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Capítulo 12

El chapoteo del agua despertó a Dryston de un merecido sueño, y por unos instantes no supo dónde estaba ni con quién.

Le complació ver que Sierra se estaba lavando la herida. Había oído que los sajones impregnaban las hojas de sus espadas con veneno. Así se aseguraban de eliminar al enemigo aunque la herida no fuese mortal.

Permaneció tendido boca arriba, mirando el cielo estrellado. Era maravilloso volver a ser libre. Recordó su infancia, cuando Torin y él iban a acampar al bosque. A veces tenían suerte y encontraban a un grupo de doncellas bañándose en un río.

Se dio cuenta entonces de que ya no oía el chapoteo procedente del estanque. Abrió la boca para llamar a Sierra cuando captó un movimiento junto a la orilla. La esbelta y delicada sirena estaba saliendo del agua mientras se apartaba los cabellos de la cara. El resplandor de las llamas arrancaba destellos dorados en su piel blanca.

Ella levantó el rostro hacia el cielo y Dryston recorrió con la mirada la curva de su cuello y de sus pechos. ¿Era una diosa o una mujer de carne y hueso? «La aprendiza de un verdugo», se recordó a sí mismo. Pero fuese lo que fuese, era imposible apartar los ojos de ella.

Sus miradas se encontraron cuando ella se agachó para recoger su ropa.

—Ya veo que estás despierto —lo dijo como si se percatara del efecto que tenía en él. O eso, o lo estaba torturando a propósito.

Se puso la túnica sobre la cabeza y se sacudió los cabellos mojados.

—¿Quién te ha cortado el pelo? —le preguntó él mientras ella se acercaba. No sabía si aquel estanque era realmente mágico, pero Sierra irradiaba un brillo especial.

—Aeglech —respondió—. No quería que tuviese una identidad ni que pareciera una mujer.

Se arrodilló en el suelo y se puso a aplastar los champiñones en una piedra plana.

—Pensé en atarte al árbol para que no intentaras escapar —dijo ella.

—¿De verdad crees que intentaría escapar? —le preguntó él.

Sierra ignoró la pregunta. Al parecer aún no se había ganado su confianza.

—Estoy preparando una cataplasma para ponérmela en la herida. De esa manera sanará más rápido.

Él asintió.

—¿Qué quieres que haga? —se arrodilló junto a ella.

—Nada. Puedes comer, si quieres —le señaló con la cabeza un montón de moras sobre un lecho de hojas—. No es mucho, pero al menos es alimento. Mañana buscaremos algo más. Será más fácil a la luz del día.

—Solo tengo dos peticiones.

—¿Cuáles? —preguntó ella mientras se subía la túnica por las caderas.

Dryston apartó rápidamente la mirada.

—No te asustará ver a una mujer desnuda, ¿verdad? —le dijo con una sonrisa.

—Quizá deberías tumbarte —sugirió él, mirándola.

Sierra le tendió una piedra embadurnada de la pasta verdosa que había preparado y se tumbó de espaldas sobre la hierba. Lo miró fijamente mientras se subía la túnica sobre el vientre.

—¿Puede ver el tamaño de la herida? —se apoyó en los codos, pero puso una mueca de dolor y volvió a tenderse.

Una herida superficial no le dolería tanto, pensó él. Pero el ungüento ayudaría a evitar la infección. Intentó concentrarse en el corte entre el ombligo y el triángulo de vello púbico. Sierra sostenía la túnica justo por debajo de los pechos.

—¿Qué ibas a pedirme? —le insistió ella.

Dryston se impregnó los dedos con la pasta y se la aplicó en la herida. No tenía ningún motivo para estar excitado. Pero lo estaba.

—¿Qué? —preguntó con la voz trabada y el ceño fruncido.

—Me has dicho que tenías dos peticiones.

—Ah, sí.

Un débil gemido escapó de la boca de Sierra. Se arqueó involuntariamente hacia arriba y Dryston cerró los ojos, recordando la unión de sus cuerpos, la frente de Sierra en su hombro, su acalorada respiración calentándole la piel mientras sus caderas se movían al mismo ritmo.

—¿Te he hecho daño? —se inclinó hacia abajo y le dio un beso en el vientre.

Ella curvó los dedos alrededor de su cabeza.

—No. Tienes un tacto muy delicado para ser un guerrero.

Dryston no pudo resistirse; le rozó la piel con la nariz y le dio otro beso un poco más arriba, y luego otro. Terminó de aplicar el ungüento y se limpió la mano en la hierba. Al volverse hacia ella vio que se había quitado la túnica y que lo miraba fijamente desde el suelo.

—No quiero hacerte daño.

—Dryston… no podrías hacerme daño ni aunque lo intentaras —lo agarró y tiró de él para besarlo.

Él apoyó las manos en la hierba y se colocó sobre ella con cuidado de no rozarle la herida. Aquella mujer era una seductora mezcla de inocencia y lujuria que con sus manos lo incitaba a continuar hasta que fue un verdadero suplicio contenerse.

—Esas dos peticiones… —murmuró mientras la besaba y le acariciaba los pechos.

—Deberíamos vendar ese dedo con un trapo limpio —le agarró la mano herida y se la llevó a los labios para besar los nudillos.

Dryston la besó en el cuello. Se moría por liberarla de sus ataduras emocionales.

—La primera… —le tocó el pulso con la punta de la lengua y se complació con su suspiro de placer.

—Sí… —jadeó y lo besó de nuevo.

—No es necesario que me ates. A menos que sea por placer.

—De acuerdo —aceptó ella, mordiéndole el labio—. ¿Y la segunda?

Dryston la besó intensamente mientras llevaba una mano a su entrepierna. Aquella atracción era tan fuerte como inesperada. Cuando más intentaba evitarla, más la deseaba.

Sierra levantó las caderas para recibir sus caricias y apretó con fuerza los párpados.

—La segunda… —se inclinó para susurrarle al oído al tiempo que metía dos dedos en su sexo—. Es que te corras para mí.

Ella le agarró la cara para pegarlo a su boca al tiempo que su cuerpo explotaba bajo él. Dryston la habría poseído sin pensarlo de no haber sido por la herida, de modo que refrenó sus impulsos y volvió a besarla antes de echarse hacia atrás para examinarla. Comprobó con alivio que el ungüento seguía en su sitio.

Sierra yacía en la hierba, mirándolo, con el reflejo de las llamas bailando en sus ojos.

—¿Por qué no me has tomado?

Dryston le agarró la mano y se la llevó al bulto del pantalón.

—Te deseo, Sierra —quería estrecharla entre sus brazos y abrazarla mientras dormía, pero ella ya se estaba bajando la túnica—. Tu herida… —la voz se le quebró cuando ella asintió ligeramente con la cabeza y se tumbó de costado con las manos bajo la mejilla—. Creo que me daré otro baño —anunció. El dolor de la entrepierna era insoportable y le dificultaba considerablemente la marcha. Se quitó los pantalones rápidamente y se metió en el agua fría.

Pensó en sus ojos, llenos de secretos y cautela, e intentó imaginársela siendo más joven. ¿Habría tenido alguna vez el pelo largo, cayéndole onduladamente hasta la cintura? Nunca la había oído reír ni le había visto una sonrisa de verdad, pero debía tener en cuenta de dónde había salido.

Salió del estanque y se vistió rápidamente. Vi© que Sierra no se había movido y se acostó al otro lado del fuego, pues intuía que ella necesitaba la distancia. Apenas se había tumbado cuando Sierra abrió los ojos.

—Gracias por la comida —le dijo él. Ella se incorporó y agarró un puñado de moras para ofrecérselas.

Dryston las aceptó y las examinó.

—¿Hay bayas?

—No. Solo moras y frambuesas.

Él asintió y se metió la fruta en la boca. Una vez, de niño, sufrió una reacción alérgica a las bayas de saúco. Se le hinchó la garganta de tal modo que habría muerto asfixiado de no haber sido por las pócimas de su madre.

—A lo mejor mañana podemos cazar algún conejo. ¿Te gusta el conejo asado?

Ella también asintió mientras se tomaba las moras una a una.

—Entonces, ¿eres celta? —le preguntó con la esperanza de averiguar algo más sobre ella.

—¿Qué te importa mi pasado?

—Me interesa, simplemente —y era cierto. Dos veces la había llevado al orgasmo y sin embargo no sabía nada de ella—. Tú y yo no somos tan diferentes, ¿sabes?

—No recuerdo haberte preguntado nada sobre tu familia.

Dryston se encogió de hombros y arrojó un palo a las llamas.

—Creía que después de haber…

—¿Solo por haber intimado necesitas conocer mi pasado o yo el tuyo? —lo interrumpió ella.

—Podrías contarme, al menos, cómo es que tienes ese don —sugirió él. No iba a rendirse tan fácilmente.

Sierra volvió a tumbarse boca arriba y apoyó la cabeza en un brazo.

—Me viene de la familia de mi madre. Es lo único que sé.

No dijo nada más y Dryston se tumbó, frustrado en más de un aspecto.

—A mi familia la mataron los sajones —dijo él.

Un búho ululó en los árboles.

—Muchos bretones perdieron a sus familias —replicó ella—. No eres el primero ni serás el último, por desgracia.

—Entonces sabes lo que es perder a un ser querido… —insistió con delicadeza.

Ella no respondió, y Dryston pensó por un momento que se había quedado dormida.

—¿Dónde está tu familia? —se atrevió a preguntarle.

—Muerta.

—Lo siento —se apoyó en un codo y la miró a través de las llamas.

—¿Era especial para ti? —le preguntó ella.

—¿Qué mujer?

—La mujer a la que vi cuando te toqué.

Los recuerdos de Cendra invadieron su cabeza.

—¿Qué viste?

Sierra se incorporó. Sus ojos oscuros destellaban a la luz del fuego.

—Os vi a los dos juntos en la paja, haciendo lo mismo que hemos hecho hace un momento. ¿Quién era?

—¿Cendra? —era la primera vez que pronunciaba su nombre desde la noche de su muerte. No quería revivir aquellos recuerdos. El sentimiento de culpa aún estaba muy reciente.

—Si te sirve de consuelo, no la violaron ni torturaron. Murió sin dolor.

A Dryston se le formó un nudo en la garganta.

—No debes torturarte a ti mismo —siguió ella—. Aquella noche había muchos sajones y no podrías haber hecho nada por salvarla.

Dryston parpadeó con fuerza para reprimir las lágrimas.

—Dime qué le pasó al chico —le pidió ella de repente.

—Había un niño en la aldea con quien estuve jugando. No volví a verlo.

—No, me refiero al niño que se escondía en el tronco.

Dryston se incorporó bruscamente.

—¿Cómo lo sabes?

—Solo tuve una imagen fugaz, nada más.

—¿Y por qué te interesa tanto?

—Únicamente siento curiosidad por saber qué fue de él —se giró de costado, dándole la espalda a Dryston.

—¿Te resultaba familiar? —le preguntó él. Torin apenas recordaba nada de lo que le había ocurrido, y tal vez su pasado nunca llegara a conocerse.

—En mi aldea se hablaba de una mujer a la que mató lord Aeglech. Se llevaron a su hijo para matarlo y nadie volvió a saber nada de su hija, por lo que todo el mundo dio por hecho que también ella fue asesinada —se encogió de hombros—. Los sajones suelen contar ese tipo de historias para atemorizar a los aldeanos.

—¿Sabes cómo se llamaba esa chica?

Sierra permaneció en silencio.

—¿Sierra?

—Estoy cansada y no quiero hablar de ello. Todo eso ocurrió hace mucho. Es mejor olvidarlo.

Dryston volvió a tumbarse, pero no tenía sueño.

Seguía dándole vueltas a la conversación, incapaz de imaginarse los horrores que Sierra había padecido en su vida.

—¿Dryston? —lo llamó con voz adormilada—. No te confundas. Te he salvado el trasero y a cambio tienes que llevarme a tu campamento.

—Lo sé, Sierra —repuso él, y la estuvo observando hasta que las llamas se extinguieron y el cielo empezó a iluminarse por el este.

Era una mujer extraordinaria que había sobrevivido a un infierno inimaginable. Pocas cicatrices se veían en su piel, pero Dryston sospechaba que las llevaba todas por dentro.