El túnel bajo el
mundo
FREDERIK POHL
(enero de 1995)
Antes de ser escritor de ciencia ficción, Frederik Pohl era un editor de ciencia ficción que trabajaba en las revistas Astonishing Stories y Super Science Stories, donde brindó oportunidades a James Blish, Cyril M. Kornbluth, Isaac Asimov, Damon Knight y otros colegas de la sociedad de ciencia ficción Futurian. Gran parte de su carrera hasta 1980 estuvo dividida entre escribir, ser agente literario de escritores de ciencia ficción y definir la política editorial en editoriales o revistas de ciencia ficción. Sus primeras novelas, escritas en colaboración con Cyril M. Kornbluth, muestran su familiaridad con la ciencia ficción en todos los niveles de su concepción. Mercaderes del espacio, El abogado gladiador y La lucha contra las pirámides están entre las más agudas sátiras de la historia de la ciencia ficción, no solamente por sus extrapolaciones especulativas de las idioteces de la cultura americana, sino por comprender lo apropiado de la ciencia ficción para desvelar esas idioteces. Pohl es un intuitivo observador de la sociedad moderna y sus males, y gran número de sus historias cortas en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial son perspicaces e incluso proféticas críticas sociales. Destacan «La plaga de Midas», sobre el consumismo desenfrenado; «What to Do till the Analyst Comes», una oscura comedia sobre la cultura de la adicción, y «The Snowmen», una predicción de la crisis energética y el efecto invernadero. Mucha de la ficción de Pohl de ese periodo ha sido recogida en Corrientes alternas, The Case Against Tomorrow, Tomorrow Times Seven, The Man Who Ate the World y Turn Left at Thursday. Pohl dio el salto a novelista en los setenta con sus crónicas Pórtico, Tras el incierto horizonte, El encuentro, Los anales de los Heechee y Los exploradores de Pórtico. La idea central de esta serie —una aparentemente abandonada estación terminal de transporte espacial creada por una sofisticada especie alienígena que permite a los humanos explorar impredeciblemente mundos interestelares— le ofreció a Pohl el instrumento perfecto para valorar los motivos y objetivos humanos cuando se encaran con lo desconocido. En Homo plus un hombre pierde más de lo que gana cuando acepta una transformación física que le permitirá adaptarse al medio ambiente marciano, y en Jem una colonia terrestre está condenada a recapitular las agresiones y prejuicios que destruyeron su planeta natal. Además de sus logros novelísticos y sus recopilaciones de historias cortas, Pohl ha escrito artículos sobre el arte de la ciencia ficción, recogidos en Digits and Dastards y Forbidden Lines, y en su autobiografía, The Way the Future Was.
La mañana del 15 de junio, Guy Burckhardt se despertó gritando. Había sido un sueño más real que ninguno en su vida. Todavía podía escuchar y sentir la potente explosión capaz de romper el metal, el violento tirón que le había lanzado fuera de la cama, la ardiente sensación de calor.
Se sentó convulsivamente y miró fijamente, sin creer lo que veía, la tranila habitación y la brillante luz solar que entraba por la ventana.
—¿Mary? —dijo con voz ronca.
Su mujer no estaba en la cama, a su lado. Las sábanas estaban caídas y revueltas como si se acabase de marchar, y el recuerdo del sueño era tan fuerte que instintivamente se encontró buscando en el suelo para comprobar si la explosión de su sueño la había tirado.
Pero no estaba ahí. Por supuesto que no estaba, se dijo, mirando el tocador familiar y el sillón, la ventana intacta y la pared en pie. Había sido solamente un sueño.
—¿Guy? —Su mujer lo llamaba intranquila desde el pie de las escaleras—. Guy, cariño, ¿estás bien?
—Sí —respondió débilmente.
Hubo una pausa. Luego Mary dijo, dubitativa:
—El desayuno está listo. ¿Estás seguro de que estás bien? Me ha parecido oírte gritar.
Burckhardt dijo con más aplomo:
—He tenido un mal sueño, cariño. Bajo ahora.
En la ducha, abofeteándose débilmente con la colonia que le gustaba, se dijo a sí mismo que había sido un sueño extraordinario. Aun así, las pesadillas no eran inusuales, especialmente los sueños sobre explosiones. En los últimos treinta años de pánico con las bombas H, ¿quién no había soñado con explosiones?
Resultó que Mary también había soñado lo mismo. Cuando comenzó a contarle su sueño, ella le cortó:
—¿Tú también? —Su voz era de asombro—. Vaya, cariño, ¡he soñado lo mismo! Bien, casi lo mismo, en realidad no he escuchado nada. He soñado que algo me despertaba, luego se producía una especie de estallido repentino y a continuación algo me golpeaba la cabeza. Y eso ha sido todo. ¿El tuyo ha sido igual?
Burckhardt tosió.
—No, la verdad —dijo. Mary no era una de esas mujeres fuertes-como-un-hombre, valientes-como-un-tigre. No era necesario, pensó, contarle todos los pequeños detalles del sueño que lo habían hecho parecer tan real. No había necesidad de mencionar las costillas rotas, la burbuja de sal en la garganta y el agónico conocimiento de que aquello era la muerte. Dijo—: Puede que haya habido alguna explosión en el centro. Tal vez la hemos escuchado y hemos empezado a soñar.
Mary tomó su mano y se la acarició distraídamente.
—Puede —admitió—. Son casi las ocho y media, cariño. ¿No deberías darte prisa? No querrás llegar tarde al trabajo.
Tragó su comida, la besó y se dio prisa… no para no llegar a tiempo sino para ver si su suposición era correcta.
Pero el centro de Tylerton tenía el aspecto de siempre. Desde el autobús, Burckhardt miró atentamente por la ventanilla buscando evidencias de una explosión. No había ninguna. Al contrario, Tylerton tenía mejor aspecto que nunca. Era un día precioso, el cielo estaba despejado, los edificios estaban limpios y eran acogedores. Observó que habían limpiado con vapor el edificio de la compañía eléctrica, el único rascacielos de la ciudad: era la penalización por tener la planta principal de Químicas Contra en las afueras de la ciudad, los humos de todos esos alambiques dejaban su marca en los edificios de piedra.
Ninguno de los habituales estaba en el autobús, así que no había a quién preguntar por la explosión. Para cuando se apeó en la esquina de la Quinta y Lehigh y el autobús se marchó con un apagado rumor de diésel, estaba completamente convencido que todo había sido pura imaginación.
Se detuvo en la tienda de cigarrillos, en el vestíbulo del edificio de su oficina, pero Ralph no estaba detrás del mostrador. El hombre que le vendió el paquete de cigarrillos era un desconocido.
—¿Dónde está el señor Stebbins? —preguntó Burckhardt.
El hombre respondió cortés:
—Está enfermo, señor. Regresará mañana. ¿Un paquete de Marlin?
—Chesterfield —le corrigió Burckhardt.
—Por supuesto, señor —dijo el hombre. Pero lo que tomó del estante y deslizó por encima del mostrador era un extraño paquete verde y amarillo.
—Pruebe estos, señor —le sugirió—. Contienen un componente contra la tos. ¿Ha notado que los cigarrillos normales le hacen a uno toser de vez en cuando?
—Nunca había oído hablar de esta marca —dijo Bruckhardt, receloso.
—Por supuesto que no. Es nueva. —Burckhardt dudó, y el hombre dijo persuasivamente—: Mire, pruébelos a mi cuenta. Si no le gustan, traiga de vuelta el paquete vacío y le devolveré el dinero. ¿Le parece justo?
Burckhardt se encogió de hombros.
—¿Qué puedo perder? Pero déme también un paquete de Chesterfield.
Abrió el paquete y encendió uno mientras esperaba el ascensor. No eran malos, decidió, pero recelaba de cigarrillos que tuvieran el tabaco químicamente tratado de cualquier forma. No le gustaba demasiado el sustituto de Ralph; llevaría a la quiebra el puesto si con todos los clientes usaba la misma táctica de alta presión.
Las puertas del ascensor se abrieron con un tono bajo de música. Burckhardt y dos o tres más entraron y se saludaron mientras las puertas se cerraban. El hilo musical se apagó y el altavoz del techo empezó con sus anuncios comerciales habituales.
No, no eran los anuncios comerciales habituales, se dio cuenta Burckhardt. Llevaba tanto tiempo expuesto a anuncios que ya apenas los registraba, pero lo que venía del programa grabado en el sótano del edificio le llamó la atención. No era únicamente que las marcas le eran prácticamente desconocidas sino que había una diferencia en el patrón.
Eran canciones publicitarias insistentes, con ritmo vivo, sobre refrescos que nunca había probado. Hubo un rápido diálogo entre lo que parecían dos niños de diez años sobre una chocolatina, seguido por un autoritario y atronador: «Sal ahora y compra una DELICIOSA Choco-Bite y cómete entera tu SABROSA Choco-Bite. ¡Eso es una Choco-Bite!». Una llorosa mujer se quejaba: «¡Deseo tener un congelador Feckle! ¡Haría cualquier cosa por un congelador Feckle!». Burckhardt llegó a su planta y dejó el ascensor antes de que acabara el último anuncio. Se quedó un poco incómodo. Los anuncios no eran de marcas conocidas.
Pero afortunadamente la oficina estaba como siempre aparte de que el señor Barth no había ido a trabajar. La señorita Mitkin, bostezando en recepción, no sabía exactamente por qué.
—Llamaron de su casa, eso es todo. Mañana estará aquí.
—Tal vez haya ido a la planta. Está al lado de su casa.
Ella le miró indiferente.
—Quizá.
Pero un pensamiento golpeó a Burckhardt.
—¡Pero si hoy es 15 de junio! Es el día de la declaración trimestral… ¡Tiene que firmar la declaración!
La señorita Mitkin se encogió de hombros para indicar que ese era un problema de Burckhardt, no suyo. Volvió a sus uñas.
Irritadísimo, Burckhardt fue a su escritorio. No era que él no tuviese autoridad para firmar la declaración como Barth, pensó resentido. Simplemente no era su trabajo, eso era todo; era una responsabilidad de la que Barth, como administrador de las oficinas de Químicas Contra en el centro, debería haberse ocupado.
Pensó brevemente en llamar a Barth a su casa o intentar localizarle en la fábrica, pero descartó la idea rápidamente. Realmente le traía sin cuidado la gente de la fábrica y, cuanto menos contacto con ellos, mejor. Había ido una vez a la fábrica, con Barth; había sido confuso, a su manera una experiencia espantosa. Con la salvedad de un puñado de ejecutivos e ingenieros, no había un alma en la fabrica —es decir, Burckhardt se corrigió a sí mismo, recordando lo que Barth le había dicho, ni un alma viviente—, solamente las máquinas.
Según Barth, cada máquina estaba controlada por una especie de ordenador que reproducía, en sus entrañas electrónicas, la memoria y la mente de un ser humano. No era una idea agradable. Barth, riéndose, le había asegurado que no era lo mismo que Frankenstein robando cerebros en cementerios e implantándolos en las máquinas. Era solamente una forma, dijo, de transferir los patrones de hábito de un hombre desde las células del cerebro a la células de tubos de vacío. No hacía daño al hombre y no convertía la máquina en un monstruo.
Pero igualmente incomodaba a Burckhardt.
Se sacó de la cabeza a Barth, las máquinas y todas las otras pequeñas molestias y se enfrentó a la declaración. Le llevó hasta el mediodía verificar los datos; operación que, se repetía resentido Burckhardt, Barth podría haber realizado en diez minutos de memoria y recurriendo a su libro privado de contabilidad.
La selló en un sobre y fue hasta la señorita Mitkin.
—Dado que señor Barth no está aquí, mejor vamos a comer por turnos —dijo—. Puede ir usted primero.
—Gracias. —La señorita Mitkin sacó lánguidamente su bolso del cajón del escritorio y comenzó a maquillarse.
Burckhardt le dio el sobre.
—¿Podría echar esto al correo por mí? Eh… un momento. Me pregunto si no debería llamar al señor Barth para estar seguro. ¿Ha dicho su mujer si iba a poder recibir llamadas?
—No lo ha dicho. —La señorita Mitkin se secó cuidadosamente los labios con un pañuelito de papel—. De todas formas, no era su mujer. Ha llamado su hija y ha dejado el mensaje.
—¿La chica? —Burckhardt frunció el entrecejo—. Creía que estaba en la universidad.
—Ha llamado, eso es todo lo que sé.
Burckhardt volvió a su despacho y miró disgustado el correo sin abrir que había sobre el escritorio. No le gustaban las pesadillas; le estropeaban todo el día. Tendría que haberse quedado en cama, como Barth.
De camino a casa pasó algo curioso. Había un disturbio en la esquina donde usualmente tomaba el autobús. Alguien estaba gritando algo sobre un nuevo tipo de congelación, así que caminó una manzana más. Vio que el autobús llegaba y empezó a correr. Pero detrás de él alguien le llamaba por su nombre. Miró por encima del hombro; un hombrecito con pinta problemática se le acercaba deprisa.
Burckhardt dudó y luego le reconoció. Era un conocido llamado Swanson. Burckhardt observó amargado que había perdido el autobús.
—Hola —dijo.
La cara de Swanson estaba desesperadamente ansiosa.
—¿Burckhardt? —dijo inquisitivo, poseído por una extraña intensidad. Y después permaneció ahí callado, mirando la cara de Burckhardt, con una candente impaciencia que iba en descenso hacia una leve esperanza y moría en el resentimiento. Estaba buscando algo, esperando algo, pensó Burckhardt. Pero lo que fuese que quería, Burckhardt no sabía cómo dárselo.
Burckhardt tosió y dijo de nuevo:
—Hola, Swanson.
Swanson ni siquiera le devolvió el saludo. Suspiró muy profundamente.
—No pasa nada —murmuró, aparentemente para sí. Asintió con la cabeza en dirección a Burckhardt y se marchó.
Burckhardt miró los hombros caídos perderse entre la multitud. Era un día extraño, pensó, y uno que no le estaba gustando mucho. Las cosas no marchaban bien.
Regresando a casa en el siguiente autobús meditó sobre la situación. No era nada terrible ni desastroso; era algo que nada tenía que ver con su experiencia. Tú vives tu vida, como cualquier otro hombre, y formas una red de impresiones y reacciones. Esperas cosas. Cuando abres el armarito del baño esperas que tu maquinilla de afeitar esté en el segundo estante; cuando cierras con llave la puerta principal esperas tener que dar un ligero tirón para que cierre bien.
No son las cosas correctas y perfectas de tu vida las que te resultan familiares. Son las cosas que están un pelín mal: la cerradura que se atasca, el interruptor de la luz al comienzo de las escaleras que hay que pulsar con un poco más de fuerza debido a que el resorte está suelto y es viejo, la alfombra que infaliblemente resbala debajo de tus pies.
No era solo que las cosas no encajasen en los patrones de vida de Burckhardt; era que las cosas que no encajaban no eran las de siempre. Por ejemplo, Barth no había ido a la oficina, pero Barth siempre iba.
Burckhardt meditó durante la cena. Meditó, a pesar de los intentos de su mujer para interesarlo en una partida de brigde con sus vecinos, durante toda la velada. Los vecinos eran personas que le caían bien; Anne y Farley Dennerman. Los conocían de toda la vida. Pero ellos también estaban raros y melancólicos esa noche y prácticamente no escuchó las quejas de Dennerman sobre no ser capaz de conseguir un buen servicio telefónico o los comentarios de su mujer sobre la desagradable variedad de anuncios de televisión que había visto en los últimos días.
Burckhardt iba camino de lograr un récord de abstracción continua cuando, sobre medianoche, con una rapidez que le sorprendió —era extrañamente consciente de qué le pasaba— se dio la vuelta en la cama y, rápida y completamente, se quedó dormido.
La mañana del 15 de junio, Guy Burckhardt se despertó gritando.
Era el más real de todos los sueños que había tenido en su vida. Todavía podía oír la explosión, sentir la onda expansiva que lo había aplastado contra la pared. No parecía lo adecuado que estuviese sentado en la cama de una habitación impecable.
Su mujer subió corriendo las escaleras.
—¡Cariño! —exclamó—. ¿Qué pasa?
—Nada, ha sido un mal sueño. —Murmuró.
Ella se relajó, con la mano en el corazón. En un tono enfadado, comenzó a decir:
—Me has dado un susto…
Pero un ruido procedente del exterior la interrumpió. Era el llanto de sirenas y un sonido de timbres a gran volumen que daba miedo.
Los Burckhardt se miraron menos de un segundo y corrieron rápidamente hacia la ventana, asustados.
No había ruidosos coches de bomberos en la calle, solo un pequeño camión de propaganda se movía despacio, a velocidad constante. Flamantes altavoces en forma de cuernos coronaban su techo. Por ellos salía el aullido de las sirenas, creciendo en intensidad, mezclado con los ruidos de máquinas pesadas y los timbres. Era la reproducción perfecta del sonido de los coches de bomberos dirigiéndose a un incendio grande.
Asombrado, Burckhardt dijo:
—Mary, ¡eso va contra la ley! ¿Sabes lo que están haciendo? Están reproduciendo grabaciones de un camión de bomberos. ¿Qué están tramando?
—Tal vez sea una broma pesada —sugirió su mujer.
—¿Broma? ¿Despertar a todo el vecindario a las seis de la mañana? —Negó con la cabeza—. La policía estará aquí dentro de diez minutos —predijo—. Espera y verás.
Pero la policía no llegó… ni al cabo de diez minutos ni nunca. Fuesen quienes fuesen los bromistas de la furgoneta, aparentemente tenían el permiso de la policía para sus juegos.
La furgoneta se situó a media manzana y permaneció silenciosa unos cuantos minutos. Después hubo un crujido en los altavoces y una voz fortísima recitó:
«¡Congeladores Feckle! ¡Congeladores Feckle! ¡Debes tener un congelador Feckle! Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle…».
Siguió así una y otra vez. Para entonces, todas las casas del bloque tenían ventanas con caras asomadas. La voz no era simplemente alta; era casi ensordecedora.
Burckhardt gritó a su mujer, haciéndose oír a pesar del alboroto:
—¿Qué demonios es un congelador Feckle?
—Algún tipo de congelador, supongo, cariño —contestó chillando, sin que sirviera de mucho.
Repentinamente el sonido cesó y la furgoneta permaneció en silencio. Era una mañana brumosa; los rayos del sol caían oblicuos en los tejados. Era increíble que hasta hacía un momento en la manzana silenciosa se hubiese estado aullando el nombre de un congelador.
—Un truco propagandístico demencial —dijo amargamente Burckhardt. Bostezó y se alejó de la ventana—. Voy a vestirme. Supongo que esto se ha acabado…
El bramido lo pilló por la espalda; fue como una bofetada fuerte en las orejas. Una severa voz sarcástica, más alta que la trompeta del arcángel, aulló:
«¿Tienes un congelador? ¡Da asco! Si no es un congelador Feckle, ¡da asco! Si es un congelador Feckle del año pasado, ¡da asco! ¡Solamente son buenos los congeladores Feckle de este año! ¿Sabes quién tiene un congelador Ajax? ¡Las hadas tienen un congelador Ajax! ¿Sabes quién tiene un congelador Triplefrío? ¡Los comunistas tienen un congelador Triplefrío! ¡Cualquier congelador exceptuando los nuevos congeladores Feckle da asco!».
La voz gritaba con ira:
«¡Os lo advierto! ¡Salid y comprad un congelador Feckle ahora mismo! ¡Daos prisa! ¡Daos prisa en conseguir un Feckle! Daos prisa, daos prisa, daos prisa, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle…».
Al fin paró. Burckhardt se humedeció los labios. Empezó a decirle a su mujer que quizá deberían llamar a la policía cuando los altavoces resonaron de nuevo. Le pilló desprevenido; la intención era pillarlos desprevenidos. Gritaron:
«Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle. Los congeladores baratos estropean tu comida. Te pondrás enfermo y vomitarás. Te pondrás enfermo y morirás. ¡Compra un Feckle, Feckle, Feckle, Feckle! ¿Alguna vez has sacado una pieza de carne de tu congelador y has visto lo podrida y mohosa que estaba? Compra un Feckle, Feckle, Feckle, Feckle, Feckle. ¿Quieres comer comida podrida, apestosa? ¿O quieres hacer lo correcto y comprar un Feckle, Feckle, Feckle…?».
La gota que colmaba el vaso. Con dedos que continuamente se equivocaban de agujero, Burckhardt finalmente consiguió marcar el número de la comisaría de policía local. Daba ocupado —aparentemente no era el único con la misma idea— y, mientras marcaba temblorosamente de nuevo, el ruido exterior cesó.
Miró por la ventana. La furgoneta ya no estaba.
Burckhardt se aflojó la corbata y le pidió otro Ponche Helado al camarero. ¡Si no mantuvieran el café Crystal tan caliente! La nueva decoración —en rojos encendidos y amarillos cegadores— ya era lo suficientemente desagradable, pero alguien parecía convencido de que estaban en enero y no en junio; en el local estaban al menos a cinco grados más que en el exterior.
Se bebió el Ponche Helado de dos tragos. Tenía un sabor peculiar, pensó, pero no malo. Realmente te refrescaba, tal como había prometido el camarero. Se dijo que debía comprar de camino a casa; puede que a Mary le gustase. Siempre estaba interesada en algo nuevo.
Se levantó embarazosamente mientras la mujer cruzaba el restaurante hacia él. Era la mujer más hermosa que hubiese visto nunca en Tylerton. Le llegaba más o menos a la barbilla, tenía el pelo rubio miel y una figura que… bueno, digna de verse. No había ninguna duda de que el vestido que se ceñía a su cuerpo era lo único que llevaba encima. Se sintió enrojecer cuando le saludó.
—Señor Burckhardt. —La voz era como el sonido de tambores lejanos—. Es maravilloso que accediese a verme, después de lo de esta mañana.
Se aclaró la garganta.
—No es nada. ¿No se sienta, señorita?
—April Horn —murmuró, sentándose… a su lado, no donde le había señalado, al otro lado de la mesa—. Por favor, llámeme April.
Llevaba perfume. Burckhardt lo notó con lo poco de su mente que funcionaba a pleno rendimiento. No encontraba justo que ella usara perfume además de usar todo lo demás. Recuperó el control y se dio cuenta de que el camarero se marchaba con un pedido de dos filet mignon.
—¡Eh! —objetó.
—Por favor, señor Burckhardt. —Tenía el hombro pegado al suyo, la cara vuelta hacia el; su aliento era calido, su expresión suave y preocupada—. Esto lo paga la corporación Feckle. Déjeles… es lo menos que pueden hacer.
Sintió cómo la mano de ella hurgaba en su bolsillo.
—Le he puesto el importe de la comida en el bolsillo —susurró conspiradora—. Por favor, hágalo por mí, ¿lo hará? Quiero decir: le agradecería que pagase al camarero… Soy un poco anticuada para estas cosas.
Sonrió de un modo que derretía y luego puso cara de ocuparse de los negocios.
—Pero debe aceptar el dinero —insistió—. Vaya, ¡si lo hace va a dejar a Feckle sin un céntimo! Podría demandarlos y sacarles hasta el último céntimo por alterar su sueño de esa forma.
Con sensación de mareo, como si hubiese visto cómo alguien hacía desaparecer un conejo dentro de una chistera, dijo:
—Bueno, tampoco fue tan terrible, eh, April. Un poco ruidoso, puede, pero…
—Oh, ¡señor Burckhardt! —Sus ojos azules eran inocentes y admirativos—. Sabía que lo entendería. Es solo que… bien, se trata de un congelador tan maravilloso que algunos de los operarios externos se dejan llevar, por decirlo de alguna forma. Tan pronto como en la oficina central se dieron cuenta de lo sucedido, enviaron a representantes a cada una de las casas de la manzana para disculparse. Su mujer nos dijo dónde podíamos telefonearle… y estoy realmente complacida de que estuviese dispuesto a comer conmigo, para poder disculparme también. Porque ciertamente, señor Burckhardt, es un buen congelador.
»No debería decirle esto, pero… —Bajó tímidamente los ojos—. Haría casi cualquier cosa por los congeladores Feckle. Para mí es algo más que un trabajo. —Le miró. Era encantadora—. Apuesto a que cree que soy tonta, ¿no?
Burckhardt tosió.
—Bien, yo…
—Oh, ¡no quiere ser maleducado! —Negó con la cabeza—. No, no finja. Piensa que soy tonta. Pero, en serio, señor Burckhardt, no lo pensaría si supiese más de los congeladores Feckle. Permita que le muestre este pequeño folleto…
Burckhardt volvió del almuerzo una hora tarde. No lo retrasó solamente la mujer. También lo hizo la curiosa charla con un hombrecillo llamado Swanson, a quien apenas conocía, que le paró en la calle a la desesperada… para luego plantarle sin más.
Pero no importaba mucho. Por primera vez desde que trabajaba allí el señor Barth no había ido y Burckhardt había tenido que cargar con el problema de la declaración trimestral.
Lo que importaba, sin embargo, era que de alguna forma había firmado la compra de un congelador Feckle de 3,6 metros cúbicos, modelo superior, con autodescongelación, con un precio de venta de 625 dólares y un descuento «de cortesía» del diez por ciento «por el terrible incidente de esta mañana, señor Burckhardt», le había dicho.
Y no estaba seguro de cómo se lo iba a explicar a su mujer.
No le hacía falta preocuparse. Tan pronto entró por la puerta principal, su mujer dijo casi inmediatamente:
—Me pregunto si no podemos permitirnos uno de esos nuevos congeladores, cariño. Ha venido un hombre para disculparse por el ruido y… bien, empezamos a hablar y…
También ella había firmado un pedido.
Había sido un día desastroso, pensó más tarde Burckhardt, de camino a la cama. Pero el día todavía no había terminado con él. Al pie de la escalera, el maltrecho interruptor de la luz se negó a funcionar. Lo cambió de posición arriba y abajo furiosamente y, por supuesto, consiguió desmontar la clavija. El cable se cortocircuitó y se fue la luz de toda la casa.
—¡Maldita sea! —exclamó Guy Burckhardt.
—¿Un fusible? —Su mujer se encogió de hombros medio dormida—. Déjalo para mañana, cariño.
Burckhardt negó con la cabeza.
—Vuelve a la cama, yo iré ahora mismo.
No era tanto que le preocupase el fusible como que estaba demasiado inquieto para dormir. Desconectó el interruptor estropeado con un destornillador, dio vueltas por la cocina a oscuras, encontró una linterna y bajó cuidadosamente las escaleras del sótano. Localizó un fusible de repuesto, empujó un cajón vacío hacia la caja de fusibles para subirse a él y sacó el fusible quemado.
Cuando el nuevo estuvo colocado, escuchó el chasquido de encendido y el zumbido continuo de la nevera, en la cocina, sobre su cabeza.
Volvía hacia las escaleras pero paró.
Donde había estado el viejo cajón el suelo del sótano tenía un brillo extraño. Lo inspeccionó a la luz de la linterna. ¡Era metálico!
—Hijo de su madre —dijo Guy Burckhardt. Negó con la cabeza, incrédulo. Lo miró de cerca, frotó con los dedos el pedazo metálico y se hizo un molesto corte… los bordes eran afilados.
El suelo de cemento del sótano era un fino caparazón. Encontró un martillo y lo rompió por una docena de puntos: en todos había metal debajo.
Todo el sótano era una caja de cobre. ¡Incluso las paredes de ladrillo y cemento eran falsos frontales sobre una lámina metálica!
Desconcertado, atacó una de las columnas principales. Eso, al menos, era de madera de verdad. Los cristales de las ventanas del sótano eran de cristal de verdad.
Se chupó el dedo que le sangraba y comprobó la base de las escaleras del sótano. Madera de verdad. Rompió los ladrillos de debajo de la caldera de gasoil. Ladrillos de verdad. Las paredes maestras y el suelo… falsos.
Era como si alguien hubiese levantado su casa con una estructura metálica y después, laboriosamente, hubiese ocultado las pruebas de ello.
La mayor sorpresa fue el casco del bote que estaba boca abajo en la parte de atrás del sótano, reliquia de un breve periodo de tener un taller en casa por el que Burckhardt había pasado un par de años antes. Desde arriba, parecía perfectamente normal. Por dentro, sin embargo, donde tendría que haber habido refuerzos y asientos y armarios, había simplemente una maraña de vigas de apuntalamiento, toscas e inacabadas.
—¡Pero yo lo construí! —exclamó Burckhardt, olvidándose del dedo. Desconcertado, se inclinó sobre el casco, intentando pensar en lo que estaba pasando. Por razones que estaban fuera del alcance de su comprensión, alguien había cogido el bote y el sótano, tal vez su casa entera, y los había reemplazado por una inteligente simulación.
—Es una locura —dijo al sótano vacío. Iluminó a su alrededor con la linterna. Murmuró—: ¿Por qué en el nombre del cielo haría alguien algo así?
La razón le negó una respuesta; no había ninguna respuesta razonable. Burckhardt consideró largamente el incierto panorama de su propia salud mental.
Volvió a mirar con atención debajo del bote, con la esperanza de convencerse de que había sido un error, cosa de su imaginación. Pero los descuidados e inacabados refuerzos no habían cambiado. Gateó por debajo para verlos mejor, palpando incrédulamente la áspera madera. ¡Absolutamente imposible!
Apagó la linterna y comenzó a arrastrarse hacia fuera. Pero no lo consiguió. En el momento que ordenó a sus piernas moverse y gatear hacia fuera, sintió que le atravesaba un repentino cansancio agotador.
Se desvaneció. No con naturalidad, sino como si se le estuviesen arrebatando la conciencia, y Guy Burckhardt cayó dormido.
La mañana del 16 de junio, Guy Burckhardt se despertó encogido debajo del bote, en su sótano… y corrió escaleras arriba para encontrarse con que era el 15 de junio.
Lo primero que hizo fue llevar a cabo una frenética inspección del casco del bote, el falso suelo del sótano, la imitación de piedra. Todo era como él lo recordaba, todo completamente increíble.
La cocina era la misma: plácida y poco excitante. Las manecillas del reloj eléctrico recorrían sobriamente la esfera. Casi las seis en punto, decía. Su mujer se despertaría en cualquier momento.
Burckhardt abrió la puerta principal y miró a la calle tranquila. Habían tirado sin ningún miramiento el periódico de la mañana en los escalones y, cuando lo recogió, vio que era 15 de junio.
Pero eso era imposible. Ayer había sido 15 de junio. Era una fecha que no podía olvidar, era la de la declaración trimestral.
Regresó al pasillo, levantó el auricular del teléfono y marcó el número de información meteorológica; obtuvo la bien modulada canción:
—… y fresco, algunas lluvias. Presión atmosférica de treinta punto cero cuatro, subiendo… Oficina de predicción meteorológica de Estados Unidos, pronóstico para el 15 de junio. Cálido y soleado, con máximas alrededor…
Colgó el teléfono. 15 de junio.
—¡Santo cielo! —rezó Burckhardt. Ciertamente las cosas eran realmente extrañas. Escuchó el sonido del despertador de su mujer y subió las escaleras.
Mary Burckhardt estaba sentada en la cama, tiesa, con la mirada aterrorizada de alguien que acaba de despertarse de una pesadilla.
—¡Oh! —dijo boquiabierta, cuando su marido entró en la habitación—. Cariño, ¡acabo de tener un sueño horrible! Había como una explosión y…
—¿Otra vez? —preguntó Burckhardt, sin mucha compasión—. Mary, ¡pasa algo! Sabía que durante todo el día de ayer algo iba mal…
Empezó a contarle lo de la caja de cobre que era el sótano y la extraña maqueta en la que alguien había convertido su bote. Mary lo miraba asombrada, después alarmada y luego incómoda.
—Cariño, ¿estás seguro? Porque estuve limpiando ese viejo cajón la semana pasada y no noté nada.
—¡Sin ninguna duda! —dijo Guy Burckhardt—. Lo arrastré hasta el muro para subirme a él y cambiar un fusible cuando se fue la luz y…
—¿Cuando qué? —Mary tenía aspecto de estar algo más que simplemente alarmada.
—Cuando se fue la luz. Ya sabes, cuando el interruptor que hay al pie de las escaleras se rompió. Bajé al sótano y…
Mary se sentó en la cama.
—Guy, el interruptor no se estropeó. Yo apagué las luces la pasada noche.
Burckhardt contempló a su mujer.
—No, ¡sé que tú no lo hiciste! ¡Ven aquí y mira!
Caminó rígidamente hasta el descansillo y dramáticamente apuntó al interruptor estropeado, el que había desatornillado y dejado colgando la noche anterior…
Solamente que no colgaba. Estaba como siempre. Incrédulo, Burckhardt lo pulsó y las luces se encendieron en ambos pasillos.
Mary, con aspecto pálido y preocupado, lo dejó para bajar a la cocina y preparar el desayuno. Burckhardt permaneció mirando el interruptor un buen rato. Sus procesos mentales estaban más allá de la incredulidad y la conmoción; simplemente, no funcionaban.
Se afeitó, se vistió y tomó el desayuno en un estado de paralizada introspección. Mary no le molestó; se mostraba aprensiva y apaciguadora. Le dio un beso de despedida y él se marchó a tomar el autobús sin más comentarios.
La señorita Mitkin, en el escritorio de recepción, lo saludó y bostezó.
—Buenos días —dijo soñolienta—. El señor Barth no vendrá hoy.
Burckhardt fue a decir algo, pero se contuvo. Ella no sabría que Barth no había ido el día anterior tampoco, porque estaba arrancando la hoja del 14 de junio de su calendario para descubrir la «nueva» hoja del 15 de junio.
Se tambaleó hasta su escritorio y miró sin ver el correo de la mañana. Todavía no lo había abierto, pero sabía que el sobre de Distribuciones Industriales contenía un pedido de seis mil metros de la nueva roseta acústica y que la carta de Finebeck & Sons era una queja.
Después de un largo rato, se obligó a abrirlos. Eso eran.
A la hora de comer, guiado por una desesperada necesidad, Burckhardt hizo que la señorita Mitkin fuese a almorzar antes que él; el-15-de-junio-que-fue-ayer él había ido primero. Ella se fue, con aspecto de estar un poco preocupada por su exagerada insistencia, pero eso no cambió en absoluto el humor de Burckhardt.
El teléfono sonó y Burckhardt lo atendió distraídamente.
—Químicas Contro Centro, Burckhardt al habla.
La voz dijo:
—Soy Swanson. —Y calló.
Burckhardt esperó expectante, pero eso fue todo. Dijo:
—¿Hola?
Y de nuevo una pausa. Luego Swanson preguntó con resignación.
—Todavía nada, ¿eh?
—¿Nada de qué? Swanson. ¿Quieres algo? Te me acercaste ayer é hiciste lo mismo. Tú…
La voz restalló:
—¡Burckhardt! Oh, santo cielo, ¡te acuerdas! Quédate donde estás… ¡Llegaré dentro de media hora!
—¿De qué va todo esto?
—No te preocupes —dijo el hombrecito, exultante—. Te lo contaré cuando te vea. No diré más por teléfono… alguien podría estar escuchando. Simplemente, espera ahí. Espera un minuto. ¿Estarás solo en la oficina?
—Bien, no. La señorita Mitkin probablemente…
—Demonios. Mira, Burckhardt, ¿adónde vas a comer? ¿Es un lugar bueno y ruidoso?
—Bueno, supongo. El café Crystal. Está como a una manzana…
—Sé dónde está. ¡Nos veremos dentro de media hora! —y colgó.
El café Crystal ya no estaba pintado de rojo, pero la temperatura seguía siendo alta. Y habían añadido hilo musical intercalado con anuncios. La propaganda era de Ponche Helado, cigarrillos Marlin —«son higiénicos», ronroneaba el anunciante— y algo llamado chocolatinas Choco-Bite, que Burckhardt no podía recordar. Pero rápidamente oyó mucho sobre ellas.
Mientras estaba esperando a que Swanson apareciese, una mujer con la falda de celofán de una vendedora de cigarrillos en un club nocturno cruzó el restaurante con una bandeja de chocolatinas con envoltorio escarlata.
—Los Choco-Bites son sabrosos —murmuraba mientras se acercaba a su mesa—. ¡Los Choco-Bites son más sabrosos que lo sabroso!
Burckhardt, concentrado en buscar al hombrecito que le había telefoneado, no le prestó atención. Pero en cuanto ella esparció unos cuantos dulces sobre la mesa de al lado, sonriendo a los ocupantes, la entrevió y se volvió a mirarla.
—¡Señorita Horn! —dijo.
La mujer tiró la bandeja de dulces.
Burckhardt se levantó, preocupado por ella.
—¿Le ocurre algo?
Pero ella huyó.
Se acercaron a la taquilla y compraron dos entradas. Burckhardt le siguió al interior del cine. Era una sesión matinal y estaba casi vacío. Desde la pantalla venían sonidos de disparos y cascos de caballos. Un acomodador solitario, inclinándose sobre una brillante barandilla metálica, los miró brevemente y se volvió a mirar aburrido la película tan pronto como Swanson guio a Burckhardt hacía abajo por unos escalones de mármol.
Se encontraban en el vestíbulo y estaba vacío. Una puerta daba al baño de hombres y otra al de mujeres; una tercera puerta llevaba un cartel en letras doradas: DIRECCIÓN. Swanson escuchó a través de la puerta y delicadamente la abrió y echó un vistazo al interior.
—Vale —dijo, con un gesto.
Burckhardt le siguió por la habitación vacía hasta otra puerta… un armario, probablemente, porque no tenía ninguna inscripción.
Pero no era un armario. Swanson lo abrió con recelo, mirando en su interior antes de indicarle a Burckhardt que le siguiese.
Era un túnel de paredes metálicas, brillantemente iluminado. Vacío, se extendía en ambas direcciones desde ese punto.
Burckhardt miraba asombrado a todos los lados. Sabía una cosa y la sabía bien: No tendría que haber habido un túnel como aquel debajo de Tylerton.
A un lado del túnel había una habitación con sillas y un escritorio y lo que parecían pantallas de televisión. Swanson se desplomó en una silla, jadeando.
—Estaremos seguros un rato —resolló—. No vienen mucho por aquí ya. Si lo hacen, los oiremos y podremos escondernos.
—¿Quiénes? —exigió saber Burckhardt.
El hombrecito dijo:
—¡Marcianos! —Su voz se quebró con la palabra y pareció perder la fuerza vital. Malhumorado, continuó—: Bien, creo que son marcianos. Aunque puede que tú tengas razón, ¿sabes?; he tenido tiempo de sobra para pensar en esto las últimas semanas, desde que te pillaron, y es posible que después de todo sean rusos. Aún…
—Empieza por el principio. ¿Quién me pilló? ¿Cuándo?
Swanson suspiró.
—Así que tenemos que repasarlo todo de nuevo. Bien. Hace unos meses que llamaste a mi puerta, de noche, tarde. Estabas completamente machacado… terriblemente asustado. Me suplicaste que te ayudase…
—¿Lo hice?
—Naturalmente, no te acuerdas de nada. Escucha y lo entenderás. Estabas hablando por los codos, diciendo que habías sido capturado y amenazado, que tu mujer estaba muerta y había vuelto a la vida, y todo tipo de locuras sin sentido. Pensé que estabas loco. Pero… bien siempre he sentido mucho respeto por ti. Y me suplicaste que te escondiese, y yo tengo un cuerto de revelado, ¿sabes? Se cierra desde el interior solamente. Puse el candado yo mismo. Así que estábamos allí… solo por seguirte la corriete… y como a medianoche, más o menos quince o veinte después, quedamos inconscientes.
—¿Inconscientes?
Swanson asintío.
—Los dos. Como si nos golpearan con un saco de arena. ¿No te pasó a ti la pasada noche?
—Supongo que sí. —Burckhardt cabeceó, inseguro.
—Claro. Y luego, de repente, estábamos despiertos de nuevo, y tú dijiste que me ibas a enseñar algo divertido, y salimos a comprar un periódico. Y la fecha era 15 de junio.
—¿15 de junio? ¡Pero es hoy! Quiero decir…
—Lo has pillado, amigo, ¡es siempre hoy!
Tardó algún tiempo en calar en él.
—¿Cúantas semanas hace que te escondes en ese curto de revelado?
—¿Cómo podría saberlo? Cuatro o cinco, puede. He perdido la cuenta. Y cada día es el mismo: siempre 15 de junio, siempre mi casera, la señora Keefer, barre las escaleras, siempre publican los mismos editoriales los periódicos. Se vuelve monótono, amigo.
La idea era de Burchkhardt y Swanson la despreciaba, pero cedió. Era de los que siempre ceden.
—Es peligroso —refunfuño preocupado—. Supón que alguien se acerca. Nos verán y…
—¿Qué tenemos que perder?
Swanson se encogió de hombros.
—Es peligroso —dijo de nuevo. Pero cedió.
La idea de Burckhardt era simple. Estaba seguro de una sola cosa: el túnel iba a alguna parte. Marcianos o rusos, conspiración fantástica o alocada alucinación, lo que sea que pasase en Tylerton tenía una explicación, y el lugar para buscarla era al final del túnel.
Corrieron despacio. Anduvieron más de dos kilómetros antes de que empezasen a ver un final. Fueron afortunados: por lo menos nadie había atravesado el túnel y los había visto. Pero Swanson había dicho que por lo visto solo usaban el túnel a ciertas horas.
Siempre 15 de junio. ¿Por qué?, se preguntó Burckhardt. Sin importar el cómo: ¿por qué?
Y cayendo dormidos de forma completamente involuntaria… todo el mundo al mismo tiempo, según parecía. Y sin recordar, sin recordar nunca nada… Swanson le había contado lo ansioso que estaba Burckhardt cuando había vuelto a verlo la mañana después de que Burckhardt hubiese esperado tontamente cinco minutos más antes de retirarse al cuarto de revelado. Cuando Swanson había despertado, Burckhardt ya no estaba. Swanson lo había visto en la calle esa tarde, pero Burckhardt no recordaba nada.
Y Swanson había vivido su existencia ratonil durante semanas, escondiéndose secretamente de noche, moviéndose sigilosamente de día en busca de Burckhardt, con pocas esperanzas, moviéndose alrededor, al margen de la vida, intentando mantenerse alejado de los mortales ojos de ellos.
Ellos. Uno de «ellos» era la mujer llamada April Horn. Fue viéndola entrar despreocupadamente en una cabina telefónica y no volver a salir, como Swanson había descubierto el túnel. Otro era el hombre del puesto de cigarrillos del edificio de oficinas de Burckhardt. Había más, al menos una docena que Swanson conocía o de los que sospechaba.
Resultaban fáciles de localizar, una vez que sabías dónde mirar, dado que solamente ellos en todo Tylerton cambiaban de papel de un día para otro. Burckhardt estaba a las 8.51 en el autobús, todas las mañanas de todos los días-que-eran-quince-de-junio, nunca cambiaba ni un pelo. Pero April Horn llevaba algunas veces la llamativa falda de celofán y regalaba dulces o cigarrillos; algunas veces vestía normalmente; algunas veces Swanson no la veía.
¿Rusos? ¿Marcianos? Fueran lo que fuesen, ¿qué esperaban obtener de aquella mascarada demencial?
Burckhardt no sabía la respuesta, pero quizá la encontrase más allá de la puerta, al final del túnel. Escuchaban con atención y oían ruidos distantes que no podían discernir, pero nada que pareciese peligroso. La cruzaron sigilosamente.
Y al otro lado de una ancha cámara y subiendo un tramo de escalones se encontraron con que estaban en lo que Burckhardt reconoció como la planta química Contro.
No había nadie a la vista. En sí mismo, eso no era demasiado extraño; en la fabrica automática nunca había muchas personas. Pero Buckhardt recordaba, de su única visita, los interminables e incesantes procesos de la planta, las válvulas abriéndose y cerrándose, las cubas que se vaciaban y se llenaban solas y se removían, cocían y analizaban químicamente los líquidos burbujeantes que contenían. La planta nunca estaba poblada, pero nunca estaba en silencio.
Solo que en aquel momento estaba en silencio. Aparte de los sonidos distantes, no había ni una brizna de vida en ella. Las mentes electrónicas cautivas no enviaban ninguna orden; las bobinas y relés estaban parados.
—Vampos —dijo Burckhardt. Swanson lo siguió a regañadientes por los pasillos de columnas de acero inoxidable y tanques.
Caminaron como si estuviesen en presencia de la muerte. En cierta forma, lo estaban, dado que los autómatas que controlaban la fábrica eran cadáveres, ¿no? Las máquinas estaban controladas por ordenadores que no eran realmente ordenadores sino el equivalente a cerebros vivos electrónicos. Y si los apagaban, ¿no estaban muertos, dado que cada uno había sido antes una mente humana?
Toma a un químico experto en petróleo, infinitamente ducho en la separación del crudo en sus fracciones. Sujétalo, analiza su cerebro con agujas buscadoras electrónicas. La máquina escanea los patrones de la mente, traduce lo que ve en gráficas y ondas sinusoidales. Fija esas mismas ondas en una computadora robot y ahí tienes a tu químico. O unas mil copias de tu químico, si lo deseas, con todos sus conocimentos y habilidades y ninguna limitación humana.
Pon doce copias suyas en una planta y lo manejarán todo, veinticuatro horas al día, siete días a la semana sin cansarse nunca, sin pasar nunca por alto, sin olvidar nunca nada.
Swanson se acercó a Buckhardt.
—Estoy asustado —dijo.
Iban por la mitad de la sala cuando los sonidos se hicieron más fuertes. No eran sonidos de máquinas, eran voces; Burckhardt se acercó con precaución a la puerta y se atrevió a mirar por ella.
Era otra habitación pequeña, con una hilera de pantallas de televisión, cada una —una docena o más, por lo menos— con un hombre o una mujer sentado delante, mirándola y dictando notas a una grabadora. Los espectadores cambiaban de escena a escena; no había dos televisores que mostrasen la misma imagen.
Las imágenes parecían tener algo en común. Una era una tienda, donde una mujer vestida como April Horn hacía una demostración de congeladores caseros. Una serie de escenas de cocina. Burckhardt entrevió lo que parecía el puesto de cigarrillos de su edificio de oficinas.
Encontraron otra habitación. Esta estaba vacía. Era una oficina rectangular suntuosa. Tenía un escritorio desordenado, lleno de papeles. Burckhardt los miró, brevemente al principio; luego, tan pronto como las palabras de uno de ellos le llamaron la atención, con incrédula fascinación.
Tomó la primera página, la examinó y tomó otra, mientras Swanson buscaba frenéticamente en los cajones.
Burckhardt soltó un juramento de incredulidad y soltó los papeles sobre el escritorio.
Swanson dio un grito de satisfacción:
—¡Mira! —Sacó una pistola del escritorio—. ¡Y está cargada!
Burckhardt le miró sin comprender, intentando asimilar lo que acababa de leer. Luego se dio cuenta de lo que Swanson acababa de decir, los ojos de Burckhardt chispearon.
—¡Genial! —dijo—. ¡Nos la llevaremos! Nos marchamos de aquí con una pistola, Swanson. ¡Y no iremos a la policía! No a la policía de Tylerton, sino quizás al FBI. ¡Echa un vistazo a esto!
El fajo de papeles que le pasó a Swanson llevaba el encabezado: «Informe de progresos del área de pruebas. Tema: Campaña de cigarrillos Marlin». En su mayoría eran cifras tabuladas que no tenían mucho sentido para Burckhardt ni para Swanson, pero al final había un resumen que decía:
Aunque la prueba 47-K3 obtuvo casi el doble de nuevos usuarios de cualquier otra prueba realizada, es probable que no pueda ser usada en entornos reales debido a las leyes que regulan los camiones-sonoros.
Las pruebas del grupo 47-K12 fueron las segundas mejores y nuestra recomendación es que se realicen nuevas pruebas de ese tipo, comprobando cada una de las tres mejores campañas con y sin la adición de técnicas de muestreado.
Una alternativa podría ser la de proceder directamente con la mejor campaña de la serie K-12, si el cliente no está dispuesta a pagar los gastos de nuestras pruebas.
Todas esas predicciones tienen un 80% de probabilidad de encontrarse dentro de la primera mitad del 1% de los resultados predichos, y mas de un 99% de probabilidad de encontrarce dentro del 5%.
Swanson pasó la mirada del papel a los ojos de Burckhardt.
—No lo entiendo —protestó.
No me extraña. Es una locura, pero encaja con los hechos, Sawanson, encaja con los hechos. No son rusos y no son marcianos. ¡Son agentes publicitarios!, de alguna forma, Dios sabe cómo, se han hecho con el control de Tylerton. Nos tomaron a nosotros, a todos nosotros, a ti y a mí y a veinte o treinta mil personas más, bajo su control.
»Puede que nos hipnotizaran o tal vez se trate de otra cosa; sea como sea, lo que hacen es permitirnos vivir un día. Nos vierten su propaganda todo el maldito día. Y al final del día, observan lo que pasa… y a continuación borran el día de nuestra mente y empiezan de nuevo al día siguiente con diferente propaganda.
La mandíbula de Swanson colgaba. Consiguió cerrarla y tragar.
—¡Es una locura! —dijo sin fuerza.
Burckhardt cabeceó.
—Seguramente suena a locura, pero todo el asunto es de locos. ¿Cómo lo explicarías tú? No puedes negar que la mayoría de Tylerton vive el mismo día una y otra vez. ¡Lo haz visto! Y esa es la mayor locura y debemos admitir que es verdad: a no ser que nosotros estemos locos. Y una vez que admites que alguien, de alguna manera, sabe cómo hacerlo, el resto cobra sentido.
»¡Piensa, Swanson! ¡Ellos prueban hasta el último detalle antes de gastarse un centavo en propaganda! ¿Tienes alguna idea de lo que este significa? Dios sabrá cuánto dinero han metido en el asunto, pero si que algunas empresas gastan al año unos veinte o treinta millones dé dólares en publicidad. Multiplica eso, digamos, por cien compañías, Digamos que cada una de ellas descubre cómo ahorrarse en costes de publicidad un 10%. Y eso no es nada, ¡créeme!
»Si saben por adelantado lo que va a funcionar, podrían ahorrarse la mitad… incluso más de la mitad, no lo sé. Pero es ahorrarse unos doscientos o trescientos millones de dólares al año… y si pagan solo un 10% de esa cantidad por el uso de Tylerton, para ellos seguiría siendo muy barato y una fortuna para quien sea que controla Tylerton.
Swanson se humedeció los labios.
—¿Quieres decir —sugirió dudoso— que somos una… bien, una especie de audiencia cautiva?
Burckhardt frunció el entrecejo.
—No exactamente. —Pensó un minuto—. ¿Sabes cómo un doctor prueba un producto como la penicilina? Prepara una serie de pequeñas colonias de gérmenes en placas de gelatina y prueba su producto en una y luego en otra, cambiándolo un poco en cada ocasión. Bien, eso somos nosotros: somos los gérmenes, Swanson. Solamente que esto es todavía más eficaz. No tienen que probar en más de una colonia, porque pueden usar esta una y otra vez.
Era demasiado complicado para que Swanson lo entendiese. Se limitó a decir:
—¿Y qué vamos hacer?
—Debemos recurrir a la policía. ¡No pueden usarnos como conejillos de Indias!
—¿Cómo hablamos con la policía?
Burckhardt dudó.
—Creo… —empezó a decir lentamente—. Claro. Este debe de ser el despacho de alguien importante. Tenemos un arma. Nos quedaremos hasta que venga. Y él nos sacará de aquí.
Sencillo y directo. Swanson se tranquilizó y encontró un lugar donde sentarse, contra la pared, oculto a la puerta. Burckhardt tomó posiciones justo detrás de la puerta…
Y esperaron.
La espera no fue tan larga como podría haber sido. Media hora, quzá. Luego Burckhardt oyó voces que se acercaban y tuvo tiempo para un rápido susurro a Swanson antes de pegarse a la pared.
Eran la voz de un hombre y la de una mujer. El hombre decía:
—¿… razón por la que no pudiste informar por teléfono? ¡Estás destrozando todas tus pruebas de hoy! ¿Qué pasa contigo, Janet?
—Lo lamento, señor Dorchin —dijo con una voz clara y dulce—. Me pareció importante.
El hombre refunfuño.
—¡Importante! Una tonta unidad entre veintiuna mil.
—Pero es la Burckhardt, señor Dorchin. Otra vez. Y tal como nos perdió, debía de contar con ayuda.
—Vale, vale. No importa, Janet; de todas formas el programa Choco-Bite va adelantado. Ya que estás aquí, ven a la oficina y prepara tu informe de trabajo. Y no te preocupes por el asunto de Burckhardt. Probablemente está dando vueltas por ahí. Lo pillaremos esta noche y…
Habían atravesado la puerta. Burckhardt la cerró de una patada y les apuntó con la pistola.
—Eso es lo que creéis —dijo con aire triunfal.
Merecían la pena las dos horas terroríficas, la desconcertante sensación de locura, la confusión y el miedo. Era la sensación mas satisfactoria que Burckhardt hubiese tenido en su vida. Había leído acerca de la expresión de la cara del hombre, pero nunca la había visto: Dorchin tenía la boca abierta y ojos de asombro, y aunque logró emitir un sonido que podría haber sido una pregunta, se había quedado sin habla.
La mujer estaba casi tan sorprendida como él. Y Burckhardt, al mirarla, supo por qué la voz le resultaba tan familiar. La mujer era la que se había presentado a sí misma como April Horn.
Dorchin se recuperó rápidamente.
—¿Es este? —preguntó bruscamente.
—Sí, —dijo la mujer.
Dorchin asintió.
—Teniás razón. Eh, tú… Burckhardt. ¿Qué quieres?
Swanson subio la voz.
¡No te fíes! Puede que tenga otra arma.
—Entonces regístrale —dijo Burckhardt—. Te diré lo que queremos, Dorchin. Queremos que vengas con nosotros al FBI y les expliques cómo conseguisteis secuestrar a veinte mil personas.
—¿Secuestrar? —bufó Dorchin—. ¡Hombre, eso es ridículo! Baja el arma; ¡no puedes salirte con la tuya!
Burckhardt sopesó su arma severamente.
—Creo que puedo.
Dorchin parecía furioso y disgustado… pero curiosamente, no parecía asustado.
—Maldita sea… —Empezó a gritar, después cerró la boca y tragó—. Escucha —dijo persuasivo—, estás cometiendo un grave error, no he secuestrado a nadie. ¡Créeme!
—No te creo —dijo Burckhardt—. ¿Por qué iba a creerte?
—¡Pero es la verdad! ¡Te doy mi palabra!
Burckhardt negó con la cabeza.
—El FBI podrá aceptar tu palabra si le apetece. Ya veremos. Ahora, ¿cómo salimos de aquí?
Dorchin abrió la boca para replicar.
Burckhardt contestó con ira:
—¡No te interpongas en mi camino! Estoy dispuesto a matarte si tengo que hacerlo. ¿No comprendes? He pasado dos días infernales y te culpo a ti de cada segundo. ¿Matarte? Sería un placer y ¡no tengo nada en el mundo que perder! ¡Sácanos de aquí!
La cara de Dorchin se volvió repentinamente opaca. Parecía a punto de moverse; pero la mujer rubia a la que había llamado Janet se situó entre él y el arma.
—¡Por favor! —le suplicó a Burckhardt—. No lo comprende. ¡No debe disparar!
—¡Quítate de en medio!
—Pero, señor Burckhardt…
No terminó. Dorchin, que continuaba inexpresivo, se lanzó hacia la puerta. Burckhardt giró el arma, gritando. Ella lanzó un chillido. Él apretó el gatillo. La mujer, acercándose a él con pena y súplica en los ojos, se volvió a situar entre el arma y el hombre.
Burckhardt apuntó bajo instintivamente, para incapacitar, no para matar. Pero su puntería no era demasiado buena.
La bala de la pistola le dio a Janet en el centro del estómago.
Dorchin había escapado, la puerta se cerraba bruscamente detrás de él, sus pisadas se alejaban en la distancia.
Burckhardt arrojó la pistola al otro lado de la habitación y saltó junto a la mujer.
—Esto acaba con nosotros, Burckhardt —gemía Swanson—. Oh, ¿por qué lo has hecho? Podríamos haber escapado. Podríamos haber ido a la policía. ¡Estábamos prácticamente fuera de aquí! Nosotros… Burckhardt no le prestaba atención. Estaba arrodillado junto a la mujer. Permanecía tendida de espaldas, con los brazos torcidos. No había sangre, casi no habiá señal de la herida; pero ningún humano vivo podría haberse tendido en esa posición.
Pero no estaba muerta.
No estaba muerta… y Burckhardt, paralizado a su lado, pensó: Tampoco está viva.
No había pulso, pero sí un tíc rítmico en los dedos extendidos de una mano.
No se la oía respirar, pero se escuchaba un silbido, una crepitación.
Los ojos abiertos miraban a Burckhardt. No manifestaban miedo ni dolor, solamente una pena muy profunda.
Dijo, a través de unos labios que se retorcían erráticamente:
—No se preocupe, señor Burckhardt. Estoy bien.
Burckhardt se echó atrás, mirando. Donde debería haber habido sangre había una rotura limpia de una sustancia que no era carne y una espiral de fino cable dorado de cobre.
Burckhardt se humedeció los labios.
—Eres un robot —dijo.
La mujer intentó asentir. Los retorcidos labios dijeron:
Lo soy. Como usted.
Swanson, tras emitir un único sonido inarticulado, caminó hacia el escritorio y se sentó mirando a la pared. Burckhardt se puso a caminar arriba y abajo al lado de la destrozada marioneta del suelo. No tenía palabras.
—Lamento… todo esto. —Los labios encantadores esbozaron una sonrisa sarcástica, aterradora en esa joven cara, hasta que los tuvo bajo su control—. Lo lamento —repitío—. El centro nervioso está justo por donde ha entrado la bala. Me cuesta… controlar este cuerpo.
Burckhardt asintió automáticamente, aceptando la disculpa. Robots. Era obvio, ahora que lo sabía. Era inevitable. Pensó en sus nociones místicas sobre la hipnosis o los marcianos o algo más extraño… Idioteces, dado que el simple hecho de los robots encajaba mejor con los hechos y era más simple.
Todas las pistas habían estado ante sus ojos. La fábrica automática con las mentes transplantadas: ¿por qué no transplantar la mente a un androide, dándole la forma y características de su propietario original?
¿Sabría que era un robot?
—Todos nosotros —dijo Burckhardt, prácticamente sin notar que estaba hablando—. Mi esposa, mi secretaria, tú y los vecinos. Todos nosotros iguales.
—No. —La voz era más fuerte—. No somos todos exactamente iguales. Yo lo escogí. Yo… —Esta vez la convulsión de los labios no fue una contorsión aleatoria de nervios—. Yo era fea, señor Burckhardt, y tenía cerca de sesenta años. La vida había pasado para mí. Y cuando el señor Dorchin me ofreció la oportunidad de vivir de nuevo como una mujer guapa, la aproveché. Créame, di un salto, a pesar de las desventajas. Mi cuerpo de carne sigue vivo… está durmiendo mientras estoy aquí. Podría volver a él. Pero nunca lo hago.
—¿Y el resto?
—Diferentes, señor Burckhardt. Yo trabajo aquí, cumpliendo las órdenes del señor Dorchin, estructurando los resultados de las pruebas de propaganda, observándole a usted y a los otros viviendo como él los hace vivir. Lo hago por elección, pero ustedes no tienen elección. Porque, la verdad, ustedes están muertos.
—¿Muertos? —exclamó Burckhardt casi gritando.
Sus ojos azules le miraban sin parpadear y sabía que no era mentira. Tragó, maravillándose de los complicados mecanismos que le permitían tragar, sudar y comer.
—Oh. La explosión de mi sueño. —Exclamó.
—No fue un sueño. Tiene razón… la explosión fue real y esta planta fue la causa. Los tanques de almacenamiento explotaron y lo que la onda expansiva no mató, lo mataron los humos. Casi todo el mundo murió en la explosión, veintiuna mil personas. Usted murió como ellas y fue la oportunidad para Dorchin.
—¡Maldito nigromante! —dijo Burckhardt.
Los retorcidos hombros de la mujer se encogieron con una extraña gracia.
—¿Por qué? Usted había muerto. Y usted y los otros eran lo que Dorchin quería: una ciudad entera, una perfecta porción de América. Es fácil transferir los patrones de un cerebro muerto a uno vivo. Más fácil: los muertos no pueden decir que no. Oh, hizo falta mucho esfuerzo y dinero, la ciudad era una ruina, pero fue posible reconstruirla entera, especialmente porque era necesario imitar exactamente todos los detalles.
»Había casas donde incluso los cerebros habían sido destruidos, y esas están vacías y los sótanos no necesitan ser perfectos como tampoco las calles secundarias. Y, de todas formas, solamente tiene que dar el pego un día. El mismo día 15 de junio, una y otra vez; y si alguien encuentra algo extraño, por algún medio, el descubrimiento no tendría oportunidad de difundirse, de estropear la validez de las pruebas, porque todos los errores desaparecen a medianoche.
La cara intentó sonrreír.
—Ese es el sueño, señor Burckhardt, el 15 de junio, porque realmente usted nunca lo vivió. Es el regalo del señor Dorchin, un sueño que les concede a ustedes y que luego se lleva al final del día, cuando tiene todas las cifras de cúantos de ustedes responderían a cada variación de cada reclamo. Y los equipos de mantenimiento van por el túnel recorriendo la ciudad, limpiando el nuevo sueño con sus pequeños drenadores electrónicos, y despúes el sueño comienza de nuevo. El 15 de junio.
»Siempre el 15 de junio, porque el 14 de junio es el último día que pueden recordar. A veces los equipos no encuentran a alguien; como le perdieron a usted, porque estaba debajo del bote. Pero no importa. Los que no encuentran se delatan si se dejan ver… y si no, no afecta a la prueba. Pero no nos borran la memoria a nosotros, a los que trabajamos para Dorchin. Dormimos cundo cortan la energía, tal como hacen ustedes. Pero cuando nos levantamos, sin embargo, recordamos. —Su cara se contrajo frenéticamente—. ¡Si al menos pudiese olvidar!
Burckhardt dijo, incrédulo:
—¡Todo esto para vender artículos! ¡Pero debe costar millones! El robot llamado April Horn dijo:
—Los costó. Pero tambien hizo ganar millones a Dorchin. Y no es el final. Una vez que encuentre las palabras maestras que hacen actuar a la gente, ¿cree que pasará? ¿Supone…?
La puerta se abrió, interrumpíendola. Burckhardt se volvió. Recordando la fuga de Dorchin, alzó el arma.
—No dispare —ordenó una voz tranquila. No era Dorchin; era otro robot; este no estaba camuflado con ingeniosos plásticos o cosméticos, sino que era plano. Dijo metálicamente—: Olvídalo, Burckhardt. No estás logrando nada. Dame esa arma antes de que hagas más daño. Dámela ahora.
Burckhardt bramó enfurecido. El brillo en el torso del robot era de acero; Burckhardt no estaba seguro de que las balas lo pudiesen atravesar, o hacerle mucho daño. Tendría que ponerlo a prueba…
Pero escuchó detrás de él un lloriqueo, un rápido torbellino: era Swanson, histérico por el miedo. Se catapultó contra Burckhardt y lo tumbó, el arma voló.
—¡Por favor! —suplicó Swanson incoherente, postrándose ante el robot metálico—. Le hubiese disparado… ¡Por favor no me haga daño! Permítame trabajar para usted, como la mujer. Haré cualquier cosa, lo que me diga…
La voz del robot dijo:
—No necesitamos tu ayuda. —Con dos pasos precisos se colocó sobre el arma… pero la dejó en el suelo.
El robot rubio destrozado dijo, sin emoción:
—Dudo que pueda aguantar mucho más, señor Dorchin.
—Desconéctate si tienes que hacerlo —contestó el robot de acero.
Burckhardt parpadeó.
—¡Pero tú no eres Dorchin!
El robot de acero volvió sus ojos profundos para mirarle.
—Lo soy —dijo—. No en carne y hueso… pero este es el cuerpo que estoy usando de momento. Dudo que puedas dañarlo con la pistola. El cuerpo del otro robot era más vulnerable. ¿Dejarás ahora a este sin sentido? No quiero tener que hacerte daño; eres demasiado caro. ¿Te quedarás inmóvil y permitirás que los equipos de mantenimiento te ajusten?
Swanson se postró.
—Usted… ¿no nos castigará?
El robot de acero no mostraba ninguna expresión, pero su voz sonaba casi sorprendida.
—¿Castigaros? —repitió más alto—. ¿Cómo?
Swanson temblaba como si las palabras fuesen azotes; pero Burckhardt explotó:
—Ajústalo a él, si te lo permite… ¡Pero no a mí! Vas a tener que hacerme un montón de daño, Dorchin. No me importa lo que cuesto o cuántos problemas llevará montarme de nuevo. ¡Pero yo salgo por esa puerta! Si quieres pararme, tendrás que matarme. ¡No me detendré de ninguna otra forma!
El robot de acero dio medio paso hacia él y Burckhardt, involuntariamente, se detuvo. Permaneció equilibrado y temblano, preparado para la muerte, preparado para atacar, preparado para lo que pudiese pasar.
Preparado para cualquier cosa exepto para lo que pasó. El cuerpo de acero de Dorchin simplemente se echó a un lado, colocándose entre Burckhardt y el arma pero dejando la puerta libre.
—Vete —le invitó el robot de acero—. Nadie te lo impedirá.
Al otro lado de la puerta, Burckhardt se paró en seco. ¡Era una locura que Dorchin le permitiera marcharse! Robot o carne, víctima o beneficiario, no había nada que le impidiese ir al FBI o a cualquier agencia de protección que pudiese encontrar lejos del imperio de Dorchin, y contar su historia. Seguramente las empresas que pagaban a Dorchin por los resultados de las pruebas no tenían ni idea de la macabra técnica que usaba; Dorchin tendría que haberlo ocultado, dado que la mala publicidad lo pararía todo. Escapar significaba la muerte, quizá, pero en ese momento de pseudovida, la muerte no le causaba terror a Burckhardt.
No había nadie en el pasillo. Encontro una ventana y miro al exterior. Ahí estaba Tylerton; una ciudad artificial, pero con una apariencia tan real que Burckhardt casi imaginó que todo aquel episodio era un sueño. Pero no lo era. Ya estaba completamente seguro, de la misma forma que estaba seguro de que ya no había nada en Tylerton que pudiese ayudarle.
Tenia que ir en la otra dirección.
Le llevó un cuarto de hora encontrar un camino, pero lo encontró; merodeando por pasillos, esquivando pasos sospechosos, sabiendo con certeza que esconderse era en vano, dado que Dorchin, sin duda, seguía todos sus movimientos. Pero nadie lo había parado y encontró otra puerta.
Era una puerta sencilla por su cara interior. Pero cuando la abrío y la atravesó, lo que vio fue algo que nunca había visto.
Primero una luz: brillante, increíble, cegadora. Burckhardt parpadeó, incrédulo y asustado.
Estaba en un saliente de metal bruñido. A una docena de metros de sus pies el saliente terminaba de forma abrupta; ni se atrevió a acercarse al borde, pero incluso desde donde estaba no podía ver el fondo del abismo que se abría delante de él. Y la brecha se extendía hasta donde era capaz de ver, hacia todos lados.
¡No era de extrañar que Dorchin le hubiese concedido la libertad con tanta facilidad! Desde la fábrica no había ningún lugar adonde ir. Pero qué increíble era aquel fantástico abismo, ¡qué increíbles eran los cientos de blancos y cegadores soles situados sobre él!
Una voz a su lado preguntó:
—¿Burckhardt? —Un eco repitió el nombre, apagándose suavemente, hacia delante y hacia atrás en el abismo.
Burckhardt se humedeció los labios.
—¿S… sí? —respondió.
—Habla Dorchin. Ahora no soy el robot, sino el Dorchin de carne y hueso, hablando por un altavoz. Ya lo has visto, Burckhardt. Bien, ¿vas a ser razonable y dejarás que los equipos de mantenimiento te asistan?
Burckhardt permaneció paralizado. Una de las montañas que se movían bajo el resplandor cegador se le acercó.
Se situó a decenas de metros sobre su cabeza; él miró hacia su cima, entornando lo ojos sin demasiado éxito para ver a pesar del resplandor.
Parecía…
¡Imposible!
La voz del altavoz en la puerta dijo:
—¿Burckhardt? —Pero él era incapaz de contestar.
Un profundo suspiro.
—Ya veo —dijo la voz—. Al fin lo comprendes. No hay lugar adonde ir. Ahora lo sabes. Podría habértelo dicho, pero era posible que no me creyeses, así que era mejor que lo vieses por ti mismo. Y después de todo, Burckhardt, ¿por qué iba a reconstruir la ciudad tal como era antes? Soy un hombre de negocios; calculo los gastos. Si una cosa debe ser a escala real, la construyo de esa forma. Pero no había ninguna necesidad en este caso.
Desde la montaña que tenía delante Burckhardt vio descender un pequeño acantilado hacia él. Era largo y oscuro, y al final había una blancura, una blancura con cinco dedos…
—Pobre pequeño Burckhardt —dijo triste el altavoz, mientras los ecos resonaban en el enorme espacio que era simplemente un taller—. Debe de haber sido toda una conmoción descubrir que vivías en un pueblo construido sobre una mesa.
Era la mañana del 15 de junio y Guy Burckhardt se despertó gritando.
Había sido un monstruoso e incomprensible sueño, de explosiones, figuras sombrías que no eran hombres y terrores indescriptibles.
Se estremeció y abrió los ojos.
Al otro lado de la ventana de su habitación, gritaba una voz tremenda, amplificada.
Burckhardt se pegó a la ventana y miró afuera. Había un toque de frío en el aire que no se correspondía con la estación, como si fuese octubre en vez de junio; pero la escena era de lo más normal… aparte de por el camión sonoro aparcado en la mitad inferior de la calle. Sus altavoces decían con estruendo:
«¿Eres un cobarde? ¿Eres tonto? ¿Vas a permitir que los políticos corruptos te roben este país? ¡NO! ¿Vas a aguantar más años de corrupción y crímenes? ¡NO! ¿Vas a votar directamente al Partido Federal en las elecciones? ¡SÍ! ¡Puedes estar seguro de que lo harás!».
A veces grita, a veces engatusa, amenaza, suplica, seduce… pero su voz se sigue oyendo un 15 de junio tras otro.