Capítulo 4
Dryston se despertó al sentir un hormigueo en la mejilla. Estaba tendido de costado y atado de pies y manos. Sacudió la cabeza y una araña cayó al suelo.
—He mirado otra vez su espada —dijo una voz sajona—. No hay ninguna duda de que es romano.
Dryston escuchó con atención para intentar comprender por qué no lo habían matado aún. El terrible dolor de cabeza le impedía recordar lo sucedido en las últimas horas.
De repente, los gritos de Cendra pidiendo ayuda volvieron a resonar en su memoria, seguidos por las imágenes de su cuerpo sin vida y la aldea en llamas. Un sentimiento de culpa lo invadió por no haber sido capaz de salvarla.
—¿Lo matamos? —preguntó un sajón.
Sus pensamientos volvieron al presente. Si quería seguir con vida tendría que concentrarse en el momento. Giró ligeramente la cabeza e intentó escuchar cuál sería su veredicto.
—Tal vez sea uno de esos rebeldes —respondió otro sajón—. Deberíamos llevarlo ante lord Aeglech y que sea él quien decida.
Dryston esperó que así fuera. Aeglech era precisamente a quien quería ver. Sus hombres habían masacrado a su familia y a muchas otras. Se giró lo suficiente para ver a los guardias por el rabillo del ojo.
—¿Estás seguro de que es romano?
—¿No has visto su espada? Creo que es un espía rebelde. ¿Qué otra cosa estaría haciendo un romano en una aldea celta?
Dryston vio a tres guardias sentados alrededor de una hoguera y tres caballos junto a los árboles.
—Lord Aeglech estará complacido si se lo llevamos con vida. Así podrá interrogarlo.
Hubo un murmullo de aprobación mientras comían. A Dryston le rugieron las tripas al oler a conejo asado.
—Si Aeglech no consigue hacerlo hablar, Balrogan se encargará de ello —dijo uno, riendo.
—¿Insinúas que el rey es débil? —exclamó otro, y se levantó blandiendo su hacha.
Transcurrieron unos segundos antes de que el primero respondiera al desafío.
—Yo sirvo a lord Aeglech —dijo en tono tranquilo—. Si quieres retarme, adelante. Pero te aconsejo que bajes el arma antes de que te corte las piernas.
Un silencio sepulcral siguió a sus palabras, como si todo el bosque estuviera esperando la decisión del guerrero. Finalmente, bajó el hacha y le dio una palmada al otro en la espalda.
—Balrogan puede hacer hablar a cualquiera —admitió.
—Desde luego —corroboraron los otros dos. El momento de tensión había pasado.
—¿Qué os parece el nuevo aprendiz de Balrogan? —preguntó uno de ellos tras un largo silencio.
—¿El muchacho al que llaman Ratón? ¿Qué pasa con él?
—Dicen que es una mujer.
Un sajón eructó.
—De ser cierto, es una mujer horrible. No se parece a ninguna otra que haya visto.
—Tal vez, pero he oído cosas…
Un hueso pasó rozando la oreja de Dryston y chocó contra el tronco del árbol.
—¿Y qué más da lo que hayas oído? Si el aprendiz es una chica, Balrogan la ha entrenado bien.
—Dicen que le sacó los ojos a un guardia hace años.
—¿Seguro? Yo he oído que se hirió él mismo con su espada.
—No, dicen que una bruja lo había maldecido.
Otro silencio.
—No me gusta pensar en eso. Solo uno de los guardias que la llevó ante Aeglech sigue con vida, y por poco tiempo. Dicen que la mujer cuenta con el favor de Aeglech.
—Tiene el don —dijo otro—. Por eso la mantiene con vida. Si no queréis acabar con la cabeza en una estaca, os aconsejo que os guardéis esas habladurías para vosotros —arrojó un hueso al fuego—. ¿Está claro?
Los otros lo miraron, asintieron y siguieron comiendo en silencio.
Dryston se dio la vuelta lentamente y observó las sombras que se proyectaban sobre el troncos Se preguntó si sería cierto lo que acababa de oír.
¿Por qué lord Aeglech permitía que una chica fuera la aprendiza de un verdugo? Tal vez fuera sajona. Había oído que las mujeres sajonas eran grandes guerreras y que a menudo demostraban más valor que sus compañeros masculinos, pero nunca se había encontrado con una mujer verdugo.
—Thelan, tú harás la primera guardia mientras nosotros dormimos un poco.
El fuego empezó a apagarse y los sonidos de la noche rodearon a Dryston. Pensó en Cendra y en su familia y la ira volvió a prender en su interior.
Tenía que encontrar la manera de actuar. Si pudiera convencer a Aeglech de dónde estaba el campamento romano, tal vez pudiera hacerlo salir de la fortaleza y atraerlo a una trampa en el monte Badon. Sería una victoria decisiva para Britania.
Una sombra pasó volando ante la luna llena. Un cuervo, el presagio de la muerte, graznó un par de veces y desapareció entre los frondosos árboles.
La madre de Dryston creía en las supersticiones celtas y a menudo le hablaba de ellas. Él nunca les había dado mucho crédito, pero el agüero del cuervo adquiría de repente todo su significado.
«A ghra’mo chroi», la imagen de Cendra a la luz de la luna volvió a aparecer en su mente.
«Amor de mi vida».
Se le escapó una lágrima al recordar su voz pidiendo ayuda. Pensó en su cuerpo inerte, en la cálida sonrisa de su madre, en la risa de Gareth, en todas las vidas inocentes que habían segado los sajones.
Tenía que vivir y llevar a Britania a la victoria. A lo lejos volvió a oír el graznido del cuervo y rezó porque no fuera él quien muriese aquella noche.