Uno
GEORGE ALEC EFFINGER
(1995)

George Alec Effinger cita el teatro del absurdo como una influencia importante en su obra y define su estilo de ficción, amplio y de múltiples niveles, como «fantasía surrealista». Logró fama inicialmente como autor de cuentos cortos complejos para revistas y antologías de los años setenta. Su primera novela, What Entropy Means to Me, es en realidad cuatro historias interconectadas. Comienza como la tradicional fantasía de búsqueda para transformarse sutilmente en una inquisición reflexiva sobre la dinámica familiar, las luchas por el poder político y el acto de la creación artística. Historias posteriores manifiestan la misma audacia de trama y estructura narrativa. Varias de su historias, especialmente «The Pinch-Hitters», «Naked to the Invisible Eye», «From Downtown at the Buzzer» y «Breakaway», obtienen su metáfora central del deporte y los juegos. Sus novelas Death in Florence, Those Gentle Vaices: A Promethean Romance y The Wolves of Memory evocan una sensación de realidad paralela y de mundo alternativo con personajes que se llaman igual que los de otros cuentos cortos pero tienen una personalidad y motivaciones diferentes. Effinger ha explorado las intrincadas posibilidades del viaje en el tiempo en sus novelas The Nick of Time y The Bird of Tíme y satirizó la fantasía heroica en Maureen Birnbaum, Barbarían Sword person. Su trilogía de novelas que tienen como protagonista a Marid Audran (Cuando falla la gravedad, Un fuego en el sol y El beso del exilio, ambientadas en un Oriente Medio del futuro) resulta muy interesante porque describe una cultura musulmana tradicional receptiva a las incursiones de la tecnología ciberpunk. Las muchas historias de Effinger están recopiladas en Mixed Feeling, Irrational Numbers, Dirty Tricks e Idle Pleasures. También ha escrito varias novelizaciones de películas; una novela por entregas, The Red Tape War; Nightmare Blue (con Gardner Dozois); y la novela Felicia.

Era el año 30, día 1, el aniversario de la partida de la Tierra del doctor Leslie Gillette. De pie en el observatorio, miró la extensión vacía del espacio nulo.

—A las ocho en punto la temperatura del vacío interestelar es de menos doscientos setenta y tres grados centígrados —dijo—. Incluso sin tener en cuenta la sensación térmica, eso es frío. Es mucho frío.

Un panel indicador le había dicho esa mañana que la nave y su solitario pasajero llegarían antes de la hora de dormir al sistema estelar. Gillette no recordaba el nombre de la estrella; no había sido más que un número en un catálogo. Hacía tiempo que había perdido el interés por las estrellas. Al comienzo, durante los primeros años, cuando Jessica seguía con él, siempre pedían ansiosamente al panel que les indicase en qué punto del cielo nocturno de la Tierra estaba situada cada estrella. Habían obtenido cierto placer examinando de cerca estrellas que reconocían como parte de constelaciones importantes. Después de visitar algunos miles de estrellas, fueron perdiendo el interés. Después de descubrir todavía más cuerpos planetarios, casi se cansaron de la búsqueda. Casi. Los Gillette conservaban la suficiente curiosidad científica para seguir adelante, alejándose cada vez más del punto de partida.

Pero ahora la inspiración inicial ya había desparecido. En lugar de esperar junto al observatorio a que el navegador electrónico devolviese la nave al espacio normal, se volvió y abandonó la sala de control. No le apetecía buscar planetas habitables. Se hacía tarde y podría hacerlo a la mañana siguiente.

Le dio de comer al gato. Tecleó el código y recogió la cena del animal del dispensador de comida.

—Aquí tienes —dijo Gillette—. Cómela y sé feliz. Quiero leer un poco antes de dormir.

Mientras caminaba hacia sus habitaciones sintió un ligero temblor en el suelo del pasillo y en las paredes. Indicaba que la nave había pasado al espacio real. La nave no precisaba indicaciones de Gillette; ya había establecido una órbita segura y conveniente para aparcar, basándose en el tamaño y en las características de la estrella. Los planetas, si los había, seguirían allí por la mañana, esperando a que el doctor Gillette los examinase, los clasificase, les pusiera nombre y los abandonase.

A menos, claro está, que encontrase vida.

Encontrar vida era uno de los principales propósitos del viaje. Muy pronto también se había convertido en el propósito vital de los Gillette. Habían partido como exploradores entusiastas: el doctor Leslie Gillette, de treinta y cinco años, ya un investigador influyente en exobiología teórica, y su esposa, Jessica Reid Gillette, que había sido la presidenta del departamento de bioquímica de una importante universidad estatal del Medio Oeste. Llevaban casados once años y habían tomado la decisión de dedicarse a la exploración de campo tras la muerte de su único hijo.

Viajaban por el espacio hacia los límites más lejanos de la galaxia.

Hacía mucho, mucho tiempo que el Sol de la Tierra había desaparecido de la vista. La exobiología sobre la que los dos Gillette habían pensado, escrito y discutido allá en casa seguía siendo lo que siempre había sido: simple teoría. Después de visitar cientos y cientos de sistemas estelares, de haber encontrado miles de planetas con el potencial de contener vida, todavía estaban por ver o detectar alguna forma de vida por primitiva que fuese. Las instalaciones de análisis en la nave de aterrizaje daban siempre la misma respuesta frustrante que partía el alma: no hay vida. Muerto. Estéril. Año tras año, la galaxia se convirtió a ojos de los Gillette en una inmensidad vasta y terrible de piedras insensibles y gas ardiente.

—¿Recuerdas —le preguntó Jessica un día— lo que solía decirnos el viejo Hayden?

Gillette sonrió.

—Me encantaba discutir con ese tipo —dijo.

—En una ocasión me dijo que podría ser que encontrásemos vida, pero que no teníamos ni la más mínima posibilidad de encontrar vida inteligente.

Gillette recordó con placer la discusión.

—Y tú le llamaste chovinista terrestre. Me encantó. Allí mismo, sobre la marcha, creaste toda una nueva categoría de fanatismo. Creíamos que era un viejo conservador. Ahora da la impresión de que incluso él era demasiado optimista. —Jessica estaba de pie junto a la silla de su esposo, leyendo lo que escribía—. ¿Qué crees que diría Hayden si supiese que no hemos encontrado nada?

Gillette se giró y la miró.

—Creo que se sentiría decepcionado —dijo—. También sorprendido.

—Esto no es lo que yo había esperado —dijo ella.

La ausencia total incluso de las formas de vida más simples al principio había sido molesta, luego inquietante y al final ominosa. Pronto, incluso Leslie Gillette, que siempre se esforzaba por mantener separadas las cuestiones emocionales de las racionales, se sintió obligado a aceptar que sus conclusiones empíricas desafiaban todas las predicciones matemáticas realizadas por hombres y máquinas. En la sala de control había un pergamino enmarcado de una ecuación en bonita letra cursiva:

N=Ra Fp ne fi fl fc L

Se trataba de una fórmula desarrollada décadas antes para determinar el número aproximado de civilizaciones tecnológicas avanzadas que podrían encontrarse en la galaxia. A las variables de la fórmula se les asignaban valores realistas, según los conocimientos científicos de la época. N se determinaba a partir de siete factores:

Ra o la tasa media de formación estelar en la galaxia (con un valor de diez por año).

Fp o el porcentaje de estrellas con planetas (cercano al ciento por p ciento).

ne o el número medio de planetas de cada sistema estelar con entornos adecuados para la vida (con un valor de uno).

fi el porcentaje de esos planetas en los que efectivamente se desarrollaba la vida (cerca del ciento por ciento).

fl o el porcentaje de esos planetas en los que aparecía vida inteligente (diez por ciento).

fc el porcentaje de esos planetas en los que se desarrollaba una civilización técnica avanzada (diez por ciento).

L o la duración de una civilización técnica (con un valor estimado de diez millones de años).

Esas cifras daban un resultado: N —el número de civilizaciones avanzadas en la galaxia de la Vía Láctea— era igual a diez elevado a seis. Un millón. Los Gillette habían atesorado con cariño esa fórmula durante los primeros años de decepciones. Pero ellos no buscaban civilizaciones avanzadas, ellos buscaban vida. Cualquier forma de vida. Unos seis años después de abandonar la Tierra, Leslie y Jessica vagaban sobre la superficie seca y arenosa de un mundo frío que orbitaba un pequeño sol frío.

—No veo civilizaciones avanzadas —dijo Jessica, deteniéndose para remover el polvo usando el pesado guante del traje.

—No —dijo su marido—, ni tampoco ningún puesto de hamburguesas. —El cielo tenía un tono violeta tirando a rojizo, y evitaba mirarlo. Miraba fijamente al suelo, observando cómo Jessica pasaba los dedos por al arena inmóvil.

—¿Sabes? —dijo ella—, según esa fórmula todo sistema debería tener al menos un planeta apto para la vida.

Gillette se encogió de hombros.

—Muchos lo tienen —dijo—. Pero también dice que todo planeta que puede sostener la vida acabará teniéndola. Quizá fueron un poco demasiado optimistas cuando asignaron los valores a las variables.

Jessica rio.

—Quizá. —Cavó un agujerito en la superficie—. No puedo evitar esperar encontrarme con una hormiga, un gusano, algo.

—Aquí no, cariño —dijo Gillette—. Venga, regresemos. —Ella suspiró y se puso en pie. Juntos regresaron a la nave de descenso.

—Qué desengaño —dijo Jessica, mientras se preparaban para despegar—. He dado libertad a mi imaginación. Estoy lista para ver lo que sea allá abajo, toda la variedad de la vida o algo incluso más extraño. Ya sabes, cristales bailarines o nubes pensantes. Pero nunca estoy preparada para la nada.

La nave de descenso atravesó la atmósfera poco densa, hacia la nave de control en órbita.

—Un científico tiene que estar preparado para estas cosas —dijo Gillette pensativo—. Pero estoy de acuerdo contigo. La forma en que la experiencia desafía las predicciones da un poco de miedo.

Jessica se aflojó el cinturón de seguridad y respiró hondo.

—Matemáticamente improbable, diría yo. Esta noche voy a examinar la fórmula y veré qué variable es la que lo está jodiendo todo.

Gillette agitó la cabeza.

—Lo he hecho una y otra vez —dijo—. No llegarás muy lejos. Decidas lo que decidas, el resultado seguirá siendo muy diferente al que hemos encontrado. —En la miríada de mundos que habían visitado, nunca habían encontrado nada tan simple como un alga o un protozoo, y menos aún vida inteligente. Los sensores bioquímicos jamás habían detectado nada que señalase siquiera en esa dirección, como una proteína compleja o algo similar. Solo piedras, polvo, vientos vacíos y charcos sin vida.

Por la mañana, justo como había predicho, los planetas seguían allí.

Había cinco en órbita alrededor de una estrella modesta, tipo G3, no muy diferente al Sol de la Tierra. Habló con el ordenador de la nave:

—Bautizo la estrella como Hannibal. Empezando con el planeta más cercano a Hannibal, bautizo los planetas como: Huck, Tom, Jim, Becky y Tía Polly. Realizaremos los análisis. —Los instrumentos de la nave podían realizar todas las mediciones necesarias, pero Gillette no confiaba en ellos para determinar la existencia de vida. La cuestión era tan importante que creía que debía realizar personalmente el análisis final.

Huck era una bola de níquel y hierro del tamaño de Marte, de un color marrón óxido, marcada por los cráteres, caliente, seca y muerta. Tom era más grande y más oscuro, más frío, pero igualmente dañado por los impactos e igualmente muerto. Jim era un planeta terrestre; poseía una atmósfera razonable de nitrógeno y oxígeno, su rango de temperaturas se situaba generalmente entre los -30°C y los +50°C y en la superficie del planeta había gran abundancia de agua. Pero no había vida, no la había en la tierra rocosa y polvorienta, tampoco en el agua llena de minerales, nada, ni una cianobacteria. Jim era la esperanza de Gillette en el sistema Hannibal, pero también investigó Becky y Tía Polly. Eran los gigantes gaseosos menos densos del sistema, aunque ninguno era tan grande como Urano o Neptuno. No había vida en la atmósfera como la sopa o sobre las superficies ígneas de sus satélites. Gillette no se molestó en bautizar las veintitrés lunas de los cinco planetas; se lo dejaba a los que viniesen después. Si alguien lo hacía.

A continuación, Gillette tenía que ocuparse del segundo propósito de la misión. Situó una puerta de transmisión en órbita alrededor de Jim, el más habitable de los cinco planetas. A partir de aquel momento, una nave que le siguiese podría atravesar las veintenas de años luz instantáneamente desde la puerta que Gillette había instalado en la parada anterior. No podía ni siquiera recordar cuál había sido el sistema ni qué nombre le había puesto. Después de tantos años los confundía, sobre todo por lo idénticos que eran, por lo completamente carentes de vida.

Se sentó frente a una pantalla y miró hacia Jim, los continentes marrones y arenosos, los mares azules, las nubes blancas y las masas polares. El gato de Gillette, un Maine coon de color gris, su única compañía, se le subió al regazo. El gato se llamaba Benny, tataranieto de Metil y Etil, los dos gatitos que Jessica se había traído. Gillette acarició al animal tras las orejas y bajó la cabeza.

—¿Por qué no hay gatos allá abajo? —le preguntó.

La única respuesta de Benny fue un largo ronroneo. Después de un rato, Gillette se cansó de mirar fijamente el mundo silencioso. Había completado el reconocimiento, había situado la puerta y ya no faltaba más que enviar información a la Tierra y seguir avanzando. Dio las instrucciones precisas al ordenador de la nave y, media hora después, las estrellas habían desaparecido y Gillette volvía a viajar a través de la oscuridad del espacio nulo.

Recordaba lo emocionante, treinta años antes, que le había resultado la misión. Él y Jessica habían presentado la solicitud y los habían escogido por razones que Gillette no acertaba a comprender.

—Mi padre opina que cualquiera que desee ir de viaje por la galaxia durante el resto de su vida debe estar un poco loco —dijo Jessica.

Gillette sonrió.

—Algo desequilibrado sí, pero no loco.

Estaban tendidos sobre la hierba de la parte posterior de la casa, contemplando el cielo nocturno, preguntándose cuál de las estrellas relucientes como diamante visitarían pronto. El proyecto parecía una forma estupenda de alejarse de la pena, una oportunidad de hacer balance de su vida y su relación sin el millón de recuerdos que los ataban al pasado.

—Le dije a mi padre que para nosotros era una oportunidad maravillosa —dijo ella—. Le dije que, desde el punto de vista científico, era la oportunidad más emocionante que cabía desear.

—¿Te creyó?

—Mira, Leslie, una estrella fugaz. Formula un deseo. No, no creo que me creyese. Dijo que la junta de administración del proyecto estaba de acuerdo con él y que solo nos habían elegido porque estábamos adecuadamente locos y desequilibrados.

Gillette le hizo cosquillas en la oreja a su mujer usando una larga hoja de hierba.

—Porque podríamos pasarnos el resto de la vida mirando estrellas y mundos.

—Le dije que cinco años como mucho, Leslie. Cinco años. Le dije que tan pronto como encontrásemos algo que pudiésemos identificar concluyentemente como materia viva, nos daríamos la vuelta y volveríamos a casa. Y, si tenemos suerte, podríamos dar con ella en una de las primeras cuatro paradas. Puede que solo estemos fuera unos meses o un año.

—Eso espero —dijo Gillette. Miraron al cielo, sintiendo que los presionaba con una especie de asombrosa gravedad, como si las distancias infinitas se hubiesen transformado en masa y peso. Gillette cerró los ojos—. Te quiero —susurró.

—Yo también te quiero, Leslie —murmuró Jessica—. ¿Tienes miedo?

—Sí.

—Eso está bien —dijo ella—. Podría haberme dado miedo el ir contigo si tú no estuvieses preocupado, igual que yo. Pero no hay nada a lo que tener miedo. Nos tenemos el uno al otro, y será emocionante. Será mucho más divertido que pasar los próximos dos años aquí, sin hacer nada, dando clase a estudiantes graduados y bebiendo jerez con la gente del Nobel.

Gillette rio.

—Espero que cuando regresemos alguien se acuerde de quiénes somos. Nos imagino yendo, pasando dos años fuera y regresando, y que nadie recuerda de qué iba el proyecto.

La despedida del padre de Jessica fue difícil. El señor Reid seguía sin tener claro por qué querían irse de la Tierra.

—Muchos jóvenes sufren pérdidas como la vuestra —dijo—. Pero de alguna forma siguen adelante. No malgastan su vida.

—No estamos malgastando nada —dijo Jessica—. Papá, supongo que tendrías que ser biólogo para comprenderlo. La posibilidad de descubrir vida en algún otro lugar es más emocionante que cualquier cosa que pudiésemos hacer aquí. Y no estaremos fuera mucho tiempo. Es trabajo de campo, el más duro de todos. Los dos siempre lo hemos preferido a una carrera frente a las pizarras de una universidad.

Reid se encogió de hombros y besó a su hija.

—Si tú estás segura… —fue todo lo que dijo. Le dio la mano a Gillette.

Al principio la experiencia de vivir en la nave les resultó extraña, pero rápidamente se adaptaron a la rutina. Descubrieron que aunque la idea del viaje interestelar era emocionante, la realidad era más aburrida de lo que podrían haber imaginado. Los dos gatitos no tuvieron problemas de adaptación y los Gillette agradecían la compañía. Cuando la nave se encontraba a medio millón de kilómetros de la Tierra, el ordenador pasó al espacio nulo y, por primera vez, estuvieron verdaderamente aislados.

Era aterrador. Mientras se encontrasen en el espacio nulo no había forma de comunicarse con la Tierra. La nave se convirtió en un pequeño mundo autocontenido y, en los momentos peligrosos en que Gillette dejaba volar demasiado libremente su imaginación, el vacío silencio a su alrededor parecía una nueva forma de locura o una nueva forma de muerte. La presencia de Jessica le tranquilizaba, pero aun así agradeció que la nave regresara al espacio normal en el primero de los sistemas inexplorados.

El primer destino era una pequeña estrella oscura de clase M, el tipo más común en la galaxia, con solo dos cuerpos planetarios y muchos asteroides orbitando a su alrededor.

—¿Qué nombre le vamos a poner a esa estrella, cariño? —preguntó Jessica. Los dos la miraban desde el observatorio, sintiendo una especie de afecto paterno.

Gillette se encogió de hombros.

—He estado pensando que sería más fácil si nos ciñésemos al sistema mitológico que hemos estado usando en casa.

—Es buena idea, supongo. Tenemos una estrella con dos planetas dando vueltas a su alrededor.

—Apolo no tenía… no, estoy equivocado. Creía… Jessica se apartó del observatorio.

—Me recuerda a Odín y sus dos cuervos.

—¿Tenía dos cuervos?

—Claro —dijo Jessica—. Pensamiento y memoria. Huginn y Muginn.

—Perfecto. La estrella será Odín y los planetas eso que me acabas de decir. La verdad es que me alegro de tenerte conmigo. Se te da mucho mejor que a mí.

Jessica rio. Estaba deseosa de explorar los planetas. Sería la primera oportunidad de romper la monotonía del viaje. Ni Leslie ni Jessica esperaban encontrar vida en los dos mundos desolados, pero les apetecía examinarlos a fondo. Vagaron anonadados por los paisajes desolados y solitarios de Huginn y Muginn, realizando las pruebas y, al final, regresaron a la nave en órbita. Enviaron los resultados a la Tierra, establecieron la primera puerta de transmisión y, todavía no demasiado decepcionados, abandonaron el sistema Odín. Los dos se sentían en contacto con el hogar, sin que importase el hecho de que los mensajes tardarían mucho tiempo en alcanzar la Tierra ni que se movían con demasiada rapidez para recibir una respuesta. Pero los dos sabían que, de desearlo, podían dar la vuelta y regresar a la Tierra.

Los impulsaba la necesidad de saber. La soledad no era todavía insoportable. El miedo horrible todavía no había comenzado.

Las puertas estaban destinadas al uso de la gente que siguiese a los Gillette a los rincones deshabitados de la galaxia; podían usarse en sucesión para avanzar, pero no se podía volver por ellas. Eran como los huevos de avestruz llenos de agua que los nativos dejaban por el desierto africano; su función era hacer que el viaje fuese seguro y más cómodo para otros, para permitir a esos otros viajar más lejos.

Cada vez que los Gillette abandonaban un sistema estelar, a través del espacio nulo, situaban un vacío mayor de espacio y tiempo entre ellos y su mundo de origen.

—En ocasiones me siento muy extraño —admitió Gillette, cuando ya llevaban más de dos años de viaje—. Siento que el contacto que podamos tener con la Tierra es una ilusión, algo que hemos inventado para conservar la cordura. Tengo la sensación de que hemos donado buena parte de nuestra vida a una causa que jamás beneficiará a nadie.

Jessica le escuchó sombría. Ella sentía lo mismo, pero no había querido que su marido lo supiese.

—A veces pienso que la vida en un aula universitaria es la mejor vida de todas. En ocasiones me maldigo por no haberme dado cuenta antes. Cada vez que desciendo a un mundo nuevo siento la misma esperanza. Son solo las semanas en el espacio nulo las que me trastornan. La alienación es extrema.

Gillette la miró afligido.

—¿En qué medida importa si descubrimos vida o no? —preguntó. Ella le miró en silencio, conmocionada, un momento.

—No lo dirás en serio —dijo al fin.

La curiosidad científica de Gillette le rescató, como le había pasado más de una vez en el pasado.

—No —dijo en voz baja—, no. Importa. —Recogió los gatitos de la cesta de Etil—. Si encuentro algunos como estos esperando en alguno de los interminables planetas todo habrá valido la pena.

Pasaron los meses y los Gillette visitaron más estrellas y más planetas, siempre con el mismo resultado. Después de tres años seguían alejándose de la Tierra. El cuarto año pasó, y el quinto. Sus esperanzas empezaron a mermar.

—Me incordia un poquito —dijo Gillette mientras permanecía sentado junto a un gran océano gris, en un mundo que habían bautizado como Carraway. Había una amplia playa de pura arena blanca cerrada por altas dunas. Las olas rompían sin parar para formar espuma a sus pies—. Es decir, no hemos visto que nadie nos siga ni nada. Sé que es imposible, pero tenía el sueño loco de que alguien nos seguiría a través de las puertas y que luego saltaría adelantándonos por el espacio nulo. Quien fuese, nos esperaría en una estrella que todavía no hemos visitado.

Jessica hizo un montículo de arena.

—Esto es igual que la Tierra, Leslie —dijo—. Si no prestas atención al cielo color Chartreuse. Y si no piensas en que no hay hierba en las dunas ni conchas en la playa. ¿Por qué iba a seguirnos alguien?

Gillette se recostó en la arena blanca y limpia y prestó atención a los sonidos relajantes de las olas.

—No sé —dijo—. Quizás hubiese alguna absurda forma de vida en uno de los planetas que examinamos hace años. Quizá cometimos un error y nos pasamos algo o leímos mal un indicador. O quizá todas las naciones de la Tierra se han eliminado entre sí en una guerra y yo soy el único hombre vivo y todas las mujeres solitarias de la Tierra me harán una fiesta.

—Estás loco, cariño —dijo Jessica. Echó algo de arena húmeda en las perneras del traje a presión.

—Quizá Cristo ha regresado y le ha parecido que le faltaba algo sin nosotros. Durante cierto tiempo, la verdad es que cada vez que regresábamos al espacio normal alrededor de una estrella casi esperaba ver otra nave aguardando. —Gillette volvió a sentarse—. Pero no ha pasado nunca.

—Me gustaría tener un palo —dijo Jessica. Apiló más arena húmeda en el montículo, lo miró unos segundos y luego miró a su marido—. ¿Podría ser que estuviese pasando algo en casa? —preguntó.

—¿Quién sabe lo que habrá pasado en estos cinco años? Pienso en todo lo que nos hemos perdido, dulzura. Piensa en los libros y en las películas, Jessie. Piensa en todos los descubrimientos científicos de los que no sabemos nada. Quizás haya paz en Oriente Medio, una revolucionaria fuente de energía y una mujer de raza negra en la Casa Blanca. Quizá los Cubs hayan ganado algo, Jessie. ¿Quién sabe?

—No te pases, cariño —dijo ella. Se pusieron en pie y se limpiaron la arena de los trajes. Luego regresaron a la nave de descenso.

Una hora más tarde, a bordo de la nave en órbita, Gillette contempló a los gatos. No les importaba en absoluto Oriente Medio; quizá fuese la actitud correcta.

—Te diré algo —le dijo a su esposa—. Te diré que quién sabe lo que ha estado pasando. La gente en casa lo sabe todo sobre todo. Lo único que no sabe es lo que pasa con nosotros, ahora mismo. Y, en cierto modo, tengo la sensación de que su ignorancia les resulta más cómoda que la mía. —La gatita que crecería para convertirse en la madre de Benny se enrolló sobre sí misma y se echó a dormir.

—Te sientes desconectado —dijo Jessica.

—Claro que sí —dijo Gillette—. ¿Recuerdas lo que me decías? ¿Antes de estar casados, cuando te dije que solo quería dedicarme a mi trabajo y tú me dijiste que un ser humano aislado no era un ser humano? ¿Recuerdas? Siempre decías cosas así, que me obligaban a preguntarte qué demonios querías decir. Y entonces tú sonreías y me contabas alguna historia que habías planeado de antemano contarme. Supongo que me hacía feliz. Dijiste: «Un ser humano aislado no es un ser humano». Yo dije: «¿Qué quieres decir?». Y tú añadiste que si iba a vivir mi vida en soledad, bien podía no vivir en absoluto. No recuerdo exactamente cómo lo expresaste. Tienes una forma demencial de decir cosas que no tienen ni la más mínima lógica pero que siempre tienen sentido. Dijiste que suponías que podía sentarme en mi torre de marfil, mirar por el microscopio, apuntar lo que descubriese y, de vez en cuando, mandar una notita sobre cómo me iba y lo que sentía y que no me sorprendiese si a nadie le importaba. Dijiste que tenía que vivir entre personas, que por mucho que lo intentase no podía escapar a ese hecho, y que no podía subirme a un árbol y decir que iba a montar mi propia especie. Pero te equivocabas, Jessica. Puedes alejarte de la gente. Míranos ahora. —El sonido de su voz era amargo y pesado—. Mírame —murmuró. Miró su reflejo y se asustó. Parecía viejo; peor aún, parecía un poco loco. Se giró con rapidez, con los ojos llenándosele de lágrimas.

—No estamos realmente aislados —dijo ella en voz baja—. No mientras estemos juntos.

—Sí —dijo él, pero sin embargo se sentía alejado, sentía que su humanidad disminuía con el paso de los meses. No realizaba ninguna función que considerase notablemente humana. Leía indicadores, diales y pulsaba botones; las máquinas podían hacer lo mismo, a los animales se los podía amaestrar para que hicieran lo mismo. Se sentía descartado como el inoportuno brote de una patata, aislado y alejado.

Jessica impidió que su depresión se convirtiese en locura. Él era mucho más susceptible a los efectos del aislamiento que ella. A Jessica la sostenía su trabajo, pero eso no hacía más que poner de relieve la poca importancia de su esposo.

—Se me ocurren ideas extrañas, Jessica —admitió un día, el noveno año de exploración—. De vez en cuando me vienen a la cabeza. Al principio no les prestaba atención. Luego, con el tiempo, me di cuenta de que les prestaba atención, aunque cuando me detenía a analizarlas me daba cuenta de que eran una estupidez.

—¿Qué tipo de ideas? —preguntó ella. Preparaban la nave de descenso para ir a un mundo grande y rojo.

Gillette comprobó los dos trajes de presión y los cargó en la navecita.

—En ocasiones tengo la sensación de que no hay nadie más en ninguna parte, que los demás no han sido otra cosa que un producto de mi imaginación. Que no procedemos de la Tierra, que el hombre y todo el resto no son más que alucinaciones y falsos recuerdos. Como si siempre hubiésemos estado en la nave, por siempre jamás, y que estamos completamente solos en todo el universo. —Mientras hablaba, agarró la pesada puerta de la esclusa de la nave hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Sintió que se le aceleraba el corazón, que la boca se le secaba y supo que estaba a punto de sufrir otro ataque de ansiedad.

—Tranquilo, Leslie —dijo Jessica calmándole—. Piensa en cuando estábamos juntos en casa. Eso no pudo ser una mentira.

Gillette abrió más los ojos. Durante un momento le costó respirar.

—Sí —susurró—, podría ser una mentira. Tú también podrías ser una alucinación. —Se puso a llorar, consciente de adónde le llevaba su mente enferma.

Jessica le sostuvo mientras el ataque empeoraba y luego remitía. En unos minutos Gillette había recobrado el punto de vista razonable de siempre.

—Esta misión es mucho más dura de lo que creía —susurró. Jessica le besó la mejilla.

—Es normal tener problemas después de todos estos años —dijo—. Nunca pensamos que fuese a llevarnos tanto tiempo.

El sistema en el que se encontraban era otra estrella de clase M y doce planetas.

—Será mucho trabajo, Jessica —dijo él, alegrándose un poco con la idea—. Debería mantenernos ocupados un par de semanas. Es mejor que caer por el espacio nulo.

—Sí, cariño —dijo ella—. ¿Ya se te han ocurrido nombres? —Se estaba convirtiendo en la parte más tediosa de la misión: inventar suficientes nombres nuevos para todas las estrellas y sus satélites. Después de ocho mil sistemas, habían agotado todos los nombres mitológicos, históricos y geográficos que eran capaces de recordar. Se turnaban para bautizar los planetas con nombres de jugadores de béisbol, novelistas y estrellas de cine.

Iban a descender para examinar un mundo desierto llamado Rick, por el personaje de Casablanca. A pesar de que era poco probable que contuviese vida, hacía falta examinarlo de primera mano por si acaso, solo por si acaso, por si sonaba la flauta, como solía decir la madre de Gillette.

Se detuvo y una sonrisa tranquila le acudió a los labios. Hacía años que no pensaba en aquella expresión. Aquel fue un momento crítico en el viaje de Gillette; nunca más, mientras Jessica estuvo con él, había estado a punto de perder la cordura. Se aferró a ella y a sus propios recuerdos personales como un escudo contra las fuerzas frías y destructivas de las vastas extensiones del espacio.

Una vez más los años pasaron. El pasado se convirtió en una niebla indescifrable y el futuro no existía. Vivir en el presente era simultáneamente la salvación de Gillette y su maldición. Pasaban el tiempo ocupados en rutinas y obligaciones inalteradas que no eran más tediosas que las de la Tierra, pero tampoco más emocionantes.

A medida que la aventura compartida se acercaba a su vigésimo año, el gran desastre cayó sobre Gillette: en la superficie de un mundo sin nombre, a cientos de años luz de la Tierra, sobre una colina rocosa que miraba a un valle desolado de arenisca, Jessica Gillette murió. Se agachó para recoger una muestra de tierra; una costura gastada del traje se abrió; hubo una advertencia sibilante de gases atravesando el tejido, entrando en el traje. Cayó al suelo, completamente muerta. Su esposo la vio morir, incapaz de ayudarla, tanta fue la rapidez con que la mató el veneno. Se sentó a su lado mientras el día del planeta se convertía en noche y durante las largas y frías horas hasta el amanecer.

La enterró en aquel mundo, que bautizó como Jessica, y allí la dejó para siempre. Estableció la puerta de transmisión en órbita alrededor del planeta, completó la exploración del resto del sistema y se marchó a la siguiente estrella. Le consumía la pena y durante muchos días no salió de la cama.

Una mañana, Benny, el gatito, se acurrucó junto a Gillette. No le había dado de comer en casi una semana.

Benny —murmuró el hombre solitario—, quiero que entiendas algo. No podemos volver a casa. Si diese la vuelta a la nave en este preciso instante y fuésemos a casa atravesando siempre el espacio nulo, tardaríamos veinte años en llegar. Tendría setenta y cinco años si viviese lo suficiente para ver la Tierra. Nunca he esperado vivir tanto. —A partir de aquel momento Gillette se ocupó de sus obligaciones mecánicamente, sin el entusiasmo que había compartido con Jessica. No le quedaba más que seguir, y lo hizo, pero la soledad se aferró a él como la sombra de la muerte.

Examinó sus resultados y se decidió a realizar una hipótesis preliminar.

—Son datos poco habituales, Benny —dijo—. Debe haber alguna explicación simple. Jessica siempre argumentaba que no tenía por qué haber ninguna explicación, pero ahora estoy seguro de que debe haberla. Debe haber un sentido tras todo esto. Debe haber sentido en alguna parte. Ahora dime, ¿por qué no hemos encontrado Indicación Número Uno de vida en estos veintitantos mil mundos que hemos visitado?

Benny no tenía mucho que decir acerca de ese punto. Siguió a Gillette con sus grandes ojos amarillos mientras el hombre recorría la estancia.

—Ya lo he intentado antes —dijo Gillette—, y las únicas teorías que se me ocurren son extremadamente difíciles de aceptar. Jessica hubiese creído que estoy completamente loco. A mis amigos de la Tierra les sería difícil escucharlas, Benny, y menos aún tomárselas en serio. Pero en una investigación como esta, llega un momento en que se deben descartar todos los resultados predichos y estudiar profunda y largamente lo que ha sucedido en realidad. Esto no es lo que yo quería, ya lo sabes. No es precisamente lo que Jessica y yo esperábamos. Pero es lo que ha sucedido.

Gillette se sentó a la mesa. Pensó un momento en Jessica y estuvo al borde del llanto. Pero pensó en cómo le había dedicado ella el resto de su vida, y en el sueño de Jessica de encontrar una respuesta en alguno de los sistemas estelares que quedaban por explorar.

Se dedicó a obtener esa repuesta. La única bendición en todos los años de decepción era que los datos estadísticos eran muy fáciles de comprender. No precisaba un ordenador para ordenar la información: no era más que una cadena larga, muy larga, de ceros.

«La ciencia se construye sobre teorías —pensó Gillette—. Puede que algunas teorías sean imposibles de confirmar en la práctica, pero las aceptamos por la aplastante evidencia de los datos empíricos. Por ejemplo, podría no existir la gravedad; podría ser que las cosas hayan estado cayendo de manera consistente debido a un estrafalario capricho estadístico. En cualquier momento las cosas podrían empezar a caer hacia arriba y hacia abajo aleatoriamente, como monedas que caen de cara o de cruz. Y habrá que corregir la ley de la gravedad».

Esa era la primera parte, y la más segura, del razonamiento. A continuación venía la idea de que hubiese una posibilidad primordial que explicase adecuadamente la sucesión anonadadora de planetas sin vida.

—Realmente no quiero considerarlo todavía —murmuró, hablándole al espíritu de Jessica—. Quizá la semana que viene. Creo que primero visitaremos un par de sistemas más.

Y lo hizo. Encontró siete planetas alrededor de una estrella clase M, y luego una estrella G con once y una estrella K con catorce; todos los mundos con cráteres de impacto y también marcados y suavizados por la lava. Gillette sostuvo a Benny en el regazo después de examinar los tres sistemas.

—Treinta y dos planetas más —dijo—. ¿Cuál es el total? —Benny no lo sabía.

Gillette no tenía a nadie con quien discutir la cuestión. No podía consultar con los científicos de la Tierra; incluso había perdido a Jessica. No tenía más que a su paciente gato gris, a quien no se le podía pedir ninguna contribución útil.

—¿Te has dado cuenta —preguntó el hombre— que cuanto más nos alejamos de la Tierra, más homogéneo parece el universo? —Si Benny no comprendió la palabra «homogéneo», no lo manifestó—. Lo único realmente antinatural que hemos visto en estos años ha sido la propia Tierra. La vida en la Tierra es el único factor realmente anómalo que hemos presenciado en veinte años de exploración. ¿Qué te sugiere eso?

A Benny la idea no le sugería nada, pero empezó a significar algo para Gillette. Se encogió de hombros.

—Ninguno de mis amigos estaba ni siquiera dispuesto a considerar la simple posibilidad de que la Tierra pudiese estar sola en el universo, de que no hubiese nada más con vida en ningún otro lugar de las infinitas regiones del espacio. Claro está, no hemos examinado gran parte de esas regiones infinitas, pero veintitrés mil errores indican que pasa algo raro.

Cuando los Gillette habían abandonado la Tierra, dos décadas antes, la opinión científica dominante era que tenía que haber vida allá fuera, a pesar de que no había prueba alguna de ello, ni directa ni indirecta. Debía haber vida; no era más que cuestión de dar con ella. Gillette miró la vieja fórmula, todavía colgada donde había estado durante todo el viaje.

«Si uno de esos factores es cero —pensó—, entonces el producto total es cero. ¿Qué factor podría ser?». No había ni rastro de la respuesta, pero esa pregunta en particular iba perdiendo importancia para Gillette.

Y así había acabado: treinta años y seguía en marcha. El final de la vida de Gillette se encontraba allá fuera, en algún lugar de la quietud negra. La Tierra era un pálido recuerdo, menos real ya que el sueño tenido la noche anterior. Benny era un gato viejo y pronto moriría, como Jessica había muerto, y Gillette estaría completamente solo. No le gustaba pensarlo, pero la idea le rondaba la cabeza de vez en cuando.

Otra idea le rondaba con la misma frecuencia. Era una idea irracional, lo sabía, de la que se había mofado treinta años antes. Su preparación científica le hacía examinar las cosas bajo la luz firme y fría de la razón, pero aquella idea no permanecía inmóvil el tiempo suficiente para someterla a esa inspección mecánica.

Empezó a pensar que quizá la Tierra estaba sola en el universo, que era el único planeta entre miles de millones bendecido con la vida.

—Debo admitir que no he buscado en una fracción significativa de los mundos de la galaxia —dijo, como si defendiese sus sensaciones ante Jessica—. Pero sería un tonto si no tuviese en cuenta treinta años de experiencia. ¿Qué significa si afirmo que la Tierra es el único planeta con vida? No es una idea científica o matemática. La estadística en sí exige que haya otros mundos con alguna forma de vida. Pero ¿qué podría anular tal imperativo biológico? —Esperó a la propuesta de Benny; no parecía que fuese a dársela—. Solo un acto de fe —murmuró Gillette. Hizo una pausa, creyendo que el espíritu de Jessica podría reírse, escéptico, pero solo se oía el silencio ronroneante y rítmico de la nave.

»Un único acto de creación, en la Tierra —dijo Gillette—. ¿Te imaginas lo que me habría dicho la gente de la universidad? No hubiese podido aparecer por allí nunca más. Hubiesen anulado todas mis credenciales. Habrían cancelado mi suscripción a Science. La televisión pública local se hubiese negado a tenerme como suscriptor.

»Pero ¿qué otra cosa puedo pensar? Si ellos hubiesen pasado treinta años como nosotros, habrían llegado a la misma conclusión. No he llegado fácilmente a esta repuesta, Jessica, lo sabes. Sabes lo que opinaba. Nunca he tenido fe en nada que no haya visto con mis propios ojos. Ni siquiera creía en la existencia de George Washington. Pero llega un momento en el que un científico debe aceptar incluso la explicación más desagradable, si es la única que queda y se ajusta a los hechos.

A Gillette no le importaba si tenía razón o si había investigado un número suficientemente grande de mundos para llegar a su conclusión. Tenía que abandonar, uno a uno, todos sus prejuicios y dar un salto de fe. Sabía lo que le parecía la verdad no por experimentos de laboratorio sino por un impulso que no había sentido antes.

Durante unos días se sintió cómodo con la idea. La vida se había creado en la Tierra por alguna razón, y en ningún otro lugar. Cada planeta carente de vida que Gillette descubría se convertía desde ese momento en una instancia que confirmaba su hipótesis. Pero luego, una noche, se le ocurrió pensar en la horrible maldición que se había echado sobre sí mismo. Si la Tierra era el único hogar de la vida, ¿por qué Gillette se alejaba cada vez más de ese lugar, cada vez más del lugar donde él mismo había sido creado, cada vez más de donde se suponía que debía estar?

¿Qué se había hecho a sí mismo… y que le había hecho a Jessica?

—Mi imparcialidad me ha fallado, dulzura —le dijo desconsolado a Jessica—. Si hubiese podido permanecer frío y objetivo, al menos habría tenido paz mental. Nunca habría sabido en qué medida nos maldije a los dos. Pero no he podido; la imparcialidad era una mentira desde el comienzo. Tan pronto como nos dispusimos a medir algo, nuestra humanidad se inmiscuyó. No podíamos ser observadores pasivos del universo porque estamos vivos, somos personas Y pensamos y sentimos, y por tanto con el tiempo estábamos condenados a descubrir la verdad y estábamos condenados a sufrir por ello. —Hubiese deseado que Jessica siguiese con vida para confortarle como había hecho en otras muchas ocasiones. Ya se había sentido aislado otras veces, pero no le había resultado tan terrible. En aquel momento comprendía el significado último de la alienación: estar separado de su mundo y de la fuerza que lo creó. No tenía que estar allí, donde fuera que estuviese. Pertenecía a la Tierra, el medio de la vida. Miró por el observatorio y la negrura infinita pareció entrar en él, mezclándose con su mente y su espíritu. Sintió un horrible escalofrío en el alma.

Gillette quedó incapacitado momentáneamente por la emoción. Al morir Jessica había contenido la pena; en realidad, jamás se había permitido el lujo de llorarla. En aquel momento, con el peso añadido de sus nuevas convicciones, la pérdida le golpeó de nuevo con mucha más fuerza que antes. Permitió que las máquinas que le rodeaban tomasen todo el control de la misión así como de su bienestar. Observó las estrellas relucir en la oscuridad mientras la nave caía a través del espacio real. Acariciaba el pelaje gris de Benny y recordaba todo lo que había abandonado tontamente.

Al final, fue Benny el que sacó a Gillette de su estado. Entre caricias, el hombre se había detenido con la mano en el aire; Gillette experimentó un destello de comprensión, lo que los filósofos orientales llaman satori, un momento de claridad diáfana. Supo intuitivamente que había cometido un error que le había conducido a la autocompasión. Si la vida había sido creada en la Tierra, entonces todo lo vivo era parte de esa creación, estuviese dondequiera que estuviese. Benny, el gato gris, formaba parte de ella, incluso encerrado en una lata entre las estrellas. El propio Gillette formaba parte de la vida, fuese adonde fuese. La creación estaba tan presente en la nave espacial como en la propia Tierra: era una tontería por parte de Gillette creer que podría separarse de la vida… que era justamente lo que Jessica le había repetido siempre.

¡Benny! —exclamó Gillette con una lágrima recorriéndole la mejilla arrugada. El gato le observó benévolo. Gillette sintió que le recorría una calidez agradable al liberarse al fin de su soledad—. No era más que el temor a la muerte —susurró—. Simplemente tenía miedo de morir. ¡No lo hubiese creído! Pensaba que estaba por encima de algo así. Es agradable sentirse libre.

Y cuando volvió a mirar las estrellas arremolinadas, la galaxia ya no le pareció vacía y negra, sino vibrante y repleta de energía creativa. Sabía que lo que sentía no se podía destruir. Incluso si el próximo mundo que visitaba era un jardín exuberante de vida… eso no cambiaría nada, porque su creencia ya no se sostenía en números y hechos, sino sobre una sensación más fuerte que anidaba en su interior.

No importaba en absoluto adónde se dirigiese Gillette, qué estrellas visitase: comprendía al fin que allí donde fuese, iría a casa.