Capítulo 19
Sierra cabalgaba a galope tendido a través de la lluvia, intentando no pensar en que había dejado atrás a Dryston.
El terreno se volvió más accidentado y supo que se acercaba al pie de la montaña. Un alivio inmenso la invadió. No sabía cuánto tiempo llevaba cabalgando, tan solo que no se había detenido en ningún momento y que tenía que llegar al campamento lo más rápidamente posible.
Espoleó al caballo cuando encontró el sendero que subía por la empinada ladera.
—¡Alto! —oyó gritar a un hombre al pasar velozmente junto a él. Miró hacia atrás y vio al hombre corriendo tras ella. Otro hombre había aparecido delante de ella, con la espada desenvainada, bloqueando el camino.
A la izquierda estaba el barranco. El campamento debía estar detrás del siguiente recodo.
El hombre, claramente romano, levantó su espada. Y ella levantó la de Dryston sin detenerse, confiando en que el hombre viera que se trataba de un arma romana. Era tan pesada que el brazo le dolía por sostenerla sobre la cabeza. Cuando llegó junto al hombre, la dejó caer al suelo y aprovechó que él se agachaba a recogerla para lanzarse al galope, levantando una nube de polvo y guijarros tras ella. Oyó más gritos y voces de alarma, pero no iba a detenerse hasta ver al capitán del que le había hablado Dryston. El hombre que tal vez fuera su hermano.
Recorrió el resto de la colina a una velocidad suicida. En la cima se había reunido un pequeño grupo de hombres, y de la tienda que había tras ellos salió una figura alta e imponente.
Sierra tiró con cuidado de las riendas para que el caballo no se encabritara y siguió al trote hasta la cima. El hombre se abrió camino entre el grupo y la miró con expresión severa. Vestía como un jefe militar, pero no necesitaba un uniforme para destacar entre el resto.
No desenvainó su espada, aunque sí lo hicieron los hombres que rodeaban el caballo. Miles de ojos parecían estar observándola.
—Bajad las armas —ordenó el jefe.
Sus ojos oscuros brillaban intensamente al mirarla. Sierra estaba tan cansada que no se atrevía a desmontar por miedo a que las piernas no la sostuvieran. El caballo piafaba, inquieto, mientras ella miraba al hombre. ¿Sería su hermano? Un peto de cuero le cubría los anchos hombros y el pecho, y llevaba una capa roja sujeta con un vistoso broche.
—¿Quién eres y cómo has encontrado este lugar?
Sierra intentó hablar, pero ningún sonido salió de su garganta.
—Dadle agua —ordenó el hombre sin apartar la mirada de ella.
Un viejo barbudo y desaliñado corrió hacia ella y le ofreció un vaso de agua. Sierra asintió agradecida y tomó un sorbo.
El guardia que había intentado detenerla en el camino le mostró su espada al capitán. Él la agarró y miró a Sierra con ojos entornados.
El viejo examinó la marca en los cuartos traseros del caballo y murmuró una sola palabra:
—Sajón.
—¿De dónde has sacado esta espada y ese caballo? —preguntó el capitán.
Sierra desmontó y cayó sobre las rodillas. El capitán la agarró y tiró de ella para levantarla.
—Te he hecho una pregunta.
Después de tantos años conservando la esperanza de encontrar a Torin, tenía miedo de aquel hombre que tal vez fuera su hermano. Cerró los ojos. Si le decía quién era tendría que explicarle muchas cosas. Y en esos momentos la prioridad era ayudar a Dryston.
—Me envía Dryston. Necesita tu ayuda.
—¿Cómo has conseguido su espada?
—Me la dio él —respondió, bajando la mirada al suelo. El tono de aquel hombre era semejante al de Aeglech cuando se ponía furioso.
—¿Que te la dio él? ¿Esperas que me lo crea?
—Debes creerme. Me pidió que te dijera que envíes a tus hombres a las cascadas del valle. Dijo que tú sabrías adonde ir.
El capitán la observó con el recelo propio de un militar. Finalmente asintió y llamó a varios de sus hombres. Éstos montaron en sus caballos y se alejaron por el mismo camino por el que ella había subido.
Una niña tiró de la manga del capitán. Debía de tener la misma edad de Torin la última vez que Sierra lo vio. El capitán se arrodilló y ella le susurro algo al oído.
Sierra se quedó fascinada por el cambio de actitud del jefe militar, pero él volvió a adoptar rápidamente una expresión severa.
—Esta niña dice que recuerda haberte visto en la fortaleza de los sajones. Dice que eres la aprendiza del verdugo. ¿Es eso cierto?
Sierra miró a la niña con ojos muy abiertos. Debía de ser una de los muchos niños a los que Balrogan había dejado huérfanos.
—Nunca he visto a esta niña —declaró.
La multitud que la rodeaba empezó a inquietarse.
—Estuve prisionera durante muchos años. Tu hermano me ayudó a escapar. Tienes que creerme —Sierra se giró hacia la niña—. Lo siento mucho. Sé lo que es perder a tu familia.
Se oyeron burlas y abucheos, pero el capitán levantó la mano y se hizo el silencio de inmediato.
—Dryston quería que te dijera que le ha tendido una trampa a Aeglech y a sus hombres en las ruinas del castillo. Quería avisarte de que los planes han cambiado.
—Mis hombres comprobarán la veracidad de tus palabras. Por tu propio bien espero que no sea una trampa. Y si mi hermano ha sufrido el menor daño, te haré a ti responsable… ¡Guardias! —gritó, y enseguida se adelantaron dos hombres vestidos con el uniforme de la legión romana—. Llevadla al calabozo hasta que Dryston haya regresado y dadle agua y comida. Hablaré con ella más tarde. Y por si acaso está mintiendo, quiero que las mujeres y los niños se trasladen al lugar designado.
—A la orden, capitán —respondieron los guardias al unísono.
El líder romano asintió y Sierra lo miró con atención. Deseaba que percibiera algo familiar en ella, pero en sus ojos no se reflejó la mejor emoción. Entonces pensó en Dryston y rezó en silencio porque estuviera sano y salvo. Hasta que no volviera a verlo no podría ocuparse de su pasado.
Se pasó el resto del día encerrada en un carromato. Algunos la miraban con curiosidad y otros no le prestaban la menor atención al pasar junto a ella. La ladera estaba salpicada de tiendas y con el crepúsculo empezaban a aparecer pequeñas hogueras. Casi todos los hombres del campamento eran aldeanos, gente corriente de todas partes de Britania, a juzgar por los dialectos tan variados que podía oír. Sin embargo, todos compartían el mismo objetivo, y la solidaridad que mostraban inspiró a Sierra a unirse a su causa. Pensó en cómo se habían unido bajo el liderazgo de Dryston y volvió a recordar las palabras del guardia moribundo que la había hecho llamar a su lecho de muerte. ¿Qué le había dicho a Aeglech para enfurecerlo de aquel modo? ¿Le había confesado tal vez que había dejado a su hermano vivo en la nieve?
Vio que uno de los guardias se acercaba con otra comida, la tercera desde que había llegado. Pero seguía sin haber noticias de Dryston. Se escondió el brazalete en la manga y confió en que si se lo mostraba al capitán le refrescaría la memoria.