Valor facial
KAREN JOY FOWLER
(1986)
La ciencia ficción es solo uno de los diversos «dialectos» de los que Karen Joy Fowler se sirve para contar sus historias coloristas y sensibles sobre las relaciones humanas. Fowler empezó a escribir ciencia ficción en 1986, y al principio se centró en los relatos cortos, muchos de los cuales aparecen recopilados en Artificial Things (que le valió el premio John W. Campbell al mejor escritor novel), Letters from Home (que recoge una historia escrita en colaboración con Pat Cadigan) y Black Glass. Sus historias están pobladas de personajes que se topan con sus crisis emocionales y su falta de éxito personal en situaciones fantásticas. «Valor facial» yuxtapone una relación amorosa en crisis con el estudio de una inescrutable cultura alienígena. En «Lieserl», Albert Einstein recibe cartas crípticas que de forma resumida le cuentan la vida de su hija mientras él formula la teoría de la relatividad. «The Lake Was Full of Artificial Things» es una impactante reflexión sobre la guerra de Vietnam en la que una mujer, al hacer uso de medios artificiales para recuperar el recuerdo de un novio muerto en la guerra, se ve obligada a enfrentarse a su propia responsabilidad personal por el trato que le dio. Las tres novelas de Fowler son historias de época que exploran la universalidad de las relaciones sociales y personales. Sarah Canary es una versión memorable del tema del primer contacto: los esfuerzos por integrarse en la sociedad americana del noroeste en 1873 de un alienígena con forma de mujer humana ilustran la grave situación de otros grupos sociales excluidos por motivos de raza o sexo. Fowler también ha escrito las novelas The Sweetheart Season y Sister Noon.
Era casi como estar solo. Taki, que de una forma u otra había estado solo la mayor parte de su vida, lo reconocía y creía que podía soportarlo. ¿Qué opción tenía? El problema simplemente era que se había permitido tener la esperanza de algo diferente. Una segunda estrella, oscura y pequeña, se unió al sol, apareciendo sobre el puente de cuerda que cruzaba el río seco. Taki atravesó el puente a toda prisa para refugiarse antes de que llegaran las horas más calientes del día.
Algo destelló en el polvo, a sus pies, y se inclinó para recogerlo. Era uno de los poemas de Hesper, sin acabar, que había estado fuera toda la noche. Taki había dejado de leer la poesía de Hesper. No reflejaba nada, ni un susurro de su vida allí con él, aunque expresaba su anhelo de los lugares y las personas que había dejado atrás. De camino a casa, Taki se guardó el poema, se quedó plantado en la puerta y se limpió todo el polvo que pudo con el cepillo rígido que colgaba de la entrada. Tecleó el código de acceso; la puerta emitió un ruidito cuando volvió a sellarse a su espalda.
Hesper le había dejado un vaso helado de zumo de fruta. Taki se lo bebió de un trago, superponiendo sus huellas dactilares polvorientas a las de ella, difuminadas sobre la condensación del vaso. La bebida era muy azucarada y le dio todavía más sed.
Las habitaciones estaban separadas por una cortina de tela, una sábana azul; una innovación de Hesper, ya que la vivienda estaba diseñada como un único espacio multifuncional. A través de la cortina Taki oyó una voz y supo que Hesper volvía a oír la carta de su madre: el clima de la Tierra, el romance de sus primas más jóvenes. La carta había llegado hacía semanas, pero Taki se aseguraba de no recordar a Hesper lo viejas que eran las noticias. Si ella decidía imaginar que la vida de su familia transcurría en la misma línea temporal, entonces esa debía ser la fantasía que precisaba. Sabía la verdad. En el tiempo que le había llevado viajar hasta allí en compañía de Taki, su madre había envejecido y había muerto. Sus primas habían disfrutado de matrimonios felices o infelices, o habían pasado la vida solas. Las cartas, que seguían llegando con cierta regularidad, eran una ilusión. Toda una vida después, Hesper las contestaría.
Taki pasó la cortina.
—Hace calor —le dijo, como si aquello fuese una noticia. Ella estaba tendida boca abajo, con las piernas dobladas, los pies cruzados en el aire. El pelo, del color de la hierba seca, le colgaba delante de la cara. Taki le miró un momento la parte posterior de la cabeza.
—Toma —dijo. Se sacó el poema del bolsillo y se lo puso en la mano—. Lo he encontrado delante de casa.
Hesper apagó la carta y se dio la vuelta para ponerse de espaldas y alejarse del poema. Tuvo cuidado de no mirar a Taki. Tenía en las mejillas manchas rojas irregulares, por lo que Taki supo que había vuelto a llorar. Darse cuenta le provocó la mezcla habitual de pena e impaciencia. Sus sentimientos por Hesper siempre venían en esas combinaciones incómodas; le cansaban.
—«Delante» —repitió Hesper, en un tono estudiado de desagrado—. ¿Y cómo determinas que una parte de este paisaje informe es «delante»?
—Por la puerta. Solo tenemos una puerta, por tanto esa es la parte delantera.
—No —dijo Hesper—. Si tuviésemos dos puertas, podría argumentarse que una es la puerta delantera y otra la trasera, pero como solo hay una se trata simplemente de la puerta. —Miraba directamente al techo—. Usas las palabras sin el menor cuidado. Palabras de otro mundo. Aquí no significan nada. —Le temblaron los párpados, tenía las pestañas oscurecidas por las lágrimas—. No es solo que a mí me moleste —dijo—, sino que además acabará afectando a tu trabajo.
—Mi trabajo es estudiar a los mene —respondió Taki—. No la creación de otra lengua.
Hesper cerró los ojos.
—La verdad es que no veo diferencia —le dijo. Se quedó tendida un momento más, sin moverse, luego abrió los ojos y miró directamente a Taki—. No quiero mantener esta conversación. No sé por qué la he empezado. Vamos a rebobinar, a empezar de nuevo. Esta vez yo haré de esposa. Entra y di «¡Cariño, estoy en casa!», y yo te preguntaré cómo te ha ido la mañana.
Taki iba a decir que esa habría sido una escena de otro mundo y que allí no significaba nada. Todavía no había conseguido estructurar la frase cuando oyó que el sello de la puerta cedía y vio la cara de Hesper endurecerse y palidecer. La mujer agarró el poema y lo deslizó bajo el pañuelo de la cintura. Antes de que pudiese ponerse en pie el primero de los mene se les unió en el dormitorio. Taki pasó por la cortina para cerrar la puerta antes de que aumentase la temperatura en el interior de la casa. La sala exterior estaba llena de polvo y las manos que intentaron alcanzarle al pasar le dejaron manchas polvorientas en la ropa y la piel.
Contó ocho mene moviéndose a su lado como enormes mariposas nocturnas, mariposas nocturnas del tamaño de niños humanos pero con alas vestigiales peludas, abdómenes en forma de reloj de arena y miembros muy delgados. Bailaban a su alrededor en los espacios abiertos, rebuscaban en los armarios, sacaban cintas de su mesa. Cuando le daban la espalda, veía puntos oscuros simétricos que pintaban sus alas con un patrón que recordaba una cara humana. Una cara muy triste, muy clara. A Taki siempre le había parecido masculina, pero Hesper no estaba de acuerdo.
El grupo que, tantos años antes, había establecido el contacto inicial bajo el liderazgo de Hans Mene había considerado, con bastante inteligencia, que los rostros eran demasiado enigmáticos para mencionarlos en el informe. En lugar de eso, habían adjuntado imágenes y dejado que hablasen por sí solas. Quizá los exploradores originales se hubiesen planteado la misma pregunta que Hesper la primera vez que Taki le mostró las imágenes. ¿El rostro estaba realmente allí? ¿O solo demostraba la capacidad humana para ver su propio rostro en cualquier cosa? Hesper tenía un poema, titulado «Dios en la cocina», que contaba la verdadera historia de una mujer que un siglo antes había encontrado la imagen de Cristo en las zonas quemadas de una tortita.
Taki le había preguntado si ellos también la veían, pero todavía no había forma de plantearle la pregunta al mene, ninguna forma de saber si su reacción al ver el primer rostro humano había sido de conmoción y reconocimiento, aunque los estudios de los ojos de los mene sugerían una percepción más precisa de la profundidad, lo que podía alterar significativamente una imagen plana.
Taki opinaba que el rostro de Hesper había cambiado desde el día, solo seis meses antes, calculados en Tiempo de Viaje, que le había dicho que le acompañaría y él había creído que era porque le amaba. Habían repasado toda la información recopilada hasta la fecha sobre los mene y entonces el rostro de Hesper había sido todo compasión.
—¿Cómo será —le preguntó— poder volar y luego perder esa capacidad? Dejarla atrás. ¿Qué efecto tendría una pérdida así en la conciencia racial de una especie?
—Sucedió hace mucho tiempo, dudo que lo consideren una pérdida —había respondido Taki—. Forma parte de las leyendas, quizá de mitos que nadie cree. Probablemente ni siquiera eso. Ni siquiera será un susurro en la memoria racial.
Hesper había pasado de él.
—Qué pena que no escriban poesía —había dicho.
Ahora que estaban reunidos con Taki en la sala exterior, no los encontraba tan románticos. Se mantuvo estoica. Los mene la rodearon, le pasaron por todo el cuerpo sus manos de dedos largos, bajo la ropa. Un mene intentó meterle un dedo en la boca, pero Hesper apretó los dientes con decisión, dejando que la barbilla se le llenase de polvo. Tenía los ojos fijos en Taki. ¿Acusadores? ¿Suplicantes? A Taki no se le daba bien leer en la mirada de los demás. Apartó la vista.
Al final los mene se aburrieron. Se fueron en grupo. Algunos se quedaron a revolver las cajas del dormitorio para luego seguir a los otros hasta que Hesper y Taki se quedaron solos. Hesper fue a lavarse todo lo bien que permitía el escaso suministro de agua; Taki limpió el polvo. Antes de que terminara, Hesper volvió, mostrándole sin decir palabra un joyero vacío. Las joyas pertenecían todas a su madre.
—Las recuperaré cuando refresque —le dijo Taki.
—Gracias.
Los mene siempre se llevaban las cosas de Hesper. Cuanto más asco le daban palpándola, rebuscando entre sus cosas, sin que tuviera modo de cerrar la puerta a los astutos dedos mene ni aunque Taki hubiese aceptado dejarlos fuera, cosa que no había hecho, más fascinante parecían encontrarla. La tocaban dos veces más de lo que tocaban a Taki y con mayor insistencia. Se llevaban sus joyas, sus poemas, sus cartas y todo lo que más valoraba, y Taki creía, aunque realmente era demasiado pronto para determinarlo, que los mene leían algo en los objetos. Los primeros exploradores habían llegado a la conclusión de que la comunicación mene era completamente telepática y, si eso era cierto, entonces la suposición de Taki no era tan descabellada. Estaba claro que los mene no valoraban los objetos en sí mismos. Taki siempre los encontraba tirados en el polvo junto al puente de cuerda.
El hecho de que todo podía recuperarse con facilidad no mitigaba en absoluto la sensación de invasión de la intimidad de Hesper. Se preparó una bebida, revolviendo con la pajita de metal que sobresalía de la tapa a prueba de polvo.
—No deberías permitirlo —dijo al fin, y Taki supo por el tiempo de silencio que Hesper había intentado no empezar aquella conversación tan familiar. Le agradecía el esfuerzo, tanto como le disgustaba que hubiese fracasado.
—Forma parte de mi trabajo —le recordó—. Tenemos que ser accesibles. Yo los estudio. Ellos nos estudian. No hay forma de diferenciar ambas actividades y desde luego no hay forma de establecer la comunicación a menos que sea simultáneamente.
—Estás permitiendo que nos estudien, pero les das una imagen falsa. Los induces a creer que los humanos se entrometen así en la vida privada de los demás. ¿Se te ha ocurrido pensar que ellos podrían estar haciendo comedia también? Si así fuese, ¿qué podríamos aprender los unos de los otros?
Taki respiró hondo.
—La necesidad de intimidad podría no ser tan intrínsecamente humana como crees. Podría nombrarte muchas sociedades que tenían más bien poca. En cuanto a cualquier simulación deliberada por su parte… bien, ¿no es esa precisamente la razón para enviar un equipo de estudio? ¿No habría avanzado más si trabajase con etólogos, fisiólogos, lingüistas? Pero el riesgo de contaminación se incrementa exponencialmente con cada humano adicional. Nuestra presencia sería demasiado grande. Claro está, seré muy cuidadoso. Estoy lejos de encontrarme en la fase de mi estudio en la que podré empezar a sacar conclusiones. Cuando los visito…
—Reforzando la idea de que esas visitas son un comportamiento humano normal… —Hesper miraba a Taki con frialdad.
—Cuando les visito soy mucho más circunspecto —concluyó Taki—. Realizo el estudio todo lo discretamente que puedo.
—¿Y qué crees estar estudiando? —preguntó Hesper. Cerró los labios con fuerza alrededor de la pajita y bebió. Taki la miró firmemente y con exasperación.
—¿Es una pregunta con trampa? —preguntó—. Creo estar estudiando a los mene. ¿Qué crees que estoy estudiando?
—Lo que estudian siempre los humanos —dijo Hesper—. A los humanos.
Nunca se veía a un mene solo. Jamás. Nunca salía uno solo a contemplar la puesta de sol ni jamás uno solo recogía la comida y se metía en un agujero solitario para comer sin compartirla. Todo lo hacían en grupo y, aunque Taki llevaba semanas observándolos y podía distinguir a los individuos y había elaborado una tabla con los agrupamientos que había visto, los intentos de delimitar familias, grupos de amigos o castas todavía no daban resultados.
Sus intentos de comunicación eran igualmente desalentadores. Había procurado comunicarse verbalmente, aunque no esperase respuesta; podían oír, pero no tenía ni idea de cómo procesaban la información auditiva. Probó con palmadas y gestos, señales manuales simples para los nombres de objetos comunes. No le daba la impresión de que se diesen cuenta de sus esfuerzos. Parecían muy poco concentrados cuando trataba con ellos, agitándose por aquí, agitándose por allá. El cociente psi de Taki nunca había sido destacable, pero también probó aquel método. Intentaba enviar una orden simple. Agarraba la mano de un mene y se la llevaba a la mejilla, intentando formar en su mente una imagen que se correspondiese con esa acción. Cuando soltaba la mano, los pegajosos dedos mene lo retenían un momento o se apartaban de inmediato para enredarse en su pelo o tocarle los dientes. Los dientes mene eran finos y puntiagudos como cables. Taki solo se los veía cuando comían. El resto del tiempo estaban ocultos en pliegues de piel que también les ocultaban casi por completo los ojos. Taki creía que los pliegues de piel les protegían la boca y los ojos del polvo. A Taki las caras de los mene le resultaban menos expresivas que sus espaldas. De frente parecían tener pétalos y estar ciegos como flores. Cuando quería distinguir un mene de otro, Taki miraba las alas.
Hesper le había advertido que allí no habría arte y él le había preguntado cómo podía estar tan segura.
—Porque su sistema de comunicación es perfecto —dijo—. De un cerebro a otro sin pérdida de sentido, sin necesidad de abstracciones. El arte surge de la incapacidad de comunicarse. El arte es el símbolo imperfecto, ¿no? —Pero Taki, observando cómo los mene sacaban agua de sus depósitos subterráneos, se preguntaba dónde había que trazar la línea divisoria entre herramientas y objetos artísticos. Los contenedores de agua se curvaban en el centro siguiendo la forma del abdomen de los mene. Y no parecía haber ninguna razón funcional para que así fuese.
Taki siguió a los mene al subsuelo, bajando por escalones bajos, toscamente labrados, para penetrar en la oscuridad. Los mene eran ligeramente luminiscentes cuando no había ninguna otra luz; dependiendo del momento y las estaciones algunos lo eran espectacularmente y Taki suponía que se trataba de algún mecanismo sexual. Incluso con los mene más oscuros Taki podía ver bastante bien.
Recorrió un largo túnel de techo bajo que le obligaba a agacharse. Al otro extremo oía el agua, no el agua en sí, sino una característica especial del silencio que le indicaba que había agua cerca; Estaba claro que el lago era artificial, acumulado durante la temporada de lluvias que ningún humano había visto todavía. El túnel se estrechaba de pronto. Taki podría haber seguido avanzando, pero de pronto sintió claustrofobia y retrocedió. ¿Qué pensarían los mene, pensó, del hecho de que fuese hasta allí sin Hesper? ¿Se daban cuenta? ¿Les indicaba algo sobre los humanos que serían capaces de comprender?
—Su vida es perfecta —dijo Hesper—. Excepto por esas alas inútiles. Si son capaces de hablar con nosotros será por esas alas.
Claro está, Hesper era poeta. En lo que a ella se refería, todo en el mundo era lenguaje.
Cuando Taki había conocido a Hesper en una fiesta que daba un colega, le había preguntado a qué se dedicaba.
—Doy nombre a las cosas —le había dicho Hesper—. Intento encontrar el nombre correcto para las cosas. —Desde la distancia le parecía una gilipollez. No podía recordar por qué le había impresionado tanto aquella falsedad deliberada cuando un simple «escribo poesía» hubiese sido claro y fácilmente comprensible. Opinaba lo mismo de su poesía: excesivamente oscura, ligeramente evocativa pero que dejaba al lector con la sensación de que no lo había logrado, de que había sido una prueba y no la había superado. Era una poesía desconsiderada, y en su momento Taki se había esforzado por leerla.
—¿Tengo razón? —le preguntaba ansiosamente a Hesper cuando terminaba de leer—. ¿Eso es lo que dices?
—Pero ella siempre respondía que el poema hablaba por sí mismo.
—Una vez que está en la hoja he perdido el control. Entonces es el lector el que decide lo que dice y qué efecto produce. —Los ojos de Hesper eran grises, de iris tan grandes y profundos con sus anillos negros que Taki se mareaba—. Tú siempre tienes razón. Por definición. Incluso si no está ni remotamente cerca de lo que yo pretendía.
Lo que Taki realmente deseaba era encontrarse a sí mismo en los poemas de Hesper. Los leía buscando ansiosamente algún símbolo de sí mismo, alguna pista sobre su impacto en la vida de Hesper. Pero él nunca estaba.
Iba contra el procedimiento enviar a alguien solo. Había argumentos a favor y en contra, claro está, pero al final el aislamiento de un único profesional se consideraba demasiado cruel. Para proyectos cortos, había ventajas en enviar a un trío, pero durante estudios más prolongados, la dinámica de grupo de un trío a menudo se volvía difícil. Dos se consideraba lo ideal y Taki sabía que Rawji y Heyen habían solicitado aquel puesto, un equipo de marido y esposa cuyos dos miembros tenían la formación adecuada para el estudio. Sin embargo, nunca había dejado de sorprenderle que se lo hubiesen ofrecido. Jamás le habrían tenido en cuenta si Hesper no hubiese convencido a los miembros del comité de que estaba más que dispuesta a acompañarle, pero debió de hacer mucho más. Debió de impresionarles de tal forma que habían decidido que un xenólogo y una poeta eran mejores que dos xenólogos. El comité comentó algo sobre «contaminación» entre dos profesionales de la misma especialidad, pero a Taki el argumento no acababa de convencerle.
—¿Qué les has dicho? —le había preguntado después de la entrevista.
Ella se había encogido de hombros.
—Ya sabes —le dijo—. Palabras.
Durante su propia entrevista, Taki había ocultado detalles al comité. Detalles sobre Hesper. Sus cambios de humor, el profundo apego por su madre, su inseguro aprecio por él. Incluso entonces tendría que haber sabido que no saldría bien, pero durante unos días caminó con la expresión conmocionada de un hombre al que se lo han concedido todo. ¿Alguien podía echarle en cara que hubiese aceptado? ¿Alguien podía echarle en cara que creyese en la inesperada buena voluntad de Hesper al acompañarle? Para Taki todo resultaba una especie de ecuación. Si Hesper estaba dispuesta a dejarlo todo e ir con Taki entonces Hesper amaba a Taki. Un compromiso matrimonial normal se revisaba cada cinco años; aquello era mucho más importante. Ninguna otra explicación tenía sentido.
La ecuación seguía provocando cierta sensación inevitable en Taki.
Si Hesper estaba dispuesta a ir con él entonces le amaba. Por lo tanto, en algún momento, Taki había hecho algo que le había hecho perder el amor de Hesper. Si podía descubrir qué, quizá lograse que le volviese a amar.
—¿Me amas? —le había preguntado a Hesper solo en una ocasión; había sido demasiado orgulloso para expresar esa súplica apenas disfrazada.
—Amor es una palabra tan difícil… —le había respondido ella, pero su voz estaba cargada de una emotividad poco habitual y a Taki no le hizo tanto daño como hubiese esperado.
La estrella diurna volvía a aparecer cuando Taki regresó a casa. Hesper había preparado la comida, lo que daba a entender que aquel día lo estaba llevando más o menos bien. Era una especie de pudín preparado con frutas locales que podían tolerar. Hesper llamó «boxty» al pudín. Aparentemente se trataba de una broma suya. Taki agradecía la comida y la broma, aunque no la entendiese. Intentó mantener una conversación ligera, contándole a Hesper lo de los contenedores mene para el agua. Taki partía de la postura de que, cuando la forma de un objeto práctico se desvía de la estrictamente utilitaria, entonces es arte. Hesper rio. Repasó una lista de artefactos humanos y le hizo clasificarlos.
—Un clip —dijo.
—No ha cambiado de forma en siglos —le dijo él—. No es arte.
—Un imperdible.
Taki vaciló. ¿Hasta qué punto era esencial la vuelta en un extremo de la aguja?
—No es arte.
—Un cepillo.
—¿De cerdas naturales?
—Con mango de madera.
—Arte. Claramente.
Le sonrió.
—Confundes ornamentación con arte. Pero ¿por qué no? Es una definición tan buena como cualquier otra —le dijo—. Cómete el boxty.
Pasaron toda la tarde solos. Taki transcribió al archivo las notas de la mañana y repasó las cintas. Hesper grabó una carta cuyo destinatario jamás la oiría y cantó en voz baja para sí.
Esa noche él la buscó, pasándole la mano por la curva de la cintura. Hesper se envaró un poco pero respondió colocándole la mano en la cara. Élla besó y la boca de Hesper no se movió. Los movimientos de Taki se volvieron menos cariñosos. Tal vez de pasión; tal vez de furia. Ella le dijo que parase, pero él no lo hizo. No podía. No lo haría.
—Para —repitió ella y él oyó que lloraba—. Están aquí. Por favor, para. Nos observan.
—Nos estudian —dijo Taki.
—Que lo hagan. —Pero se apartó y la soltó. Estaban solos en la habitación. Hubiese sido fácil ver a un mene en la oscuridad.
—Hesper —dijo—, aquí no hay nadie.
Ella estaba tendida, rígida, en su lado de la cama. Taki vio los bultitos de sus vértebras desaparecer en su nuca y tuvo la repentina sensación de que podía verlo todo de ella, cómo estaba hecha, cómo estaba montada. Su furia remitió.
—Lo lamento —le dijo Hesper, pero no la creyó. Aun así, él se durmió antes que ella. A la mañana siguiente se preparó su propio desayuno sin dejarle nada. Se fue antes de que ella se levantase.
Los mene recogían comida, cáscaras secas lo suficientemente gruesas para proteger la fruta líquida durante las estación seca de las dos estrellas. Punzaban las cáscaras con sus dientes afilados como agujas. Varios de ellos se reunieron a su alrededor, saludándole con sus dedos, comprobando sus bolsillos, cogiendo la grabadora y pasándosela hasta que uno la dejó caer en el polvo. Cuando volvieron al trabajo, Taki la recuperó y la limpió lo mejor que pudo. Se sentó para observarlos, registrando todo lo que veía. Se tocaban muy a menudo y se preguntó qué significaba cada toque ¿Afecto? ¿Comunicación? ¿Una cadena de mando?
Más tarde volvió al subsuelo por otro túnel, buscando uno que no se estrechase hasta impedirle el paso pero que lo llevara junto al mismo lago con el mismo acceso estrecho por delante. En esta ocasión avanzó más, hasta que el paso fue demasiado estrecho para sus hombros. Delante podía veía luminiscencia; captó el olor mohoso de los mene y distinguió un sonido casi imperceptible, una especie de movimiento, como el roce de la hierba. Se agachó y abrió bien los ojos esforzándose por ver algo a la débil luz. Era como mirar por el lado equivocado de unos binoculares. El túnel se estrechó y se estrechó. Más allá debían de estar los hogares de los mene y él jamás podría llegar hasta ellos. Lo comparó con el acceso fácil que ellos tenían a su hogar. Al final le pareció ver algo que se movía, pero no estuvo seguro. Un roce ligero en la base del cuello y otro en la rodilla lo pillaron por sorpresa. Se volvió para ver un grupo de mene en el túnel, tras él. Se sintió atrapado y con mucho cuidado se obligó a apartarse y dejarlos pasar. El patrón oscuro de sus alas destacaba contra los cuerpos luminiscentes. Los rostros humanos se fueron haciendo cada vez más pequeños hasta desaparecer.
—Déjame en paz —le dijo Hesper. Pilló a Taki totalmente por sorpresa. Se había limitado a entrar en el dormitorio; ni siquiera había hablado—. Déjame en paz.
Taki no vio ninguna indicación de que Hesper se hubiese levantado. Estaba tendida contra la almohada y la mejilla seguía marcada por los pliegues de las sábanas. No había llorado. En su rostro se manifestaba algo peor, algo que daba miedo a Taki.
—¿Hesper? —preguntó—. ¿Hesper? ¿Has comido? Deja que te traiga algo de comer.
A Hesper le llevó un momento contestar. Cuando lo hizo volvía a parecer normal.
—Gracias —dijo—. Tengo hambre. —Fue con él a la sala, envuelta en la manta, con el pelo revuelto alrededor de la cara. Se sirvió una bebida, se le cayó una vez el vaso vacío, se agachó para recogerlo. Taki tuvo la extraña impresión de que el vaso había caído lentamente. A su llegada la fuerza gravitatoria era reducida, perceptiblemente más débil que en la Tierra. Sin notarlo del todo, él lo había registrado como una especie de ligereza. Pero Hesper se había quejado de dislocación, de desconexión. Taki preparó un desayuno frío que Hesper se comió despacio, mirándose las manos como si le fascinasen. Taki apartó la vista.
—Tenedor —dijo ella.
Él la miró. Hesper le sonreía.
—¿Qué?
—Tenedor.
Lo comprendió.
—No es arte.
—¿Con cuatro dientes?
No respondió.
—Con rosas talladas en el mango.
—Bien, entonces es arte. Por el mango. No por los dientes.
—Estaba muy aliviado.
Los mene entraron cuando él le hablaba de los túneles. Pusieron sus dedos polvorientos en la comida, disgregándola. Hesper dejó el tenedor y apartó el plato. Cuando intentaron tocarla también apartó sus cuerpos. Volvieron a acercarse. Hesper los empujó con más fuerza.
—Hesper —dijo Taki.
—Solo quiero que me dejen en paz. Nunca me dejan en paz. —Hesper se puso en pie, alzándose sobre los mene.
La manta cayó al suelo.
—Volamos hasta aquí —les dijo Hesper a los mene—. ¿Visteis la nave? ¿No visteis la cápsula? ¿No os interesa volar? —gritó y agitó los brazos hasta que los dejó quietos a los lados, en horizontal. Los mene intentaron tocarla de nuevo y ella usó los brazos para protegerse los pechos apartándolos repetidamente, cada vez con más fuerza, hasta que se cansaron de aproximársele, fueron al dormitorio y reaparecieron con sus poemas en las manos. La puerta se selló cuando salieron.
—Los recuperaré —le prometió Taki, pero Hesper le dijo que no se molestase.
—Hace semanas que no escribo —dijo—. Por si no te has dado cuenta. Desde que llegamos aquí no he terminado un poema. Lo he perdido. Junto con todo lo demás. —Se pasó la mano por el pelo frenéticamente—. No importa —añadió—. ¿Mis poemas? No son arte.
—¿Eres la persona más adecuada para emitir ese juicio? —preguntó Taki.
—No seas paternalista. —Hesper volvió a la mesa, volvió al mirar el plato que contenía su desayuno sin terminar, cubierto de polvo—. Mis facultades críticas siguen intactas. Es la poesía la que ha desaparecido. —Recogió el plato para limpiarlo y tiró la comida—. Nunca he sido muy buena —dijo—. ¿Por qué crees que vine aquí? No tenía poesía propia así que pensé que escribiría la de los mene. Vine a un mundo sin palabras. Tenía la esperanza de que me aclararía. Sabía que era arriesgado. —Movía las manos con rapidez—. Quiero que sepas que no te echo la culpa.
—Ven y siéntate un momento, Hesper dijo Taki, pero ella se negó. Se miró el cuerpo y se pasó las manos por él.
—Sienten pena de nosotros. ¿Lo sabías? Sienten pena por nuestros cuerpos.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Taki.
—Por pura lógica. Nosotros poseemos un cuerpo completamente funcional.
No tenemos alas inútiles. No es arte. —Hesper recogió la manta y se marchó al dormitorio. Se detuvo un momento frente a la cortina de tela—. Pero adoran nuestra soledad. Se han llevado toda la mía. Ahora nunca me dejan sola. —De pronto levantó el brazo derecho. Hizo que la cortina se agitase—. Vete —dijo, metiéndose tras la sábana.
Taki la siguió. Estaba muy asustado.
—Aquí no hay nadie excepto nosotros, Hesper —le dijo. Intentó rodearla con los brazos pero ella le rechazó y empezó a vestirse.
—No me toques continuamente —dijo. Él se hundió en la cama y la miró. Ella se sentó en el suelo para abrocharse las botas.
—¿Vas a salir, Hesper? —preguntó él. Ella rio.
—Hesper está fuera. Hesper está fuera de lugar, fuera del tiempo, se ha quedado sin suerte y ha perdido la cabeza. Hesper se ha desvanecido por completo. A Hesper la han obligado a rendirse y la han ocupado —contestó.
Taki apretó los puños con fuerza.
—Por favor, no me hagas esto, Hesper —le rogó—. Es muy injusto. ¿Cuándo te he pedido tanto? Acepté lo que me ofrecías; nunca tomé nada más. Por favor, no hagas esto.
Hesper había encontrado el cepillo y se lo pasaba por el pelo. Él se levantó, se le acercó y la agarró del brazo, intentando que se diese la vuelta.
—¡Por favor, Hesper!
Ella se soltó sin dar la impresión de que realmente hubiese notado la mano. Siguió cepillándose. Cuando se volvió su rostro era familiar pero, en cierto modo, no era el rostro de Hesper. Era un rostro que le sobresaltó.
—Hesper se ha ido —dijo el rostro—. La tenemos. Tú la has perdido. Estamos listos para hablar contigo. A pesar de que tú, jamás, nunca jamás, lo comprenderás. —Tendió la mano para tocar a Taki, pegando la palma contra su mejilla y dejándola allí.