Luna inconstante
LARRY NIVEN
(1971)

Larry Niven obtuvo sus credenciales como maestro de la ciencia ficción dura con su novela, ganadora del premio Nebula, Mundo anillo, sobre un cuerpo planetario en forma de cinta con un radio de más de un millón y medio de kilómetros y una circunferencia de poco menos de mil millones de kilómetros que rodea una estrella remota y plantea grandes problemas técnicos de navegación y huida para sus habitantes humanos. La novela y sus continuaciones Ingenieros de Mundo anillo y Trono de Mundo anillo forman parte de la vasta saga Cuentos del Espacio Conocido, una aclamada historia futura de la humanidad poblando el espacio interestelar que ha permitido la exploración de un amplio abanico de temas como las culturas alienígenas, la inmortalidad, el viaje en el tiempo, la terraformación, la ingeniería genética y el teletransporte. Las novelas The World of Ptavvs, A Gift from Earth, Protector, The Patchwork Girl, Los árboles integrales y The Smoke Ring, así como las recopilaciones de historias Neutron Star, The Shape of Space, Crashlander y Flatlander construyen una historia épica de mil quinientos millones de años que integra tecnologías innovadoras con vistosos desarrollos de culturas alienígenas e interacción entre humanos y extraterrestres. El atractivo de la invención de Niven se puede valorar por los siete volúmenes de la serie de antologías Man-Kzin Wars, que ha atraído a sus colegas de la ciencia ficción dura, incrementando su plausibilidad por medio de una visión compartida. Niven también ha escrito la novela Un mundo fuera del tiempo, una proyección al futuro lejano en el que la evolución humana conduce a la inmortalidad, y la serie de historias de misterio en clave de ciencia ficción recopiladas en The Long ARM of Gil Hamilton. Buena parte de sus novelas las ha escrito en colaboración. La paja en el ojo de Dios, en colaboración con Jerry Pournelle, es una espléndida historia de primer contacto sobre el descubrimiento accidental de una especie alienígena decidida a sembrar nuestro sistema solar con una población enorme. Niven y Pournelle también han escrito una continuación, El tercer brazo, la novela de desastres El martillo de Lucifer e Inferno, que transporta a un escritor de ciencia ficción al infierno de Dante. Con Steve Barnes, Niven ha escrito Dream Park, The Barsoom Project y The Voodoo Game, ambientadas todas en un parque de atracciones del futuro en el que realidades imaginarias se manifiestan a través de la realidad virtual. Niven también ha escrito una serie de fantasías que tratan de la magia primitiva, como por ejemplo The Magic Coes Away y Time ofthe Warlock.

I

El cambio llegó mientras veía las noticias, como un movimiento entrevisto con el rabillo del ojo. Me giré hacia la ventana del balcón. Fuese lo que fuese, era demasiado tarde para verlo.

Esa noche la luna estaba muy brillante.

De eso me di cuenta, sonreí y me volví. Johnny Carson daba comienzo al monólogo.

Con el primer anuncio, me puse en pie para recalentar el café. Al acercarse la medianoche los anuncios aparecían en series de tres o cuatro. Tenía tiempo.

La luz de la luna me llamó la atención en el camino de vuelta. Si ya estaba brillante antes, ahora lo estaba todavía más. Era hipnótico. Abrí las puertas deslizantes y salí al balcón.

El balcón era poco más que una cornisa con barandilla, con el espacio justo para un hombre, una mujer y una barbacoa portátil. Las vistas, durante los últimos meses, habían sido una preciosidad, sobre todo cerca de la puesta de sol. La Compañía Eléctrica estaba levantando un edificio de oficinas de esos recubiertos todos de vidrio. Por el momento no era más que una estructura abierta de vigas de acero. Oscuro contra el cielo rojo de la puesta de sol, tendía a provocar un efecto severo, surrealista y tremendamente impresionante.

Esa noche…

Nunca había visto la luna tan brillante, ni siquiera en el desierto.

«Tan brillante que podrías leer —pensé, e inmediatamente me dije—: Pero no es más que una ilusión». La luna nunca es mayor (había leído en alguna parte) que una moneda de 25 centavos sostenida a poco menos de tres metros. Es imposible que tuviese brillo suficiente para leer.

¡Solo estaba en tres cuartos!

Pero, reluciendo sobre la autopista San Diego dirección oeste, la luna incluso apagaba los faros de los coches. Parpadeé frente a esa luz, y pensé en los hombres caminando por la luna, dejando pisadas arrugadas. En una ocasión, por un artículo que estaba escribiendo, se me permitió sostener un trozo reseco de roca lunar en la mano…

Oí que el programa empezaba de nuevo y entré. Pero al mirar por encima del hombro, vi que la luna ganaba todavía más brillo… como si acabase de salir de detrás de las nubes.

Era una luz que penetraba en el cerebro, una luz lunática.

El teléfono sonó cinco veces antes de que ella contestase.

—Hola —dije—. Escucha…

—Hola —dijo Leslie todavía medio dormida, quejándose. Maldita sea. Había esperado que estuviese viendo la tele, como yo.

—No grites ni nada —dije—. Tengo una razón para llamarte. Estás en la cama, ¿no? Levántate… ¿te puedes levantar? —¿Qué hora es?

—Las doce y cuarto.

—Oh, Dios.

—Ve al balcón y echa un vistazo.

—Vale.

El teléfono dio un golpecito. Esperé. El balcón de Leslie miraba al norte y al oeste, como el mío, pero se encontraba a diez pisos de altura, con lo que la vista era mejor.

A través de mi ventana, la luna ardía como un reflector con textura.

—¿Stan? ¿Estás ahí?

—Sí. ¿Qué crees que es?

—Es espléndido. Nunca he visto nada igual. ¿Qué podría iluminar la luna de esa forma?

—No lo sé, pero ¿no es espléndido?

—Se supone que tú eres el nativo. —Leslie se mudó aquí hace un año.

—Escucha, nunca he visto algo así. Pero hay una vieja leyenda —dije—. Una vez cada cien años la capa de contaminación de Los Ángeles se retira durante una única noche, dejando el aire tan transparente como el espacio interestelar. De esa forma, los dioses pueden ver si Los Ángeles sigue en su sitio. Si es así, vuelven a colocar la capa de contaminación para no tener que mirarla.

—Yo antes sabía esas cosas. Bien, escucha, me alegro de que me hayas despertado, pero mañana tengo que ir a trabajar.

—Pobrecita.

—Así es la vida. Buenas noches.

—Buenas noches.

A continuación, me quedé sentado en la oscuridad, intentando pensar en alguien más a quien llamar. Llama a una mujer a medianoche, invítala a salir y a mirar a la luz de la luna… y puede que crea que es romántico o puede que se ponga furiosa, pero no va a pensar que has llamado a otras seis.

Así que pensé en algunos nombres. Pero sus propietarias se habían alejado en los últimos años, después de que yo me dedicase a pasar todo mi tiempo con Leslie. No se les podía echar en cara. Y ahora Joan estaba en Tejas, Hildy se iba a casar y, si llamaba a Louise, probablemente también acabase hablando con Gordie. ¿La inglesa? Pero no me acordaba de su número. Ni de su apellido.

Además, todos mis conocidos entraban temprano a trabajar. Yo trabajaba para ganarme la vida pero, como escritor, escogía el horario. Si despertaba a alguien le estaría destrozando la mañana. Ah, qué se le iba a hacer…

El programa de Johnny Carson era un remolino gris y un rugido de estática cuando entré en el salón. Apagué el aparato y regresé al balcón.

La luna era más brillante que el torrente de faros de la autopista, más brillante que Westwood Village a la derecha. Las montañas Santa Mónica tenían un resplandor mágico y perlado. No había estrellas cerca de la luna. Las estrellas no podían sobreponerse a aquel resplandor.

Me ganaba la vida escribiendo artículos científicos y prácticos.

Tendría que haber sido capaz de deducir qué hacía que la luna se comportase de aquella manera. ¿Podía ser que hubiese crecido de pronto? ¿Qué se hubiese inflado como un globo? No.

Estaba más cerca, quizá. ¿La luna se caía?

¡Mareas! ¡Olas de quince metros… y terremotos! ¡La falla de San Andrés abriéndose como el Gran Cañón! Subirme al coche, dirigirme a las colinas… no, ya era demasiado tarde…

Tonterías. La luna era más brillante, no más grande. Eso estaba claro. ¿Y qué iba a echarme la luna sobre la cabeza en tal caso?

Parpadeé y la luna dejó una imagen persistente en la retina. Era así de brillante.

Debía de haber un millón de personas mirando la luna, preguntándose lo mismo que yo. Un artículo sobre aquel asunto se vendería… si lo escribía antes que nadie…

Debía de haber una explicación simple y evidente.

Bien, ¿cómo podía incrementarse el brillo de la luna? La luz de la luna era luz solar reflejada. ¿Era posible que el sol se hubiese vuelto más brillante? Habría tenido que suceder después de la puesta de sol, claro, o alguien se hubiese dado cuenta.

No me gustó esa idea.

Además, la mitad de la Tierra se encontraba bajo la luz del sol. Mil corresponsales de Life, Time, Newsweek y Associated Press estarían llamando desde Europa, Asia, África… a menos que todos estuviesen refugiados en los sótanos. O muertos. O que fuesen incapaces de comunicarse porque el sol estaba cubriéndolo todo de estática, los sistemas de radio y teléfono y la tele… La televisión. Oh, Dios mío.

Apenas empezaba a tener miedo.

Vale, empecemos de nuevo. La luna se ha vuelto mucho más brillante. La luz de la luna, bien, la luz de la luna no es más que luz solar reflejada; cualquier idiota lo sabía. Por tanto… al sol le había pasado algo.

II

—¿Hola?

—Hola. Soy yo —dije y luego se me paralizó la garganta. ¡Pánico!

¿Qué iba a decirle?

—He estado contemplando la luna —dijo soñadora—. Es maravillosa. Incluso he intentado usar el telescopio, pero no he podido ver nada; brilla demasiado. Ilumina toda la ciudad. Las colinas están teñidas de plata. —Cierto, tenía un telescopio en el balcón. Lo había olvidado—. He intentado dormir —dijo—. Hay demasiada luz.

La garganta volvió a funcionarme.

—Escucha, Leslie, cariño, he estado pensando en que te he despertado y que probablemente no habrías podido volver a dormir, por la luz. Así que salgamos a tomar un tentempié de medianoche.

—¿Estás trastornado?

—No, lo digo en serio. De verdad. Esta no es una noche para dormir. Puede que nunca volvamos a ver una noche como esta. A la porra la dieta. Vamos a celebrarlo. Helado de vainilla con chocolate caliente, café irlandés …

—Eso es diferente. Voy a vestirme.

—Iré de inmediato.

Leslie vivía en el decimocuarto piso del edificio C de Barrington Plaza. Llamé y esperé.

Y esperando, me pregunté sin impaciencia: ¿por qué Leslie? Debía de haber otras formas de pasar mi última noche sobre la Tierra que no fueran con una mujer en concreto. Podría haber escogido a otra mujer en concreto, o incluso a varias mujeres no tan en concreto, excepto que en realidad ese no era mi caso, ¿no? O podría haber llamado a mi hermano, o a cualquiera de mis parejas de padres…

Vale, pero mi hermano Mike hubiese exigido que le diera una buena razón para que le sacase de la cama a medianoche.

—Pero Mike, la luna está tan hermosa… —Nada. Y cualquiera de mis cuatro padres hubiese reaccionado de forma similar. La verdad es que tenía una buena razón, ¿pero me habrían creído?

Y si me creían, ¿luego qué? Hubiese acabado organizando una especie de funeral. Que lo pasasen durmiendo. Lo que deseaba era alguien que se uniese a mí… Una fiesta de despedida sin plantear las preguntas equivocadas.

Quería a Leslie. Llamé otra vez.

Ella abrió una rendija de la puerta. Iba en ropa interior. Una faja rígida y deformada me acarició la espalda cuando la abracé.

—Estaba a punto de ponérmela.

—Entonces, he llegado justo a tiempo. —Le quité la faja y la tiré.

Me agaché para pasarle los brazos bajo las costillas, me enderecé con esfuerzo y fui al dormitorio con sus pies colgando a la altura de mis talones.

Tenía la piel fría. Debía de haber estado fuera.

—¡Vaya! —dijo—. ¿Crees que puedes competir con un helado de vainilla con chocolate caliente?

—Por supuesto. Mi orgullo lo exige. —Los dos estábamos sin aliento. En una ocasión había intentado levantarla en brazos, al estilo convencional de las películas. Casi me parto la espalda. Leslie era una chica grande, de mi altura y casi demasiado ancha de caderas.

Nos tendimos en la cama, uno junto al otro. Pasé ambas manos para hacerle cosquillas en la espalda, sabiendo que ese gesto la dejaría indefensa para resistírseme, ah jajajajaja. Emitió soniditos de placer para indicarme dónde hacerle cosquillas. Me llevó la camisa hasta los hombros y se puso a acariciarme la espalda.

Nos fuimos quitando las prendas, al azar, dejándolas caer por el borde de la cama. La piel de Leslie ya estaba cálida, casi caliente…

Vale, es por eso que no podría haber escogido a otra mujer. Hubiese tenido que enseñarle a hacer cosquillas. Y, simplemente, no había tiempo.

Algunas noches sufro la tendencia nerviosa de acelerar el encuentro. Esta noche ejecutábamos un ritual, un rito de paso. Intenté ir muy despacio para que durase. Intenté que a Leslie le gustase más. El resultado fue increíble. Me olvidé de la luna y del futuro cuando Leslie apoyó sus talones en la parte posterior de mis rodillas y nos movimos siguiendo el ritmo antiguo.

Pero la imagen que me llegó durante el clímax fue intensa y aterradora. Estábamos en el centro de un círculo de fuego azul que se cerraba como un dogal. Si gemí de terror y éxtasis, ella debió de creer que fue solo de éxtasis.

Nos quedamos tendidos uno al lado del otro, somnolientos, letárgicos, juntos. Me dieron ganar de dormir, de faltar a la promesa, dormir y dejar que Leslie durmiese… En lugar de eso le susurré al oído:

—Helado de vainilla con chocolate caliente. —Sonrió, se movió y acabó saliendo de la cama.

No le permití ponerse la faja.

—Es más de medianoche. Nadie va a ligar contigo, porque yo le daría una paliza al malvado, ¿no? Por tanto, ¿por qué no ir cómodos? —Rio y cedió. Nos abrazamos una vez, con fuerza, en el ascensor. Resultaba mucho mejor sin la faja.

III

La camarera de pelo gris estaba contenta y emocionada. Le relucían los ojos. Nos habló como si nos contase un secreto.

—¿Habéis visto la luz de la luna?

Ship’s estaba bastante lleno a esa hora de la noche y muy cerca de la UCLA. La mitad de los clientes eran estudiantes universitarios. Hablaban en voz baja, girándose para mirar por las cristaleras del restaurante abierto las veinticuatro horas. La luna estaba baja en el oeste, tanto como para competir con las farolas.

—La hemos visto —dije—. Lo estamos celebrando. Ponnos dos helados de vainilla con chocolate caliente, por favor. —Cuando se volvió le coloqué un billete de diez dólares bajo el salvamanteles de papel. No es que los fuese a gastar pero al menos disfrutaría del placer de descubrirlos. Yo tampoco iba a gastarlos.

Me sentía libre, despreocupado. Muchos problemas parecían haberse resuelto de pronto.

¿Quién iba a pensar que en una única noche llegaría la paz a Vietnam y a Camboya?

Había empezado como a las once y media en California. Por lo tanto el sol del mediodía estaba en algún punto sobre el mar Arábigo y casi toda Asia, Europa, África y Australia se encontraban bajo la luz solar directa.

Alemania ya se habría reunificado. Las ondas de choque habrían fundido o derribado el Muro. Los israelíes y los árabes habrían abandonado las armas. En África ya no habría apartheid.

Y yo era libre. Para mí ya no había más consecuencias. Esa noche podría satisfacer todos mis impulsos tenebrosos: robar, matar, mentir en la declaración de hacienda, lanzar ladrillos a los escaparates, quemar las tarjetas de crédito. Podía olvidarme del artículo sobre moldes metálicos explosivos que debía entregar el jueves. Esa noche podía cambiar las píldoras de Leslie por caramelos de canela. Esa noche…

—Creo que voy a fumarme un cigarrillo. Leslie me miró extrañada.

—Creía que lo habías dejado.

—¿Te acuerdas? Me dije que si algún día sentía el impulso irresistible, me fumaría un cigarrillo. Lo hice porque no podía soportar la idea de no volver a fumar.

Rio.

—¡Pero llevas meses sin hacerlo!

—¡Pero siguen sacando anuncios de tabaco en las revistas!

—Es una conspiración. Vale, fúmate el cigarrillo.

Metí las monedas en la máquina, vacilé ante las diversas opciones y al final escogí uno medio con filtro. No es que me apeteciese un cigarrillo. Pero algunos acontecimientos exigen champán y otros cigarrillos. Está el tradicional último cigarrillo ante el pelotón de fusilamiento…

Lo encendí. «Por el cáncer de pulmón».

Sabía tan bien como lo recordaba; aunque el sabor era ligeramente rancio, como llenarse la boca de colillas. La tercera calada me produjo un efecto extraño. Se me desenfocaron los ojos y todo se acalló. Oía el pulso en la garganta.

—¿Qué tal sabe?

—Extraño. Estoy colocado —dije.

¡Colocado! Hacía quince años que no oía esa palabra. En el instituto fumábamos para lograr ese colocón, la semiborrachera provocada por la contracción de los capilares en el cerebro. El colocón había desaparecido al cabo de unas cuantas veces, pero la mayoría de nosotros había seguido fumando…

Lo apagué. La camarera traía los helados.

Caliente y frío, dulce y amargo; no había sabor como el de un helado de vainilla con chocolate caliente. Morir sin probarlo por última vez hubiese sido una vergüenza. Pero con Leslie era un símbolo de la vida plena. Verla comer era más divertido que comer yo.

Además… Había apagado el cigarrillo para probar el helado. Ahora, en lugar de saborear el helado ya pensaba en el café irlandés.

Tan poco tiempo…

El plato de Leslie estaba vacío.

—Ahhh —susurró, y se tocó en el ombligo.

Un cliente de una de las mesas pequeñas se estaba volviendo loco. Le había visto entrar. Un tipo delgado con pinta de académico, patillas y gafas de montura metálica. Se había estado girando continuamente para mirar la luna. Como otros en otras mesas, parecía trastornado por ese raro y encantador fenómeno natural.

Y luego lo comprendió. Vi cómo cambiaba de cara, primero con suspicacia, luego con incredulidad y al final con horror, horror y desesperación.

—Vámonos —le dije a Leslie. Dejé las monedas sobre el mostrador y me puse en pie.

—¿No te quieres acabar el tuyo?

—No. Tenemos cosas que hacer. ¿Qué tal un café irlandés?

—¿Y un Pink Lady para mí? ¡Oh, mira! —Se giró por completo.

El académico se subía a una mesa. Se equilibró, abrió los brazos y aulló:

—¡Mirad por las ventanas!

—¡Baja de ahí! —le exigió una camarera, tirándole enfáticamente de la pernera.

—¡El mundo se acaba! Muy lejos, al otro lado del mar, hay muerte y fuego …

Pero nosotros ya habíamos salido, riendo al correr. Leslie jadeó.

—¡Puede que… hayamos escapado… de un motín religioso!

Pensé en los diez que le había dejado a la camarera. Ahora no le harían bien a nadie. Dentro, un profeta gritaba su mensaje catastrofista a todo el que le escuchase. La mujer de pelo gris y ojos relucientes encontraría el dinero y pensaría: «Ellos también lo sabían».

Los edificios bloqueaban la luna desde el aparcamiento del Granero Rojo. Las luces de la calle y el brillo lunar indirecto eran más o menos del mismo color. La noche solo parecía un poco más clara de lo habitual.

No comprendía por qué Leslie se había detenido de pronto en el camino de entrada. Pero seguí su mirada, directamente hasta donde una estrella ardía muy brillante al sur del cenit.

—Bonito —dije.

Me dedicó una mirada muy peculiar.

No había ventanas en el Granero Rojo. Luz artificial muy baja, mucho más baja que la curiosa luz fría del exterior, iluminando madera oscura y clientes tranquilos y alegres. Nadie parecía consciente de que esa noche era diferente a cualquier otra noche.

La escasa clientela del martes por la noche estaba congregada sobre todo alrededor del piano. Un cliente tenía el micrófono. Cantaba una canción que me resultaba familiar con una voz vacilante y débil, mientras el pianista negro sonreía y tocaba.

Pedí dos cafés irlandeses y un Pink Lady. Ante la mirada inquisitiva de Leslie me limité a sonreír misteriosamente.

Qué normal parecía el Granero Rojo. Qué relajado; qué feliz. Nos cogimos de la mano. Yo sonreía y tenía miedo de hablar. Si rompía el hechizo, si me equivocaba…

Llegaron las bebidas. Levanté el café irlandés. Azúcar, whisky irlandés y café fuerte, con nata por encima. Recorrió mi cuerpo como una poción mágica de fuerza: oscuro, caliente y poderoso.

La camarera rechazó nuestro dinero.

—¿Ven a ese hombre del jersey de cuello alto que está junto al piano? Invita —dijo con deleite—. Entró hace dos horas y le dio al camarero un billete de cien dólares.

Así que ese era el origen de la felicidad. ¡Bebidas gratis! Me giré, preguntándome qué estaría celebrando el tipo.

Un hombre de cuello grueso y hombros anchos con un jersey de cuello alto y chaqueta deportiva estaba sentado solo, con un vaso ancho de bar bien agarrado en una mano. El pianista le ofreció el micro y él lo rechazó, y entonces le pude ver bien la cara. Un rostro fuerte y cuadrado, ahora borracho, desdichado y asustado. Estaba a punto de llorar de miedo.

Así que ya sabía lo que celebraba. Leslie hizo una mueca.

—No han preparado bien el Pink Lady.

Hay un bar en el mundo donde prepararan el Pink Lady tal como le gusta a Leslie, y no está en Los Ángeles. Le pasé el otro café irlandés con una sonrisa de «ya te lo advertí». Obligándome a sonreír. El miedo del tipo era contagioso. Ella me devolvió la sonrisa, alzó el vaso y dijo:

—Por la luz azul de la luna.

Alcé el vaso y bebí. Pero no era el brindis que yo hubiese escogido.

El hombre del jersey de cuello alto se bajó de la banqueta. Se dirigió con mucho cuidado hacia la puerta, con un rumbo tan lento y tan recto como el de un transatlántico dispuesto a atracar. Abrió completamente la puerta y se volvió, sosteniéndola abierta de forma que la extraña luz azulada recortase su ancha silueta.

Cabrón. Esperaba a que alguien se diese cuenta, que gritase la verdad a los demás. Fuego y destrucción…

—¡Cierra la puerta! —gritó alguien.

—Es hora de que nos vayamos —dije en voz baja.

—¿Qué prisa hay?

¿Qué prisa? ¡El tipo podía hablar! Pero eso no podía decírselo… Leslie me cogió la mano.

—Lo sé. Lo sé. Pero no podemos escapar corriendo, ¿verdad? Un puño me atrapó el corazón. Ella lo sabía, ¿y yo no me había dado cuenta?

La puerta se cerró, dejando el Granero Rojo en una penumbra rojiza. El hombre que había invitado se había ido.

—Oh, Dios. ¿Cuándo te has dado cuenta?

—Antes de que llegaras —dijo—. Pero cuando he intentado comprobarlo, no he podido.

—¿Comprobarlo?

—He salido al balcón y he enfocado el telescopio hacia Júpiter. Estas noches Marte está bajo el horizonte. Si el sol se ha vuelto nova, todos los planetas deberían estar iluminados como la luna, ¿no?

—Cierto. Maldita sea. —Tendría que habérseme ocurrido a mí.

Pero Leslie era la que observaba las estrellas. Yo sabía un poco de astrofísica, pero no podría haber encontrado Júpiter ni para salvar la vida.

—Pero Júpiter no estaba más brillante de lo habitual. Así que no supe qué pensar.

—Pero entonces… —Sentí la esperanza renaciendo cegadora. Luego lo recordé—. Esa estrella, justo arriba. La que mirabas.

—Júpiter.

—Está iluminado como un puto neón. Bien, eso lo confirma.

—Baja la voz.

Había estado hablando en voz baja. Pero durante un momento de locura deseé subirme a la mesa y gritar. Fuego y destrucción… ¿Qué derecho tenían a no saberlo?

Leslie me apretó la mano. El deseo pasó. Me quedé temblando.

—Salgamos de aquí. Dejemos que piensen que habrá un amanecer.

—Eso es. —La risa de Leslie era amarga, como un ladrido, como nada que le hubiese oído. Salió mientras yo pescaba la cartera… hasta que recordé que no hacía falta.

Pobre Leslie. Encontrar Júpiter como siempre debía de haber sido un alivio… hasta que esa chispa blanca se había encendido en toda su gloria hora y media más tarde. Una hora y media para que la luz del sol llegase a la Tierra después de pasar por Júpiter.

Cuando llegué a la puerta, Leslie corría Westwood abajo hacia Santa Mónica. Maldije y corrí tras ella, preguntándome si de pronto se había vuelto loca.

Luego vi las sombras delante. A lo largo de la otra acera del bulevar Santa Mónica: sombras lunares, en un patrón horizontal de bandas oscuras y blanco azuladas.

Le di alcance en la esquina. La luna se ponía.

Una puesta de luna siempre es tremenda. Esa noche relucía a través de los huecos de cielo, bajo la autopista, terriblemente brillante, proyectando una increíble complejidad de líneas y sombras. Incluso el creciente en sombras relucía de un blanco perlado debido a la luz reflejada por la Tierra.

Lo que me indicó todo lo que precisaba saber sobre el lado iluminado de la Tierra.

¿Y en la luna? Los hombres de Apolo 19 seguramente habían muerto en los primeros minutos de luz de nova. Atrapados en una planicie lunar, ocultos quizá tras una roca que se fundía… ¿O se encontraban en el lado oscuro? No podía recordarlo. Demonios, era posible que nos sobreviviesen a todos. Sentí algo de envidia y odio.

Y orgullo. Los habíamos puesto allí. Llegamos a la luna antes de la nova. Un poco más y habríamos llegado a las estrellas.

El disco cambió de forma al ponerse. Una bóveda, un platillo volante, una lente, una línea…

Desapareció.

Desapareció. Bien, ya estaba. Ahora podíamos olvidarlo; ahora podíamos caminar al aire libre sin tener el constante recordatorio de que algo iba mal. La puesta de luna había eliminado todas las sombras fantasmagóricas de la ciudad.

Pero las nubes relucían de forma extraña. Como relucen las nubes tras la puesta de sol, relucían de un blanco furioso en sus bordes orientales. Y corrían demasiado rápido por el cielo. Era como si estuviesen intentando huir…

Cuando me volví hacia Leslie, tenía las mejillas arrasadas de lágrimas.

—Oh, maldita sea, para. —La cogí del brazo—. Para. Para.

—No puedo. Sabes que cuando empiezo no puedo dejar de llorar.

—Esto no es lo que tenía en mente. Pensé que haríamos cosas que hemos estado retrasando, cosas que nos gustasen. Es nuestra última oportunidad. ¿Así es como quieres morir, llorando en una esquina?

—¡No quiero morir!

—¡Mala suerte!

—Muchas gracias. —Tenía el rostro rojo y contraído. Leslie lloraba como lloran los bebés, sin preocuparse de la dignidad o de las apariencias. Me sentía fatal. Me sentía culpable y sabía que la nova no era culpa mía, y me ponía furioso.

—¡Yo tampoco quiero morir! —le solté—. Muéstrame una forma de escapar y la aprovecharé. ¿Adónde deberíamos ir? ¿Al Polo Sur? Simplemente morir llevará más tiempo. La luna debe de estar completamente fundida por el lado visible. ¿Marte? Cuando esto acabe Marte será parte del sol, como la Tierra. ¿Alfa Centauri? La aceleración que necesitaríamos nos untaría sobre la pared como mantequilla…

—Oh, calla.

—Vale.

—Hawai. Stan, podríamos llegar al aeropuerto en veinte minutos.

¡Ganaremos dos horas si vamos al oeste! ¡Dos horas antes de la salida del sol!

Tenía cierta lógica. ¡Dos horas valían cualquier precio! Pero ya lo había calculado antes, mirando a la luna desde el balcón.

—No. Moriríamos antes. Escucha, amor, vimos que la luna ganaba en brillo como a medianoche. Eso significa que California estaba en la parte posterior de la Tierra cuando el sol se convirtió en nova.

—Sí, eso es cierto.

—Entonces estamos lo más lejos posible de la onda de choque.

Parpadeó.

—No comprendo.

—Considéralo de esta forma. Primero el sol explota. Eso calienta aire y océanos, todo en un momento, por todo el lado diurno. El vapor y el aire supercalentados se expanden con rapidez. Una onda de choque ardiente se abalanza sobre el lado nocturno. Está acercándosenos ahora mismo. Como un dogal. Pero primero llegará a Hawai. Hawai está dos horas más cerca del sol.

—Entones ni siquiera veremos el amanecer. Ni siquiera viviremos hasta entonces.

—No.

—Explicas las cosas tan bien —dijo con amargura—. Una onda de choque ardiente. Qué gráfico.

—Lo lamento. Lo he estado pensando demasiado. Preguntándome cómo sería.

—Bien, déjalo ya. —Se me acercó y apoyó la cara en mi hombro. Lloró con tranquilidad. La sostuve con un brazo y empleé el otro para acariciarle el cuello y contemplé las nubes rápidas sin pensar en cómo sería el final.

No pensé en el anillo de fuego que se cerraba sobre nosotros. En cualquier caso, no era la imagen adecuada.

Pensé en que los océanos debían de haber hervido en el lado diurno, por lo que para empezar la onda de choque debía de ser sobre todo de vapor. Pensé en los millones de kilómetros cuadrados de océano que debía atravesar. Cuando llegase, sería más fría y más húmeda y la rotación de la Tierra la haría girar como un remolino en la bañera.

Dos huracanes contrarios de vapor ardiente, uno en el norte y otro en el sur. Así llegaría. Teníamos suerte. California estaría cerca del ojo del huracán del norte.

Un viento huracanado de vapor caliente. Podría levantar a un hombre y cocinarlo en el aire, arrancarle la carne cocida y lanzarle a un lado. Vaya si iba a doler.

Nunca veríamos la salida del sol. En cierta forma era una pena. Sería espectacular.

Gruesas líneas paralelas de nubes corrían frente a las estrellas, demasiado rápidas, sus vientres iluminados de blanco por las luces de las calles. Júpiter se apagó hasta desaparecer. ¿Podría estar produciéndose ya? Un relámpago de calor…

—Una aurora —dije.

—¿Qué?

—También hay una onda de choque del sol. Debería haber una aurora como no se ha visto nunca.

Leslie rio de pronto, discordante.

—¡Qué extraño! ¡Estamos de pie en una esquina, hablando así! Stan, ¿lo estamos soñando?

—Podríamos fingir …

—No. La mayor parte de la especie humana debe de haber muerto ya.

—Sí.

—Y no hay adónde ir.

—Maldita sea, lo has deducido hace mucho, tú sola. ¿Por qué comentarlo ahora?

—Podrías haberme dejado dormir —dijo con amargura—. Estaba quedándome dormida cuando me susurraste al oído.

No respondí. Era cierto.

—«Helado de vainilla con chocolate caliente» —citó. Luego—: En realidad, no ha sido mala idea. He roto la dieta.

Me reí.

—Para.

—Podríamos volver a tu casa. O a la mía. Para dormir.

—Supongo. Pero no podríamos dormir, ¿no? No, no lo digas. Tomamos pastillas para dormir y dentro de cinco horas nos despertamos gritando. Prefiero estar despierta. Al menos sabremos lo que pasa.

Pero si tomábamos las pastillas… pero no lo dije.

—Entonces, ¿qué tal un picnic?

—¿Dónde?

—No sé. En la playa. ¿Qué más da? Lo decidiremos luego.

IV

Todos los supermercados estaban cerrados. Pero la tienda de licores que había junto al Granero Rojo era la que usaba desde hacía años. Nos vendieron paté, galletas, un par de botellas de champán frío, seis tipos de quesos y un buen montón de frutos secos —me llevé de todos—, además galletas, una bolsa de hielo, entremeses de rumaki congelado, un quinto de un coñac antiguo que costaba veinticinco dólares, un quinto de Cherry Heering para Leslie, seis latas de cerveza y Biner Orange…

Cuando metimos todo aquello en el carrito, llovía. Gruesas gotas de lluvia caían en aluvión por el escaparate de la tienda. El viento soplaba por las esquinas.

El vendedor estaba de un humor estupendo, rebosante de energía. Llevaba toda la noche mirando la luna.

—¡Y ahora esto! —exclamó mientras nos metía la compra en las bolsas. Era un anciano pequeño y musculoso de gruesos hombros y brazos—. Nunca llueve así en California. Cuando llueve, la lluvia cae recta y pesada… cuando llueve. Hacen falta días para que se acumule.

—Lo sé. —Le hice un cheque, sintiéndome culpable. Me conocía desde hacía tiempo y confiaba en mí. Pero el cheque era bueno. Había dinero para pagarlo. Antes de que abriesen los bancos el cheque sería cenizas y todos los bancos del mundo hervirían bajo el calor del sol. Pero eso no era culpa mía.

Nos colocó las bolsas en el carrito y se plantó en la puerta.

—Ahora, cuando la lluvia nos deje, lo sacaremos. ¿Listos?

Me preparé para abrir la puerta. La lluvia caía como si alguien hubiese arrojado un cubo de agua contra el escaparate. En un momento se detuvo, aunque el agua seguía fluyendo por el vidrio.

—¡Ahora! —gritó el vendedor, yo abrí la puerta y salimos. Llegamos al coche riéndonos como locos. El viento aullaba a nuestro alrededor, mojándonos y tirando de nosotros.

—Hemos escogido un buen momento. ¿Sabes a qué me recuerda este tiempo? A Kansas —dijo el vendedor—. Durante un tornado.

¡De pronto el cielo se lleno de gravilla! Gritamos y nos agazapamos y el coche resonó por un millón de pequeños golpes. Abrí la portezuela y metí a Leslie y al vendedor detrás de mí. Nos frotamos la cabeza magullada y miramos la gravilla blanca que rebotaba por todas partes.

El vendedor se sacó un guijarro blanco del cuello. Lo puso en la mano de Leslie y esta soltó un gritito de sorpresa antes de pasármelo. Estaba frío.

—Granizo —dijo el vendedor—. Esto ya no lo entiendo.

Ni yo tampoco. Solo pensaba que tenía alguna relación con la nova. ¿Pero cuál? ¿Cómo?

—Tengo que volver —dijo el vendedor. El granizo se había agotado en una breve tromba. Se preparó y salió del coche como un marine asaltando una colina. No le volvimos a ver.

Las nubes se revolvían en el cielo, formándose y desapareciendo, pasándose unas a otras más rápido que cualquier nube que hubiese visto en mi vida, con los vientres reluciendo por la luz de la ciudad.

—Debe de ser la nova —dijo Leslie estremeciéndose.

—¿Pero cómo? Si la onda de choque ya hubiese llegado, estaríamos muertos… o al menos sordos. ¿Granizo?

—¿Qué importa? Stan, ¡no tenemos tiempo!

Me centré.

—Vale. ¿Qué te gustaría hacer ahora mismo?

—Ver un partido de béisbol.

—Son las dos de la mañana —le indiqué.

—Eso descarta muchas opciones, ¿no?

—Exacto. Hemos ido al último bar. Hemos visto nuestra última obra y nuestra última película. ¿Qué queda?

—Mirar los escaparates de las joyerías.

—¿En serio? ¿En tu última noche en la Tierra?

Se lo pensó y respondió:

—Sí.

Maldita sea, lo decía en serio. No se me ocurría nada más aburrido.

—¿Westwood o Beverly Hills?

—Las dos.

Oye, mira

—Vale, Beverly Hills.

Pasamos por otro aluvión de lluvia y granizo… una tempestad encapsulada. Aparcamos a media manzana de Tiffany.

La acera era un charco continuo. El agua caía desde los pisos de los edificios. Leslie dijo:

—Esto es genial. Debe de haber como media docena de joyerías por aquí.

—Pensaba en conducir.

—No, no, no, no tienes la actitud adecuada. Uno debe recorrer los escaparates a pie. Son las reglas.

—Pero ¡la lluvia!

—No moriremos de neumonía. No tenemos tiempo —dijo, demasiado morbosa.

Tiffany tenía una pequeña tienda en Beverly Hills, pero por la noche no dejaban las piezas caras en los escaparates. Había algunos juguetes fascinantes, eso era todo.

Fuimos a Rodeo Drive… y acertamos en el blanco. En Tibor había expuesta una selección infinita de anillos, barrocos y modernos, grandes y pequeños, con todo tipo de piedras preciosas y semipreciosas. Al otro lado de la calle, Van Cleef & Arpels tenía broches, relojes de pulsera para hombres de exquisito diseño, brazaletes con diminutos relojes y un escaparate todo de diamantes.

—Oh, genial —dijo Leslie, atrapada por los diamantes—. ¡El aspecto que deben de tener a la luz del día!… Vaya…

—No, es buena idea. Imagínatelos al amanecer, reluciendo a la luz de la nova, mientras los escaparates estallan para dejar entrar la luz del día. ¿Quieres uno? ¿El collar?

—Oh, ¿puedo? Eh, eh, ¡bromeaba! Deja eso, idiota, el cristal debe de tener alarmas.

—Mira, nadie se los va a poner entre ahora mismo y mañana. ¿Por qué no sacar algo bueno?

—¡Nos atraparían!

—Bien, has dicho que querías ver escaparates…

—No quiero pasar mi última hora en una celda. Si hubieses traído el coche tendríamos alguna posibilidad…

—De escapar. Vale. Yo quería traer el coche… —En ese punto nos entró un ataque de risa y tuvimos que alejarnos sosteniéndonos mutuamente para mantener el equilibrio.

Había una media docena de joyerías en Rodeo. Pero había mucho más. Juguetes, libros, camisas y corbatas de estilos extraños y avanzados. En Francis Orr, un enorme cubo de plástico lleno de peniques nuevos. Más adelante un par de relojes bastante extraños. Lo de ver escaparates tenía un aliciente añadido sabiendo que podías romper uno y llevarte lo que de verdad te gustase.

Caminamos de la mano, agitando los brazos. Teníamos las aceras para nosotros solos; los demás habían escapado de aquel tiempo de locos. Las nubes seguían agitadas.

—Me hubiese gustado saber qué iba a pasar —dijo de pronto Leslie—. Pasé todo el día arreglando un error en un programa. Ahora jamás lo ejecutaremos.

—¿Qué habrías hecho con el tiempo? ¿Un partido de béisbol?

—Quizá. No. Las clasificaciones ya no importan. —Frunció el ceño mientras miraba vestidos—. ¿Qué habrías hecho tú?

—Habría ido al Esfera Azul a tomar cócteles —dije rápidamente—. Es un bar topless. Solía ir muy a menudo. Ahora he oído que las chicas van completamente desnudas.

—Nunca he ido a uno. ¿Hasta qué hora están abiertos?

—Olvídalo. Son casi las dos y media.

Leslie meditó, mirando un enorme animal de peluche en el escaparate de una juguetería.

—¿Hay alguien a quien hubieras asesinado de haber tenido tiempo?

—Bien, sabes que mi agente vive en Nueva York.

—¿Por qué él?

—Hija, ¿por qué querría un autor asesinar a su agente? Por los manuscritos que pierde bajo otros manuscritos. Por el diez por ciento que gana fraudulentamente y por el noventa por ciento restante que me envía tarde y a regañadientes. Por…

De pronto el viento rugió y se alzó contra nosotros. Leslie señaló y corrimos hacia una entrada bien profunda que resultó ser de Gucci. Nos apretamos contra el cristal.

El viento estaba de pronto lleno de granizo del tamaño de canicas, En algún lugar se rompió un vidrio y las alarmas se dispararon come voces impotentes y frágiles contra el viento. ¡Había algo más que granizo en el viento! ¡Había piedras!

Aprecié el olor y el sabor del agua de mar.

Nos protegimos uno contra el otro en el caro y malgastado espacio de la entrada de Gucci. Acuñé una frase de corta vida y grité:

—¡Tiempo de nova! ¡Cómo ardió todo…! —Pero no podía oír mi propia voz y Leslie ni se enteró de que gritaba.

Tiempo de nova. ¿Cómo llegaba tan rápido? Viniendo por el polo, la onda de choque de la nova tendría que recorrer unos seis mil quinientos kilómetros… un viaje de al menos cinco horas.

No. La onda de choque viajaría por la estratósfera, donde la velocidad del sonido era mayor, y luego se propagaría hacia la superficie. Tres horas era tiempo de sobra. Aun así, pensé, no debería haber llegado en forma de tiempo huracanado. Al otro lado del mundo, el sol en explosión arrancaba la atmósfera y la lanzaba a las estrellas. El choque debería haber llegado como un único y vasto estallido.

Durante un instante el viento se apaciguó y corrí por la acera tirando de Leslie. Encontramos otra entrada cuando el viento volvía a cobrar fuerza. Me pareció oír que se aproximaba una sirena en respuesta a la alarma.

En el siguiente respiro atravesamos Wilshire y llegamos al coche. Nos sentamos jadeando, esperando a que la calefacción se notara. Tenía los zapatos completamente empapados. La ropa mojada se me pegaba a la piel.

—¿Cuánto falta? —gritó Leslie.

—¡No lo sé! Deberíamos tener algo de tiempo.

—¡Tendremos que celebrar el picnic bajo techo!

—¿Tu casa o la mía? La tuya —decidí, y me alejé del bordillo.

V

Wilshire Boulevard en algunas zonas estaba inundado de agua hasta los tapacubos. Las rachas de granizo y aguanieve se habían convertido en una lluvia constante y fuerte. Delante de nosotros una niebla plana, hasta la cintura, se rompía en jirones sobre el capó, retorciéndose a nuestro paso. Tiempo extraño.

Tiempo de nova. La onda de choque de vapor hirviente supercalentado no se había producido. En su lugar, un simple viento caliente había llegando rugiendo por la estratosfera; la turbulencia arremolinándose para formar extrañas tormentas al nivel del suelo.

Aparcamos ilegalmente en el piso superior del aparcamiento. Un único vistazo al inferior me bastó para ver que estaba inundado. Abrí el maletero y saqué dos pesadas bolsas de papel.

—Debíamos de estar locos —dijo Leslie, agitando la cabeza—. Nunca nos comeremos todo esto.

—Vamos a subirlo, de todas formas. Se rio de mí.

—Pero ¿por qué?

—Por capricho. ¿Me ayudas?

Llevamos el cargamento hasta el piso catorce. Todavía nos quedaban un par de bolsas en el maletero.

—No importa —dijo Leslie—. Tenemos el rumaki, las bebidas y los frutos secos. ¿Qué más nos hace falta?

—Los quesos. Las galletas. El paté.

—Olvídalo.

—No.

—Estás completamente loco —me dijo, despacio, para que lo comprendiese—. Podrías hervir hasta morir intentando bajar. Puede que no nos queden más que unos minutos, ¡y quieres comida para una semana! ¿Por qué?

—Prefiero no decirlo.

—¡Entonces ve! —Golpeó la puerta con una fuerza terrible.

El ascensor fue un suplicio. Continuamente me preguntaba si Leslie no tendría razón. El chillido del viento estaba amortiguado en el centro del edificio. Quizás en cualquier momento arrancase unos cables eléctricos, dejándome atrapado en una caja oscura. Pero llegué abajo.

En el piso superior del aparcamiento el agua me llegaba a las rodillas. Mi segunda sorpresa fue comprobar que estaba tibia, como vieja agua de baño, desagradable al moverme. Surgía vapor de la superficie, para luego alejarse sobre un viento que ululaba entre las cajas de resonancia de cemento como el aullido de los condenados.

Volver a subir fue otro suplicio. Si lo que pensaba no era más que una fantasía, si ahora me atrapaba el viento rugiente de vapor… me sentiría como un idiota… Pero las puertas se abrieron y las luces ni siquiera habían parpadeado.

Leslie no me dejaba entrar.

—¡Vete! —gritó a través de la puerta cerrada—. ¡Ve a comer queso y galletas a algún otro sitio!

—¿Tienes otra cita?

Fue un error. No obtuve respuesta.

Casi podía entender su punto de vista. El viaje extra por las otras dos bolsas no era un asunto tan importante como para pelear; pero ¿por qué tenía que serlo? En cualquier caso, ¿cuánto más duraría nuestra relación? Una hora, con suerte. ¿Por qué renunciar a una discusión perfectamente adecuada para preservar algo tan efímero?

—No iba a decirlo —grité, esperando que pudiese oírme a través de la puerta. Al otro lado el viento debía de ser tres veces más intenso—. ¡Puede que necesitemos comida para una semana! ¡Y un lugar en el que ocultarnos!

Silencio. Empecé a preguntarme si podría abrir la puerta de una patada. ¿Sería mejor que esperase fuera? Con el tiempo ella tendría que…

Se abrió la puerta. Leslie estaba pálida.

—Eso ha sido cruel —dijo en voz baja.

—No puedo prometer nada. Quería esperar, pero me has obligado. He empezado a poner en duda la idea de que el sol haya explotado.

—Eso es cruel. Ya me estaba haciendo a la idea. —Giró la cara hacia la jamba. Cansada, estaba cansada. La había tenido despierta hasta tarde…

—Escúchame. Nada encaja —dije—. Debería haber habido una aurora boreal iluminando el cielo nocturno de polo a polo. Una onda de choque de partículas explotando desde el sol, viajando a un poco menos que la velocidad de la luz, rasgaría la atmósfera como… vamos ¡habríamos visto fuego azul sobre todos los edificios!

»Y la tormenta llegó demasiado lenta —grité, para que se me oyese a pesar de los truenos—. Una nova arrancaría el cielo de medio planeta. La onda de choque se desplazaría al lado nocturno con un estruendo como para romper todo el vidrio del mundo y habría fracturado el cemento y el mármol… y, Leslie, cariño, no ha sucedido. He empezado a dudar.

—Entonces, ¿qué es? —murmuró.

—Una erupción solar. La peor…

Me gritó como si me acusase.

—¡Una erupción! ¡Una erupción solar! ¿Crees que una erupción podría iluminar de esta forma…?

—Tranquila.

—¿Podría convertir la luna y los planetas en antorchas, para luego retirarse como si nada hubiese sucedido? Oh, idiota…

—¿Puedo pasar?

Pareció sorprendida. Se apartó, yo me incliné para coger las bolsas y entré.

Los ventanales temblaban como si los gigantes intentasen abrirse camino. La lluvia se filtraba por las rendijas para acumularse sobre la alfombra formando pequeños charcos oscuros.

Dejé las bolsas en la encimera de la cocina. En la nevera encontré pan, metí dos lonchas en la tostadora. Mientras se tostaban, abrí el paté.

—Mi telescopio ha desaparecido —dijo. Efectivamente, así era. El trípode estaba solo en el balcón, tumbado de lado.

Solté los alambres de la botella de champán. Las tostadas saltaron, Leslie localizó un cuchillo y untó paté. Sostuve la botella cerca de su oreja, suponiendo que dispararía reflejos condicionados.

Sonrió brevemente cuando saltó el tapón.

—Deberíamos montar el picnic aquí —dijo—. Detrás de la encimera. Más tarde o más temprano el viento va a romper esas puertas y nos lloverán cristales.

Era buena idea. Fui al otro lado de la partición, recogí todos los almohadones del suelo y el sofá y regresé. Nos hicimos un nidito.

Era agradable. La encimera de la cocina tenía un metro de alto, justo por encima de nuestras cabezas, y la zona de cocina en sí era lo suficientemente grande como para movernos con comodidad. Cubrimos el suelo de almohadones. Leslie sirvió el champán en copas de coñac, hasta el mismo borde.

Intenté pensar en un brindis, pero había demasiadas posibilidades. Todas deprimentes. Bebimos sin brindar, y luego, con cuidado, dejamos las copas y nos abrazamos. Podíamos permanecer sentados de esa forma, cara a cara, apoyados de lado uno contra el otro.

—Vamos a morir —dijo.

—Quizá no.

—Hazte a la idea. Yo lo he hecho —dijo—. Mírate, ahora estás muy nervioso. Temes morir. ¿No ha sido una noche encantadora?

—Excepcional. Me gustaría haberlo sabido a tiempo para llevarte a cenar.

El trueno llegó en una cadena de seis explosiones. Como bombas en un ataque aéreo.

—Yo también —dijo ella, cuando recuperamos la audición.

—Me gustaría haberlo sabido esta tarde.

—¡Praliné de avellanas!

Farmer’s Market. Cacahuetes tostados. ¿A quién habrías asesinado de haber tenido tiempo?

—Había una chica en mi hermandad… y era culpable de rivalidades fraternas, o eso afirmaba Leslie. Yo nombré a un editor que continuamente cambiaba de idea. Leslie nombró a una de mis antiguas novias, yo nombré al único novio que le conocía, y fue divertido hasta que se nos acabaron los nombres. A mi hermano Mike una vez se le había olvidado mi cumpleaños. El monstruo.

Las luces parpadearon. Volvieron.

Con excesiva despreocupación, Leslie preguntó:

—¿Realmente crees que el sol podría regresar a la normalidad?

—Será mejor que esté normal. En caso contrario, estaremos muertos de todas formas. Desearía ver Júpiter.

—¡Maldita sea, responde! ¿Crees que ha sido una erupción?

—Sí.

—¿Por qué?

—Las estrellas enanas amarillas no se convierten en novas.

—¿Y si la nuestra lo ha hecho?

—Los astrónomos saben mucho sobre novas —dije—. Más de lo que crees. Hubiesen sabido que esto se produciría con meses de antelación. El sol es una estrella enana amarilla. No se convierte en nova. Antes tiene que completar la secuencia principal, y eso lleva millones de años.

Me golpeó débilmente en la espalda con el puño. Teníamos las mejillas pegadas; no podía verle la cara.

—No quiero creerlo. No me atrevo. Stan, nada así ha sucedido nunca. ¿Cómo puedes estar seguro?

—Sí que pasó.

—¿Qué? No te creo. Lo recordaríamos.

—¿Recuerdas el primer alunizaje? ¿A Aldrin y Armstrong?

—Claro que sí. Lo vimos en la fiesta de alunizaje de Earl.

—Alunizaron en el lugar más extenso y llano que encontraron en la luna. Enviaron varias horas de películas caseras, sacaron un montón de fotografías detalladas, dejaron pisadas arrugadas por todas partes. Y regresaron a casa con un montón de piedras.

»¿Recuerdas? La gente dijo que era mucho viaje para ir a buscar rocas. Pero lo primero que apreciaron en esas rocas fue que estaban medio fundidas.

»En algún momento del pasado… oh, digamos, en los últimos cien mil años, no hay forma de estimarlo con más precisión… el sol sufrió una erupción. No duró lo suficiente para dejar señales en la Tierra. Pero la luna no tiene atmósfera que la proteja. En una cara todas las rocas se fundieron.

El aire era cálido y húmedo. Me quité el abrigo, empapado de lluvia. Saqué los cigarrillos y los fósforos, encendí un cigarrillo y exhalé junto al oído de Leslie.

—Lo recordaríamos. No pudo ser como esto.

—No estoy tan seguro. ¿Y si sucedió sobre el Pacífico? No habría causado tantos daños. O sobre el continente americano. Habría esterilizado a algunas plantas y animales, habría quemado muchos bosques y ¿quién sabe? El sol, en esa ocasión, regresó a la normalidad. Podría suceder otra vez. El sol es una estrella variable al cuatro por ciento. Quizá de vez en cuando se vuelva un pelín más variable.

Algo se rompió en el dormitorio. ¿Una ventana? Un viento húmedo nos tocó y el aullido de la tormenta fue más intenso.

—Entonces podríamos sobrevivir —dijo Leslie vacilante.

—Creo que has puesto el dedo en la llaga. ¡Skal! —Encontré el champán y di un buen trago. Eran más de las tres de la madrugada y un huracán azotaba las puertas.

—Entonces, ¿no deberíamos hacer algo?

—Lo estamos haciendo.

—¡Me refiero a intentar llegar a las montañas! ¡Stan, habrá inundaciones!

—Puedes apostar el culo, pero no llegarán hasta aquí. Catorce pisos. Escucha, lo he pensado bien. Estamos en un edificio diseñado a prueba de terremotos. Tú misma me lo dijiste. Hará falta algo más que un huracán para derribarlo.

»Y en cuanto a ir a las montañas, ¿a qué montañas? Esta noche no llegaremos lejos, no con las calles ya inundadas. Supón que pudiésemos llegar a las montañas de Santa Mónica, ¿luego qué? Ríos de lodo, eso es. Esa zona no soportará lo que está por llegar. La llamarada debe de haber hervido agua suficiente para fabricar otro océano. ¡Va a llover durante cuarenta días y cuarenta noches! Cariño, este es el lugar más seguro al que podríamos haber llegado esta noche.

—Supón que se funden los casquetes polares.

—Sí… bien, estamos muy alto, incluso para esa eventualidad. Eh… quizá la última erupción solar originó el diluvio de Noé. Quizás esté sucediendo otra vez. Pero es totalmente seguro que no hay lugar sobre la Tierra que no esté en medio de un huracán. Esos dos grandes huracanes girando en sentido contrario deben de haberse convertido ya en cientos de pequeñas tormentas…

Las puertas de vidrio explotaron hacia dentro. Nos agachamos y el viento aulló a nuestro alrededor y llovieron cristales.

—¡Al menos tenemos comida! —gritó—. Si las inundaciones nos retienen aquí, ¡podremos aguantar!

—Pero si se va la corriente, no podremos cocinar y el refrigerador…

—Cocinaremos todo lo que podamos. Todos los huevos…

El viento se alzó a nuestro alrededor. Dejé de intentar hablar.

La lluvia tibia nos dio horizontalmente y nos empapó. ¿Intentar cocinar durante un huracán? Habíamos hecho una estupidez; habíamos esperado demasiado. El viento nos tiraría encima el agua hirviendo si lo intentábamos. O el aceite caliente…

Leslie gritó.

—¡Tendremos que usar el horno!

Claro está. El horno no se nos podía caer encima.

Lo pusimos a doscientos grados y metimos los huevos en un recipiente con agua. Sacamos toda la carne y la metimos en el asador. Dos alcachofas en otro recipiente. Las otras verduras las podíamos comer crudas.

¿Qué más? Tenía que pensar.

Agua. Si se iba la electricidad, probablemente también nos quedásemos sin agua y sin teléfono. Abrí el grifo y empecé a llenarlo todo: cacharros con tapa, la cafetera de treinta tazas que Leslie usaba para las fiestas, el cubo de fregar. Quedó claro que pensaba que estaba loco, pero yo no confiaba en la lluvia como fuente de agua; no la podía controlar.

El sonido. Ya habíamos dejado de intentar gritar para hacernos oír.

Cuarenta días y cuarenta noches así y nos quedaríamos sordos como tapias. ¿Algodón? Demasiado tarde para llegar hasta el baño. ¡Toallitas de papel! Rasgué, enrollé y fabriqué tapones para los oídos.

¿Instalaciones sanitarias? Otra razón para escoger el piso de Leslie y no el mío. Cuando las tuberías dejasen de funcionar, siempre tendríamos el balcón.

Y si la inundación superaba los catorce pisos, siempre estaba el tejado. A veinte pisos de altura. Si subía todavía más, cuando todo aquello acabase quedaría muy poca gente.

¿Y si era una nova?

Abracé a Leslie un poco más y encendí otro cigarrillo con una sola mano. Toda la planificación no serviría para nada si era una nova. Pero lo había hecho de todas formas. No dejabas de planear por el simple hecho de quedarte sin esperanzas.

Y cuando el huracán se convirtiese en vapor ardiente, siempre nos quedaría el balcón. Una corta carrera y saltar por encima sería preferible a hervir vivo.

Pero no era el momento de comentarlo.

En cualquier caso, probablemente a ella ya se le había ocurrido.

La luz se fue como a las cuatro. Apagué el horno, por si volvía la corriente. Una hora para que se enfriase y luego meter la comida en bolsitas.

Leslie estaba dormida, sentada en mis brazos. ¿Cómo podía dormir con la incertidumbre? Me limité a acumular almohadones bajo su espalda y la dejé descansar.

Me quedé un rato tendido de espaldas, fumando, observando cómo los rayos proyectaban sombras en el techo. Nos habíamos comido todo el paté y nos habíamos bebido una botella de champán. Pensé en abrir el coñac, pero, lamentándolo, decidí no hacerlo.

Pasó mucho tiempo. No estoy seguro de recordar en qué pensé.

No dormí, pero desde luego tenía la mente en punto muerto. Solo gradualmente comprendí que el techo, entre destellos de rayos, se había puesto gris.

Me giré, con cuidado, empapado. Todo estaba mojado. Según mi reloj eran las nueve y media.

Me arrastré al salón. Llevaba tanto tiempo pasando de los sonidos de la tormenta que hizo falta que la lluvia tibia me diese en la cara para recordarlo. Estábamos en un huracán. Pero a través de las nubes negras se filtraba una luz gris carbón.

Bien. Tenía razón al reservar el brandy. Inundaciones, tormentas, radiación intensa, fuegos provocados por la erupción… Si la destrucción era tan grande como esperaba, entonces el dinero estaba a punto de perder todo su valor. Harían falta productos para cambiar.

Tenía hambre. Me comí dos huevos y un poco de bacon todavía tibio y me puse a guardar el resto de la comida. Teníamos suficiente para una semana, quizá… pero estaba lejos de ser una dieta equilibrada. Quizá pudiésemos comerciar con otros apartamentos. El edificio era grande. También debía de haber apartamentos vacíos que podríamos asaltar para conseguir sopa enlatada y demás y refugiados de los pisos inferiores a los que habría que atender, si las aguas subían lo suficiente…

¡Maldita sea! Echaba de menos la nova. La noche anterior la vida había sido la simplicidad en sí misma. Ahora… ¿teníamos medicinas? ¿Había médicos en el edificio? Sufriríamos disentería y otras epidemias, y hambre. Cerca había un supermercado, ¿habría un equipo de submarinismo en el edificio?

Pero primero dormiría un poco. Más tarde podríamos empezar a explorar el edificio. El día se había vuelto de un gris carbón más claro. Las cosas podrían haber sido peores, mucho peores. Pensé en la radiación que debió de caer sobre el otro lado del mundo y me pregunté si nuestros hijos colonizarían Europa, Asia o África.