9
Hoy he madrugado un montón para acompañar a Ana a hacerse unos análisis. Desde que se quedó embarazada está mucho más hipocondríaca y prefiere que la visite un médico privado. Estoy esperando en la parada del autobús a que llegue. Hace un frío que pela, así que ni los guantes morados me calientan las manos. Me coloco mejor el gorrito para taparme las orejas porque se me están quedando heladas. El vaho que sale de mi boca me recuerda que casi estamos a cero grados. Tampoco es que sea una temperatura tan baja, pero sí lo es para Valencia. Estamos tan acostumbrados al calorcito que cuando llega el verdadero frío nos morimos.
En ese momento atisbo un autobús a lo lejos. Espero que ése sea en el que viene mi hermana porque, si no, al final pillaré una pulmonía. Tras unas señoras mayores baja ella, con una mano sobre las costillas. Me acerco interrogándola con la mirada.
—Últimamente me duele el costado —dice en cuanto el autobús arranca y nos encaminamos a la siguiente parada. No me apetecía coger el coche porque es un estorbo tener que buscar aparcamiento y estar preocupada por el parquímetro de la zona azul—. El médico me aseguró la otra vez que eran gases, pero no sé yo.
—¿Por qué no te fías de lo que te dice? —le pregunto divertida.
—Estoy esperando a ver si a Dania le sucede lo mismo dentro de poco.
—Madre mía, ¡vaya par!
Me río sola, porque la verdad es que están pesaditas. Quizá yo sea igual en un futuro, pero de momento…
—Félix te manda saludos. Me ha dicho que te vengas un día a comer allí. Mira, por ejemplo dentro de un par de semanas, que vendrán papá y mamá. —Se agarra a mi brazo como cuando éramos jovencitas.
—Bueno, lo intentaré. Llevo fatal la escritura, y ya sabes que los plazos de entrega me matan.
—¡Mel, que somos tu familia! Y encima papá tiene unas ganas increíbles de ver a Héctor y hablar de películas.
Sonrío para mis adentros. Sí, lo cierto es que las pocas veces que hemos ido a casa de mis padres le han hecho más caso a mi novio que a mí.
—Entonces ¿habéis pensado cómo os vais a casar?
—Pues a lo mejor nos da la locura y nos vamos a Las Vegas. Aunque no creo que me disfrace de Marilyn, el rubio no me favorece…
—¡Estoy hablando en serio!
—Yo también —contesto con una sonrisita.
—Me encantaría que fuera por la iglesia. —Ana vuelve la cabeza porque ha pasado una señora con un cochecito. Suelta un suspiro.
—¡Pero si Félix y tú os casasteis por lo civil!
—Pues por eso, alguna boda tendrá que ser en la iglesia, ¿no?
Chasqueo la lengua, aunque la verdad es que me hace gracia cómo es mi hermana. Nos detenemos en la parada y, de nuevo, siento que me congelo. Ana, en cambio, está de lo más tranquila, y eso que no lleva ni bufanda. Me ciño la mía contra el cuello en busca de un poquito de calor.
—La semana que viene vamos al Registro. Estas cosas hay que hacerlas con tiempo, Mel, que luego vienen las prisas. A veces pueden tardar más de medio año en darte fecha.
—Bueno, tampoco tenemos prisa —respondo encogiéndome de hombros. Ana se me queda mirando como si estuviera loca, así que al final acepto su ofrecimiento—. De acuerdo, la semana que viene vamos.
Subimos al autobús tras una larga cola. Ana toma asiento en uno libre, pero yo me quedo de pie para ceder mi lugar a una señora con un bastón. Ella me lo agradece con una sonrisa y un asentimiento de cabeza. Me coloco cerca de Ana para continuar hablando.
—¿Cómo está Héctor? —me pregunta con la mirada bañada de alegría.
—Pues se puso muy feliz. En serio, le brillaban los ojos más que a ti y se le notaba una ilusión tremenda. Creo que no se lo esperaba, que ya se había hecho a la idea de que tendría que aguardar mucho tiempo.
—Vamos, que ni punto de comparación con el picaflor.
—Ana, Germán no es un picaflor —la regaño—. Creía que al final lo habías aceptado.
—Fui a tu boda sólo con la esperanza de que cayera un rayo en la iglesia. Encima de él, claro —matiza.
—¡Mira que eres mala! Nadie lo diría, con esa cara de angelito…
Se encoge de hombros y me sonríe con picardía. Diez minutos después llegamos a la clínica y nos apresuramos a entrar porque se nos ha pasado un poco la hora. Me quedo esperando en la salita mientras Ana va a que «el vampiro le chupe la sangre», tal como dice ella. Cuando sale, lleva una sonrisa de oreja a oreja. Me levanto contagiada de sus ánimos y, antes de marcharnos, me vuelvo disimuladamente y veo al médico, un hombre joven bastante atractivo.
—Anita, normal que salgas con esa felicidad —le susurro cogiéndola del codo—. Menudo médico, ¿no?
—Pero no es el ginecólogo —dice un poco decepcionada—. Ése es mayor y nada agraciado.
Me echo a reír porque no me imagino a mi hermana abierta de piernas ante un buenorro, con lo tímida que es.
—Estaría bien que Dania pasara el día con nosotras —dice suspirando.
—Pues tiene que trabajar. ¿Es que ya no te conformas conmigo? —Le doy un suave pellizco en el brazo.
Salimos en busca de una cafetería para que Ana reponga fuerzas. Me pido unas tostadas con tomate y un café, y ella un bocadillo enorme de lomo con queso fundido.
—Tú eras de las que apenas desayunaba —observo asombrada.
—Pero ahora tengo que comer por dos —me recuerda sonriendo. Se lleva una mano a la tripa, que poco a poco se va haciendo más y más abultada. ¡Es tan sorprendente y maravilloso!—. Cuando las náuseas no me molestan, tengo un hambre increíble. —De repente se ve que recuerda algo gracioso y se echa a reír—. El otro día era la una de la madrugada y me desperté con unas ansias tremendas de berberechos. En serio, era horrible, un deseo descomunal… Así que pedí a Félix que buscara una tienda que estuviera abierta y que, por su madre, me los trajera. Total, que no había berberechos y me trajo un montón de bollos y chocolatinas.
—¿Berberechos, en serio? Eres una loca. —La acompaño en sus risas.
Después pasamos a hablar de mi boda, por supuesto. Le cuento que estoy bastante nerviosa porque quiero que resulte perfecta y que, por eso, prefiero prepararlo todo cuidadosamente. Me hace ilusión pensar en las invitaciones, en el banquete, en la ropa que llevaremos. Ana se ofrece a ayudarme, claro está, aunque dentro de unos meses estará demasiado enorme para echarme una mano.
—Dania y yo te prepararemos alguna sorpresa, ya verás —dice terminándose el bocadillo.
—Si es algo de la despedida de soltera, ya te digo que no me apetece un fiestorro de esos locos.
—¿Tú crees que Dania y yo estaremos para eso? —Niega con la cabeza—. Podríamos alquilar un barco. Dicen que es algo muy bonito. Vamos todas las chicas, nos sirven comida y bebida, y pasamos el día.
—Suena bien —coincido apoyando la barbilla en una mano.
Pienso en si Aarón preparará a Héctor una fiesta por todo lo alto, y llego a la conclusión de que si no lo hiciera no sería Aarón.
Como ya estamos cerca de finales de enero algunas tiendas han adelantado las rebajas, así que Ana propone ir a dar una vuelta. Nos dirigimos a El Corte Inglés, ya que es uno de los almacenes que más le gustan a mi hermana. Por el camino decido hablarle sobre Aarón, al que vi hace una semana —la única vez desde las fiestas de Navidad— cuando Héctor y yo nos acercamos al Dreams para tomar algo. Y tengo que decir que lo noté aún más extraño y que apenas nos hizo caso.
—Últimamente Aarón no parece el mismo —empiezo, disimulada. En realidad no sé si a Ana puedo contarle lo que me ronda la cabeza. Y la cuestión es que Héctor me aseguró que Aarón no consume nada. Debería creerlo, pero…
—¿A qué te refieres? —Ana vuelve la cabeza hacia mí y me mira con curiosidad.
—Está más serio, introspectivo… Ése no es su carácter.
—Enamorado.
—¿Qué? —pregunto confundida.
—Que lo que le pasa es que está enamorado.
—No es sólo eso, Ana.
—No estarás celosilla, ¿eh, Mel? —Mi hermana me mira con una sonrisa traviesa.
—Pero ¡qué dices! ¡¿Te has vuelto loca o qué?! —Alzo la voz sin poder remediarlo. Y como ya estamos entrando en los almacenes, una dependienta se me queda mirando con cara rara.
—Chica, no sería tan extraño. Con Dania ya te pasó, y supongo que conmigo también.
—Pues no. —Me sale un gruñido—. En mi corazón no hay espacio más que para Héctor. Él lo ocupa todo.
—Ahí te ha salido la vena de escritora —responde Ana, divertida. Apunta con el dedo hacia delante—. Que por cierto, mira… —Ladeo la cabeza y me topo con mi primer libro. Esbozo una sonrisa—. No te lo he preguntado nunca, pero… ¿qué se siente al descubrir tus libros en las estanterías de las librerías y en las casas de la gente?
Me quedo pensando unos instantes, sin apartar la vista del libro. Salió a la venta en parte gracias a Germán. No puedo evitar preguntarme cómo le irá y si estará feliz allá en Barcelona. Trabajar con mi nueva editora no está mal, pero me había acostumbrado a los correos de Germán con palabras de ánimo cuando las historias se me quedaban atascadas. No ha vuelto a contactar conmigo desde que se marchó, ni yo con él. Supongo que es lo mejor.
—¿Mel? —Mi hermana se acerca y me empuja con su tripa.
—Pues es difícil expresar con palabras lo que siento —murmuro mientras rozo la cubierta del libro con un dedo—. ¿Cómo hablar de los sentimientos que te provoca un sueño hecho realidad? —Suelto un suspiro—. En serio, es como si tuviera el corazón lleno de cada uno de esos lectores y lectoras, de los gestos de cariño que me dedican. Cuando me veo aquí, sé que alguien lo comprará y que cuando lo lea empezaré a formar parte de esa persona.
—Ya te ha salido otra vez la vena de escritora pedante. —Ana echa a andar y me deja allí plantada. Suelto un bufido y me apresuro a seguirla—. Eh, pero estoy orgullosa de ti. Que anda que no se me llena la boca cuando digo que mi hermanita es una escritora famosa. —Me pasa un brazo por la cintura.
—Bueno…
—No digas «bueno», que sí lo eres.
Nos encaminamos a la sección de música y cine. Ana se entretiene en la parte infantil mientras voy a la romántica. Al cabo de unos minutos viene con unos cuantos DVD. Se trata de los Cantajuegos y de Dora la exploradora.
—¿Qué haces con eso? ¿Vas a comprarlos?
—Claro.
—Pensaba que a Félix y a ti os gustaba algo más para adultos —me burlo.
—Es para el bebé —dice un poco molesta.
—Pero ¡si aún no ha nacido!
—Quiero tenerlo todo preparado.
—Pero Ana, puede que esos dibujos ya no estén de moda cuando nazca.
Tira de mí y me lleva a la sección de animación y se detiene en la de series anime. ¡Vaya, cuánto tiempo sin ver ninguna! Cuando tenía once años o así era una friki total y me tragaba todas las series japonesas de la tele. Unos años después empecé a verlas por internet, hasta que, no sé por qué, se me pasó esa fiebre.
—¡Mira, Mel! ¿Te acuerdas de ésta? —Me enseña una carátula.
—¡La familia crece! —Cojo la caja con entusiasmo y con los ojos haciéndome chiribitas—. ¡Dios, cómo adoraba la historia de Miki y Yuu! —exclamo, abrazando el DVD. La verdad es que hasta me sabía la canción en japonés y la cantaba como si me fuera la vida en ello cada vez que los dibujos empezaban.
—No la recuerdo del todo, pero parecía un culebrón, ¿no?
—Era maravillosa… —La miro con el ceño fruncido. Creo que mi pasión por las historias románticas y rocambolescas nació con esta serie. Los líos en los que se metían los personajes eran geniales.
Al final Ana y yo terminamos con dos bolsas llenas de DVD: la suya, además de aquellos que me había enseñado, también lleva las pelis de El rey león y La sirenita. Yo he comprado la serie completa de La familia crece y otra que adoraba que se titula Kare Kano.
—¿Te acuerdas de que cuando veías eso te dio por aprender japonés? —Mi hermana sonríe al evocar el pasado mientras vamos a la escalera mecánica para visitar la planta de ropa femenina.
—Pues los papás podían haberme apuntado a algún curso. Seguro que habría sido buena —digo devolviéndole la sonrisa—. Todavía recuerdo alguna cosa.
—A ver, di algo. —Ana se echa a reír.
—Aishiteru.
—¿Y eso qué significa?
—«Te quiero».
—¡Eso no vale! Es lo típico que todo el mundo sabe decir en un montón de idiomas.
—Pues tú no lo sabías, lista —respondo malhumorada.
—Podrías escribir una novela de amor ambientada en Japón. Una española que, por problemas económicos, tiene que irse a currar allí. Pero no conoce el idioma, y al final acaba enamorándose de un compañero de trabajo, un japonés muy atractivo, que tampoco sabe español, claro. Pero se hablan con las miradas…
—Lo pensaré —contesto volviendo a reírme.
Pasamos el resto de la mañana mirando ropa para nosotras y, por supuesto, también para el bebé. Ana es de esas que aún piensa que si es niña tiene que vestir de rosa y de azul si es niño.
—¿Y si resulta que el nene quiere un carrito de muñecas o la nena desea jugar a fútbol? —le pregunto sólo para pincharla.
—¡Mel! —responde escandalizada—. Parece mentira que digas eso. ¿Es que no me conoces o qué? Me daría exactamente igual. Lo que quiero es que este bebé sea feliz. Si es un chico y quiere una muñeca se la daré, y si es una nena y quiere ser como Messi, pues la animaré a ello.
La miro divertida. Me da la espalda y saca de una percha un gorrito rosa precioso.
—Pero es que si no, ¿cómo van a saber si es un chico o una chica cuando sea muy pequeño?
—Hija, ¡que hay más colores!
Al final nos tiramos media hora debatiendo sobre si cuando son muy bebés tienen que vestir de esos dos colores o del que a una le salga del… Bueno, ya nos entendemos. A las dos Ana recibe una llamada de Félix. Ya ha salido del trabajo y quiere venir a por ella para comer juntos. La acompaño hasta que mi cuñado llega y, una vez que mi hermana se ha marchado con él, decido ir al restaurante de El Corte Inglés porque me muero de hambre. Me pido un plato de pollo al curry con arroz y, cuando me lo traen, le hago una foto y se la paso a Héctor.
Vaya, vaya… Qué buena pinta. ¿Dónde estás?
En El Corte Inglés. He venido con Ana y me he quedado a comer.
Dale un beso de mi parte.
Ya se ha ido. Estoy solita :-( Me encantaría que comiéramos juntos.
Este fin de semana te llevo a donde quieras. Ahora te dejo, que me requieren… Espero poder contarte algo pronto. ¡Una buena noticia! Te quiero, cariño.
Dejo el móvil en el bolso y continúo comiendo con una sonrisa más grande que mi cara. Al terminar decido darme otra vuelta por los almacenes. Subo hasta la planta de menaje. Me ha venido la vena maruja por culpa de Ana. Me enamoro de una vajilla y me digo a mí misma que volveré para comprarla, aunque primero lo hablaré con Héctor porque es un poco cara y quiero que a él también le guste. Como me he propuesto darle una sorpresa porque él siempre está dándome a mí alguna, bajo a la planta de ropa masculina para comprarle una camisa.
Me enamoro de una de Mirto que, la verdad, es carísima. Pero bueno, mi Héctor se lo merece todo. Estoy toqueteando la camisa cuando noto esa sensación de picor en la nuca que sientes sólo cuando alguien está observándote fijamente. Y, cuando me vuelvo, descubro que estoy en lo cierto. Enfrente de mí, a lo lejos, hay un hombre joven que me mira. Más bien debería decir que me devora con los ojos. Me doy cuenta de que está bastante pálido, como si hubiera visto una aparición. Pero entonces, al constatar que lo miro, sus mejillas se colorean. Una modista está ajustándole el traje negro que le queda más que bien. Al final aparto la mirada. No sé qué quiere ese hombre, pero sí sé que me disgusta que alguien me observe con tanto descaro.
Me dirijo a otra sección y finjo que estoy mirando la ropa, pero la verdad es que me he puesto nerviosa y ya no sé ni lo que hago. Alzo la cabeza con disimulo y dirijo la vista hacia donde estaba el hombre. Para mi sorpresa, la chica que le ajustaba el traje ahora se encuentra sola. No hay ni rastro de él. Y, de repente, noto una presencia a mi espalda. Una respiración cálida en mi nuca.
—Naima.
Él está todavía detrás de mí, muy quieto, pero también muy cerca. Ese nombre me ha provocado un escalofrío terrible. Tiene que ser una casualidad… O puede que no haya oído bien y que esté con mis paranoias de nuevo. Me vuelvo de golpe, intentando dedicarle una mirada dura. Sin embargo, no lo consigo, y me sorprendo ante lo que me encuentro. Es un hombre atractivo. Demasiado. Pero también imponente. Sí, es de esos tipos que te provocan inquietud y no sabes muy bien por qué. Quizá por sus ojos: fríos y, al mismo tiempo, intensos. Quizá por esa mandíbula marcada o por esa mirada que te traspasa. Todavía tiene las mejillas sonrosadas, y descubro que sus ojos son de un azul muy claro. Su cabello es castaño oscuro, casi negro, corto y bien peinado. Tiene unos labios carnosos, también de color rosado, aunque no tanto como esas mejillas que le arden.
—Disculpe, pero creo que se ha equivocado —murmuro intentando aparentar tranquilidad.
Enarca una ceja, separa los labios como si fuera a decir algo y esboza una sonrisa que me seca la boca.
—Tiene razón, lo siento —dice al fin—. La he confundido con otra persona.
Sin borrar ese seductor gesto, se despide con una inclinación de la cabeza. Me quedo mirando su espalda enfundada en el traje. Una espalda ancha y bien formada.
Y en mi cabeza sólo resuena el eco de ese nombre con el que se ha dirigido a mí.