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Capítulo 3

Si alguna vez Sierra creyó en un dios bondadoso, lord Aeglech se encargó de mandar su fe al infierno. Y ella vivía en ese infierno, enfrentada a la encarnación del mismísimo diablo.

Tenía que ser valiente. Lord Aeglech la había hecho llamar, y con ello estaba poniendo a prueba su lealtad.

El castillo seguía en el mismo estado ruinoso que cuando lo ocuparon los sajones. Varios tramos de las murallas que conducían al segundo piso se habían derrumbado y los restos se apilaban en las escaleras que conducían a los aposentos de lord Aeglech. La brisa marina soplaba por un agujero en la pared, a cientos de metros sobre el mar que se estrellaba contra las rocas.

Sierra sorteó las estatuas destrozadas de los antiguos dioses y diosas romanos. Sierra creía que aquellas figuras desmembradas se habían conservado para regocijo de lord Aeglech, como recordatorio de su gloria y conquista. El antiguo castillo romano era ahora un fortín sajón que, gracias a su emplazamiento estratégico junto al mar, permitía controlar fácilmente el tráfico de embarcaciones, ya fueran aliadas o enemigas.

Dos guardias, más semejantes a bestias peludas que a hombres normales, custodiaban la entrada a los aposentos del rey. Uno de ellos gruñó al cambiarse de posición las hachas que portaban.

—Lord Aeglech me ha hecho llamar —dijo Sierra. Se cruzó de brazos y esperó con impaciencia a que la examinaran. Finalmente, uno de los guardias se apartó con una mirada lasciva y el otro lo imitó. Sierra no se molestó en darles las gracias.

—Ven aquí, wealh, y lléname la copa —lord Aeglech se incorporó en la cama con las mantas arremolinadas en la cintura.

Sierra ignoró el denigrante apelativo. Para él era un signo de poder, pero para ella no significa nada.

—Milord —murmuró, haciendo una reverencia.

Lord Aeglech era joven y arrogante. Comandaba uno de los ejércitos sajones más poderosos y su presencia irradiaba una fuerza arrebatadora, tanto mental como física. No era muy alto, pero sus anchos hombros y recio torso le conferían una imponente figura, y con su sonrisa podría seducir al mismo diablo. A diferencia de sus soldados, llevaba el pelo y la barba muy cortos. Su rasgo más intimidante, sin embargo, eran sus ojos, intensamente azules y fríos como el hielo. A su feroz aspecto se añadía la marca del guerrero que rodeaba sus fibrosos brazos: los mismos jabalíes que aparecían en los escudos militares. Balrogan le había explicado a Sierra que el jabalí simbolizaba la fuerza y el poder para los sajones.

Sierra le echó un vistazo fugaz a la mujer de pelo negro que yacía junto a Aeglech. Tenía la mejilla pegada a las sábanas de lino, que apenas cubrían su cuerpo desnudo.

—Las mujeres de tu país son muy débiles… salvo tu madre, claro —le dedicó a Sierra una sonrisa maliciosa.

Ella estaba acostumbrada a las provocaciones, pues era otra forma de esgrimir su poder. Le sirvió el aguamiel y reprimió las náuseas que le provocaba imaginarse a su madre en aquella cama. Su madre hizo lo que hizo para proteger a sus hijos, pero Aeglech se regocijaba recordándoselo a Sierra.

La miró a los ojos mientras ella le ofrecía la copa. Sus dedos se rozaron brevemente y Sierra retiró la mano con brusquedad al ver una imagen fugaz de su madre y aquel monstruo. Él sonrió con desdén, intuyendo que había visto algo aborrecible.

El don de Sierra no estaba tan desarrollado como el de su madre, quien había sido instruida en las artes sagradas de los druidas y era capaz de manejar su poder a voluntad. Todo rey confiaba en la magia y en los consejos de su asesor espiritual, y si Sierra seguía con vida era en parte gracias a su limitada clarividencia.

Se llevó las manos a la espalda y volvió a hacer una reverencia.

—¿En qué puedo servirle, milord?

La naturaleza de Aeglech le aterrorizaba e intrigaba al mismo tiempo, y le costaba desviar la atención de su atractivo físico. Se odiaba por ello, pero en más de una ocasión se había preguntado cómo sería aquel rey sajón en la cama.

Aeglech la miró fijamente mientras acariciaba la espalda desnuda de su compañera. Llenó la mano entre sus muslos y la mujer se removió sensualmente. Le sonrió y separó las piernas para él.

—¿Te parece atractiva? —le preguntó Aeglech a Sierra.

Sierra no apartó la mirada del sajón, quien empezó a frotar con ahínco la entrepierna de la chica. No había en él la menor delicadeza, y siguió hurgando en el sexo hasta conseguir que la mujer se estremeciera. Sonrió triunfalmente y retiró la mano para volver a recostarse en los almohadones. Recogió su copa y la apuró de un trago.

—¿Eso es aguamiel? —preguntó la mujer. Se acurrucó a su lado y metió la mano bajo la sábana, en dirección a la entrepierna.

Aeglech sonrió y le ofreció la copa, pero cuando ella se dispuso a agarrarla él retiró la mano y se echó a reír.

—¿Crees que voy a beber de la misma copa que una zorra bretona? Wealh, trae otra copa. Rápido.

Sierra miró a la pobre mujer y se dio cuenta de que no sospechaba el destino que la aguardaba. Lord Aeglech era muy claro en las instrucciones que impartía a sus hombres, y él mismo las cumplía escrupulosamente. Cualquier sajón podía tener a tantas mujeres bretonas como quisiera, pero ninguna debía vivir para tener hijos.

Sierra le tendió una copa a la mujer y apartó la mirada. Con un poco de suerte Aeglech no necesitaría nada más de ella. Hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

—No, espera —la llamó Aeglech—. Vamos a jugar a un juego… los tres.

Sierra se detuvo y cerró los ojos. Presentía que el juego del que Aeglech hablaba no iba a acabar bien para la mujer.

—Bebe, mi dulce moza. Tengo algo muy especial para ti —miró a Sierra con ojos entornados—. Acércate, mi pequeña druida.

La mujer bebió su aguamiel mientras seguía moviendo la mano bajo la sábana.

—¿Ves cómo intenta complacerme? Ven aquí, zorra —chasqueó con los dedos y la mujer se subió a su regazo, de cara a él—. Date la vuelta.

El largo pelo negro cayó sobre los delgados hombros de la chica cuando se apresuró a obedecerlo. Miró a Sierra, que estaba de pie junto a la cama, y los pechos se le agitaron al reírse. Pero Sierra vio la inquietud en sus ojos.

—Es reconfortante ver tanta lealtad —dijo Aeglech. Apretó las nalgas de la chica y se inclinó para besarla en la base de la columna—. Tráenos algo de comer, wealh —señaló una mesa donde había bastante comida para ofrecer un banquete.

Sierra no tenía ni idea del juego que se traía entre manos, pero si sabía una cosa. Aeglech nunca hacía nada sin un propósito claro y definido. Seguramente estuviera poniendo a prueba su lealtad.

Le ofreció un trozo de queso a la mujer, pero el rey se lo impidió.

—Dáselo tú —le ordenó.

Miró severamente a Sierra mientras apartaba las sábanas.

A Sierra se le aceleró el corazón cuando empezó a comprender las intenciones de Aeglech. Le estaba ordenando que le diera a aquella mujer su última comida…

Permaneció inmóvil, sin saber qué hacer. No quería formar parte de aquella locura. Aeglech agarró las caderas de la mujer y la guio hasta empalarla en su falo.

Sierra quiso prevenirla, pero tenía la lengua pegada al paladar y además sabía que no serviría de nada.

—¿Ves, wealh, cómo responden las de tu raza a un hombre de verdad dentro de ellas?

Movió las caderas de la mujer y le clavó los dedos en la carne.

—Te gusta, ¿verdad, zorra? —sonrió mientras volvía a empujar.

—Mucho, milord —la chica se lamió los labios resecos, y por primera vez su expresión reflejó miedo.

—Claro que sí —dijo Aeglech—. Los hombres de tu raza no son como yo, ¿verdad?

—No, milord —se apoyó con las manos en las piernas de Aeglech y su rostro se alivió ligeramente cuando él aflojó su agarre.

—¡Come algo! ¡Bebe! No quiero que mis zorras estén débiles —le dio un cachete en las nalgas.

Sierra le ofreció el queso y ella dio un pequeño bocado. Un trozo se desprendió de sus dientes, pero lo agarró y se lo metió rápidamente en la boca antes de que cayera a las sábanas.

—¡Aguamiel! Dale más aguamiel —exclamó Aeglech, empujando contra sus caderas.

Sierra se concentró en la cara de la mujer, pero no lograba ignorar la excitación que crecía dentro de ella. Aeglech las estaba usando a las dos en aquel juego macabro cuyas reglas solo él conocía.

La mujer se arqueó hacia atrás y un gemido escapó de sus labios al botar sobre él.

—¡Bebe! —chilló lord Aeglech.

Ella obedeció y tomó un sorbo de la copa que Sierra le ofrecía. Se atragantó y el aguamiel se derramó sobre sus generosos pechos. Se los cubrió con las manos y agachó la cabeza, respirando al ritmo que imprimía Aeglech a sus embestidas.

La copa cayó de las manos de Sierra al ver la diabólica sonrisa en el rostro del rey.

—Tócala y dime qué ves —gruñó por el esfuerzo de sostener a la mujer en su regazo.

—Pero… pero… —estaba paralizada por el pánico. ¿Y si no veía nada al tocarla?

—¡No… Ohhhhh! —gritó la mujer al borde del orgasmo. No tenía forma de escapar a lo inevitable. Ahora pertenecía a lord Aeglech.

—¡Vamos! —la apremió él.

Sierra dio un paso adelante y levantó sus temblorosas manos hacia la mujer. Su destino ya estaba escrito. ¿Por qué quería lord Aeglech que usara sus poderes?

Cerró los ojos con fuerza e intentó concentrarse en la mujer. Una sensación de pánico y lujuria se apoderó de ella al instante, tan intensa que apartó rápidamente las manos.

La mujer la miró con una mezcla de excitación y escepticismo en los ojos. Sierra aspiró profundamente y volvió a ponerle las manos encima.

«No se lo digas».

La voz sonaba lejana y poco clara, como si alguien le hablara a través de una nube de emociones.

Una imagen difusa se formó en su mente. Vio a un hombre y a una mujer. Estaban abrazados en la oscuridad y él le entregaba un objeto que ella escondía bajo su capa.

—¡Dime lo que ves! —rugió Aeglech, y la imagen se desvaneció al momento.

La mujer emitió un débil quejido y empezó a palpar frenéticamente las sábanas, como si buscara algo.

De repente Sierra comprendió lo que había visto. Aquella mujer tenía intención de matar a lord Aeglech y Sierra tenía que elegir entre prevenirlo o dejar que sucediera. Era muy posible que sobreviviera al ataque, de modo que optó por hablar.

—Un hombre y una mujer… Él le entregó una cosa.

—Miente —chilló la mujer. Intentó levantarse, pero Aeglech la agarró por las rodillas y volvió a penetrarla con fuerza. Ella siguió buscando lo que había perdido, sin encontrar nada.

—Parecían ser amantes —siguió Sierra.

La mujer la miró con una expresión de asombro.

—¡No éramos amantes! —gritó, y enseguida se dio cuenta de su error. El orgasmo explotó en su interior y un grito entrecortado brotó de su garganta.

—Bien hecho, wealh —dijo lord Aeglech con una sonrisa sarcástica. Levantó su rostro hacia los cielos y soltó un grito de conquista, antes de pegar a la mujer a su regazo y recostarse sobre los almohadones. La mujer yació boca arriba encima de él, mirando el techo—. ¿Qué estás mirando? —le preguntó él tranquilamente mientras le acariciaba el pecho.

Ella negó con la cabeza.

—Nada, milord.

Sierra cerró los ojos. Aquella mujer era una estúpida. Aeglech ya había encontrado el objeto perdido. Estaba jugando con ella y al mismo tiempo poniendo a prueba la lealtad de Sierra.

Volvió a abrir los ojos y se encontró con la mirada de la mujer. Sus ojos marrones estaban llenos de lágrimas. El rostro de Sierra sería lo último que viera en su vida.

Aeglech se incorporó en la cama, haciendo que Sierra diera un salto hacia atrás, y agarró a la mujer por la garganta.

—¡Mientes, zorra! ¿Reconoces esto? —bramó, antes de degollarla con un cuchillo.

Los ojos de la mujer se abrieron como platos y se volvieron hacia Sierra al percatarse de su destino. Una línea roja apareció en su piel cremosa. Los últimos latidos de su corazón hicieron que la sangre brotase de la herida y se derramara sobre las sábanas.

Aeglech apartó el cuerpo sin vida de su regazo y levantó el cuchillo.

—¿Es esto lo que viste?

Sierra asintió. No iba a decirle que en realidad no había visto ningún cuchillo.

—Lo has hecho muy bien, igual que tu madre. Procura no traicionarme como ella hizo… ¡Guardias! —las puertas se abrieron y Sierra salió de su aturdimiento—. Llevaos a esta traidora y colgadla en la horca para que todos vean lo que les pasa a aquéllos que se atreven a desafiarme.

—Pero, milord, ya está muerta… —dijo Sierra.

—¿Quieres acompañarla tú también, wealh —le preguntó él con una voz de hielo.

Sierra clavó una rodilla en el suelo y se reprendió a sí misma. Aquel imprudente comentario podría haberle costado la vida.

—No, milord.

Los guardias bajaron el cuerpo de la cama y lo arrastraron hacia la puerta, dejando un reguero de sangre en el suelo de piedra. Aeglech se levantó, completamente desnudo, y rodeó a Sierra para orinar en el bacín. El cuchillo estaba en el suelo, a menos de un metro de Sierra. Lo observó con indecisión, fijándose en las intrincadas inscripciones celtas del puño, y pensó en su madre, en su hermano y en todas las mujeres que el rey sajón había matado después de acostarse con ellas. El corazón le golpeó con fuerza las costillas.

Wealh —la severa voz de Aeglech la sacó de sus pensamientos—. Limpia esto.

—Sí, milord —se puso en pie y quitó las sábanas de la cama, incapaz de borrar la escena de su cabeza. El estómago se le revolvió y la acució a salir corriendo, aferrándose las sábanas al pecho. Al pie de la escalera soltó las sábanas y se asomó a una ventana para vomitar.

La cabeza le palpitaba dolorosamente mientras intentaba recuperar el aliento. Se limpió la boca con la manga y levantó la vista hacia la luna llena.

La noche en que su madre y su hermano le fueron arrebatados también había luna llena.

Cerró los ojos y volvió a oír la voz de su madre.

«Nunca tengas miedo, Sierra».

 

Nueve años antes

Sierra creyó que estaba soñando, pero un terror glacial atenazaba su garganta y le recordaba que estaba despierta. De pie frente a la ventana abierta estaba su madre, con los brazos levantados al cielo.

Los truenos retomaban en la noche, y a la luz de la luna llena vio que su madre se giraba hacia ella.

—Rápido, Sierra, no hay tiempo. Tienes que entender algo muy importante… Mi visión estaba bloqueada por el miedo, y ya no puedo detener lo que ha empezado. Lo siento… —le tomó el rostro entre las manos—. De todo lo que te he enseñado, recuerda esto. Nunca tengas miedo, Sierra. El miedo lleva a la perdición.

—¿Qué ocurre, madre? ¿Qué quieres decir? —Sierra pasó junto a ella para mirar por la ventana, pero solo vio la oscuridad nocturna y las estrellas en el cielo.

Los truenos, sin embargo, se hacían más fuertes.

Su madre despertó a Torin y lo llevó hacia Sierra. El pequeño se balanceaba medio dormido y se restregaba los ojos con su manita. Solo era su medio hermano, pero Sierra lo quería con toda su alma.

—Tenéis que esconderos, rápido. Y pase lo que pase, no intentes cambiar el destino —sostuvo el rostro de Sierra en sus manos frías y temblorosas.

Los ojos de Sierra se llenaron de lágrimas. ¿De qué le había servido a su madre su don si no podía protegerla?

—¿Qué puedo hacer, madre? —intuía que el peligro era inminente y que su madre intentaba protegerlos.

—Ya no se puede hacer nada. Tienes que pensar en tu hermano y en ti misma. Debéis protegeros mutuamente.

A través de la ventana Sierra vio a varios guerreros sajones deteniendo sus monturas junto a la casa. Su madre los empujó a ella y a su hermano dentro de un armario.

—Quedaos aquí y no hagáis ningún ruido —acarició a Sierra en la mejilla y besó a Torin en la cabeza—. Recuerda que te quiero, Sierra. No tengas miedo.

—¡No! ¿Por qué no podemos huir? ¡No nos abandones, por favor! —se agarró a la mano de su madre, pero ella se soltó y cerró la puerta del armario.

A Sierra casi se le detuvo el corazón al oír una puerta siendo forzada. Por una grieta en la madera vio la cadera de su madre bloqueando el armario, pero olió el sudor y la mugre que cubría a los intrusos.

—Bienvenidos, señores —su madre se dirigió a ellos como si fueran sus invitados—. ¿Lord Aeglech requiere mi presencia?

Risas.

—Hemos venido a cumplir las órdenes de lord Aeglech, moza.

Su madre guardó un breve silencio antes de volver a hablar.

—Si es por el chico, no está aquí.

—Es normal que mientas, después de haberlo tenido escondido todo este tiempo. Aeglech sabe que lo has traicionado —el soldado les hizo un gesto con la cabeza a los otros—. Rodead la casa y buscad a los bastardos. Haced lo que queráis con la niña, ella no importa, pero Aeglech quiere muerto al niño.

Sierra apretó a Torin contra ella y le cubrió la boca con la mano. Él se resistió, pero se quedó completamente quieto al oír los platos y cacerolas cayendo al suelo. Sierra sintió sus lágrimas abrasándole la mano.

A través de la estrecha abertura vio como un hombre gigantesco agarraba a su madre por el pelo y la arrojaba de bruces sobre la mesa. La aterrada mirada de su madre se encontró con la suya y Sierra sofocó un grito cuando el salvaje le levantó las faldas y pegó sus caderas a ella. Los ojos de su madre se llenaron de lágrimas mientras el bárbaro gruñía y jadeaba al empujar con la parte inferior de su cuerpo. Sierra cerró los ojos, agradecida de que al menos su hermano no lo estuviera viendo. Intentó bloquear el sonido, pero el incesante golpeteo de la mesa en el suelo resonaba como una cadencia enfermiza en su cerebro.

Cuando finalmente abrió los ojos volvió a encontrarse con la mirada de su madre. Sus ojos estaban enrojecidos por el llanto, pero en silencio le ordenó a Sierra que fuera fuerte y que obedeciera su última voluntad.

«Debéis protegeros mutuamente».

Se apartó las lágrimas que resbalaban por su rostro y reunió el coraje que su madre les había mostrado a ella y a Torin. El guerrero agarró los brazos de su madre, se los ató a la espalda y la empujó hacia la puerta.

—Colgadla, encontrad a los bastardos y quemad la casa —les ordenó a los otros.

No pasó mucho tiempo hasta que dieron con ellos.

Cuando sacaron a Sierra de la casa, chillando y luchando con todas sus fuerzas, vio como le colocaban a su madre una soga al cuello. Sus ojos despedían un fuego salvaje y el viento agitaba sus cabellos oscuros. Echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un largo y lastimero gemido, semejante al aullido de un lobo. Entonces clavó la mirada en los hombres que agarraban a Sierra y a Torin.

—Que la maldición de mil generaciones caiga sobre cualquiera que haga daño a esos niños. Benditos sean por los ancestros, por los dioses y dioses, por la tierra, el fuego, el agua y el aire… Quienquiera que les haga daño sufrirá una muerte espantosa, él y todos los de su clan.

El soldado que sostenía un cuchillo junto al cuello de Torin miró al hombre que sujetaba a Sierra.

—Esto es cosa de Aeglech. Debería ser él quien acabe con ellos.

El jefe observó a la madre de Sierra.

—Adelante. Colgadla y aseguraos de que está muerta antes de marcharos —montó en su caballo y levantó a Sierra para delante de él como si fuera una muñeca. El soldado lo siguió en otro caballo con su hermano.

Sierra intentó ver el rostro de su madre por última vez, pero solo vio su cuerpo inerte colgando de la soga.

—Bruja druida —masculló el hombre—. Que te sirva de lección, niña. No se te ocurra desafiar al rey de los sajones.

Llegaron a la fortaleza en plena noche. Sierra no sabía lo que sería de ellos, pero sí sabía que la maldición de su madre había hecho mella en los guardias. Tal vez sirviera para que los dejaran con vida y los convirtieran en esclavos. Era su única esperanza.

 

 

—¿Sabes por qué os han traído aquí? —les preguntó lord Aeglech a Sierra y a su hermano. Su voz era serena y tranquila, lo que contrastaba con la crueldad de su reinado.

Sierra fijó la mirada en el suelo de baldosas grises. Los guardias los habían obligado a ella y a Torin a arrodillarse ante el rey sajón. Dos veces había vomitado de camino a la fortaleza, lo que enfureció aún más a los guardias.

—Responderás cuando te hable —gritó lord Aeglech.

Sierra levantó la vista y miró al hombre que había ordenado la muerte de su madre. Si también ella iba a morir quería que su asesino recordara la maldición que se cernía sobre él.

—Antes de que mi madre muriera lanzó una maldición a todo el que nos hiciera daño a mí o a mi hermano. Tus guardias no tuvieron el valor de cumplir con su tarea y por eso nos han traído ante ti.

El rey resopló con enfado y abofeteó a Sierra en la cara, tirándola al suelo. La mejilla le escocía horriblemente, pero consiguió contener las lágrimas.

—¿Es cierto? —les preguntó lord Aeglech a los guardias.

Sierra guardó silencio mientras se incorporaba. Tenía los ojos hinchados y secos después de haber llorado durante horas, y su cuerpo y mente seguían aturdidos por lo que había pasado.

El jefe se adelantó y se arrodilló ante su rey.

—Milord, queríamos demostrarle que habíamos capturado al chico —la voz le temblaba por los nervios.

Sierra se lanzó contra él, lo hizo caer al suelo y le clavó la mirada mientras lo maldecía en gaélico.

—Maldita cría —el guardia la agarró del brazo y ella lo mordió con todas sus fuerzas. Su cabeza golpeó el suelo y se quedó sin aliento—. Tienes que aprender a tratar a un hombre —escupió y se tiró de los pantalones hacia abajo. Sierra miró al rey, que estaba observando la escena en silencio, con las manos en las caderas y el rostro desprovisto de toda expresión.

—No veo a ningún hombre delante de mí —declaró Sierra.

El guardia la miró con una furia asesina y desenvainó su cuchillo, pero Sierra no se amedrantó.

—Acércate, cobarde, y te arrancaré los ojos con, mis propias manos.

Él se bajó los pantalones y la obligó a separar las piernas. Se inclinó sobre ella y le mostró sus feos dientes amarillentos. Entonces levantó la mirada, sus ojos se abrieron como platos y al segundo siguiente había caído en el suelo junto a Sierra, con un hacha clavada en la frente.

Sierra se levantó como pudo, miró el cadáver y luego miró por encima del hombro. Lord Aeglech le ordenaba a otro guardia que bajase su arma.

—Si doy una orden, espero que se cumpla —les advirtió a todos—. Tú —señaló al guardia que agarraba a Torin—. Llévate al chico al bosque y mátalo.

—No —gritó Sierra, abalanzándose hacia su hermano.

Otro guardia la agarró de los brazos, pero consiguió soltarse y le quitó el cuchillo del cinturón. Saltó y acuchilló al hombre en la pierna. El guardia cayó de rodillas y masculló una sarta de maldiciones en su horrible lengua sajona, pero otro guardia se adelantó rápidamente y se cargó a Torin al hombro.

Un tercer guardia le quitó el cuchillo a Sierra y la agarró por el cuello, esperando la orden de Aeglech para matarla.

—¿Quieres ver morir a tu hermano? —la voz de lord Aeglech retumbaba como el trueno—. ¿O prefieres tan solo saber lo que va a pasarle? Tú eliges.

Sierra asumió su derrota.

—Te suplico que no lo mates. Es un buen chico. Te servirá bien. Yo me encargaría de él… Nunca tendrás que verlo.

Aeglech la miró un momento y le hizo un gesto al guardia para que se llevara a Torin.

—Es solo un niño —Sierra se retorció con fuerza y se volvió hacia al rey para suplicarle de rodillas—. Por favor, deja que me despida de él. Haré todo lo que me pidas.

Un brillo de interés apareció en los fríos ojos de Aeglech.

—Dime, niña, ¿posees el don de tu madre?

La madre de Sierra los había instruido a ella y a Torin en las enseñanzas ancestrales de su pueblo. Le había dicho a Sierra que algún día entendería el don que se le había dado. El mismo don que habían tenido su abuela y la madre de su abuela. Sierra había tenido destellos del pasado y también del futuro, aunque no estaba lo suficientemente preparada para invocar el poder a voluntad. Pero si Aeglech creía que poseía el don, tal vez pudieran salvarse.

—Sí, milord —respondió con todo el valor que pudo reunir.

El guardia la soltó y ella corrió hacia Torin.

—Sé fuerte, hermano —el guardia que lo agarraba era cuatro veces más grande que ella, pero aun así lo miró fijamente a los ojos—. Recuerda la maldición de la bruja. Quien nos haga daño estará condenado a sufrir una muerte horrible, él y todos los de su clan. Mi madre era una bruja muy poderosa.

El guardia la miró con ojos inexpresivos, pero no dijo nada y la apartó de un empujón.

—¡Sierra! —gritó Torin.

A Sierra se le partió el corazón al ver como su hermano desaparecía de su vida. Era como si le hubieran arrancado una parte de su alma. Cayó sobre sus rodillas, deseando morir en aquel momento y lugar.

—Lleva a la chica a mis aposentos —ordenó lord Aeglech.

Uno de los guardias la agarró del hombro y la empujó hacia el rey. Resignada a sufrir el mismo destino que su madre, se preparó a recibir la muerte de buen grado y así acabar con el sufrimiento.

En los aposentos del rey, la tiraron al suelo y ella hizo un ovillo con su cuerpo, sin atreverse a mirar a Aeglech y esperando que su muerte fuera rápida.

—Tu madre me sirvió bien. Era una mujer con mucho que ofrecer —su voz no delataba la menor compasión—. Tú aún no eres una mujer, ¿verdad?

Sierra levantó la cabeza. Los ojos de Aeglech no se parecían a los de ningún ser humano que hubiera visto hasta entonces.

—Tengo doce años.

—Levántate.

Ella obedeció y reprimió las lágrimas que amenazaban con quebrantar su voluntad. Aeglech se acercó tanto que sintió el calor de su cuerpo. Bajó la mirada. Aunque Aeglech le había arrebatado todo cuanto le era preciado, albergaba una mínima esperanza de que Torin hubiera conseguido escapar. Si ella lograba sobrevivir, tal vez algún día pudiera encontrarlo.

—No es frecuente ver tanta agresividad en una niña tan joven —la rodeó, agitando su capa—. Sería muy fácil matarte, pero ese coraje que has demostrado podría serme útil… si lo domamos como es debido —le acarició la mejilla con el dedo. Sierra apartó la cara y él se echó a reír—. Eres tan bonita como ella. El mismo color de pelo, la misma piel blanca, los mismos ojos oscuros…

La furia se apoderó de ella al recordar cómo la había dejado sin familia. Escupió con desprecio a sus pies.

Él la agarró por la barbilla y le hizo levantar el rostro. Tenía el cuchillo empuñado sobre su cabeza. Sierra miró el brillo de la hoja y se preparó para recibir el golpe mortal. Pero Aeglech le dio la vuelta, le puso la mano sobre el pecho y colocó la punta del cuchillo en su garganta.

—Me diviertes —le susurró al oído mientras levantaba la trenza con el cuchillo—. Alguien con el valor de un hombre debe tener el aspecto de un hombre —de un brusco movimiento le cortó la trenza por la nuca—. Me recuerdas a mí cuando era joven.

Ella se giró bruscamente hacia él.

—¡Yo no soy como tú! —gritó con todo el odio que le quedaba—. Antes preferiría estar muerta.

Los ojos de Aeglech brillaron de malicia.

—Eso tiene fácil arreglo. Morirás a menos que cumplas mis órdenes —declaró con una calma escalofriante.

Sierra temblaba de miedo y furia.

—Tu magia me resulta muy útil. Tu madre aún seguiría con vida si no me hubiera traicionado al mantener a tu hermano en secreto.

—¿Qué daño puede hacerte un niño pequeño? —se tocó el pelo con una mano temblorosa. Su larga trenza oscura, el orgullo de cualquier mujer, yacía a sus pies.

—No vuelvas a hablar de él nunca más.

—¿Y qué será de mí? ¿Vas a matarme? ¿Me encerrarás en el calabozo hasta que muera? Prefiero que me mates ahora en vez de prolongar mi agonía.

Aeglech la miró sin pestañear.

—Bravas palabras. Ojalá todos mis soldados fueran tan valientes como tú —apartó la trenza con un puntapié—. ¡Guardias! Llevádsela a Balrogan y decidle que tiene una nueva aprendiza.

A Sierra se le congeló la sangre. El nombre de Balrogan era tristemente célebre en la aldea. Nadie lo había visto, pero su reputación provocaba escalofríos. Era el verdugo sajón.

Dos guardias la llevaron por el gran salón hacia una escalera. Las faldas le impedían bajar con rapidez, hasta que tropezó y cayó de bruces. La boca se le llenó con el sabor de la sangre.

Aún estaba aturdida cuando tiraron de ella para levantarla.

—Balrogan es un hombre ocupado. Más te vale no hacerlo esperar —le advirtió uno de los guardias.

Sierra miró en el interior de la mazmorra, donde apenas se podía ver nada. Entonces miró de nuevo al guardia y pensó en lanzarse ella misma contra su espada.

—Vamos —la apremió él—. No tengo todo el día.

Siguieron bajando hasta encontrarse con una puerta de madera. Estaba cerrada, pero el hedor de la muerte impregnaba el aire.

Sierra se dobló por la cintura y empezó a vomitar mientras el guardia abría la puerta.

—Maese Balrogan, le traemos a un nuevo aprendiz.

—¿Quién lo dice? —un hombre alto y corpulento, tanto que no debía de caber por la puerta, miró por encima del hombro mientras pasaba una barra de metal sobre el fuego.

—Lord Aeglech —respondió el guardia—. Es una fiera… Le aconsejo que tenga cuidado.

Sierra no podía controlar los temblores que sacudían su cuerpo. Aferrada al marco de la puerta, miró al hombre llamado Balrogan, la personificación del mal y la crueldad. Iba vestido enteramente de negro, con sus fuertes brazos cubiertos de hollín. Se giró para mirarla y Serra creyó que iba a desmayarse.

Tenía una cabeza grande y una abultada papada que le colgaba sobre un cuello grueso. Su piel era grisácea y estaba cubierta de sudor y suciedad. Uno de sus ojos era negro como el carbón, y el otro, vidrioso y apagado, apenas podía verse entre los pliegues de la piel.

—Demasiado fea para ser una muchacha —observó—. No quiero niñas en mi mazmorra.

Apuntó al guardia con un hierro candente y Sierra dio un paso atrás, preparada para huir. El guardia que estaba detrás de ella la empujó al interior de la cámara y desenvainó su espada. El otro la hizo avanzar para que Balrogan pudiera examinarla. El verdugo soltó un suspiro de irritación y la agarró del vestido.

—Son órdenes y tienes que cumplirlas, Balrogan. Mira —levantó la tartana que cubría el cadáver de un escocés y cortó un trozo con la espada—. Puede traerte la comida y agua del pozo, y limpiar la sangre.

El guardia sujetó a Sierra mientras le envolvía la cabeza con la tela, haciendo un turbante improvisado para ocultar su pelo.

—No es más que una aprendiza. Si le pones unos pantalones no parecerá una chica.

El verdugo tuerto gruñó.

—De acuerdo. Déjala. Puede dormir ahí —apuntó con la cabeza hacia un montón de paja en el rincón.

—Informaré a lord Aeglech de que te has hecho cargo de la aprendiza —dijo el guardia, dirigiéndose hacia la puerta—. Una cosa más, Balrogan.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó el verdugo sin levantar la vista de su trabajo.

—Aeglech dice que tiene el don de la clarividencia.

Balrogan la miró fijamente con su único ojo. El guardia no dijo nada más y se marchó, cerrando la puerta tras él. Sierra quedó atrapada en el corazón del infierno, sin posibilidad de escapatoria, pero por nada del mundo se echaría a llorar.

—Acuéstate —le ordenó Balrogan—. Empezaremos al alba.

Sierra oyó un gemido tras ella, procedente de las sombras. Se giró y vio a un hombre con los brazos encadenados a la pared, arrodillado en el suelo sobre su propia porquería.

—Ayúdame —le suplicó el hombre con voz agónica.

El látigo de Balrogan le arrancó la piel de la espalda. El prisionero gritó de dolor y lo mismo quiso hacer Sierra, pero ningún sonido salió de su garganta.

Balrogan la empujó hacia el jergón y Sierra volvió a tropezar con el vestido.

—Te van a hacer falta unos pantalones, wealh. Y no quiero verte con esa tartana en mi mazmorra.

Sierra se volvió hacia él mientras se acurrucaba en el rincón.

—¿Voy a morir? —preguntó con voz ahogada.

El verdugo la apuntó con el extremo del hierro.

—No si eres lista, wealh.

 

 

Sierra se deleitó con la brisa marina acariciándole la piel enrojecida. Hacía mucho tiempo que no pensaba en aquella noche.

Los sajones no sospechaban hasta qué punto la habían cambiado. Había perdido a su familia y todo cuanto amaba, pero a cambio había aprendido a bloquear sus emociones para poder sobrevivir.

Se apartó de la ventana y pensó en la mujer que acababa de morir. Había sido una estúpida al creer que podía matar a Aeglech, y mucho menos ella sola. Su imprudencia le había costado muy cara.

El sol empezaba a asomarse sobre la bruma de las colinas. Sierra vació el último de los cubos de agua ensangrentada y miró las sombras espectrales de los árboles que rodeaban la horca, donde colgaba una solitaria figura.

—Sierra —la llamó Cearl en voz baja—. Tengo leche fresca de cabra.

Sierra miró por última vez a la mujer y la sacó de su cabeza. El calabozo no solo era la cámara de tortura, sino el lugar donde todo el que entraba era presa del olvido. Día tras día los recuerdos de su vida anterior se hacían más difusos. Y así tenía que ser. Para sobrevivir tenía que limitarse al momento presente, sin recordar el pasado ni pensar en el futuro. Era más fácil olvidar que permitir que la consumieran los recuerdos.

Corrió a los brazos de Cearl para refugiarse, por unos breves instantes, de su miserable existencia.