuevo número, que es muy esperado. Si todo sale a pedir de boca, es muy probable que su ascenso llegue antes de final de año. Asiento con la cabeza e intervengo en algunos momentos, aunque ni siquiera sé cómo lo hago. En la cena ya no está tan charlatán porque empieza a entrarle el cansancio. Cuando regresamos al sofá para reposar y ver la tele un rato se queda dormido a los pocos minutos, y yo me paso casi diez alternando canales hasta que finalmente lo despierto y nos vamos a la cama.
Bajo las mantas Héctor se aprieta a mi espalda, con la cara apoyada en ella, y me desea las buenas noches tras un «te quiero» que, en lugar de tranquilizarme, me inquieta un poco más.
Me duermo pensando en unos ojos que no son los suyos y que, en realidad, me provocan escalofríos. Sé que sueño con ese hombre, y que no es nada agradable. Sin embargo, al despertarme no consigo recordar nada.
La música del teléfono me martillea en el oído. ¡Maldita sea la gracia! ¿Por qué no lo puse en modo silencio? Estos días estoy muy descuidada y cansada. Palpo el lado de la cama donde duerme Héctor, pero él ya no está. Después tanteo en el aire hasta dar con la mesilla y rozo el móvil con los dedos. Casi sin mirar el nombre, le doy a la opción de colgar. Se trataba de Aarón. ¿Para qué me llama tan pronto si últimamente pasa de mí?
Me noto muerta de cansancio, pero, a pesar de todo, ya no consigo volver a dormirme porque los nervios reaparecen, como casi todas las mañanas. Abro los ojos del todo y me quedo mirando el techo. Mi cabeza ya está dando vueltas y más vueltas, y eso que tan sólo hace unos minutos que se ha despertado. Al final vuelvo a coger el teléfono y descubro con horror que son casi las doce del mediodía. ¡Pero si pensaba que serían las ocho o las nueve como mucho! Se ve que he dormido como un tronco porque ni me he enterado del momento en que Héctor se ha marchado. Por Dios… ¡Y yo que quería levantarme temprano para escribir! El problema es que me he pasado la mayor parte de la noche en vela, hasta que me adentré en una inconsciencia intranquila en la que sé que hubo algún sueño… que no recuerdo bien.
—Vamos a ver qué quiere éste… —murmuro ahogando un bostezo. Me digo que a lo mejor a Aarón le apetece comer conmigo. Podría contarle lo que me sucedió en los almacenes.
Le devuelvo la llamada y espero unos segundos hasta que lo coge. No es su voz la que me saluda, sino una que al principio no logro reconocer. La voz de una mujer asustada.
—¿Mel?
—¿Sí?
—Soy Alice.
Me incorporo de golpe, con el corazón trotando en mi pecho. ¿Por qué lo coge ella? ¿Ha sido quien me ha llamado? Y si es así, ¿por qué? ¿Y por qué parece tan preocupada? Ay, madre, que todavía no sé nada y ya me va a dar algo. ¿Y si a Aarón le ha pasado algo relacionado con eso que me rondaba la cabeza…?
—No sabía a quién llamar —dice ella en un murmullo.
—¿Qué ocurre?
—Aarón y yo discutimos anoche… —La voz le tiembla—. Se fue y no sé adónde ha ido. Se dejó el móvil aquí. Quise ir a buscarlo, pero… —No puede continuar hablando porque le sobreviene el llanto.
—¿Dónde vives? —le pregunto levantándome de la cama. Voy al armario y empiezo a coger mis ropas con tan sólo una mano.
Alice me da su dirección y, diez minutos después, yo ya estoy dentro del coche. No me ha querido contar por teléfono lo que sucede, pero está clarísimo que no es nada bueno. No me llamaría por una simple discusión. Mierda, ¿por qué no puede haber un poco de tranquilidad en nuestras vidas? Cuando una empieza a sentirse bien, algo aparece de repente y le fastidia la sonrisa.
El edificio en el que Alice vive no está muy lejos del de Héctor, así que no tardo mucho en llegar. Incluso encuentro aparcamiento bastante pronto. «Bueno, Dios, gracias al menos por esto», exclamo para mí. La finca es antigua y está destartalada, con la pintura de la fachada cayéndose a trozos. Llamo al timbre y, sin decir palabra alguna, ella me abre. No me habría imaginado por nada del mundo lo que me encuentro cuando llego a su planta y la descubro en el umbral de la puerta del apartamento.
Me observa con aire triste y avergonzado. Tiene uno de los ojos amoratado y medio cerrado a causa de la hinchazón. Su labio inferior también presenta un aspecto horrible. Está pálida, con el cabello alborotado y el aspecto de una niña indefensa, muy diferente al de aquella mujer fuerte que conocí en el hospital. Me quedo rígida, sin acertar a dar un paso más y sin saber qué hacer. No necesito que me diga quién le ha hecho semejante barbaridad. Ha sido un monstruo que no respeta a las personas y que no sabe lo que es el amor. Por fin consigo reaccionar al ver que Alice rompe a llorar. Entro en el piso, cierro la puerta a mi espalda y la rodeo con mis brazos, intentando transmitirle algo de serenidad aunque yo misma estoy atacada. Le pregunto dónde está el salón y me indica con un dedo. La siento en un viejo sillón y me acuclillo delante de ella.
—¿Y tus hijos? —le pregunto, preocupada por el hecho de que lo hayan visto todo. Según nos dijo Aarón, no sería la primera vez.
—Están con su abuela. Ella los había recogido del cole y yo aún no había ido a buscarlos —responde con una vocecilla aguda.
—Tenemos que denunciar esto, Alice.
—Ya vino la policía ayer.
—¿Y entonces…?
—Tuve que ir a comisaría. Fue horrible verlo allí, detenido.
—¿Por qué, Alice? ¿Por qué te sabe mal que estuviese detenido? ¡Es lo que se merece alguien así! —le digo, asombrada por sus palabras.
—No, no es eso. —Niega con la cabeza. Un par de lágrimas se deslizan por sus mejillas hasta llegar a sus labios. Parece que incluso eso le duele porque hace un gesto raro—. Fue horrible porque vi otra vez sus ojos… Unos ojos que me decían que no pararía hasta que me viera muerta.
—Oh… —respondo, sin encontrar las palabras adecuadas. Al fin, digo—: Pues debería estar allí ya desde antes. No entiendo cómo puede seguir libre.
—Ya estuvo encerrado unos meses. Por ese entonces me sentía con fuerzas al saber que la justicia estaba ayudándome.
—¿Y por qué lo soltaron, joder?
Alice se encoge de hombros.
—Supongo que no había suficientes pruebas.
—¡Esto es increíble! —exclamo indignada. Cojo a Alice de las manos porque le tiemblan mucho y quiero tranquilizarla.
—Fue como volver al pasado. Y no quiero vivir así. No puedo vivir con más miedo. Necesito sentir que estoy segura y que mis hijos también lo están —me dice llorando. El estómago me da una sacudida cuando me mira con su ojo amoratado.
—Ahora ya han visto que todo es real, que ese hombre es un auténtico maltratador. —Intento animarla con mis palabras, aunque sé que todo esto es demasiado horrible para ella—. Seguro que ahora le cae una condena mayor.
—No pensé que quebrantara la orden.
Alice vuelve la cabeza a un lado y se queda mirando algo. Dirijo la vista en esa dirección y descubro una foto en la que aparecen ella y dos niños muy rubios.
—¿Son tus hijos? —le pregunto cogiendo el marco. Asiente con la cabeza y esboza una sonrisa—. Son guapísimos. Unos ángeles.
—Ellos son los que más me preocupan, Melissa. —Se le escapa un sollozo. Me apresuro a buscar un pañuelo en el bolso que cuelga de mi brazo. Le tiendo un paquete de pañuelos. Tarda unos segundos en conseguir abrirlo de lo temblorosa que está—. Mis hijos son mi vida, y sé que los quiere para él, aunque sólo para hacerme daño porque está claro que no siente amor por ellos.
Toda esta historia está provocándome una sensación horrible. No logro entender cómo es posible que existan en el mundo personas así. Tener delante a esta mujer que imaginé tan fuerte y que ahora, sin embargo, parece un animalillo asustado me causa una rabia terrible, a pesar de que la conozco desde hace muy poco. Sí, porque verdaderamente Alice no se merece todo esto. Nadie, nadie se merece ser golpeada y humillada por la persona que alguna vez amó.
—¿Quieres que te prepare algo caliente? —le pregunto en voz bajita. Le aparto unos mechones húmedos de la frente.
—Vale.
Me levanto y salgo al pasillo. No me cuesta nada encontrar la cocina porque el apartamento es muy pequeño. Mientras le preparo una manzanilla de una caja que he encontrado en uno de los armarios, pienso en Aarón. Es más que probable que esté en el Dreams acojonado con toda esta situación. Cuando lo encuentre voy a cantarle las cuarenta. Ha hecho muy mal en dejar sola a Alice en estas circunstancias.
Regreso al salón, donde Alice me espera con un intento de sonrisa en el rostro que más bien es una mueca dolorida. Coge la taza de manzanilla y se calienta las manos con ella.
—Yo era una joven fuerte, Melissa. Como tú, sabía lo que quería —me explica tras haber dado un sorbo.
Por un momento pienso en decirle que en realidad no soy tan fuerte como ella piensa y que, durante mucho tiempo, fui una persona totalmente indecisa que iba dando tumbos por la vida. Sin embargo, me quedo callada y dejo que continúe con su historia. Necesita soltarlo todo.
—Esto puede sonar como de otra época, pero continúa ocurriendo. Mi padre quiso que me casara con Martín porque era el hijo de uno de los socios de su empresa. En el fondo, creo que acabé enamorándome de él más por la insistencia de mi padre que por amor verdadero. En cualquier caso, me acostumbré a él y supongo que, en cierto modo, lo quise.
—Creo que te entiendo. —Asiento con la cabeza.
Alice da otro sorbo a la infusión y me mira.
—Pero en realidad yo no era como todas esas otras mujeres que conocía en las fiestas. Trabajaba como traductora porque era lo que me gustaba, y buscaba mi libertad. Era evidente que eso a Martín no le hacía ni pizca de gracia. Las esposas de sus amigotes no se comportaban como yo. Se quedaban en casa, eran las perfectas casadas y acataban todo lo que su marido les decía.
—Supongo que lo hacen porque es el único mundo que conocen —murmuro, tratando de entenderlas.
—Antes de tener a nuestros hijos él ya me amenazó alguna que otra vez. Fueron agresiones verbales… Aun así dolían, Melissa. —Se me queda mirando muy seria, con el semblante oscurecido por el dolor de los recuerdos—. Cuando nació el primer niño todo fue a peor. Martín me obligó a dejar mi trabajo, algo que me mantenía pegada a la realidad. Para mí eso fue como perder parte de mi vida.
Por un instante me imagino a mí misma siendo obligada por Héctor a dejar la escritura. Sé que él jamás haría eso, pero, de todas formas, el estómago se me revuelve.
—Por si fuera poco, mi padre hizo la vista gorda cuando se lo insinué. Y claro, mi madre optó por callar. —Se lleva una mano al cabello desaliñado y se lo revuelve—. En serio, pensé mucho en dejarlo, en huir… Pero no entiendo qué ocurrió para que la mujer fuerte que había sido desapareciera en esa época.
—Tan sólo tenías miedo, y es comprensible.
—Hace un año y medio ya no pude más. Comprendí que estaba desperdiciando mi vida, así que una noche, mientras él se encontraba de fiesta, me fui con los niños a un hotel. Se volvió loco buscándome. Cuando lo llamé para anunciarle que iba a pedir el divorcio, me amenazó otra vez. Me dijo cosas horribles, dirigidas a mí y a los niños. Ahí supe que había hecho lo correcto al irme. Le dije que podía quedárselo todo, que no deseaba vivir en esa mansión en la que había pasado una pesadilla. Por eso vivo ahora con mis hijos en este pisito. Con mi trabajo actual no gano demasiado, pero siento que puedo tener una vida.
—Claro que sí, Alice. —Le estrecho la mano y le dedico una sonrisa.
Quince minutos después, cuando me aseguro de que ella estará bien en el apartamento y de que se siente mejor, salgo en busca de Aarón. Por el camino voy pensando en lo duro que tiene que ser vivir una situación así, en el dolor que Alice habrá sentido durante tanto tiempo y en el miedo que habrá pasado, tanto por ella como por sus hijos.
El Dreams está cerrado cuando llego, pero estoy segura de que Aarón está dentro. Rodeo el edificio para dirigirme a la puerta trasera y llamo al timbre. Espero unos minutos que se me hacen interminables hasta que me abre la puerta.
El estado en el que se encuentra Aarón me demuestra que los problemas no han hecho más que empezar.