30
La cena con Abel Ruiz y Sara, su esposa, es mucho más amena y sencilla de lo que esperaba. En contra de mis expectativas, me lo estoy pasando bien. Sara es una mujer magnífica y él… Bueno, ¿qué decir de él? Es guapísimo. Si Dania lo viera se le caerían las bragas, como suele decir cuando ve un buenorro.
Héctor no deja de enlazar su mano con la mía mientras charlamos con ellos. Es una cena de lo más agradable, entre dos parejas auténticamente enamoradas y, por primera vez en bastante tiempo, me siento relajada. Creo que hemos dado otro paso más en la relación.
Y es que desde la charla del otro día Héctor parece que ha decidido demostrarme que de verdad está dispuesto a hablarme sobre Naima y él. No puedo estar más satisfecha, aunque avance en esto poquito a poco. Puede que sea mejor así. Ayer trajo unas fotos que me sorprendieron. Me dijo que las tenía guardadas en casa de sus padres. En ellas aparecían Naima y él algo más jóvenes. Eran las típicas instantáneas que uno se hace durante las vacaciones; o haciendo tonterías, o simplemente porque le apetece. En ninguna de ellas estaba Ian, por supuesto. Cuando Héctor esté preparado me contará quién es y me hablará de lo que ocurrió entre ellos.
Primero me relató anécdotas de su amistad con Naima, de su noviazgo después. Me dijo lo que a ella le gustaba y lo que detestaba. Me explicó dónde pasaban las vacaciones y algunas de las discusiones que tuvieron por cosas tontas. Sé que fue difícil para él. Reparé en lo mucho que le dolía contarme aquello; sin embargo, a pesar de todo, lo hizo. Y me sentí un poco más tranquila. No tuve celos. Ni por un momento llegué a pensar que a ella la amaba más que a mí o que todavía la echaba de menos. Por supuesto que lo hace. No importa lo que sucediera. Con ella compartió muchas cosas, así que lo entiendo. Y, en cierto modo, sentí que me acercaba más a Naima, que casi podía verla frente a mí, de carne y hueso, y no de humo y sombra como en mis sueños.
—Podríamos ir allí, ¿eh, cielo?
Parpadeo confundida; no sé qué responder a la pregunta que Héctor está haciéndome. Abel y Sara me observan con una sonrisa.
—¿Perdona? Es que estaba pensando en otra cosa…
—Que podríamos acercarnos al Dreams a tomar algo —repite.
—Hemos querido ir muchas veces, pero la verdad es que nunca encontramos tiempo —dice Abel.
—Os va a encantar. —Héctor sonríe y después me mira en espera de mi aceptación.
Asiento con la cabeza, entusiasmada con la idea. La verdad es que me apetece ver a Aarón, charlar, averiguar cómo va todo lo del local y saber cómo se encuentra. Debería preocuparme más por él.
Hace una noche estupenda cuando salimos del restaurante. Sara y yo caminamos un par de pasos por delante de ellos y hablamos sobre nuestros estudios, de las aficiones que tenemos y de su preciosa hija, a la que he visto en una foto.
—¿Héctor y tú pensáis tener hijos? —me pregunta con su franca sonrisa y sus ojos grises.
Viniendo de cualquier otra persona me habría jodido una intromisión así, pero Sara es tan inocente y buena que no puedo más que contestar con sinceridad.
—Supongo que sí. Pero será después de la boda.
—Yo me casé con un panzón enorme. —Se echa a reír, y es tan cálido ese sonido que me lo contagia.
Ambas nos volvemos y lanzamos una mirada cariñosa a nuestros hombres, que charlan muy emocionados a saber de qué.
—Es estupendo —le digo.
—También lo es Héctor.
—Él también tiene una enfermedad —susurro porque no quiero que me oiga. Me siento tan bien con Sara que me apetece hablar de todo con ella. No me pregunta qué le pasa, tan sólo esboza una sonrisa comprensiva.
—Es duro, pero al mismo tiempo te hace más fuerte. Tuve miedo, muchas veces, pero también supe desde el primer momento que iba a quedarme con él. A pesar de que al principio me lo ocultó todo… —Se queda callada unos segundos, con la vista clavada en el suelo mientras continuamos caminando—. Se avergonzaba de su enfermedad. Bueno, no sólo de eso. ¡Es que son tantas historias…! —Otra vez su risa iluminando la noche—. Tenía pánico a que lo dejara o qué sé yo, a que no fuera capaz de entender muchas cosas que hizo. Creo que todos tenemos derecho a que nos amen porque todos nos equivocamos alguna vez. Y si una persona ha hecho algo malo pero ahora es capaz de verlo y de querer enmendar esos errores, y si encima lo hace porque se ha enamorado y desea ser una persona mejor… entonces se gana aún más nuestro amor y nuestra admiración. No todos cambian, ¿sabes? Por eso quien lo hace merece otra oportunidad.
Sus palabras me dejan sin aliento. Me siento muy identificada con ella. No sé lo que su marido pudo haber hecho en el pasado, pero en eso de querer ocultar a Sara la enfermedad me recuerda a Héctor. Le sonrío, sin saber qué contestar. No puedo dejar de pensar en lo que me ha dicho.
Al llegar al Dreams nos topamos con una larga cola. La gente protesta cuando los seguratas nos cuelan. Abel silba al descubrir el gentío, las luces de colores, la enorme pista, los modernos y extravagantes sillones.
—Esto sí que es un local de putísima madre.
—¡Esa boca! —lo regaña Sara medio en broma—. ¿Te recuerda a tu juventud, eh?
—¿Está llamándome viejo, señorita? —La estrecha entre sus brazos y se ve muy pequeñita en ellos. Les noto tanto amor que se me acumulan lágrimas en los ojos al pensar en su triste situación.
Héctor me pasa la mano por la cintura y me sonríe. Apoyo la cabeza en su hombro, intentando ocultar mi emoción. ¡Leñe, a ver si ahora voy a parecer una sensiblera!
Caminamos por la pista en dirección a la barra, ya que a Sara le apetece una bebida y a mí, para qué mentir, también. Quiero divertirme, que hace tiempo que no lo hago. Diviso a Diego; va de un lado a otro moviendo los brazos tan rápidamente que parece un pulpo. Héctor y yo lo saludamos con efusividad y él responde con un bufido, dándonos a entender el agobio que lleva.
—¡Eh! ¿Qué tal, guapo? —Me aúpo en la barra para darle dos besos.
—Creo que después de esta noche nada acabará conmigo —grita por encima de la música.
—¿Por qué está tan lleno?
—¡Noche temática! —exclama señalándome a la gente.
Ahora que me fijo, es cierto que muchos van de negro, con trajes, corbatas y sombreros. Ellas llevan vestidos como los de la década de 1920.
—¿No me jodas que van de mafiosos…? —Héctor arquea una ceja. Diego asiente con la cabeza y, visto y no visto, sirve a unas jóvenes un par de chupitos de color rojo—. ¿Por qué no me avisó Aarón? Sabe lo fan que soy de El Padrino. —Parece molesto—. Cuando lo vea, le voy a dar lo suyo.
—Espero que darle lo suyo no implique látigos o cosas así —bromea Abel, que ya tiene un vaso en la mano. Por lo que Sara me ha contado, no bebe, de modo que imagino que será un refresco.
Los cuatro reímos y nos alejamos de la barra, contentos con nuestras bebidas. Las que llevamos alcohol, y bien fuertecito, somos Sara y yo. Héctor ha decidido pedirse una tónica. Tratamos de localizar un sofá vacío, pero todos están ocupados, así que acabamos bailando en la pista.
—¡Me encanta! ¡Ponen una música muy chula! —chilla Sara arrimándose a mí para que pueda oírla.
—Entonces ¿el local es de algún amigo vuestro? —pregunta Abel, bailando también.
El único que está un poco más quieto, como siempre, es Héctor, pero lo cojo de la mano y lo animo a moverse.
—¡Sí! Pero ¡a saber dónde estará!
—¡Debe de estar muy ocupado con todo este ajetreo! ¡Ya nos habían dicho que este garito es uno de los mejores de la ciudad!
Bailamos un rato más en la pista, Sara y yo emocionándonos cada vez más con cada una de las canciones. Algunas las reconozco porque forman parte de algunas películas de mafiosos. Nuestros acompañantes se lo están pasando realmente bien y, cuando ellos se arriman para bailar juntitos, hago lo mismo con Héctor. Me sonríe y me da un intenso beso en los labios.
—¿Te estás divirtiendo? —me pregunta.
—Por supuesto que sí.
Me aparto y le indico que voy a por otra bebida y, de paso, al baño. Asiente y se queda bailando solo, aunque pronto Abel se da cuenta y se separa de su mujer para hacerle caso. Qué atento. Esbozo una sonrisa mientras me dirijo a la barra. Oigo al DJ anunciar que la noche temática termina y que da paso a otro tipo de música. En cuanto suenan los primeros acordes, ¡ya sé cuál es! Monster, de Lady Gaga, una de mis favoritas.
—¡La adooorooo! —grito a Diego, que se echa a reír—. ¿Qué hace mi embarazada favorita?
—¿Ésa no es tu hermana?
—Bueno, es que Ana es mucho más pesada que Dania… —respondo sonriente.
Diego mueve la cabeza y también ríe. Me prepara un cóctel muy colorido con una sombrillita muy mona.
—Estará viendo alguna peli o durmiendo, seguro. Quizá comiendo… Sí, es muy probable que esté haciendo esto último.
Muerdo la pajita y sorbo. Vaya, está buenísimo. Zarandeo la cabeza a un lado y a otro al ritmo de Lady Gaga. «He ate my heart. He ate my heart. You, little monster». («Él se comió mi corazón. Tú, pequeño monstruo»). Y entonces, como si fuera una puñetera broma del destino, lo veo.
Está en el otro extremo de la barra con una muchacha demasiado joven para él que mueve mucho las manos mientras habla. Pero le da igual, porque en realidad está mirándome a mí. El corazón empieza a latirme con fuerza y unas horribles náuseas se apoderan de mí. Noto sus ojos quemándome entera. Dejo la copa en la barra para ir hacia Héctor y alejarlo de aquí. No debo permitir que vea a ese hombre. Sin embargo, antes de que pueda hacer nada, Ian ya se ha colocado a mi lado. Ahogo un gemido y agacho la cabeza. Me rodea, como olisqueándome, y se sitúa a mi espalda. Su cuerpo me roza y me provoca un escalofrío.
—Qué sorpresa verte aquí —me susurra al oído con su ronca voz.
«Look at him. Look at me. That boy is bad, and honestly he’s a wolf in disguise, but I can’t stop staring in those evil eyes». («Míralo. Mírame. Ese chico es malo y, honestamente, es un lobo disfrazado, pero no puedo dejar de mirar esos ojos malvados»). Maldita Lady Gaga, ya no me gustas tanto.
—Márchate —digo lo bastante alto para que me oiga. Oteo hacia la barra y, por suerte, descubro que Diego está demasiado ocupado para darse cuenta de lo que sucede.
—Vaya, ¿no te apetece bailar? —Las grandes manos de Ian se posan en mis caderas, arrancándome un jadeo asustado. Sé que su cuerpo me tapa, que Héctor ignora que estoy delante de él, pero… ¿y si me viera? ¿Qué ocurriría?—. Nena, estás lo suficientemente buena para comerte —me dice al oído, parafraseando la canción de Lady Gaga.
El estómago y la cabeza empiezan a darme vueltas. Me aparto bruscamente, pero me coge del brazo y vuelve a juntarme a su cuerpo. Ahora ambos nos encontramos de perfil, cara a cara, y estoy expuesta a la pista. Desde aquí puedo ver a Héctor bailando en broma con Abel y a Sara riéndose. El corazón se me dispara, presa de un miedo atroz.
—Te pedí que me dejaras en paz —murmuro.
Nuestros rostros están tan cerca que su respiración agitada choca contra mi piel.
—Y yo te pedí una noche. Dime, ¿dónde está?
Me aprieta más contra su pecho. Ladeo la cara porque no soporto su mirada. Este contacto me está poniendo enferma.
—Suéltame. Gritaré como una loca y los de seguridad te sacarán de aquí.
—No creo que lo hagan. Les di una buena pasta para que me dejaran entrar.
—Entonces se lo diré a mi amigo.
—Me parece que él tampoco lo hará —se burla con su sonrisa lobuna. Parpadeo, confundida. ¿A qué se refiere?—. ¿Tú sabes lo fácil que es comprar a la gente?
Forcejeo con disimulo. Nadie se da cuenta de lo que ocurre; todos están concentrados en bailar, beber o hablar entre ellos. Vuelvo a dirigir la mirada hacia la pista y me percato de que Héctor está a punto de venir hacia aquí. Contengo la respiración, rogando en silencio que no lo haga… Por suerte, Abel lo zarandea del brazo y le señala la pantalla gigante que Aarón hizo instalar en una de las paredes del local. Suelto un suspiro de alivio, aunque no sé por cuánto tiempo podré evitar que nos vea. Tengo que irme. Debo separarme de este hombre. ¡Joder! ¿Por qué no se marcha de mi vida?
—En serio, ¿qué quieres? —le espeto, y le suplico con la mirada tratando de encontrar algo de piedad en él.
Para mi sorpresa, no es el mismo de las otras veces. Es más oscuro aún, más intimidante, más… cruel. Confié y caí en su juego, a pesar de que algo me decía que no era lo mejor. Sus dedos presionan mi cadera con tanta fuerza que me parece oír un crujido. Esto es una pesadilla…
—¿Qué crees que pasaría si él nos viera en este momento?
Agacha la cabeza y comprendo qué es lo que pretende hacer. Reacciono a tiempo, dándole un empujón que lo descoloca y, por fin, consigo escapar. Aparto a un par de chicas, que protestan, y corro hacia los lavabos. Me vuelvo para comprobar que no me sigue y lo veo en la barra, con esa sonrisa ladeada que me provoca tantos escalofríos. Dios mío, ¿dónde me metí cuando accedí a hablar con él? ¿Acaso está persiguiéndome?
En lugar de ir a los aseos decido buscar a Aarón para rogarle que lo eche de aquí. Es mi amigo. Le importará una mierda lo rico que sea este hombre. Una de las camareras que sirve en los reservados me informa de que lo ha visto ir hacia el almacén. Una opresión malsana se me instala en el estómago. Sé que no podré aguantar otra sorpresa. Una terrible. Quizá lo que debería hacer es girar sobre mis talones y no chocarme con la realidad. No obstante, mi parte inocente me convence de que Aarón habrá ido a por algo. El corazón me golpea en el pecho mientras me acerco.
Como aquí la música suena ahogada, puedo oír perfectamente los tacones de mis botas. Me detengo ante la puerta entornada del almacén y lo sé antes de entrar. Lo sé por ese sonido como el de aspirar cuando tienes mocos. Lo que pasa es que Aarón no está resfriado. Aarón está metiéndose coca o a saber qué. No sé de drogas, no tengo muy claro lo que uno puede esnifar por la nariz.
No me atrevo a entrar. ¿Estará solo? ¿Acompañado? ¿Y si él mismo pasa a los clientes? Pero, a pesar de que asuste, es mi amigo y tengo que ayudarlo. Me prometí a mí misma que no lo dejaría en la estacada. Me dijo que podía acabar con eso cuando quisiera, pero yo ya sabía que no sería así.
Estoy a punto de empujar la puerta cuando ésta se abre delante de mis narices. Alzo la cabeza y me topo con un Aarón con cara de sorpresa.
—¿Mel? —pregunta, como si no se creyera que soy yo.
—¡Me dijiste que no volverías a hacerlo! —le reprocho con voz chillona. Es lo único que se me ocurre y enseguida sé que no ha sido lo acertado, pero estoy demasiado alterada.
De inmediato su sorpresa se torna en un cabreo monumental que me aturde. Y todavía me pasma más que Aarón me tome del brazo e intente sacarme del almacén. Hago fuerza para no moverme, con lo que todavía se enfada más.
—¿Qué estás haciendo?
—¡No, Mel! La pregunta es: ¿qué cojones estás haciendo tú? ¿Has venido a espiarme o qué?
Me deja boquiabierta con sus palabras. Niego con la cabeza, sin poder creer que éste sea Aarón.
—Pero ¿qué dices? ¡Estaba buscándote, joder! ¡Necesitaba tu puta ayuda, y te encuentro esnifando otra vez la coca asquerosa esa… o lo que sea!
Sé que he empezado a llorar y que estoy actuando como una histérica, pero no puedo evitarlo. Primero lo de Ian y ahora esto. Sabía que no podría soportarlo y, a pesar de todo, como siempre, he dado un paso más.
—Sal de aquí, Mel. No lo estropees más. —Me mira con los ojos inyectados en sangre, esos preciosos ojos azules que siempre me han mirado con ternura. En este momento, en cambio, sólo veo desdén en ellos.
—¡Lo estás estropeando tú! —exclamo, y me aferro a su brazo con mirada suplicante. Me observa con incredulidad—. Por favor, por favor —le ruego, repitiendo esa letanía una y otra vez—. Por favor, tienes que hablar con Héctor. O dejar que te ayude yo. Por favor, Aarón, esto no está bien. Mírate, no puedes tú solo. Déjanos ayudarte. Te lo ruego, ¡habla con Héctor!
Se suelta de mis manos y rechina los dientes. Jamás había visto tanta furia en sus ojos.
—¡No necesito tu maldita ayuda! ¡Tampoco necesito hablar con él! No digas gilipolleces, porque sé perfectamente que puedo dejarlo cuando quiera. —Una gota de sudor resbala por su rostro y cae hasta mi mano—. ¿Crees que hago esto porque no soy capaz de controlarme? ¡No, Mel! ¡Lo hago porque me apetece, así que no seas estúpida y márchate!
No puedo creer que mi amigo esté insultándome y que me eche de aquí. Sollozo negando con la cabeza e intento agarrarlo de nuevo, pero me rechaza una y otra vez y mi llanto es más y más fuerte, provocando su enfado.
—¡Joder, Mel! No llores como una puta cría. En serio, vete.
—Ven conmigo. Podemos hablar esta noche con Héctor. No voy a dejarte, te lo prometo.
Las lágrimas se me meten en la boca, pero ni siquiera me importa. Tan sólo quiero que mi amigo solucione su problema. Tan sólo deseo que esta pesadilla en la que se ha convertido mi vida termine pronto.
—¡No pienso ir contigo, hostia! ¡Deja de comportarte como una maldita monja de la caridad! —Clava sus ojos furiosos en mí y murmura—: Ocúpate de tus asuntos, que creo que son más jodidos que los míos.
—¿Qué dices?
—Te he visto. —Esboza una sonrisa sarcástica. Seguro que eso se debe a la droga; éste no es mi amigo—. He visto cómo te rozabas en la barra con ese tío mientras Héctor bailaba en la pista ajeno a todo. ¿Quién coño es ese pringado, eh? ¿Es quien me imagino?
—¿Cómo puedes decir que me rozaba con él? —Lo miro con horror—. ¡Estaba buscándote porque quería que lo echaras! —De repente yo también me siento rabiosa. Intento ayudarlo y me trata como una mierda—. Se lo diré a todos. A Alice la primera. Merece saber qué le está ocurriendo a su novio.
El brazo de Aarón se alza y me encojo con los ojos cerrados, segurísima de que va a golpearme. No obstante, lo que oigo seguidamente es un estruendo que me hace dar un brinco. Al abrir los ojos descubro que ha tirado al suelo unas cuantas cajas llenas de botellas vacías, que se han roto. Observo el desastre del suelo, sin poder decir palabra alguna. Cuando me atrevo a mirarlo a él me doy cuenta de que está temblando de arriba abajo. Me gustaría abrazarlo, calmarlo, pero sé que no me lo permitirá. Sus palabras me lo confirman.
—Si tú explicas esto, yo le contaré a Héctor lo que has hecho. Y no me refiero a lo de esta noche. Porque me imagino quién es ese tío, Mel, y no sé qué coño haces con él cuando te dije que te alejaras. Héctor sabrá que has estado curioseando a sus espaldas, y si todo lo que ese tío te ha dicho es verdad, ¿cómo crees que se sentirá Héctor, eh?
Los ojos de Aarón se han oscurecido y, al mirarlo a la cara una vez más, me parece que no es él.
—No puedo creer que esto esté pasando… —murmuro negando con la cabeza, sin poder dejar de llorar—. Creía que éramos amigos, que yo te importaba, que Héctor también. Y que amabas a Alice. ¿Es esa droga más importante que nosotros, tus amigos?
No responde. Desvía la mirada y, derrotado, se apoya en la pared. Parece tan desvalido, tan perdido… Podría quedarme, pero la verdad es que es lo último que me apetece. Ya he tenido suficiente. Ya basta de ser una gilipollas. Lo único que deseo es salir de aquí, perder de vista a Ian, olvidar las palabras que Aarón me ha escupido esta noche.
Cuando echo a correr por el pasillo me llama a voces. Hago caso omiso. Tanteo las paredes aturdida, mareada, temerosa de vomitar aquí mismo. Al regresar al local atestado de gente me entra el pánico. Doy vueltas sobre mí misma, con el miedo pegado al cuerpo, imaginando que Ian se acercará otra vez y que todo habrá acabado. Para mal, claro está. Me froto la cara, llorando como una histérica, pero nadie se da cuenta. Todos bailan a mi alrededor, sacuden sus cuerpos, sonríen, y no puedo evitar preguntarme cuántas de estas personas irán colocadas. Siento que en cualquier momento me desplomaré en esta pista y que me pisotearán hasta terminar conmigo.
—¡Melissa!
Una mano se cierra en torno a mi brazo y doy un grito que queda ahogado por la música. Al darme la vuelta descubro los enormes ojos de Sara, que me mira con preocupación.
—¿Qué te pasa? —me pregunta asustada.
Sin darme tiempo a contestar, tira de mí y me lleva por la pista hasta un sofá donde se encuentran Abel y Héctor charlando. Este último se levanta de golpe, con los ojos como platos, y corre hacia mí.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Te ha hecho daño alguien?
—Vámonos, por favor —sollozo enterrando el rostro en su cuello. Me acaricia el pelo y enseguida aprecio su corazón agitado—. He discutido con Aarón. —Omito mi encuentro con Ian, por supuesto.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Dónde está? ¿Qué te ha dicho?
—Vámonos, te lo ruego. Ya lo solucionaremos, pero esta noche no. Me rompo, Héctor… —Y le suplico con la mirada.
Ve algo en mis ojos que le asegura que no puedo más.
Abel y Sara nos acompañan a la salida y no dicen nada cuando nos despedimos a toda prisa, aunque puedo entrever, a través de mi aturdimiento, su preocupación. En especial la de Sara, quien me aprieta la mano con cariño antes de que nos separemos. Héctor conduce con la mandíbula en tensión, lanzándome vistazos de vez en cuando. Me he tapado con la chaqueta porque no puedo controlar los escalofríos. Al llegar a casa y mirarme en el espejo rompo a llorar una vez más. Dios, estoy horrible. Se me ha corrido todo el maquillaje y parezco una zombi.
Héctor me lleva al dormitorio para meterme en la cama. Se dispone a ayudarme con la ropa, pero le suplico que me la deje. Lo único que quiero es dormir. Me asegura que es mejor que tome antes algo caliente y sale de la habitación. Me quedo a solas con el retumbar de las palabras de Ian y de Aarón en la cabeza.
Cierro los ojos y únicamente los veo a ellos, así que los abro y contemplo el anillo que Héctor me regaló con tal de sentirme mejor.