Una huida perfecta
JOHN KESSEL
(mayo de 1985)

La reputación de John Kessel como autor de obras sofisticadas de fantasía y ciencia ficción se debe a un puñado de historias que invaden con frecuencia el territorio de los autores clásicos y emplean las lecciones de su literatura como caja de resonancia para las costumbres sociales y los valores contemporáneos. En el falso ensayo «Herman Melville: Space Opera Virtuoso» y en la versión de Moby Dick ganadora del Nebula «Another Orphan», la época de Melville y el mundo moderno se cruzan de manera incongruente. «The Big Dream» cuenta la historia de un detective privado que le sigue la pista a Raymond Chandler y poco a poco acaba convertido en un personaje de una típica novela negra de este autor. «The Pure Product» y «Every Angells Terrifying» amplían las ideas de la ficción gótica sureña de Flannery O’Connor. El propio H. G. Wells se convierte en personaje del relato wellsiano «Buffalo». Estas narraciones y sus relatos de historia alternativa «Some Like It Cold», «The Franchise» y «Uncle John and the Saviour» forman parte de las antologías Meetings in Infinity y The Pure Producto El carácter juguetón implícito en esas elucubraciones sobre «lo que podría haber sido» se traslada a la obra de Kessel como novelista. Good News from Outer Space es un retrato satírico de una América disfuncional a punto de entrar en el siglo XXI, obsesionada por las invasiones alienígenas y la irracionalidad milenarista. El amor en tiempos de los dinosaurios es una alocada historia de viajes en el tiempo de un equipo de estafadores formado por un padre y una hija que recorren las líneas temporales y las historias alternativas en busca de víctimas. Kessel también es autor de la novela Freedom Beach en colaboración con James Patrick Kelly.

He estado pensando en los demonios.

Es decir: si hay demonios en el mundo, si hay personas en el mundo que encarnan el mal, ¿es nuestro deber exterminarlas?

John Cheever
The Five-Forty-Eight

Mientras permanecía sentada en su despacho, esperando (no sabía muy bien qué), la doctora Evans deseaba que no fuese otro mal día. Necesitaba un pitillo y un trago. Hizo girar la silla para mirar las persianas cerradas que había junto al escritorio, se repantigó y entrecruzó las manos tras la cabeza. Cerró los ojos y aspiró profundamente. El aire que movía el ventilador de techo olía a aceite. Era frío. Lo sintió en la cara, pero el pesado suéter le mantenía bien protegido el resto del cuerpo. Sentía el pelo sucio. Pasaron varios minutos sin que pensara en nada. Llamaron a la puerta.

—Pase —dijo con voz ausente.

Entró Havelmann. Tenía un corpachón de atleta pero se había quedado un poco fofo, grueso. Llevaba el pelo gris marcado. A primera vista no aparentaba sesenta años. Al traje azul de buena calidad le hacía falta un buen planchado.

—¿Doctora?

Evans lo miró un momento. Le hubiese matado. Miró el escritorio, frotándose la frente con la mano.

—Siéntese —dijo. Sacó una caja de cigarrillos del primer cajón—. ¿Le apetece uno?

El anciano lo aceptó. Ella le observó con atención. Tenía los ojos castaños enrojecidos; parecía compungido.

—Fumo demasiado —dijo—. Pero no puedo dejarlo. Le pasó un encendedor.

—Cada vez hay más gente que lo deja. Havelmann exhaló con habilidad.

—¿Qué puedo hacer por usted?

«Qué puedo hacer por usted, señor».

—Primero, me gustaría jugar a un juego. —Evans se sacó un pañuelo del bolsillo. Desplazó un pisapapeles de metal, un modelo a escala del monumento a Lincoln, hasta el centro de la mesa—. Quiero que preste atención a lo que hago ahora.

Havelmann sonrió.

—No me diga… Va a hacerlo desaparecer, ¿no?

Evans intentó pasar de él. Tapó el pisapapeles con el pañuelo.

—¿Qué hay debajo del pañuelo?

—¿Podemos apostar?

—No en esta ocasión.

—Un pisapapeles.

—Maravilloso. —Evans se repantigó con carácter definitivo—. Ahora quiero que responda a algunas preguntas.

El anciano miró la oficina con curiosidad: las persianas cerradas, la terminal de ordenador y el teclado contra la pared, el conjunto de interruptores en una esquina de la mesa. Sus ojos acabaron centrándose en el espejo situado justo delante de la ventana.

—Es un espejo doble. Evans suspiró.

—No me diga.

—¿Está grabando todo esto?

—¿Le importa?

—Me gustaría saberlo. Es una cortesía mínima.

—Sí, nos están grabando. Ahora responda a las preguntas. Havelmann pareció empequeñecer enfrentado a la hostilidad.

—Claro.

—¿Le gusta esto?

—Está bien. Un pelín aburrido. Por lo que se ve, aquí sería imposible incluso pillar una enfermedad, si sabe a qué me refiero. No pretendo ofender, doctora. No llevo aquí tiempo suficiente para hacerme una idea.

Evans se agitó un poco de un lado a otro.

—¿Cómo sabe que soy doctora?

—¿No es doctora? Pensaba que lo era. Esto es un hospital, ¿no es así? Así que cuando me han enviado a verla he supuesto que sería doctora.

—Soy doctora. Me llamo Evans.

—Encantado de conocerla, doctora Evans.

«Le mataría».

—¿Cuánto lleva aquí?

El hombre se tiró del lóbulo de la oreja.

—He llegado hoy. No me parece que haya pasado mucho tiempo. Un par de horas. He estado hablando con una de las enfermeras.

«Lo que daría por tres dedos de Jack Daniel’s». Le miró por encima de la punta de sus dedos.

—Unas enfermeras muy parlanchinas.

—Estoy seguro de que es parte de su trabajo.

—Segurísimo. Dígame qué hacía antes de venir a este… hospital.

—¿Se refiere a justo antes?

—Sí.

—Trabajaba.

—¿Dónde trabaja?

—Tengo una empresa: Sistemas Informáticos ITG. Diseñamos programas para mucha gente. Estamos a punto de conseguir un contrato con la telefónica. Si lo conseguimos, podré retirarme al cumplir los cuarenta… si el Tío Sam mantiene las manos fuera de mis bolsillos el tiempo suficiente para poder contar el cambio.

Evans anotó en su cuaderno.

—¿Tiene familia?

Havelmann la miró fijamente. Tenía la mirada de un joven universitario sincero, una mirada incongruente en un hombre de su edad. La miró como si no entendiese por qué le hacía de golpe semejante pregunta. Ella detestaba la debilidad del hombre; desataba en ella una furia que la empujaba al borde de la locura. Ya era un mal día y empeoraría mucho más.

—No entiendo qué pretende —dijo Havelmann, con bastante dignidad—. Pero para que sus registros indiquen la verdad: tengo esposa, Helen, y dos niños. Ronnie tiene nueve años y Susan cinco. Tenemos una casa bonita y grande, y un Lincoln y un Porsche. Soy seguidor de los Braves y no como quiche. ¿Qué más le gustaría saber?

—Muchas cosas. Con el tiempo las descubriré. —La voz de Evans era helada—. ¿Hay algo que le gustaría preguntarme? ¿Cómo llegó aquí? ¿Cuánto tiempo va a quedarse? ¿Quién es?

La respuesta del hombre fue igualmente fría.

—Sé quién soy.

—Dígame, ¿quién es?

—Me llamo Robert Havelmann.

—Eso es cierto —dijo la doctora Evans con calma—. ¿En qué año estamos?

Havelmann la miró con cautela, como si estuviese a punto de jugársela.

—¿De qué habla? Estamos en 1984.

—¿En qué estación?

—Primavera.

—¿Qué edad tiene?

—Treinta y cinco años.

—¿Qué tengo bajo el pañuelo?

Havelmann miró el pañuelo como si lo viese por primera vez. Enderezó los hombros y miró a Evans con suspicacia.

—¿Cómo voy a saberlo?

Volvió esa misma tarde, con el traje igual de arrugado, con la misma cara de inocente. ¿Cómo es posible que una persona se haga vieja y siga teniendo esa cara de inocencia? No podía recordar que las cosas hubiesen sido así de fáciles.

—Siéntese —dijo.

—Gracias. ¿Qué puedo hacer por usted, doctora?

—Quiero continuar con la conversación que hemos mantenido esta mañana.

Havelmann sonrió.

—¿Conversación? ¿Esta mañana?

—¿No recuerda haber hablado conmigo esta mañana?

—Nunca la había visto.

Evans le observó con frialdad. El anciano se rebulló en la silla.

—¿Cómo sabe que soy doctora?

—¿No lo es? Me han dicho que fuese al despacho diez a ver a la doctora Evans.

—Comprendo. Si no estaba aquí esta mañana, ¿dónde estaba?

Havelmann vaciló.

—Veamos… estaba trabajando. Recuerdo haberle dicho a Helen, mi esposa, que intentaría volver temprano. Siempre me riñe por quedarme hasta tarde. Ahora mismo estamos muy ocupados: trabajamos en un gran contrato. Susan actúa en una obra de la escuela y tenemos que estar allí a las ocho. Y quiero llegar a casa con tiempo suficiente para trabajar en el jardín. Hoy parecía un buen día para hacerlo.

Evans hizo una anotación.

—¿En qué estación estamos?

Havelmann se movió inquieto como un niño, miró a la ventana, cuyas persianas seguían cerradas.

—Primavera —dijo—. Mucho sol, un poco de calor… un tiempo muy agradable. Las flores empiezan a abrirse.

Sin decir nada, Evans se levantó y se acercó a la ventana. Abrió las persianas dejando ver un campo nevado. A trozos la hierba muerta se agitaba bajo el fuerte viento y el cielo estaba repleto de nubes.

—¿Y esto?

Havelmann se quedó mirando fijamente. Enderezó la espalda y se inclinó hacia delante. Se tiró del lóbulo de la oreja.

—Vaya una mala suerte. Si no te gusta el tiempo de aquí… no tienes más que esperar diez minutos.

—¿Qué hay de las flores?

—Este tiempo probablemente las mate. Espero que Helen obligase a los chicos a ponerse la chaqueta.

Evans miró por la ventana. No había cambiado nada. Cerró las persianas despacio y se sentó.

—¿En qué año estamos?

Havelmann se colocó en la silla, otra vez tranquilo.

—¿Qué quiere decir? Estamos en 1984.

—¿Ha leído la novela?

—Un minuto. ¿De qué habla?

Evans se preguntó qué haría el hombre si ella se ponía de pie y le clavaba los pulgares en los ojos.

—El libro de George Orwell titulado 1984. —Se obligó a hablar lentamente—. ¿Lo conoce?

—Claro. Tuvimos que leerlo en la universidad. —¿Escondía cierta irritación la inocencia de Havelmann? Evans se quedó sentada todo lo inmóvil y silenciosa que pudo.

—Recuerdo que me impresionó bastante —añadió Havelmann.

—¿Qué tipo de impresión le causó?

—Esperaba algo diferente de ese profesor. Era un liberal confeso. Esperaba un libro muy emotivo de principio a fin. No era así en absoluto.

—¿Le hizo sentirse incómodo?

—No. No me dijo nada que no supiese ya. Simplemente me mostró los males del colectivismo. Ya sabe… el comunismo reprime al individuo, destruye su iniciativa. Afirma preocuparse de los intereses de la mayoría y niega todos los valores humanos. Eso fue lo que saqué de 1984, aunque si prestabas atención al profesor parecía que iba sobre Nixon y Vietnam. —Evans siguió inmóvil. Havelmann siguió hablando—. He visto la misma mentalidad en los negocios. Las grandes sociedades anónimas son como el Gobierno. Grandes, lentas: podrías enseñarles la forma de ahorrar mil millones y te aplastarían como a un insecto porque es demasiado trabajo molestarse en cambiar.

—Parece usted resentido —dijo Evans. El anciano sonrió.

—Así es, lo parezco. Lo admito. Lo he pensado mucho. Pero tengo fe en la gente. Algún día me presentaré al Congreso a ver si puedo hacer algo bueno.

El lápiz de Evans se rompió. Miró a Havelmann, quien le devolvió la mirada. Al cabo de un momento ella se concentró en el cuaderno. La punta rota había dejado una cicatriz negra sobre su letra precisa.

—Es muy buena idea —dijo en voz baja, con los ojos todavía en el cuaderno—. ¿Sigue sin recordar haber hablado conmigo esta mañana?

—Nunca la había visto antes de entrar por esa puerta. ¿Sobre qué se supone que hemos hablado?

Estaba loco. Evans casi se rio en voz alta… claro que estaba loco, si no, ¿por qué iba a estar allí? La cuestión, se obligó a considerar racionalmente, era la naturaleza de su locura. Levantó el pisapapeles y se lo pasó.

—Hablábamos sobre este pisapapeles —dijo—. Se lo he enseñado y me ha dicho que no lo había visto nunca.

Havelmann examinó el pisapapeles.

—Me parece muy normal. Podría olvidar algo así. ¿Qué importancia tiene?

—Apreciará que es un modelo del monumento a Lincoln.

—Probablemente lo compró en una tienda de regalos. D. C. está lleno de trastos así.

—Hace mucho tiempo que no voy a Washington.

—Yo vivo allí. O más bien, en Alexandria. Hago el trayecto todas las mañanas.

Evans cerró el cuaderno.

—Tengo un posible diagnóstico para su estado —dijo de pronto.

—¿Qué estado?

En esta ocasión le resultó más difícil reprimir la risa. Con el esfuerzo se le llenaron los ojos de lágrimas. Retomó el aliento y siguió hablando:

—Manifiesta los síntomas del síndrome de Korsakov. ¿Lo había oído antes?

Havelmann la miró tan inexpresivo como una pared pintada de blanco.

—No.

—El síndrome de Korsakov es una forma poco común de pérdida de memoria. Los primeros casos registrados se remontan al siglo XIX. Se dio uno famoso en los años setenta… Famoso para los médicos, quiero decir. Se trataba de un sargento de los marines llamado Arthur Briggs. Tenía unos cincuenta años, buena salud aparte de los efectos residuales del alcoholismo y había sido suboficial de carrera hasta que lo licenciaron a mediados de los sesenta tras veinte años de servicio. Se había comportado con normalidad hasta principios de los setenta, cuando perdió el recuerdo de cualquier cosa que le hubiese sucedido a partir de septiembre de 1944. Podía recordar con todo detalle, como si acabase de suceder, lo acontecido hasta ese momento. Pero el resto de su vida… nada. No solo eso, su memoria a corto plazo estaba afectada de tal forma que solo recordaba los acontecimientos del presente durante unos cuantos minutos, tras lo cual olvidaba por completo.

—Yo puedo recordar lo que me ha sucedido a mí hasta el momento de entrar en esta habitación.

—Eso es lo que el sargento Briggs les decía a sus médicos. Para demostrarlo, les contaba que la Segunda Guerra Mundial iba bien, que él estaba destinado en San Francisco preparándose para que le enviasen a Filipinas, que parecía que los St Louis Browns podrían ganar al final un trofeo si conseguían aguantar hasta septiembre y que tenía veinte años. Tenía el punto de vista y las capacidades de un joven inteligente de veinte años. No recordaba nada de lo que le pasaba más de cuarenta minutos. Él mundo había avanzado, pero él estaba permanentemente atrapado en 1944.

—Eso es horrible.

—Así se lo parecía a los médicos… al principio. Más tarde llegaron a la conclusión de que podía no estar tan mal. El hombre seguía teniendo una vida emocional. Todavía podía disfrutar del presente; simplemente, no se le quedaba grabado. Podía recordar su juventud, y para él su juventud no había terminado nunca. No envejecía; no veía a sus amigos hacerse mayores y morir, no recordaba que él mismo había envejecido para convertirse en un alcohólico solitario. Su novia seguía esperándole en Columbia, Misuri. Tenía veinte años para siempre. Había llevado a cabo una huida perfecta.

Evans abrió el cajón de la mesa y sacó un espejo de mano.

—¿Qué edad tiene? —preguntó.

Havelmann parecía asustado.

—Mire, ¿por qué está…?

—¿Qué edad tiene? —La voz de Evans era tranquila pero decidida. En su interior, una punzada de alegría amenazaba con partirle el corazón.

—Tengo treinta y cinco años. ¿Qué demonios…?

Entregarle el espejo le resultó tan satisfactorio como disparar una pistola. Havelmann lo cogió, la miró a ella, y luego, tentativamente, como un alumno de primer año de universidad comprobando las notas de su examen final, miró el reflejo.

—Por amor de Dios —dijo. Se echó a temblar—. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué me ha hecho? —Se levantó de la silla con un rictus de angustia—. ¡Qué me ha hecho! ¡Tengo treinta y cinco años! ¿Qué ha sucedido?

La doctora Evans estaba de pie frente al espejo de su despacho. Vestía su uniforme. Estaba tan arrugado como el traje de Havelmann. Se había desabrochado la guerrera y se palpaba el pecho izquierdo. Se tendió en el suelo y siguió con el examen. El bulto era innegable. Todavía no había dolor.

Se sentó, tomó la cajetilla que había sobre la mesa, sacó el último y lo encendió. Arrugó la cajetilla y la lanzó a la papelera. Dos puntos. Veinte años antes, en la universidad, había sido muy buena jugadora de baloncesto. Se recostó en el suelo, aspiró largamente y exhaló el humo con fuerza, con un suspiro de agotamiento. Probablemente ya no era ni capaz de recorrer la cancha una sola vez.

Volvió la cabeza para mirar por la ventana. Las persianas estaban abiertas. Se veía el mismo paisaje desolado de la última vez. Llamaron a la puerta.

—Pasa —dijo.

Havelmann entró. La vio tendida en el suelo, alzó la cejas y sonrió.

—¿La doctora Evans?

—La tienes delante.

—¿Puedo sentarme aquí o yo también me tiendo?

—Haz lo que más te apetezca.

Se sentó en la silla. No se había ofendido.

—¿Por qué quería verme?

Evans se puso en pie, se abrochó la guerrera y se sentó en una silla giratoria. Le miró fijamente. El rostro de la mujer era inexpresivo, pálido, con los finos labios firmes. Era la expresión de una mujer con una enfermedad terminal, tan acostumbrada a su enfermedad y a la necesidad de hacer caso omiso de ella que el dolor solo se manifestaba como un pequeño incordio. Voy a terminar con esto, decía su rostro, y luego me voy a suicidar.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó.

—No. Estoy seguro de que me acordaría.

Estaba seguro de que se acordaría. Se lo iba a cargar, vaya que sí. Eso sí que lo recordaría.

Apagó los últimos centímetros de cigarrillo. Sintió que se le tensaban los músculos de la mandíbula; miró el cenicero con pesar.

—Ahora tengo que dejarlo.

—Yo debería dejarlo. También fumo mucho.

—Quiero que ahora me prestes mucha atención —le dijo lentamente—. No digas nada hasta que no haya terminado.

»Soy la mayor D. S. Evans, psicóloga militar. Este despacho se encuentra en la enfermería del CNECD, el Centro Nacional de Emergencia para Comunicaciones de Defensa, situado a trescientos metros bajo una montaña en Virginia Occidental. Por lo que sabemos, es el único órgano gubernamental que sigue existiendo en la parte continental de Estados Unidos. La escena que ve por esa ventana la envía un monitor de superficie en el centro de Nebraska; por medio del ordenador podemos conectarnos con cualquiera de los doce monitores que siguen funcionando en la superficie.

Evans se giró hacia el teclado y entró una orden; la escena de la ventana se transformó en un plano de ladrillos rotos y vigas de acero retorcidas. La imagen estaba oscurecida por una capa de polvo sobre la cámara y una pesada nevada. Evans tecleó una orden adicional y tocó uno de los interruptores de la mesa. Del altavoz surgió un torrente de estática, un silbido como el del beicon friéndose.

—Eso es Dallas. El sonido es una lectura de la radiación de fondo que registra un detector situado junto a la cámara. —Tecleó otra orden y la «ventana» recorrió una sucesión de escenas igualmente desoladas. Cada diez segundos pasaba a la siguiente. Un desierto a la hora del crepúsculo, inmóvil bajo nubes bajas; un plano sucio subacuático donde apenas eran visibles los restos de edificios; un bosque desnudo semienterrado en la nieve; una autopista desierta. Con cada cambio de escena el altavoz se detenía una fracción de segundo y luego volvía a empezar.

Havelmann lo contemplaba todo con seriedad.

—La superficie lleva un año en ese estado, desde que cayeron las últimas bombas. Por lo que sabemos, no hay seres humanos con vida en Norteamérica… en el hemisferio norte, ya que estamos. Las transmisiones de radio de Sudamérica, Nueva Zelanda y Australia se han ido deteniendo una a una durante los últimos ocho meses. Por los monitores no hemos visto ninguna criatura mayor que un insecto desde principios de año. Estamos en el verano de 2010. Aunque, teniendo en cuenta la situación, seguir contando los años por el viejo sistema me parece bastante fútil.

La doctora Evans abrió un cajón y sacó una automática. La colocó en el centro de la mesa y se recostó, con la mano derecha tocando el borde, cerca de la pistola.

—Ahora vas a decirme que nunca has sabido nada de esto y que jamás me habías visto en tu vida —dijo—. A pesar de que llevo hablando contigo a diario desde hace dos semanas y que durante ese tiempo te lo he explicado al menos tres veces. Vas a decirme que estamos en 1984 y que tienes treinta y cinco años, a pesar de lo absurdo de esa afirmación. Vas a fingir asombro y confusión; cuanto más insista en que te enfrentes a esos hechos, más agitado vas a estar. Con el tiempo, te echarás a llorar y esperarás que me compadezca. Puedes irte al infierno. —La voz de Evans había ido ganando en furia. Tenía que parar; apenas fue capaz. Cuando volvió a hablar, la tenía controlada—. Si insistes en esta farsa, puede que te mate. Te aseguro que a nadie le va a importar. Ahora puedes hablar.

Havelmann miró la ventana. Abrió y cerró la boca en un gesto estúpido. Qué viejo parecía, qué indefenso. Evans sintió de pronto una oleada de piedad y duda. ¿Y si se equivocaba? Se imaginaba cómo debía de estar viéndola él: una inquisidora amargada, arrogante e incomprensible, cuyos motivos para atormentarle le resultaban un misterio absoluto. Le observó. Al cabo de unos minutos, cerró la boca; parpadeó con rapidez y se aclaró los ojos.

—Por favor. Explíqueme de qué habla.

Evans se estremeció.

—La pistola está cargada. Sigue hablando.

—¿Qué quiere que diga? Nunca había oído nada de esto. Esta misma mañana he visto a mi mujer y a mis hijos y todo estaba bien. Ahora usted me cuenta lo de la guerra atómica y 2010. ¿He dormido treinta años? —No parecías muy sorprendido cuando has entrado. Si estás tan desorientado, ¿cómo explicas tu presencia aquí?

El hombre se dejó caer en la silla.

—No lo recuerdo. Supongo que creía que había venido aquí, pensaba que era un hospital, para un chequeo. No lo he pensado. Usted debe de saber cómo llegué aquí.

—Lo sé. Pero creo que tú también lo sabes y que estás jugando conmigo… con todos nosotros. Los otros están preocupados, pero yo estoy harta. Te tengo calado, así que será mejor que dejes de actuar. Eras famoso por tu sinceridad, pero siempre sospeché que también era una farsa, y no me lo trago. No empezaste con este juego lo suficientemente pronto como para que yo me convenza de que estás loco, a pesar de lo que piensen los demás. —Evans jugueteó con la colilla del cigarrillo—. O podría tratarse de un delirio —añadió—. Crees que estás en un hospital y tu esquizofrenia ha avanzado hasta el punto de que niegas todos los hechos que no se ajustan a tus intentos de eludir la responsabilidad. Supongo que en cierto sentido semejante locura te absolvería. Si es así, yo debería ser más objetiva. Bien, no puedo. Comprendo que no estoy siendo fiel a mi profesión. Es una lástima. —Las emociones habían ido desapareciendo gradualmente hasta que al final se sentía como si estuviese hablando desde otro continente y no desde el otro lado de una mesa.

—Sigo sin saber de qué está hablando. ¿Dónde están mi mujer y mis hijos?

—Están muertos.

Havelmann se envaró en la silla. El único sonido era el silbido del detector de radiación.

—Deme un cigarrillo.

—Ya no quedan cigarrillos. Me acabo de fumar el último. —La voz de Evans era distante—. El año pasado me fumé dos cartones.

Havelmann dejó caer la vista.

—Qué viejas son mis manos… ¡Helen tiene unas manos preciosas!

—¿Por qué sigues con esta farsa?

El rostro del anciano enrojeció.

—¡Maldita sea! ¡Dígame qué pasó!

—La famosa furia de Havelmann. ¿Se supone que ahora debo acobardarme?

El silbido del altavoz pareció aumentar de volumen. Havelmann intentó hacerse con la pistola. Evans la agarró. El anciano atrapó el pisapapeles y lo alzó para golpear. Ella le apuntó con la pistola.

—Tu mujer no llegó a tiempo al avión. Estaba en el ala oeste de la Casa Blanca. No sé dónde estaban tus malditos hijos… probablemente se vaporizaron con sus propias familias. Tú, sin embargo, tenías la Operación Rótula para salvarte, señor presidente. Ahora siéntate y dime a qué viene este juego, o te mataré ahora mismo. ¡Siéntate!

Havelmann pareció ver la luz.

—Está loca —dijo en un susurro.

—Vuelve a dejar el pisapapeles sobre la mesa.

Lo hizo. Se sentó.

—Pero no puede ser que simplemente esté loca —añadió Havelmann—. No hay ninguna razón para que me arrancase de mi casa y me sometiese a esto. Es una conspiración. Del Gobierno. De la CIA.

—¿Y tienes treinta y cinco años?

Havelmann volvió a mirarse las manos.

—Me está haciendo algo.

—¿Y los campos? ¿Y la Orden Administrativa 31?

—Si soy el presidente, entonces, ¿por qué me está interrogando? ¿Por qué no puedo recordar nada de todo esto?

—Déjalo. Para ahora mismo —dijo Evans lentamente. Por primera vez prestó atención a su voz. Parecía más de vieja que la de Havelmann—. No soporto más mentiras. Juro que te mataré. Primero fue el juego del comandante en jefe, calistenia, aires de superioridad y disciplina. Luego el del hermano mayor, vamos a tomarnos un whisky y a hablarlo, hijo. Sí, señor presidente. —Havelmann la miraba fijamente. Iba a obligarla a matarle y sabía que no tendría fortaleza suficiente para no hacerlo.

»Ahora no puede recordar nada —dijo—. Sus chicos están confundidos, están hartos. Yo también estoy harta.

—Si eso es cierto, ¡tiene que ayudarme!

—¡Me importa una mierda de rata ayudarte o no! —gritó Evans—. Me interesa hacerte decir la verdad. ¿No comprendes que estamos muertos? Me importa una mierda tu estúpido sentido del bien y del mal; simplemente dime qué te hace persistir con esto. ¿A quién crees que vas a impresionar? ¿Crees que vas a ganar unas elecciones? ¿Que debes proteger tu lugar en la historia? ¡Ya no va a haber más historia! ¡La historia terminó el agosto pasado!

»Ahórrame las fantasías sobre el hospital y las enfermeras inexistentes. Alguien que sufriese de Korsakov no se inventaría esas historias. Reconocería la diferencia entre una ventana y una pantalla de proyección. Has cometido otra docena de deslices. No eres lo suficientemente buen actor. —Le temblaban las manos. La pistola era pesada. La voz también le temblaba y se despreciaba por ello—. En ocasiones creo que lo único que me mantenía con vida era saber que me quedaba media cajetilla. Eso y el deseo de obligarte a arrastrarte.

El anciano permaneció sentado mirando la pistola en su mano.

—¿Era el presidente?

—No —dijo Evans con amargura—, me lo he inventado todo.

Los ojos del hombre parecieron hundirse aún más en la red de arrugas que los rodeaban.

—¿Empecé una guerra?

Evans sintió que el corazón se le aceleraba.

—¡Deja de mentir! Enviaste la fuerza de ataque; ordenaste un lanzamiento preventivo.

—Soy viejo. ¿Cuántos años tengo?

—Sabes muy bien cuántos… —Se detuvo. Apenas pudo recuperar el aliento. Sintió un dolor agudo en el pecho—. Tienes sesenta y un años.

—Jesús, María y José.

—¿Eso es todo? ¿Es todo lo que tienes que decir?

El anciano tenía la mirada perdida. Luego, lentamente, tan lentamente que al principio lo que hacía no quedaba claro, bajó la cabeza y la colocó entre las manos para llorar. Sus sollozos eran inaudibles debido al silbido del detector de radiación. La doctora Evans le observó con atención. Apoyó los codos sobre la mesa, sosteniendo la pistola con ambas manos. La cabeza de Havelmann se agitaba delante del arma. A pesar de su edad, su pelo gris seguía siendo tupido.

Al cabo de un momento, Evans alargó la mano y apagó el altavoz.

El silbido se detuvo.

Finalmente Havelmann dejó de llorar. Alzó la cabeza. Parecía confundido. Tenía la cara inexpresiva. Miró a la doctora y la pistola.

—Me llamo Robert Havelmann —dijo—. ¿Por qué me apunta con una pistola?

—Por favor, no —dijo Evans.

—¿No qué? ¿Quién es usted?

Evans vio cómo se difuminaba el rostro del hombre. A través de las lágrimas parecía mucho más joven. Bajó el arma. Intentó levantarla pero era como si su cuerpo se hubiese transformado en humo… no había sustancia en su persona y todos sus esfuerzos estaban dirigidos a evitar disiparse, por lo que no quedaba fuerza para matar a alguien tan inocente e impoluto como Robert Havelmann. Él le tomó la pistola de entre las manos.

—¿Está bien? —preguntó.

La doctora Evans estaba sentada en su despacho, con la esperanza de que aquel no fuese un mal día. No le había dolido el pecho, pero se le habían acabado los cigarrillos. Rebuscó en los cajones con la esperanza de encontrar una cajetilla, incluso una colilla, en algún rincón. No hubo suerte.

Lo dejó y se volvió hacia la ventana. Las persianas estaban abiertas, mostrando el campo nevado. Observó las nubes correr empujadas por el viento. Estaba oscuro. Era invierno. No había nada con vida.

—Fuera hace frío —susurró.

Llamaron a la puerta. «Buen Dios, déjame en paz —pensó—. Por favor, déjame en paz».

—Pase —dijo.

La puerta se abrió y entró un anciano vestido con un traje arrugado.

—¿Doctora Evans? Soy Robert Havelmann. ¿De qué quería hablarme?