«“¡Arrepiéntete, Arlequín!”, dijo el señor TicTac»
HARLAN ELLISON
(1965)
Harlan Ellison es un género en sí mismo, uno de los escritores de ciencia ficción más controvertidos y provocadores de la segunda mitad del siglo XX. Es conocido por sus historias apasionadas y directas que mezclan el horror, el humor, el patetismo y la furia en proporciones inimitables. Aunque la comunidad de la ciencia ficción ha aceptado su obra, muy poca de la misma se ajusta a las convenciones del género. Durante una década Ellison fue un curtido profesional de la escritura que produjo grandes cantidades de ficción para gran variedad de mercados —ciencia ficción, fantasía, crímenes, delincuentes juveniles—, tras lo cual comenzó a publicar narraciones especulativas que desafiaban los tabúes y rompían las convenciones imperantes en la ciencia ficción. «“¡Arrepiéntete, Arlequín!”, dijo el señor TicTac» es una parábola kafkiana sobre los peligros del individualismo en una sociedad conformista. «No tengo boca y debo gritar» es una predicción de una conmoción futura: cuando los ordenadores se conviertan en los amos de los seres humanos. «Un muchacho y su perro» se ha convertido en una de las historias más famosas sobre el futuro postapocalíptico, debido a su descripción impávida de la ética de la supervivencia. En la ficción de Ellison hay ecos de los autores de ciencia ficción de la Nueva Ola, que buscaron derribar los muros que separaban la ciencia ficción de la literatura en general. A menudo sus historias son estilísticamente experimentales, profundamente humanistas y están cargadas de una conciencia social que las convierte en documentos importantes sobre su época sin hacerlas por ello menos capaces de perdurar. Muchas de las historias de esos años están recopiladas en Ellison Wonderland, Paingod and Other Delusions, I Have No Mouth and I Must Scream, The Beast That Shouted Love at the Heart of the World y Alone against Tomorrow. Deathbird Stories, que recogía sobre todo cuentos publicados en esas antologías anteriores, es el volumen definitivo de narrativa breve de Ellison, una combinación de fantasías ligeras y oscuras, cínicas historias de búsqueda, alegorías de ciencia ficción y parábolas surrealistas presentadas como invocaciones a los dioses que definen la cultura contemporánea. La reputación de Ellison de ser un renegado hizo que incrementara su labor editorial con Visiones peligrosas y Again, Dangerous Visions, antologías varias veces premiadas de historias de otros autores previamente rechazados por ser demasiado controvertidas. Parte de su ficción más importante de los ochenta y los noventa se recopiló en Strange Wine, Shatterday, Angry Candy y Slippage. Ha ganado en varias ocasiones los premios Hugo, Nebula, World Fantasy y Bram Stoker, y recibido premios como guionista de televisión para series como Más allá del límite, Star Trek y la nueva Dimensión desconocida. Sus recopilaciones The Glass Teat, The Other Glass Teat, An Edge in My Voice y Harlan Ellison’s Watching contienen ensayos y comentarios sobre cine, televisión y la sociedad moderna.
Siempre hay alguien que pregunta ¿de qué va todo esto? Esto va para los que necesitan preguntar, para aquellos a los que hay que contar las cosas bien claritas, que precisan saber «lo que se cuece»:
Multitud de hombres sirven al estado, no principalmente como hombres, sino como máquinas, con sus cuerpos. Son el ejército y la milicia, carceleros, policías, guardias, posse comitatus, etc. En la mayoría de los casos no poseen libertad de juicio ni sentido moral sino que esos hombres se sitúan al mismo nivel que la madera, la tierra y las piedras, y es posible que también se puedan fabricar hombres de madera que sirvan igual de bien a ese propósito. No requieren mayor respeto que los hombres de paja o los montones de tierra. Tienen el mismo valor que los caballos y los perros. Pero incluso a hombres así se les considera buenos ciudadanos. Otros —como pasa con la mayoría de los legisladores, políticos, abogados, ministros y funcionarios— sirven al estado principalmente con la cabeza y, puesto que rara vez realizan distinciones morales, es tan probable que sirvan al Diablo, sin pretenderlo, como a Dios. Muy pocos, como los héroes, los patriotas, los mártires, los reformistas en el amplio sentido del término y los hombres, también sirven al estado con su conciencia y, por tanto, necesariamente se resisten casi siempre; y por eso habitualmente se los trata como a enemigos.
HENRY
DAVID THOREAU
Desobediencia civil
Esto es en esencia. Ahora empecemos por la parte central de la historia y, más tarde, sabremos cómo empezó; el final se resolverá por sí solo.
Por ser precisamente el mundo que era, el mundo en el cual habían permitido que se convirtiese, durante meses sus actividades no despertaron la alarma de Aquellos Que Mantienen las Máquinas en Perfecto Funcionamiento, los que vierten la mantequilla de primera calidad sobre las levas y los resortes de la cultura. No fue hasta que resultó evidente que de alguna forma se había hecho famoso, que era una celebridad, quizás incluso un héroe, para (como inevitablemente lo definía el estamento oficial) «un segmento emocionalmente alterado de la población», que recurrió al señor TicTac y su maquinaria legal. Pero para entonces, porque precisamente era el mundo que era y no tenían forma de predecir lo que iba a suceder (posiblemente fuese una cepa de una enfermedad largo tiempo desaparecida, que de pronto rebrotaba en un sistema que había perdido la inmunidad), se le había permitido volverse demasiado real. Ya poseía forma y sustancia.
Se había transformado en una personalidad, algo que ellos habían purgado del sistema muchas décadas antes. Pero allí estaba, allí estaba él, una personalidad imponente. En ciertos círculos (los círculos de clase media) se le consideraba desagradable. Con tendencia a la ostentación vulgar. Anarquista. Bochornoso. En otros, solo provocaba risitas: en aquellos donde el pensamiento se somete a la forma y al ritual, a los detalles, a la corrección. Pero en los más bajos, ah, en los más bajos de la gente que siempre precisa sus santos y sus pecadores, su pan y su circo, sus héroes y sus villanos, se le consideraba un Bolívar, un Napoleón, un Robin Hood, un Dick Bong (As de Ases), un Jesús, un Joma Kenyatta.
Y en la cima de la sociedad (donde, como si de Shipwreck Kellys a tono se tratara, cualquier temblor o vibración amenazaba con derribar a los ricos, los poderosos y los nobles de sus astas)[8] se le consideraba una amenaza, un hereje, un rebelde, una desgracia, un peligro. Era conocido hasta en el mismísimo corazón, pero las reacciones importantes eran las de mucho más arriba y las de mucho más abajo. Las más altas y las más bajas.
Así que el informe fue entregado, junto con su tarjeta de tiempo y su cardioplaca, a la oficina del señor TicTac.
Incluso en los cubículos de la jerarquía, donde se fabricaba el miedo pero rara vez se sufría, le llamaban el señor TicTac. Pero nadie le llamaba así a la máscara.
No llamas a un hombre por su nombre odioso, no cuando ese hombre, tras su máscara, es capaz de revocar los minutos, las horas, los días, las noches y los años de tu vida. Cuando le miraban directamente a la máscara le llamaban el Cronometrador Jefe. Era más seguro.
—Eso es lo que es —dijo el señor TicTac con verdadera tranquilidad—, pero no quién es. La tarjeta de tiempo que sostengo en la mano izquierda lleva un nombre escrito, pero es el nombre de lo que es, no de quién es. La cardioplaca de mi mano derecha también lleva nombre, pero no sé a quién nombra, sino qué nombra. Antes de poder ejecutar la revocación apropiada, debo saber quién es este qué.
A su personal, a todos los hurones, a todos los taladores, a todos los soplones, a todos los comecex, incluso a todos los miniz, les dijo:
—¿Quién es este Arlequín?
No ronroneaba suavemente. Si tenía que ver con el tiempo hablaba de una manera discordante.
Sin embargo, era el discurso más largo que le habían oído pronunciar de una tacada los hurones, los taladores, los soplones y los comecex, pero no los miniz, que en cualquier caso no solían andar por allí para estar enterados. Pero incluso ellos salieron corriendo a buscarle.
¿Quién es el Arlequín?
Muy por encima del tercer nivel de la ciudad, agachado sobre la ronroneante plataforma de aluminio del bote aéreo (¡Uf! ¡Vaya un bote aéreo! Elevachico es lo que era, con un remolque improvisado) contemplaba la perfecta disposición Mondrian de los edificios.
Cerca oía el metronómico izquierda-derecha-izquierda del turno de las 2.47 de la tarde entrando en la planta de cojinetes Timkin con sus zapatillas. Un minuto más tarde, con precisión, oyó el derecha-izquierda-derecha de la formación de las 5.00 de la mañana yéndose a casa.
Una sonrisa de diablillo se extendió por sus rasgos bronceados y se le formaron hoyuelos. A continuación, rascándose la mata de pelo castaño, se encogió de hombros como si se preparase para lo que iba a venir, echó el joystick hacia delante y se inclinó contra el viento mientras el bote aéreo descendía. Pasó por encima de una acera móvil y descendió adrede unos cuantos metros más para desarreglar las borlas de las mujeres. Metiéndose los pulgares en las grandes orejas enseñó la lengua, hizo girar los ojos y gritó «wugga-wugga-wugga». Era una pequeña broma. Un peatón resbaló y tropezó desparramando paquetes. Otro se orinó encima. Una mujer se desplomó y los servidores detuvieron automáticamente la cinta transportadora hasta que pudiese ser reanimada. Era una pequeña broma.
Luego giró sobre una brisa vagabunda y se fue. Jo-jo. Cuando dobló la esquina del Edificio de Estudio de Movimiento en el Tiempo, vio a los del turno subiéndose a la cinta deslizante. Con gestos aprendidos y absoluta economía de movimientos, se subieron a la cinta lenta y (en un coro que recordaba a una película de Busby Berkeley de los antediluvianos años treinta) avanzaron caminando como avestruces hasta que estuvieron en fila sobre la cinta rápida.
Una vez más, sabiendo lo que se avecinaba, sonrió como un diablillo. Le faltaba un diente de la izquierda. Cayó, rozó y pasó por encima de ellos y luego soltó los cierres de contención que mantenían cerrados los extremos de los canales caseros del bote aéreo y evitaban que su carga cayese prematuramente. Mientras los soltaba, el bote pasó sobre los obreros de la fábrica y ciento cincuenta mil dólares en gominolas cayeron en cascada sobre la cinta rápida.
¡Gominolas! Millones, miles de millones de gominolas púrpura y amarillas y verdes y de regaliz y de uva y de frambuesa y de menta y redondas y lisas y crujientes por fuera y blandas por dentro y azucaradas saltando, rebotando, cayendo, aterrizando, golpeando, resbalando, cayeron sobre las cabezas, los hombros, los cascos y las protecciones de los obreros de Timkin, resonando sobre el camino, dando saltos y rodando al fondo y llenando el cielo al caer con los colores de la alegría, la infancia y las vacaciones, formando una lluvia firme, una ducha sólida, un torrente de color y dulzura venido del cielo allá en lo alto para entrar en un universo de cordura y orden metronómico como una novedad bastante alocada. ¡Gominolas!
Los obreros del turno aullaron, rieron, corrieron a toda prisa y rompieron filas, y las gominolas consiguieron colarse en el mecanismo de las cintas, tras lo cual se produjo un chirrido repugnante, como si un millón de uñas arañasen simultáneamente un cuarto de millón de pizarras, seguido de una tos y un petardeo, y a continuación las cintas se detuvieron y todos cayeron hacia aquí o hacia allá en un montón informe, todavía riendo y metiéndose en la boca pequeñas gomina las de colores infantiles. Era una fiesta, una diversión, una completa locura, una risa. Pero…
El turno se retrasó siete minutos.
Tardaron siete minutos más en llegar a casa.
El plan general se retrasó siete minutos.
Las cintas inutilizadas retrasaron las cuotas durante siete minutos.
Él había derribado la primera ficha de dominó y, una tras otra, golpeando golpeando golpeando, las otras habían caído.
El Sistema había sufrido una alteración de siete minutos. Era una cuestión sin importancia, que apenas merecía comentario, pero en una sociedad cuyas principales fuerzas eran el orden, la unidad, la igualdad, la prontitud, la precisión mecánica, la concentración, la atención al reloj y la devoción por los dioses del paso del tiempo, se trataba de un desastre de gran importancia.
Así que se le ordenó comparecer ante el señor TicTac. Se retransmitió por todos los canales de la red de comunicaciones. Se le ordenó estar allí a las 7.00, maldita sea, puntual. Y esperaron y esperaron, pero él no se presentó hasta las siete y media, momento en el cual se limitó a cantar una cancioncilla sobre la luz de la luna en un lugar del que nadie había oído hablar, llamado Vermont, antes de volver a desaparecer. Pero ellos habían estado esperando desde las siete y su retraso mandó al infierno sus compromisos. Así que la cuestión seguía sobre la mesa: ¿quién es el Arlequín?
Pero la pregunta que no se planteaba (la más importante de las dos) era: ¿cómo hemos llegado a esta situación, en la que un risueño e irresponsable bufón de mofa y befa puede alterar toda nuestra vida económica y cultural con ciento cincuenta mil dólares de gominolas…?
¡Por amor de Dios, gominolas! ¡Era una locura! ¿De dónde había sacado el dinero para comprar ciento cincuenta mil dólares de gominolas? (Sabían que costaban esa cantidad porque habían apartado a un equipo de Analistas de Situación de otra tarea y lo habían enviado a la escena de la cinta para contar los dulces y presentar resultados, lo que había alterado sus horarios y hecho que todo su departamento se retrasase al menos un día). ¡Gominolas! ¿Gomi… nolas? Un segundo… (un segundo que habría que justificar). Nadie fabricaba gominolas desde hacía cien años. ¿De dónde había sacado las gominolas?
Otra buena pregunta. Lo más probable es que jamás recibáis una respuesta que os satisfaga por completo. Pero claro está, ¿cuántas preguntas son respondidas a vuestra entera satisfacción?
La parte central de la historia ya la conocéis. Aquí está el comienzo. Así empieza:
UNA AGENDA. DÍA A DÍA Y VUELTA A EMPEZAR CADA DÍA. 9.00: ABRIR EL CORREO. 9.45: CITA CON LA COMISIÓN DE LA JUNTA DE PLANIFICACIÓN. 10.30: DISCUTIR LAS TABLAS DE AVANCE DE LA INSTALACIÓN CON J. L. 11.45: REZAR PARA QUE LLUEVA. 12.00: ALMUERZO. Y ASÍ REPETIDAMENTE.
«Lo lamento, señorita Grant, pero se fijó la entrevista para las 2.30 y ya son casi las cinco. Lamento que llegase tarde, pero así son las normas. Tendrá que esperar al año próximo para volver a presentar la solicitud a esta universidad». Y así repetidamente.
El regional de las 10.10 para en Cresthaven, Galesville, Tonawanda Junction, Selby y Farnhurst, pero no en Indiana City, Lucasville y Colton, excepto los domingos. El expreso de las 10.35 para en Galesville, Selby e Indiana City, excepto los domingos y fiestas, que para en… y así repetidamente.
«No pude esperar, Fred. Tenía que estar en Pierre Cartain’s a las 3.00 y tú me dijiste que te reunirías conmigo bajo el reloj de la terminal a las 2.45, y no estabas allí, y por tanto tuve que irme. Siempre llegas tarde, Fred. Si hubieses estado allí, podríamos haberlo hecho juntos, pero tal y como salieron las cosas, bien, me encargué del pedido yo solo…». Y así repetidamente.
Estimados señor y señora Atterley:
En relación con los constantes retrasos de su hijo Gerold, me temo que debo expulsarle del instituto hasta que se pueda instaurar un método más fiable para garantizar que llegue a tiempo a clase. Cierto que se trata de un estudiante ejemplar y que saca muy buenas notas, pero su desprecio por el horario de este instituto hace que no sea práctico mantenerle en un sistema donde los otros chicos parecen perfectamente capaces de llegar a su hora a donde se supone que deben ir… y así repetidamente.
NO PUEDES VOTAR A MENOS QUE ESTÉS ALLÍ A LAS 8.45 DE LA MAÑANA.
«¡No me importa si el guión es bueno, lo necesito el jueves!».
LA SALIDA ES A LAS 2.00 DE LA TARDE.
«Ha llegado tarde. El puesto ya está ocupado. Lo siento».
HEMOS DESCONTADO VEINTE MINUTOS DE RETRASO DE SU SALARIO.
«Dios, ¿qué hora es? ¡Tengo que darme prisa!».
Y así repetidamente. Y así repetidamente. Y así repetidamente. Y así repetida repetida repetida repetida repetidamente tic tac tic tac tic tac y un día el tiempo deja de servirnos a nosotros; nosotros pasamos a servir al tiempo y somos esclavos de los horarios, adoradores del paso del sol, encadenados a una vida basada en las restricciones porque el Sistema no funcionaría si no nos ceñimos al horario.
Hasta que el llegar tarde deja de ser un pequeño inconveniente. Se convierte en un pecado. Luego en un crimen. Luego en un crimen con este castigo:
EN VIGOR A PARTIR DE LAS 12.00 DE LA NOGHE DEL 15 DE JULIO DE 2389. La oficina del Cronometrador Jefe exigirá que todos los ciudadanos presenten sus tarjetas de tiempo y sus cardioplacas para su procesamiento. Según el Estatuto 555-7-SGH-99 que controla la revocación de tiempo per cápita, todas las cardioplacas tendrán la clave de su propietario y…
Lo que habían hecho era inventar un método para limitar la cantidad de vida de una persona. Si llegaba diez minutos tarde, perdía diez minutos de vida. Una hora implicaba proporcionalmente más revocación. Si alguien llegaba tarde repetidamente, podía recibir, un domingo por la noche, un comunicado del Cronometrador Jefe indicándole que se le había acabado el tiempo y que se le «desactivaría» al mediodía del lunes, por favor ponga en orden sus asuntos, señor, señora o bisexual.
Y por tanto, con este método simple y científico (empleando un proceso científico que la oficina del señor TicTac mantenía en estricto secreto) el Sistema se sostenía. Era lo único razonable. Después de todo, era patriótico. Había que cumplir el horario. Después de todo, ¡estábamos en guerra!
Pero ¿no estamos siempre en guerra?
—Vaya, es realmente vergonzoso —dijo el Arlequín, cuando Bonita Alice le mostró el cartel de busca y captura—. Resulta vergonzoso y extremadamente improbable. Después de todo, no estamos en el Día del Bandido. ¡Un cartel de busca y captura!
—¿Sabes? —comentó Bonita Alice—, hablas con mucha inflexión.
—Lo lamento —dijo el Arlequín con humildad.
—No lo lamentes. Siempre estás diciendo «lo lamento». Te sientes tan culpable, Everett. Es muy triste.
—Lo lamento —volvió a decir y apretó los labios de forma que durante un breve instante se le marcaron los hoyuelos. No era lo que pretendía decir—. Tengo que salir de nuevo. Tengo que hacer algo.
Bonita Alice golpeó la barra con el bulbo de café.
—Oh, por amor de Dios, Everett, ¿no puedes quedarte en casa aunque sea por una noche? ¿Tienes que ponerte siempre ese aberrante traje de payaso y correr por ahí incordiando a la gente?
—Yo… —Calló y se encajó el sombrero de bufón sobre el pelo castaño provocando el tañido de los cascabeles. Se puso en pie, lavó el bulbo de café y lo dejó en el secador un momento—. Tengo que irme.
Ella no respondió. El fax ronroneó y ella sacó una hoja, la leyó y se la tiró sobre la barra.
—Sobre ti. Claro está. Eres ridículo.
La leyó con rapidez. Decía que el señor TicTac intentaba localizarle. No le importaba, volvería a llegar tarde. En la puerta, rastreando en busca de una frase de despedida, le soltó petulante:
—Bien, ¡tú también hablas con inflexión!
Bonita Alice puso sus bonitos ojos en blanco.
—Eres ridículo.
El Arlequín salió dando un portazo. La puerta se cerró con un suave sonido y se atrancó sola.
Llamaron a la puerta y Bonita Alice se puso en pie con un suspiro exasperado y la abrió. Allí estaba él.
—Volveré como a las diez y media, ¿vale?
Ella lo miró compungida.
—¿Por qué me dices eso? ¡Sabes que llegarás tarde! ¡Lo sabes! Siempre llegas tarde, por tanto, ¿a qué viene esta tontería? —Cerró la puerta.
Al otro lado, el Arlequín asintió para sí. Tiene razón. Siempre tiene razón. Llegaré tarde. Siempre llego tarde. ¿Por qué le digo esas tonterías?
Se encogió de hombros una vez más y salió para retrasarse otra vez.
Había disparado los cohetes pirotécnicos que decían: «Asistiré a la 115 Invocación Anual de la Asociación Médica Internacional a las 8.00 p. m. Espero que podáis acompañarme».
Las palabras ardieron en el cielo y, por supuesto, allí estaban las autoridades, esperándolo. Dieron por supuesto, naturalmente, que llegaría tarde. Llegó veinte minutos antes, mientras ellos montaban las redes para cazarlo y retenerlo. Soplando en un enorme megáfono, los asustó de tal forma que sus propias redes hidratadas se cerraron y los alzaron, pataleando y gritando, muy por encima del anfiteatro. El Arlequín rio y rio, y se disculpó mucho. Los médicos, reunidos en cónclave solemne, se partieron de risa y aceptaron las disculpas del Arlequín con reverencias y gestos exagerados, y todos se lo pasaron de fábula porque pensaban que el Arlequín era un alboroto con pantalones llamativos; todos, claro, menos las autoridades, que habían venido desde la oficina del señor TicTac; allí colgaban como la carga en un puerto, de forma muy indecorosa, sobre el suelo del anfiteatro.
En otra parte de la misma ciudad donde Arlequín realizaba sus «actividades», algo sin la más mínima relación con lo que tratamos aquí aparte de que nos sirve para ilustrar el poder y la importancia del señor TicTac, un hombre llamado Marshall Delahanty recibió su notificación de desactivación de la oficina del señor TicTac. Su esposa aceptó la notificación de manos del mini de traje gris que se la entregó, con la tradicional e incongruente «expresión de pena» en la cara. Ella supo lo que era sin ni siquiera abrirla. En esa época todos la reconocían al instante. Boqueó y la sostuvo como si fuese una placa de Petri con botulismo, y rezó para que no fuese para ella. «Que sea para Marsh —pensó, brutalmente, con realismo—, o para uno de los niños, pero no para mí, por favor, querido Dios, que no sea para mí». Y luego la abrió y comprobó que era para Marsh, y al mismo tiempo se sintió horrorizada y aliviada. El siguiente soldado del frente de batalla había recibido la bala.
—Marshall —gritó—. ¡Marshall! ¡Terminación, Marshall! Dios mío, Marshall, ¿qué vamos a hacer?, ¿qué vamos a hacer?, Dios mío, Marshall…
Y esa noche en su hogar se oyó el sonido del papel rasgándose y del miedo y se sintió el olor de la locura ascendiendo por la chimenea. Y no había nada, absolutamente nada, que pudiesen hacer.
Pero Marshall Delahanty intentó escapar, y a primera hora del día siguiente, cuando llegó la hora de la desactivación, se encontraba en las profundidades de los bosques de Canadá, a trescientos kilómetros de distancia. La oficina del señor TicTac borró su cardioplaca, Marshall Delahanty se dobló mientras corría, su corazón se detuvo, la sangre se le secó de camino al cerebro y murió. Eso es todo. Una luz se apagó en el mapa de sector del Cronometrador Jefe, mientras entraba una notificación para su reproducción en fax y el nombre de Georgette Delahanty se añadía a la lista del subsidio hasta que pudiese casarse de nuevo. Lo que constituye el final del inciso y de lo que pretendía contaros, pero no os riais porque eso mismo le sucedería al Arlequín si el señor TicTac descubriese su verdadero nombre. No tiene gracia.
El nivel comercial de la ciudad estaba abarrotado con los colores de jueves de los compradores. Mujeres con túnicas amarillo canario y hombres con atuendos seudotiroleses de tela verde jade y cuero que les sentaban muy bien, con los pantalones abullonados.
Cuando el Arlequín apareció en la concha todavía en construcción del nuevo Centro Comercial Eficiente, con el megáfono pegado a los labios que se reían como los de un diablillo, todos le señalaron y le miraron, y él los reprendió:
—¿Por qué dejáis que os den órdenes? ¿Por qué dejáis que os hagan correr y apresuraros como hormigas o gusanos? ¡Tomaos vuestro tiempo! ¡Pasead un rato! ¡Disfrutad del sol, de la brisa, dejad que la vida os lleve a su ritmo! No seáis esclavos del tiempo, es una forma terrible de morir, lentamente, poco a poco… ¡Abajo el señor TicTac!
¿Quién es ese loco?, querían saber muchos de los compradores. Quién es ese loco… oh vaya voy a llegar tarde tengo que darme prisa…
Y la cuadrilla de construcción del Centro Comercial recibió una orden urgente emitida por la oficina del Cronometrador Jefe indicándole que el criminal peligroso conocido como el Arlequín se encontraba en lo alto de su torre y que era precisa su ayuda urgente para capturarle. La cuadrilla de trabajo dijo que no, que perderían tiempo de su planificación de construcción, pero el señor TicTac logró tirar de los hilos adecuados en la telaraña gubernamental y se les ordenó dejar de trabajar y atrapar al imbécil de allá arriba; de allá arriba con el megáfono. Así que una docena o más de trabajadores fornidos empezaron a subir por las plataformas de construcción, soltando las chapas de gravedad y elevándose hacia el Arlequín.
Después de la debacle (en la que, debido a la gran atención que el Arlequín prestaba a la seguridad de la gente, nadie salió herido de gravedad), los obreros intentaron reunirse y atacar de nuevo, pero era demasiado tarde. Se había desvanecido. Sin embargo, había atraído una gran multitud y el ciclo de compras se desfasó horas, ¡horas! Por tanto, las necesidades del departamento de compras del Sistema disminuyeron y hubo que tomar medidas para acelerar el ciclo durante el resto del día, pero quedó empantanado y acelerado y vendieron demasiadas válvulas de flotación y no suficientes paninos, lo que implicaba que la ratio quedaba descompensada, por lo que hubo que llevar corriendo cajas y cajas de Smash-Q mimadores a tiendas que habitualmente no precisaban más de una caja cada tres o cuatro horas. Los envíos se perdieron, con los trasbordos se equivocaron las rutas y al final incluso las industrias agitachico se resintieron.
¡No volváis sin él! —dijo el señor TicTac, con mucha tranquilidad, muy sinceramente, de forma extremadamente peligrosa.
Usaron perros. Usaron sondas. Usaron cruzamientos de cardioplacas. Usaron estadísticas. Usaron sobornos. Usaron barrigones. Usaron la intimidación. Usaron el tormento. Usaron la tortura. Usaron soplones. Usaron policías. Usaron busca y captura. Usaron falarón. Usaron incentivos de mejora. Usaron huellas digitales. Usaron el sistema Bertillon. Usaron astucia. Usaron mañas. Usaron traición. Usaron a Raoul Mitgong, pero no les fue de mucha ayuda. Usaron física aplicada. Usaron técnicas criminológicas.
Y qué demonios: le pillaron.
Después de todo, se llamaba Everett C. Marm, y la verdad es que no era gran cosa aparte de ser un hombre sin sentido del tiempo.
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor TicTac.
—¡Que te den! —respondió el Arlequín, mofándose.
—Te has retrasado un total de sesenta y tres años, cinco meses, tres semanas, dos días, doce horas, cuarenta y un minutos y cincuenta y nueve segundos, coma cero tres seis uno uno uno microsegundos. Has agotado todo lo posible y más. Vamos a desconectarte.
—Ve a darle miedo a otro. Prefiero estar muerto a vivir en un mundo estúpido que contiene a un hombre del saco como tú.
—Es mi trabajo.
—Estás pagado de ti mismo. Eres un tirano. No tienes derecho a dar órdenes a los demás y matarlos si llegan tarde.
—Si no puedes adaptarte, no puedes encajar.
—Suéltame y encajaré los puños en tu boca.
—Eres un inconformista.
—Eso antes no era ningún crimen.
—Ahora lo es. Vive en el mundo que te rodea.
—Lo odio. Es un mundo horrible.
—No todos piensan lo mismo. A la mayoría de la gente le gusta el orden.
—A mí no, ni tampoco a la mayoría de la gente que conozco.
—No es cierto. ¿Cómo crees que te hemos atrapado?
—No me interesa.
—Una mujer llamada Bonita Alice nos dijo dónde estabas.
—Mentira.
—Es cierto. La ponías de los nervios. Ella quiere integrarse, quiere ajustarse; voy a desactivarte.
—Entonces hazlo de una vez y deja de discutir conmigo.
—No voy a desactivarte.
—¡Eres un imbécil!
—¡Arrepiéntete, Arlequín! —dijo el señor TicTac.
—Que te den.
Así que le enviaron a Coventry. Y en Coventry se lo trabajaron. Fue exactamente lo mismo que le hicieron a Winston Smith en 1984, libro que ninguno de ellos había leído, pero la verdad es que las técnicas eran muy antiguas y por tanto se las aplicaron a Everett C. Marm. Y un día, bastante tiempo después, el Arlequín apareció en la red de comunicaciones, todo diablillo, con hoyuelos y ojos relucientes y sin aspecto en absoluto de tener el cerebro lavado, y dijo que se había equivocado, que estaba muy bien, requetebién, pertenecer, llegar siempre a tiempo aquí estamos y ya nos vamos. Y todos le miraron en las pantallas públicas que cubrían toda una manzana y se dijeron, bien, ya ves, después de todo no era más que un loco y si así es como funciona el Sistema, entonces que sea así, porque no compensa enfrentarse al Ayuntamiento, o en este caso al señor TicTac. Así que Everett C. Marm fue destruido, lo que resultó una pérdida debido a lo que Thoreau decía, pero no se puede preparar una tortilla sin romper algunos huevos, y en toda revolución mueren algunos que no lo merecen, pero deben morir, porque así son las cosas, y si logras un pequeño cambio vale la pena. O, para expresarlo con lucidez:
—Eh, discúlpeme, señor, yo, eh, no sé, cómo, eh, decírselo, eh, pero ha llegado usted tres minutos tarde. El horario está un poco, eh, desajustado.
Sonrió como un corderito.
—¡Eso es ridículo! —murmuró el señor TicTac tras la máscara—. Comprueba tu reloj. —Y luego se fue a su despacho, haciendo mrmee, mrmee, mrmee, mrmee.