Un Platillo de Soledad
THEODORE STURGEON
(febrero de 1953)

La ficción de Theodore Sturgeon está llena de personajes normales traicionados por sus limitaciones demasiado humanas o que luchan en entornos hostiles por encontrar a otros que compartan sus deseos o su sensación de soledad. Sturgeon empezó a publicar en 1939, y pronto dejó huella, tanto en la fantasía como en la ciencia ficción, con historias que se han convertido en clásicos. «Un dios microscópico» trata de un científico que juega a ser Dios con resultados inesperados y divertidos cuando continuamente obliga a una especie microscópica que ha creado a afrontar amenazas para su supervivencia. «Ello» se centra en las reacciones de unos personajes en un entorno rural que intentan lidiar con un monstruo inhumano y destructor. En «Yesterday Was Monday», un hombre descubre que la realidad de cada día es un escenario teatral construido por trabajadores diminutos. «Killdozer» es una variación del tema de Frankenstein: una cuadrilla de obreros está atrapada en una isla donde un buldózer ha absorbido la energía eléctrica de una forma de vida alienígena. En la ficción de Sturgeon posterior a la Segunda Guerra mundial el humor amable de sus primeros trabajos se transforma en patetismo. «Memorial» y «Trueno y rosas» son relatos de advertencia sobre el abuso de armas nucleares. En «Un platillo de soledad» y «Maturity» se exploran la soledad y la alienación en ambientes tradicionales de la ciencia ficción. Las novelas de Sturgeon destacan por personajes que superan el aislamiento de su fracaso para encajar en la normalidad que la sociedad impone. Más que humano cuenta la historia de un grupo de individuos psicológicamente disfuncionales que combinan sus habilidades individuales para crear una conciencia grupal sobrehumana. En Los cristales soñadores, un muchacho descubre que sus rarezas de comportamiento son en realidad síntomas de poderes sobrehumanos. Sturgeon es también famoso por su modo de tratar los tabúes de la sexualidad y la moralidad restrictiva en historias como Some of Your Blood, «El mundo bien perdido» y «Si todos los hombres fuesen hermanos, ¿permitirías que alguno se casara con tu hermana?». Sus relatos cortos han sido recopilados en Without Sorcery, La fuente del unicornio, Caviar y A Touch of Strange. Las recopilaciones The Ultimate Egoist, Thunder and Roses, A Saucer of Loneliness, The Perfect Host, Boby is Three, The Microcosmic Cad y Killdozer, preparadas por Paul Williams, son los primeros siete volúmenes de una serie que con el tiempo abarcará todos los relatos cortos de Sturgeon.

Si está muerta, pensé, jamás la encontraré en este torrente blanco de luz lunar sobre el mar blanco, con el flujo y reflujo de las olas sobre la arena pálida, pálida como un gran champú. Casi siempre, los suicidas que se apuñalan o se pegan un tiro en el corazón se desnudan el pecho cuidadosamente; el mismo extraño impulso hace habitualmente que los suicidas que deciden ahogarse en el mar se desvistan por completo.

Un poco antes, pensé, o un poco más tarde, y habría sombras en las dunas y se oiría el rítmico vaivén de las olas. En aquel momento la única sombra era la mía, diminuta debajo de mi cuerpo, pero lo suficientemente negra para alimentar con su negrura la sombra de un obeso.

Un poco antes, pensé, y podría haberla visto recorriendo la costa argentina, buscando un lugar lo suficientemente solitario para morir. Un poco más tarde y mis piernas se habrían rebelado contra aquel avance lento por la arena, la enloquecedora arena incapaz de sostener y de ayudar a un hombre apresurado.

En ese punto mis piernas cedieron y caí de rodillas, sollozando no por ella, todavía no, sino por falta de aliento. Había tanto movimiento a mi alrededor: viento, espuma revuelta y colores sobre colores, y matices que no eran de color sino de blanco y plata. Si una luz así hubiera sido un sonido, habría sido el de mar sobre la arena y, si mis oídos hubieran sido ojos, habrían visto aquella luz.

Me quedé en cuclillas, boqueando allí en medio, y una ola me golpeó, baja y cambiante. Se alzó y se abrió como los pétalos de una flor contra mis rodillas y luego me empapó hasta la cintura con un estrépito de burbujas. Me apreté los ojos con los nudillos para poder volver a abrirlos. Tenía el mar en los labios, con sabor a lágrimas, y la noche blanca al completo aullaba y gemía con fuerza.

Y allí estaba ella.

Sus hombros blancos formaban una curva más alta en la cuesta de espuma. Debió de notar mi presencia (quizá grité) porque se volvió y me vio de rodillas. Se llevó los puños a las sienes y contrajo el rostro. Dejó escapar un penetrante lamento de desesperación y furia para luego saltar al mar y hundirse.

Me quité los zapatos y corrí hacia el oleaje gritando, persiguiéndola, agarrando destellos de blanco que en mis dedos se convertían en sal marina y frío. Me zambullí dejándola atrás y su cuerpo me golpeó lateralmente mientras una ola me daba en el rostro y nos revolcaba a los dos. Luché por respirar en el agua sólida, abrí los ojos bajo la superficie y vi una luna distorsionada y de un verde blanquecino precipitándose mientras yo giraba. Volvía a tener la arena bajo los pies y la mano izquierda enredada en su pelo.

La ola en retroceso la arrastró y durante un momento se me escurrió de la mano como escapa el vapor de una tetera. En ese momento estuve seguro de que estaba muerta, pero cuando se afianzó en la playa luchó para ponerse en pie.

Me golpeó el oído, un húmedo, duro e intenso dolor me recorrió la cabeza. Tiró, se apartó de mí mientras mi mano seguía enredada en su pelo. No podría haberla soltado de haber querido. Con la siguiente ella giró hacia mí, pegándome y arañándome, y llegamos a aguas más profundas.

—No… no… ¡no sé nadar! —grité, y volvió a arañarme.

—Déjame en paz —aulló—.

Oh, por amor de Dios, ¿por qué no puedes (dijeron sus uñas) dejarme… (dijeron sus dientes afilados) en paz?, (dijeron sus puños pequeños y fuertes).

Así que le tiré del pelo para llevarle la cabeza hasta el hombro blanco y, con el canto de la otra mano, le golpeé dos veces el cuello. Volvió a flotar y la llevé a la orilla.

La llevé detrás de una duna que nos separaba de la lengua ancha y ruidosa del mar y que nos resguardaba un poco del viento. Pero había mucha luz. Le froté las muñecas, le acaricié la cara y dije:

—Todo va bien. ¡Ya está! —y algunos nombres a los que estaba acostumbrado por un sueño que tuve mucho, muchísimo antes siquiera de saber de ella.

Estaba tendida de espaldas y su respiración era un silbido entre dientes. Sus labios formaban una sonrisa que sus ojos apretados y fruncidos convertían en tortura. Estuvo bien y consciente un buen rato, pero incluso así su respiración era sibilante y sus ojos cerrados se retorcían.

—¿Por qué no podías dejarme en paz? —preguntó al fin. Abrió los ojos y me miró. Se sentía tan desgraciada que no le quedaba sitio para el miedo. Volvió a cerrar los ojos y dijo—. Sabes quién soy.

—Lo sé —dije.

Se echó a llorar.

Esperé y, cuando dejó de hacerlo, había sombras entre las dunas.

Había pasado mucho tiempo.

—No sabes quién soy. Nadie sabe quién soy —dijo ella.

—Salió en todos los periódicos.

—¡Eso! —Abrió los ojos despacio y su mirada me recorrió el rostro, los hombros, se detuvo en mi boca y me tocó los ojos un breve instante. Con un rictus apartó la cabeza—. Nadie sabe quién soy.

Esperé a que hiciese algún movimiento o hablase, y al final dije:

—Dímelo.

—¿Y tú quién eres? —preguntó, con la cabeza todavía apartada.

—Alguien que…

—¿Bien?

—Ahora no —dije—. Quizá más tarde.

De repente se sentó e intentó taparse.

—¿Dónde está mi ropa?

—No la he visto.

—Oh —dijo—. Ya me acuerdo. La he dejado en el suelo y le he echado arena encima, justo donde una duna hubiera acabado cubriéndola, ocultándola como si… Odio la arena. Quería ahogarme en la arena, pero no me dejaba… ¡No debes mirarme! —gritó—. ¡Odio que me mires! —Movió la cabeza de un lado a otro, buscando—. ¡No puedo quedarme así aquí! ¿Qué voy a hacer? ¿Adónde puedo ir?

—Ven —le dije.

La ayudé a ponerse en pie pero luego apartó de golpe la mano para alejarse de mí.

—No me toques. Apártate.

—Ven —repetí y descendí por la duna que se curvaba bajo la luna, se inclinaba bajo el viento y dejaba de ser duna para convertirse en playa—. Ven. —Señalé hacia la parte posterior de la duna.

Al final me siguió. Se asomó a la duna en un punto donde esta le llegaba por el pecho y de nuevo cuando le llegaba por las rodillas.

—¿Ahí detrás?

Ella asintió.

—No la veo.

—Qué oscuro… —Pasó por encima de la duna baja y entró en el algido negro de aquellas sombras lunares. Se apartó con cautela, tanteando cuidadosamente con los pies, volviendo hacia la parte más alta de la duna. Se hundió en la oscuridad y desapareció. Yo me senté en la arena, a la luz.

—Apártate de mí —escupió.

Me levanté y retrocedí. Invisible entre las sombras, dijo:

—No te vayas. —Esperé hasta que vi surgir su mano recortada de negrura—. Ahí —dijo—, por allá. En la oscuridad… Simplemente… mantente apartado de mí… Sé… una voz.

Hice lo que me pedía y me senté en las sombras como a un metro de ella.

Me lo contó. No como lo habían publicado los periódicos. Cuando sucedió tenía unos diecisiete años. Estaba en Central Park, en Nueva York. Hacía demasiado calor para un día de principios de primavera y en las piedras de las cuestas apisonadas había una mínima capa verde de la consistencia de la escarcha de aquella mañana. Pero la escarcha se había fundido y la hierba se portaba con valentía y desafiaba a cientos de pares de pies a pisarla desde el asfalto y el cemento.

Los suyos eran unos de esos pies. La tierra fértil era una sorpresa para ellos, como el aire para sus pulmones. Mientras caminaba sus pies dejaron de ser zapatos y su cuerpo fue conscientemente más que ropa. Era la clase de día que hace que alguien de ciudad levante la vista. Ella lo hizo.

Se sintió momentáneamente apartada de la vida que vivía, en la que había fragancia, no había silencio, en la que nada acababa de encajar, en la que nada llenaba el vacío. En ese momento, la desaprobación ordenada de los edificios que rodeaban el parque no podía alcanzarla; Durante dos o tres alientos realmente no importó nada que todo el ancho mundo fuese de imágenes proyectadas sobre una pantalla; de diosas cuidadosamente acicaladas en esas torres de acero y vidrio; en suma, que fuese siempre, siempre de otros.

Así que alzó los ojos y allí arriba estaba el platillo.

Era hermoso. Era dorado, con un acabado satinado como una uva Concord. Emitía un ligero sonido, un acorde bitonal y un siseo desafilado como el viento en el trigo crecido. Se movía con rapidez, como una golondrina, elevándose y descendiendo. Daba vueltas, caía y flotaba como un pez, reluciente. Era como esos seres vivos pero con todo el atractivo de los objetos torneados y bruñidos, acompasados, mecánicos y métricos.

Al principio no se asombró, porque era tan diferente a cualquier cosa que hubiese visto antes que supuso que se trataba de una ilusión óptica de una estimación falsa de tamaño, velocidad y distancia que se revelaría enseguida como un destello del sol en un avión o el resplandor persistente de un arco de soldadura.

Apartó la vista y se dio cuenta de repente de que muchas otras personas también lo veían: veían algo. A su alrededor la gente se había quedado quieta y callada y estiraba el cuello para ver mejor. La rodeaba una burbuja de silencioso asombro y, fuera de ella, era consciente, proseguían los ruidos de la ciudad, el gigante de pesada respiración que nunca toma aire.

Volvió a mirar y empezó a entender lo lejos que estaba y lo grande que era el platillo. No, más bien lo pequeño que era y lo cerca que estaba. No era mayor que el círculo que podía formar con las dos manos y flotaba a apenas cincuenta centímetros por encima de su cabeza.

Entonces sintió miedo. Se apartó y alzó un brazo, pero el platillo se limitó a quedarse allí. Se inclinó mucho de lado, se retorció, avanzó, miró atrás y hacia arriba para comprobar si había escapado de él. Al principio no lo vio; luego miró más arriba y allí estaba, cercano y reluciente, estremeciéndose y canturreando justo sobre su cabeza.

Se mordió la lengua.

Con el rabillo del ojo vio a un hombre persignándose. Lo ha hecho porque me ha visto aquí de pie con un halo dorado sobre la cabeza, pensó. Y eso era la cosa mejor que le había pasado en la vida. Nunca nadie la había mirado y hecho un gesto de respeto, jamás, ni en una sola ocasión. A pesar del terror, a pesar del pánico y de la inquietud, el consuelo de esa idea anidó en ella: podría sacarlo y contemplarlo en los momentos de soledad.

Sin embargo, en aquel momento el terror se imponía a todo. Retrocedió, mirando hacia arriba, dando pasos ridículos. Tendría que haber chocado con la gente. Allí había muchas personas mirando boquiabiertas y forzando el cuello, pero no tocó a nadie. Se giró y descubrió para su horror que se encontraba en el centro de una multitud que la señalaba con insistencia. El mosaico de ojos desorbitados y el círculo interior afianzó sus múltiples piernas para retroceder y apartarse de ella.

La suave nota del platillo se hizo más profunda. Se inclinó, descendió unos centímetros. Alguien gritó y la multitud se dispersó hacia todos lados, se reagrupó y retomó posiciones en un nuevo equilibrio dinámico, formando un anillo mucho más ancho a medida que más y más gente lo engrosaba a pesar de los esfuerzos por escapar de los del interior.

El platillo zumbó y se inclinó, se inclinó…

Ella abrió la boca para gritar, cayó de rodillas y el platillo la golpeó. Se tiró contra su frente y se quedó allí. Pareció casi como si la elevara. Se levantó sobre las rodillas, se esforzó por empujarlo con las manos y luego los brazos se le pusieron rígidos hacia abajo y atrás sin que las manos tocasen el suelo. Durante quizá segundo y medio el platillo la mantuvo rígida para luego transmitir un único estremecimiento extático a su cuerpo y soltarlo. Cayó al suelo con la parte posterior de los muslos pesada y dolorosamente sobre los talones y los tobillos.

El platillo se dejó caer a su lado, describió un pequeño círculo, giró una vez sobre su canto y se quedó inmóvil. Se quedó inmóvil, apagado y metálico, diferente y averiado.

Permaneció tendida mirando a duras penas el azul teñido de gris del cielo de primavera y, a duras penas, oyó los silbatos, y algunos gritos tardíos. Y una voz estúpida que bramaba:

—¡Déjenla respirar! —Lo que hizo que todos se acercasen aún màs.

A continuación ya no se veía tanto cielo debido a una masa vestida de azul con botones metálicos y cuaderno de piel de imitación.

—Vale, vale, qué ha pasado aquí. Échense atrás, por amor de Dios. y la creciente oleada de observaciones, interpretaciones y comentarios —«La ha tirado al suelo». «Un tipo la ha tirado al suelo y…». «Aquí mismo, a plena luz del día, ese tipo…». «El parque empieza a ser…» extendiéndose, tergiversando los hechos hasta que no tuvieron nada que ver porque la excitación es mucho más importante.

Alguien con un hombro más duro que el resto se abalanzó, también con un cuaderno, para dar testimonio, dispuesto a cambiar «una guapa morena» por «una morena atractiva» para la edición vespertina, porque «atractivo» es lo menos que se le permite tener a una mujer si aparece como víctima en las noticias.

La reluciente pantalla protectora y el rostro florido acercándose más.

—¿Te has hecho mucho daño, hermana? —y los ecos difundiéndose por la multitud: «mucho daño, mucho daño, gravemente herida, le ha dado una tremenda paliza, a plena luz del día…».

Y otro hombre, esbelto y decidido, con gabardina marrón, de mentón marcado y con sombra de barba.

—Un platillo volante, ¿eh? Vale, agente, yo me encargo de todo a partir de ahora.

—¿Y quién demonios es para encargarse de todo?

El destello de una funda de cuero, una cara con la barbilla hundida en los hombros de la gabardina. El rostro dijo, intimidatorio y echándose hacia delante:

FBI.

El policía asintió… asintió de pies a cabeza en una única genuflexión de maniquí.

—Busque ayuda y despeje la zona —dijo la gabardina.

—¡Sí, señor! —dijo el policía.

—El FBI, el FBI —murmuró la multitud, y hubo más cielo al que mirar.

Ella se sentó con el rostro glorioso.

—El platillo me ha hablado —cantó.

—Cállate —dijo la gabardina—. Más tarde tendrás muchas oportunidades de hablar.

—Sí, hermana —dijo el policía—. Dios mío, esta multitud podría estar repleta de comunistas.

—Cállese usted también —dijo la gabardina.

Alguien de la multitud le dijo a alguien más que un comunista había dado una paliza a la chica, mientras algún otro decía que le habían dado la paliza porque ella era comunista.

Intentó ponerse en pie, pero manos solícitas la volvieron a sentar. Para entonces ya había treinta policías.

—Puedo caminar —dijo.

—Tómatelo con calma —le dijeron.

Le pusieron una camilla al lado, la subieron a ella y la taparon con una gran manta.

—Puedo caminar —dijo mientras la llevaban por entre la multitud. Una mujer se puso pálida y se apartó gimiendo:

—Oh, Dios mío, ¡qué horrible!

Un hombre bajito de ojos redondos la miró fijamente y se relamió.

La ambulancia. La metieron dentro. La gabardina ya estaba allí.

Un hombre de blanco con las manos muy limpias.

—¿Qué ha pasado, señorita?

—Nada de preguntas —dijo la gabardina—. Por seguridad.

El hospital.

—Tengo que volver al trabajo —dijo.

—Quítese la ropa —le dijeron.

Por primera vez en la vida tuvo un dormitorio para ella sola. Cuando se abría la puerta veía a un policía fuera. Se abría muy a menudo para dejar entrar al tipo de civiles que son muy amables con los militares y al tipo de militares que son todavía más amables con ciertos civiles. No sabía a qué se dedicaban ni qué querían. Cada día le hacían cuatro millones y medio de preguntas. Aparentemente, jamás hablaban entre sí, porque cada cual formulaba una y otra vez las mismas preguntas.

—¿Cómo se llama?

—¿Qué edad tiene?

—¿En qué año nació?

—¿Cómo se llama?

En ocasiones, el interrogatorio iba por extraños derroteros.

—Bien, su tío. Se casó con una centroeuropea, ¿no? ¿De qué centroeuropeo?

—¿A qué clubes o asociaciones pertenece? ¡Ah! Bien, a propósito de la banda de Rinkeydinks de la calle Sesenta y tres. ¿Quién estaba realmente detrás?

Y una y otra vez:

—¿Qué quiso decir cuando dijo que el platillo le había hablado?, y ella respondía:

—Me habló.

Y ellos decían:

—Y dijo…

Y ella negaba con la cabeza.

Había muchos que le gritaban y muchos amables. Nunca nadie había sido tan amable con ella, aunque no tardó en darse cuenta de que no eran amables con ella. Simplemente la tranquilizaban, la hacían pensar en otras cosas para poder dispararle de pronto una pregunta.

—¿Qué quiere decir con que le habló?

Pronto fue como con mamá o en la escuela o en cualquier otro lugar, y aprendió a sentarse con la boca cerrada y a dejar que gritaran. En una ocasión la sentaron en una silla dura horas y horas, con una luz en los ojos, sedienta. En su casa había un montante en la puerta de su dormitorio y todas las noches mamá solía dejar encendida la luz de la cocina para que ella no tuviese miedo. Así que la luz no la molestaba en absoluto.

La sacaron del hospital y la metieron en una celda. En ciertos aspectos era mejor. La comida. La cama también estaba bien. Por la ventana podía ver a muchas mujeres haciendo ejercicio en el patio. Le explicaron que las demás tenían una cama mucho más dura.

—Eres una jovencita importante, ¿sabes?

Al principio fueron amables pero, como era habitual, resultó que no eran sinceros. Siguieron presionándola. En una ocasión le trajeron el platillo. Lo tenían en una enorme caja de madera con candado, que a su vez contenía una caja de acero con cerradura Yale. Solo pesaba un par de kilos, el platillo, pero una vez embalado hacían falta dos hombres para llevarlo y cuatro con pistola para vigilarlo.

Le hicieron reconstruir toda la escena con algunos soldados sosteniendo el platillo sobre su cabeza. No era lo mismo. Le habían sacado un montón de piezas y, además, era de un gris sin vida. Le preguntaron si sabía por qué y, por una vez, respondió:

—Ahora está vacío.

El único con el que hablaba era con un hombrecito de barriga prominente que le dijo la primera vez que se encontraron a solas:

—Escuche, creo que el trato que recibe es una mierda. Bien, comprenda: tengo un trabajo que hacer. Mi trabajo consiste en descubrir por qué no nos dice lo que dijo el platillo. No quiero saber lo que dijo y no se lo preguntaré jamás. Ni siquiera quiero que me lo diga. Simplemente, vamos a descubrir por qué guarda el secreto.

Resultó que para descubrirlo se pasaron horas y horas hablando de padecer neumonía, del florero que había modelado en segundo curso y que mamá tiró por la salida de incendios, de volver al colegio y de soñar con sostener una copa de vino con ambas manos y mirar a un hombre por encima del borde.

Y un día le dijo por qué no decía lo del platillo, como le vino.

—Porque hablaba conmigo, y no es asunto de nadie más.

Incluso le contó lo del hombre persignándose. Era la única otra cosa solo suya.

Fue amable. Fue él quien le advirtió lo del juicio.

—No es asunto mío decirlo, pero le van a administrar el tratamiento completo. Juez, jurado y todo lo demás. Simplemente diga lo que tenga que decir, ni más ni menos, ¿me escucha?, y no deje que la confundan. Tiene derecho a conservar lo suyo.

Se puso en pie, soltó un juramento y se fue.

Primero vino un hombre y le habló un buen rato sobre la posibilidad de que la Tierra sufriese un ataque del espacio exterior, de que fuese atacada por seres mucho más fuertes e inteligentes que nosotros y que quizás ella fuese la clave de la defensa. Así que se lo debía al mundo. Incluso si la Tierra no era atacada tenía que pensar en la ventaja que ella podía representar para el país frente a sus enemigos. Luego agitó el dedo frente a la cara y dijo que su actitud equivalía a trabajar para los enemigos de su país. Y resultó que ese era el hombre que la defendería en el juicio.

El jurado la declaró culpable de desacato al tribunal y el juez recitó una larga lista de penas que podía aplicarle. Escogió una y la suspendió de inmediato. La devolvieron a la celda unos días y luego la soltaron.

Al principio fue maravilloso. Consiguió trabajo en un restaurante y una habitación amueblada. Había salido tanto en los periódicos que mamá no la quería en casa. Mamá estaba casi siempre borracha y en ocasiones despertaba a todo el vecindario, pero al mismo tiempo tenía las ideas muy claras sobre la respetabilidad, y salir continuamente en los periódicos por espía no era su idea de la decencia. Así que en el buzón puso su nombre de soltera y le dijo a su hija que ya no vivía allí.

En el restaurante conoció a un hombre que le pidió una cita. Era la primera vez. Gastó hasta su último centavo en un bolso rojo a juego con sus zapatos rojos. No eran del mismo tono, pero al menos eran rojos. Fueron al cine y luego él no intentó besarla ni nada; simplemente intentó descubrir qué le había dicho el platillo volante. Ella no dijo nada. Volvió a casa y se pasó la noche llorando.

Luego unos hombres que charlaban en un reservado y se callaban cada vez que ella pasaba a su lado hablaron con el jefe y este vino a decirle que eran ingenieros electrónicos que trabajaban para el gobierno y temían hablar mientras ella estuviese cerca… ¿No era una espía o algo así? Así que la despidieron.

En una ocasión vio su nombre en una máquina de discos. Metió cinco centavos y le dio a un tecla, y el disco iba de cómo «el platillo volante un día bajó, una forma totalmente nueva de tocar le enseñó, y lo que era no lo diré, pero de este mundo me sacó». Y mientras escuchaba, alguien la señaló y gritó su nombre. Cuatro hombres la siguieron hasta casa y tuvo que bloquear la puerta.

En ocasiones pasaba varios meses bien hasta que alguien le pedía una cita. En tres de cinco ocasiones los siguieron. En una ocasión, el hombre con el que iba arrestó al hombre que los seguía. En dos, el hombre que los seguía arrestó a su acompañante. En cinco de las cinco ocasiones, su acompañante intentó enterarse de lo del platillo volante. A veces salía con alguien y fingía que era una cita de verdad, pero no se le daba muy bien.

Así que se mudó a la costa y consiguió trabajo limpiando tiendas y oficinas por la noche. No había muchas que limpiar, pero eso implicaba que no había mucha gente que pudiese recordar su foto y su nombre de los periódicos. Como un reloj, cada dieciocho meses algún articulista lo sacaba todo en alguna revista o suplemento dominical y, cada vez que alguien veía faros en una montaña o el brillo de un globo meteorológico, tenía que ser un platillo volante, y había comentarios ingeniosos sobre que el platillo quería contar secretos. Durante dos o tres semanas ella evitaba salir a la calle de día.

En una ocasión creyó haber resuelto el problema. La gente no la quería, así que se puso a leer. Las novelas estuvieron bien una temporada hasta que descubrió que en general era como en el cine: trataban de gente guapa que hacía lo que le daba la gana con el mundo. Así que aprendió cosas: sobre animales, sobre árboles. Una ardilla desagradable atrapada en una verja la mordió. Los animales no la querían. A los árboles no les importaba.

Luego se le ocurrió la idea de las botellas. Reunió todas las botellas que pudo y escribió en trozos de papel que metía en ellas. Recorría kilómetros de playa y lanzaba las botellas todo lo lejos que podía. Sabía que si la persona adecuada encontraba una, esa persona recibiría lo único en este mundo que podría servirle de ayuda. Las botellas la mantuvieron cuerda tres años enteros. Todos debemos tener nuestra actividad secreta.

Y al final llegó un momento en que aquello dejó de tener sentido. Puedes intentar ayudar continuamente a alguien que quizás exista; pero no tardas en no ser capaz de fingir que ese alguien existe de verdad. Y eso es todo. El final.

—¿Tienes frío? —le pregunté cuando terminó de hablar.

Las olas estaban más tranquilas y las sombras eran más alargadas.

—No —respondió desde las sombras. De pronto añadió—: ¿Creías que estaba enfadada contigo porque me has visto sin ropa?

—¿Por qué no ibas a estarlo?

—Sabes, no me importa. No hubiese querido que me vieses… que me vieses ni siquiera con un vestido de baile o con un mono. No se puede cubrir mi cuerpo. Se manifiesta; está ahí igualmente. No quería que me vieras, simplemente. Eso es todo.

—¿Que no te viera yo o que no te viera nadie? Vaciló.

—Tú.

Me puse en pie, me desperecé y caminé un poco, pensando.

—¿El FBI no intentó evitar que lanzases las botellas?

—Oh, claro. Gastaron no sé qué montón de dinero de los contribuyentes recogiéndolas. Todavía dan un repaso de vez en cuando. Pero se empiezan a cansar. Los mensajes siempre dicen lo mismo. —Se rio. No sabía que supiera reír.

—¿Qué es eso tan gracioso?

—Todos ellos… los jueces, los carceleros, los músicos… la gente. ¿Sabes que no me habría ahorrado ningún problema si se lo hubiese contado todo desde el comienzo?

—¿No?

—No. No me hubiesen creído. Lo que querían era una nueva arma. Superciencia de una superespecie para cargarte a la superespecie si alguna vez tienes ocasión, o a la tuya en caso contrario. Todos esos cerebros… —Respiró hondo, con más asombro que desprecio—. Todos esos mandamases piensan «superespecie» y acto seguido «superciencia». ¿No se les ocurre que una «superespecie» también tiene super sentimientos… super risa, quizás, o super hambre? —Hizo una pausa—. ¿No es hora de que me preguntes lo que dijo el platillo?

—Te lo diré yo —solté.

En ciertas almas vivas hay

una inexpresable soledad,

tan enorme que es obligado compartirla

como los seres comunes comparten la compañía.

Mi soledad es así; debes saber por tanto

que en la inmensidad

hay alguien más solitario que tú.

—Dios mío —dijo devotamente, y se echó a llorar—. ¿Y a quién va dirigido?

—Al más solitario…

—¿Cómo lo sabes? —susurró.

—Es lo que decía en las botellas, ¿no?

—Sí —dijo ella—. Cuando resulta demasiado que a nadie le importe, que nadie nunca… Arrojas una botella al mar y con ella se va parte de tu soledad. Piensas que alguien la encontrará, en algún lugar… y aprenderá por primera vez que lo peor se puede comprender.

La luna se ponía y el mar se calmaba. Miramos al cielo, a las estrellas. Dijo:

—No sabemos qué es la soledad. La gente cree que el platillo era un platillo, pero no lo era. Era una botella con un mensaje en su interior. Tuvo que atravesar un océano mayor, todo el espacio, sin muchas posibilidades de encontrar a alguien. ¿Soledad? Nosotros ni siquiera sabemos lo que es la soledad.

Cuando pude, le pregunté por qué había intentado suicidarse.

—Me ha ido bien con lo que el platillo me dijo —respondió—. Quería… retribuirlo de algún modo. Estaba tan mal como para precisar ayuda; tenía que saber que estaba lo suficientemente bien para ayudar. ¿Nadie me quiere? Vale. Pero no me digas que nadie, en parte alguna, quiere mi ayuda. Eso no lo puedo soportar.

Respiré hondo.

—Hace dos años encontré una de tus botellas. Desde entonces te busco. Tablas de mareas, cartas de corrientes, mapas y… vagar por ahí. Oí hablar de ti y tus botellas por esta zona. Alguien me dijo que lo dejaste hace tiempo, que te dedicabas a deambular por las dunas de noche. Supe por qué. Corrí todo el camino.

Tuve que volver a tomar aliento.

—Tengo un pie deforme. Pienso con claridad, pero las palabras no salen de mi boca como se forman dentro de mi cabeza. Tengo esta nariz. Nunca he tenido a una mujer. Nadie me contrata para trabajar si en el puesto tienen que mirarme. Tú eres hermosa —dije—. Tú eres hermosa.

Ella no dijo nada, pero fue como si emitiese una luz, mucha más luz y mucha menos sombra de lo atribuible a la luna. Una de las muchas cosas que yo pretendía decir era que incluso la soledad tiene un final, para quienes se sienten lo bastante solos el tiempo suficiente.